Las sentencias del Tribunal Constitucional referidas a la televisión por cable sirven de base para la discusión de la Inconstitucionalidad por Omisión, esto es, la vulneración de la Constitución por inactividad. Esta institución puede concebirse en doble sentido: uno amplio, que abarcaría la inercia de los poderes públicos en general, y uno estricto, que se refiere a la inacción del Poder Legislativo. Precisamente es esta última postura la que plantea el autor, al concebir la Inconstitucionalidad por Omisión como la falta de desarrollo por parte del Poder Legislativo, durante un tiempo excesivamente largo, de aquellas normas constitucionales de obligatorio y concreto desarrollo, de manera que se impide su eficaz aplicación.
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(*)Esta Jurisprudencia fue publicada en el Tomo N° 5 de Diálogo con la Jurisprudencia
I. INTRODUCCION
Una de las líneas jurisprudenciales del Tribunal Constitucional más interesantes del año 1994 es, a nuestro entender, la que se refiere a la televisión por cable. Cinco son las sentencias que abordan esta problemática, a saber: 31/1994, de 31 de enero; 47/1994, de 16 de febrero; 98/1994, de 11 de abril; 240/1994, de 20 de julio, y 307/1994, de 15 de noviembre. En ellas, al margen de alterarse parcialmente la doctrina del Alto Tribunal referida a una cuestión de la relevancia de la televisión, encontramos una serie de notas comunes por lo que respecta a los casos que resuelven. En efecto, en todas se anulan distintas decisiones administrativas, avaladas por la justicia oridinaria, que prohibían la actividad de diversas televisiones por cable, basándose además en idénticos razonamientos jurídicos, identidad que nos permite hablar de línea jurisprudencial.
Este grupo de sentencias presentan varias cuestiones susceptibles de ser analizadas por el interés y por la polémica que despiertan. Es el caso de la dicotomía que se produce por la consideración de la televisión como servicio público (1) , lo que determina la necesidad de concesión administrativa para que entren en escena los particulares (2) , frenta a la presencia en la materia de derechos fundamentales, lo que impediría su titularidad pública y llevaría, en todo caso, a una autorización, figura esta que no excluye un previo derecho subjetivo del particular (3) . En efecto, la idea de vulneración de los derechos de libertad de expresión y comunicación por ausencia de regulación de la televisión por cable, conclusión a la que llega nuestro Tribunal Constitucional, evidencia la necesidad de tener en cuenta los derechos fundamentales, que podría haberse pensado que quedaban excluidos ante la publicatiode la radiodifusión. Ello se conecta con el análisis de las dimensiones del artículo 20.1 de la Constitución española y con la posible necesidad de ley orgánica en el caso de que la legislación televisiva se entienda como desarrollo del susodicho derecho fundamental (4) .
II. LA OMISION INCONSTITUCIONAL
Pero en este momento lo que nos atañe es la conexión de estas decisiones del intérprete supremo de la Carta Magna con la figura de la inconstitucionalidad por omisión, esto es, de la vulneración de la Ley Fundamental por inactividad. Semejante instituto, pese a su transcendencia y potencialidades, además de su carácter conflictivo, no ha despertado un excesivo interés en la doctrina, lo cual es especialmente claro en nuestro país (5) , no tanto en Alemania (6) , Italia (7) , Portugal (8) y ciertos casos en Iberoamérica (9) . Siguiendo a Mortati podemos indicar que la naturaleza de la figura descansa sobre la misma estructura de las normas constitucionales y sobre la posibilidad y efectos de la actuación del Tribunal Constitucional (10) .
Dicha institución, que reclama un tratamiento dentro de la estricta técnica jurídica, puede concebirse en un doble sentido: uno amplio, que abarcaría la inercia de los poderes públicos en general (es el caso del ordenamiento brasileño); y uno estricto, que se refiere a la inacción del Poder Legislativo. Nosotros nos adherimos a esta última postura, de forma tal que concebimos la inconstitucionalidad por omisión como la falta de desarrollo por parte del Poder Legislativo, durante un tiempo excesivamente largo, de aquellas normas constitucionales de obligatorio y concreto desarrollo, de manera que se impide su eficaz aplicación. Por lo tanto, la inacción del legislador, el paso del tiempo generador de fraude constitucional, la exigencia constitucional de actuar y la ineficacia son las claves de bóveda de nuestra propuesta.
Una de las grandes dificultades de la figura es dotarla de una efectiva articulación práctica, lo que ya despertó los recelos de un autor del prestigio de Kelsen: «La Constitución que regula la producción de normas generales puede determinar también el contenido de las futuras leyes, al prescribir o excluir ciertos contenidos. En el primer caso, sólo se da una promesa de promulgación de leyes, sin existir ninguna obligación de hacerlo, dado que, inclusive por razones técnico-jurídicas, sería imposible enlazar una sanción a la falta de leyes del contenido prescrito» (11) . En cambio, este problema no ha desanimado a otros tratadistas a la hora de su estudio. Sea como fuere, semejante dificultad no puede ser un obstáculo insalvable que impida un análisis desde la metodología jurídica.
La relevancia del tema es tan patente que hace innecesarias, en este lugar, ulteriores precisiones en semejante sentido. Pero es de recibo subrayar ahora la importancia que puede llegar a adquirir el no desarrollo de los derechos fundamentales recogidos en nuestra actual Constitución, a pesar de su aplicabilidad inmediata (12) . En efecto, la plena potencialidad de la regulación constitucional de los derechos fundamentales, eje esencial del sistema político, sólo vendrá a través de las previsiones legales oportunas, que garanticen su aplicación eficaz, prevean medios y procedimientos para su defensa y adecúen su sentido y ámbito a las nuevas exigencias de una sociedad cada vez más compleja y tecnificada. El dinamismo y el carácter abierto de la Constitución reclama un proceder como el indicado. Atrás ha quedado la concepción liberal que se restringía al aspecto subjetivo. Ahora, al lado de ese elemento subjetivo, los derechos fundamentales ostentan una vertiente objetiva, que no persigue más que asegurar el poder jurídico que ostenta el individuo.
Basten las pinceladas que acabamos de dar para situar la cuestión y mostrar el peso específico de la misma, a sabiendas de la necesidad de un estudio profundo, que no efectuaremos, ni mucho menos, en este momento.
III. LA ARGUMENTACION DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
Precisamente, las sentencias antes mencionadas abordan el inadecuado desarrollo de un derecho fundamental: el derecho fundamental a la libertad de expresión y de comunicación [artículo 20.1.a) y d) CE]. La argumentación empleada por el intérprete supremo de la Constitución se encuentra en la primera de estas decisiones, la 31/1994, de 31 de enero (fundamentos jurídicos 6 y 7), siendo reproducida en sus líneas esenciales por las restantes. En este orden de cosas el Tribunal Constitucional reflexiona del siguiente modo:
«Por lo que hace a la televisión por cable, la omisión del legislador en su desarrollo, plasmada en la ausencia de regulación legal del régimen concesional de esa modalidad de televisión, viene de hecho a impedir no ya la posibilidad de obtener la correspondiente concesión o autorización administrativa para su gestión indirecta, sino siquiera la de instar su solicitud, lo que comporta, dentro del contexto de la normativa aplicable, la prohibición pura y simple de la gestión por los particulares de la actividad de difusión televisiva de alcance total y transmitida mediante cable».
Tenemos, por lo tanto, una inactividad del legislador en lo que atañe a la materia de la televisión por cable. Y dado que esta omisión o inercia es la causa final de las resoluciones administrativas que ordenaron el cese de las actividades, que son las resoluciones impugnadas, se hace necesario entrar en la posible justificación de tal omisión, lo que explicaría un proceder de la Administración conforme a Derecho. Así también lo entiende el guardián de la Constitución:
«El examen de esa omisión del legislador respecto a la televisión local por cable resulta posible y necesario para la resolución de los presentes recursos de amparo».
Con esta intención el Tribunal reflexiona sobre las dimensiones del derecho a «expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción» [artículo 20.1.a) de la Constitución española] y del derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión [artículo 20.1.d) del mismo texto jurídico]. Dentro de ellos, aunque con carácter instrumental, se encuentra el derecho a crear los medios de comunicación indispensables para su ejercicio (13) . Semejante carácter instrumental es el que otorga al legislador un margen de maniobra mayor y el que reclama, en la hipotética regulación, «contemplar otros derechos y valores concurrentes», afirmación esta que no nos deja de extrañar dado que todo derecho fundamental posee sus límites y fronteras, careciendo de dimensiones ilimitadas y absolutas (14) .
Acto seguido nos hallamos con el núcleo esencial de todo este razonamiento:
«Pero lo que no puede el legislador es diferir sine die, más allá de todo tiempo razonable y sin que existan razones que justifiquen la demora, la regulación de una actividad, como es en este caso la gestión indirecta de la televisión local por cable, que afccta directamente al ejercicio de un derecho fundamental como son los reconocidos en el artículo 20.1.a) y d) de la Constitución española, pues la ausencia de regulación legal comporta, de hecho, como ha ocurrido en los supuestos que han dado lugar que los presentes recursos de amparo, no una regulación limitativa de derecho fundamental sino la prohibición lisa y llana de aquella actividad que es ejercicio de la libertad de comunicación que garantizan los apartados a) y d) del artículo 20.1 de la Constitución española, en su manifestación de emisiones televisivas de carácter local y por cable.»
La ausencia de regulación en un supuesto como éste representa un atentado al artículo 20.1 de nuestra Ley Básica puesto que imposibilita llevar a cabo una actividad incluida en un derecho constitucional. Nuestra Norma Fundamental recoge una serie de encargos al legislador (15) , que se presentan tanto de manera explícita como implícita. Con ello aludimos a un tipo de articulación técnica del precepto constitucional, exenta de contenido material. Es decir, que normas de distinto tipo desde el punto de vista material (v.gr., derechos fundamentales o normas organizativas) pueden mostrarse como semejantes encargos, generadores de una concreta obligación de desarrollo postconstitucional que pesa sobre el legislador. Tales preceptos, que no son meras proposiciones declarativas sino verdaderas normas jurídicas, poseen una eficacia limitada y no adquirirán su plenitud aplicativa hasta que la interpositio legislatoris produzca la normativa de desarrollo. Su existencia parece ineluctable dadas las funciones cumplidas por la Lex Superior, que requieren que su articulado no agote las distintas instituciones y regulaciones. En este orden de cosas, Stern, refiriéndose al sentido, contenido y función de la Ley Fundamental, afirma que ésta inicia, dirige y limita la actividad del legislador, pero no la consume (16) . El problema se agrava cuando nos encontramos con un derecho fundamental que requiere mediación legislativa para otorgarle efectividad a su vertiente objetiva. El legislador no sólo está llamado a limitar los derechos fundamentales sino también a profundizar en su contenido conforme a las exigencias del Estado Social (17) .
Esta obligación de desarrollo y complemento posterior que recae sobre el legislador ordinario viene caracterizada por tres notas: el legislador no es libre en cuanto al «an»de la normativa, así que tiene que actuar indefectiblemente; el «cómo» de esta regulación debe discurrir, claro está, por los márgenes que supone el contenido de la Constitución maximizando sus valores y sus fines; el «quando»de tal normativa está, en principio, sometido a la libertad del legislador, si bien éste no se puede dilatar de tal manera que suponga un fraude al concreto precepto constitucional.
El principio de libertad de conformación del legislador, no sólo admisible y justificable en un sistema democrático sino que también necesario, no debe concebirse con unos rasgos absolutos, como una patente de corso que autorice al legislador a actuar a su antojo. Antes bien, debe interpretarse de conformidad con el principio de normatividad de la Constitución y con su carácter supremo, que exigen llevar a cabo de forma efectiva el programa constitucional.
Así las cosas, en estos supuestos referidos a la televisión por cable, el Tribunal ha considerado que el legislador ordinario ha dilatado en exceso,«más allá de todo tiempo razonable» y sin justificación, la normativa de desarrollo relativa a una actividad que es manifestación del ejercicio de un derecho fundamental. Ello, como hemos indicado, atenta a semejante derecho, ya que lleva a una «supresión de la libertad de comunicación», y no a una limitación que pudiera estar justificada. La conclusión de todo este planteamiento es concebir de forma amplia el artículo 20.1.a)y d)no sometiéndolo a restricciones legalmente inexistentes, de manera que la actividad de la televisión por cable se vuelve, por el momento, libre:
«no cabe, porque subsista la laguna legal, sujetar a concesión o autorización administrativa -de imposible consecución, por demás- el ejercicio de la actividad de emisión local por cable, pues ello implica el desconocimiento total o supresión del derecho fundamental a la libertad de expresión y de comunicación que garantiza el artículo 20.1.a)y d)CE» (18) .
Las resoluciones administrativas que imponían el cese de las actividades y las sentencias de la justicia ordinaria que las corroboraban son anuladas y se restablece en su integridad el derecho fundamental lesionado.
IV. CRITICAS A LA POSTURA DEL TRIBUNAL
Estos planteamientos, novedosos e interesantísimos al margen de la antítesis indicada, ya han sido objeto de duras críticas por Santaolalla (19) , que llega a hablar de «atípica declaración de inconstitucionalidad» y pronunciamiento «extravagante» (20) . Este autor, en lo que atañe al control de la omisión del legislador, esgrime varias razones en su crítica. Algunas de ellas parten de la consideración que existe en nuestro ordenamiento acerca de la televisión como servicio público y que, según este jurista, impediría en estos casos hablar de derechos fundamentales. Como venimos haciendo en estas páginas no queremos centrarnos en este asunto, también de indudable relevancia, aunque como igualmente ya señalamos somos más proclives a abordar el tema desde la óptica de los derechos fundamentales.
Asimismo, el citado autor aduce que la postura del Tribunal Constitucional no le convence «porque si la televisión privada por ondas hertzianas tuvo que aguardar el tiempo que el legislador creyó oportuno desde la entrada en vigor de la Constitución (diez años), sin reparo alguno del Tribunal Constitucional, no se comprende una postura muy distinta para otra modalidad televisiva» (21) . No es suscribible esta postura porque, en primer lugar, el Tribunal se encuentra ante unos ciudadanos que se han visto vulnerados en uno de sus derechos fundamentales, con la consiguiente necesidad de devolverles la integridad de ese derecho y, en segundo lugar, quince años después de la aprobación de nuestra Carta Magna es, por supuesto, un plazo mayor que diez, no sólo cuantitativamente hablando sino también desde el punto de vista cualitativo ya que la realidad social de 1994 es diferente a la de 1988, mostrando una presencia tecnológica más elevada que reclama, de una vez por todas, la regulación de una actividad tan extendida en otros países de Occidente como es la de la televisión por cable. A mayor abundamiento, no cabe olvidar que las opiniones del Tribunal Constitucional no son imperturbables y no están anquilosadas en un determinado momento histórico sino que pueden evolucionar y cambiar para, de esta forma, acomodarse a las exigencias de la situación y del contexto vivido. En este sentido, Larenz, aludiendo a la labor de los tribunales, apunta que «no existe una interpretación «absolutamente recta» en el sentido de que sea tanto definitiva como válida para todos los tiempos. Nunca es definitiva, porque la inabarcable variedad y el continuo cambio de las relaciones de la vida ponen constantemente al que aplica las normas ante nuevas cuestiones» (22) .
También Santaolalla se muestra en desacuerdo con el proceder del Alto Tribunal «porque viene a legitimar una situación de factoque condicionará la futura legislación, al forzar la aprobación de una normativa que autorice la gestión de la televisión por cable por particulares, privando al legislador de otras alternativas» (23) . Frente a ello opinamos que es precisamente eso lo que había que buscar si se considera, tal como lo hace el citado Tribunal, que, por un lado, ya es hora de que se dicte la normativa omitida y que, por otro, los particulares tienen que entrar en la ejecución práctica de la actividad televisiva a través de cable coaxial, puesto que, como queda dicho, ésta es una manifestación, instrumental pero al fin y al cabo manifestación, de un derecho fundamental recogido en nuestro Texto Básico. Si ello es así las opciones y el margen de discrecionalidad del legislador tienen que reducirse forzosamente en aras del respeto de los derechos fundamentales, lo cual tendría que ser, además de cotidiano, escrupuloso.
Por último, este autor aduce la ausencia de norma legal que otorgue competencia al Tribunal Constitucional para solucionar las omisiones del legislador. Ello es considerado como lo más preocupante de todo este asunto (24) . Desde un punto de vista positivista parece difícil, si no imposible, rebatir tal afirmación (los artículos 161 y 163 de la Constitución española y artículo 27 de la Ley Orgánica 2/1979 del Tribunal Constitucional no contemplan como función de este órgano el control de la inconstitucionalidad por omisión). Pero también hay que tener en cuenta la relevancia de los casos y la situación en que se encontraba nuestro guardián de la Constitución, ante unos supuestos nada menos que de vulneración de un derecho fundamental. La protección de los derechos fundamentales, señala Favoreu, «es, evidentemente, la primera de las funciones» de un Tribunal Constitucional, pues sólo ese órgano, «en los sistemas de tipo europeo, es capaz de cumplir con esta tarea» (25) . Dicho esto resulta adecuado traer a colación a Forsthoff cuando indicaba que «la superación del positivismo no implica en modo alguno el abandono de la positividad del Derecho» (26) , lo cual puede servirnos en este momento, aunque quizá traicionando en cierto modo la intención del gran jurista germano, para fundamentar la tentativa de flexibilizar una actuación cuando están de por medio la garantía y la defensa de algo que es esencial y pábulo para el sistema político: los derechos fundamentales positivizados en la Carta Magna. No podemos olvidar que «los derechos fundamentales -en palabras de Schneider- son fin en sí mismos y expresión de la dignidad humana... Son simultáneamente la condicio sine que non del Estado constitucional democrático, puesto que no pueden dejar de ser pensados sin que peligre la forma de Estado o se transforme radicalmente» (27) .
En efecto, una Constitución no es una simple hoja de papel subordinada a la voluntad de los gobernantes de turno tal y como reprochaba Lasalle (28) , sino que posee un contenido axiológico determinado, enlazando así con las raíces revolucionarias del término y con el artículo 16 de la Déclaration de Droits de l'homme et du citoyen de 1879 («Toute societé dans laquelle la garantie des droits n'est pas assurée, ni la séparation des pouvoirs déterminée na point de Constitution»). La importancia de esa parte dogmática crece en aquellas situaciones en las que la implantación de un texto constitucional choca con una situación anterior regida por valores de diferente signo. Entonces, la aplicación directa de los derechos fundamentales por la práctica jurisprudencial se impone como medio de defensa de los ciudadanos y de efectividad de tales derechos. Pero esta efectividad, para ser plena, exige algo más, especialmente legislación de desarrollo. De ahí que, pese a que el articulado constitucional que recoge los derechos fundamentales sea inmediatamente exigible puede producirse omisión inconstitucional por no llevar a cabo estas necesarias medidas que podemos denominar complementarias. El fraude constitucional puede alcanzar en estos casos cotas verdaderamente inaceptables.
A diferencia de las opiniones vertidas hasta el momento en este apartado, otros autores ya han mostrado una valoración positiva de esta línea jurisprudencial. Es el caso de Gómez Puente (29) , que acepta la posibilidad de vulneración de los derechos fundamentales por omisión, aunque sólo en la medida en que tal inactividad atente contra su contenido esencial. De esta forma, tras reconocer el principio general de que la aplicación del contenido esencial de los derechos no requiere la previa interposición legislativa, indica que existen excepciones: «Deben excluirse aquellas situaciones en las que el ejercicio de un derecho fundamental, siempre en los límites de su contenido esencial, exige un desarrollo legal previo por la naturaleza de la actividad a realizar de modo que la omisión, de producirse, afectaría dicho contenido mínimo» (30) . Como sabemos, nuestra particular posición va mucho más allá y no se restringe a la conservación del contenido esencial sino que trata de preservar la efectividad global del derecho. Pero no cabe duda de que cuando la salvaguarda de su contenido esencial está en tela de juicio por mor de la inercia legislativa los argumentos se fortalecen aún más. Las limitaciones de esta postura de Gómez Puente se manifiestan al considerar que no se produce omisión inconstitucional en relación a aquellos supuestos en los que «la Constitución remite a la ley para completar los derechos fundamentales sin que de la intervención legal dependa la garantía de su contenido esencial» (31) , supuestos en los que nosotros vemos un claro y concreto encargo al legislador que genera la correspondiente obligación de desarrollo postconstitucional. Al margen de ello, es elogiable que por fin se estén dando las pertinentes consecuencias técnico-jurídicas a la actualmente más que asentada idea de que los derechos fundamentales han sobrepasado su tradicional dimensión subjetiva.
V. CONCLUSION
Esta actuación del Tribunal Constitucional va encaminada a alcanzar las dos finalidades a las que responde, hoy en día ya logradas: una, la defensa de los derechos fundamentales vulnerados en los concretos casos que resolvían las cinco sentencias; otra, en vías de ser conseguida en el propio 1994 y en la actualidad definitivamente alcanzada. Aludimos a la emanación de una normativa sobre la televisión por cable que desarrolle esa manifestación del artículo 20 de la Lex legum. En efecto, el Gobierno, en un Consejo de Ministros celebrado el 23 de diciembre de 1994, ya había acordado remitir al Parlamento el correspondiente proyecto de ley. Aunque, claro está, esto aún no suponía la satisfacción de las exigencias de desarrollo que contiene el referido artículo 20 y que recaen sobre el legislador. Había que esperar a la aprobación definitiva de la ley, ya producida como queda dicho (32) , para analizar su contenido. Las Comunidades Autónomas históricas plantearon críticas desde que salió a la luz el proyecto, que se presentó junto con el de la Ley de televisión local, por entender que ambos desvirtuaban las competencias en medios de comunicación ya transferidas, además de suponer un freno a la inversión de capital privado y público a través de las propias comunidades.
Hagamos ahora una alusión de carácter breve sobre los derechos a la libertad de expresión y comunicación. La línea jurisprudencial examinada afecta a la tradicional naturaleza y caracterización de semejantes derechos. Esta visión tradicional los situaba entre aquéllos cuya esencia viene constituida por una esfera de libertad dentro de la cual no se puede entrometer el poder público. Lo que se le exige a éste, según esta construcción, es abstenerse, no interferir (33) . Ahora, con esta novedosa postura, el Tribunal Constitucional da a entender que una manifestación de ambas libertades requiere, para la plenitud de su ejercicio, la interpositio legislatoris, si bien mientras tal actuación no tenga lugar la libertad de ejercicio es absoluta. ¿Es ello una necesidad de los nuevos tiempos o un ataque a la técnica jurídica? Bien es verdad, como indica Gómez Puente, que esta distinción entre derechos de libertad y de igualdad carece «en la actualidad de rigor jurídico» dada su complejidad (34) , aunque no creemos que haya perdido todavía su sentido, pese a las necesidades de prestación que conlleva el aún inconcluso Estado Social.
La importancia de los supuestos planteados pone de manifiesto la imperiosa necesidad de enfrentarse a la figura de la vulneración de la Ley Fundamental por inacción del Poder Legislativo, a pesar de las dificultades y las connotaciones políticas que dicho proceder pueda generar. El tratamiento tiene que ser serio y riguroso, basado en la razón de la técnica jurídica, para, de esta forma, resolver adecuadamente los nuevos retos que plantea una sociedad que debe ser cada vez más sensible a la efectiva vigencia de la Constitución y más respetuosa con los derechos fundamentales. La profundización por el camino del Estado Social refuerza tales planteamientos, a pesar de que estos gocen de autonomía respecto a dicha forma de Estado.
Vemos, en definitiva, al instituto de la omisión inconstitucional como reflejo de una sólida argumentación propia de la lógica del Derecho, cuya base se encuentra en la posibilidad de vulneración de las normas tanto por acción como por omisión y en la existencia de auténticos encargos, que pesan sobre el legislador, en la Ley Fundamental, sin olvidar los ya aludidos principio de supremacía constitucional y carácter normativo de dicho texto. Si ello es así, resulta inevitable que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional se haga eco de esta figura. La actuación del Tribunal en estos casos creemos que ha sido la correcta, por lo menos en lo que respecta a la ausencia de legislación de desarrollo, no tanto en la resolución del fondo de toda la problemática que se articula en torno a la relación derechos fundamentales vs. servicio público. La defensa de estos derechos, a través de una técnica que casi no ha visto la luz en nuestro país, ha jugado un papel decisivo y prevalente, lo cual tiene que despertar elogios y no críticas. Y para ello el órgano de control ha sopesado el contexto reinante y la oportunidad y posibilidad política existente. «Un juez constitucional -enseña Leibholz- que pretenda cumplir rectamente su cometido deberá apreciar e interpretar las normas constitucionales no sólo con la ayuda de reglas e instrumentos de análisis gramaticales, lógicos e históricos, sino también, y sobre todo, por medio de un enfoque político sistemático» (35) .