LA INSTRUCCION Y LA INVESTIGACION FISCAL EN EL PROCESO PERUANO
(Manuel Catacora Gonzáles
)
Como es de conocimiento general, a lo largo de nuestra historia republicana en materia procesal penal, se han sucedido tres códigos y está por regir el cuarto. Cada uno de estos instrumentos legales está marcado por el signo cultural y jurídico de su época, y ha respondido, en mayor o menor grado, a las exigencias que la realidad social en su evolución ha estado demandando. Estos aspectos no pueden soslayarse al examinar una reforma. Por ahora nos referiremos únicamente a las etapas del proceso penal en general, particularmente al tránsito de la "instrucción" de los Códigos de 1920 y 1940, a la "investigación fiscal", prevista en el Código Procesal de 1991.
No faltan quienes suponen que el abandono del sistema mixto que caracteriza al Código de Procedimientos Penales de 1940 y la adopción del sistema acusatorio moderno que exhibe el Código Procesal Penal de 1991, es producto de una decisión interesada de un grupo de personas, para ponerse a la altura de algunas legislaciones modernas captando modelos que se ensayaron en otros países. Nosotros pensamos que eso no es del todo cierto. Creemos que este cambio ha sido impuesto en forma lenta y gradual desde hace tiempo, por la realidad que ha obligado a reajustes periódicos en la legislación para superar los problemas que confrontaba la justicia penal y que culminaron con la promulgación del Decreto Legislativo 638.
Es necesario recordar que en la preparación del proyecto han intervenido cuatro comisiones que, a su turno, han trabajado arduamente desde 1986 en que se creó la primera comisión, de modo que, en cada revisión que se hacía se fue enriqueciendo con nuevos aportes. No obstante las rectificaciones que en cada comisión se introducían, lo que se mantuvo invariable fue la posición frente a la instrucción para suprimirla y sustituirla con la investigación bajo la dirección del Ministerio Público, entregando la tarea exclusiva del juzgamiento al Juez Penal y relevarlo de la función investigatoria.
Lo que trataremos en esta ocasión, es señalar someramente los pasos que han marcado ese tránsito en las diversas modificaciones que se hicieron al C. de P.P. y que han conducido inevitablemente a la adopción del sistema que caracteriza al nuevo Código Procesal Penal. Si hay algo que se ha mantenido como una constante a lo largo de la historia de nuestro proceso penal es el reconocimiento de la necesidad de dos etapas o fases fundamentales: la primera de acopio de pruebas respecto a los hechos y las conductas incriminadas, para pasar a la segunda o fase decisoria en que se evalúan los elementos reunidos y se juzga a quienes a criterio del Ministerio Público aparecen como responsables.
La división del proceso penal en dos etapas, se remonta todavía al Código de Enjuiciamientos en Materia Penal, de 1863 en el cual se denominaban sumario y plenario; el primero que tenía por objeto descubrir la existencia del delito, mientras que el segundo para comprobar la culpabilidad o inocencia del enjuiciado y condenarlo o absolverlo (art. 29). Aquí estaban claramente definidas las funciones de cada etapa en concordancia al sistema imperante en esa época como lo era el inquisitivo, con alguna que otra nota del acusatorio. Algunos procesos se sustanciaban sin sumario, es decir aquellos que se iniciaban por delitos exentos de la intervención del Ministerio Fiscal (Arts. 131 y siguientes).
El sumario comenzaba con un auto cabeza de proceso que contenía una breve relación del delito cometido, el modo como había llegado a noticia del juez y el mandato de instruir el sumario. El auto se expedía de oficio o a consecuencia de una denuncia. La función fiscal en este proceso estaba limitado a lo que se consideraba su misión: de promover los intereses del fisco, defender ante las cortes la justicia ordinaria y las obligaciones que le imponían las leyes. En la etapa del sumario, sus atribuciones, aparte de formular denuncias, acusaciones y emitir dictámenes, no tenían significación. A lo mucho, de acuerdo al Art. 114 del expresado Código, concluidas las diligencias del sumario, antes de expedirse auto de prisión, el juez corría vista al Agente Fiscal o Promotor Fiscal, para que examinando lo actuado solicite la conclusión del sumario, se subsanen los defectos de sustanciación o el sobreseimiento de la causa, sino había mérito para continuarla.
El sumario, como parte de la causa criminal orientada a practicar las diligencias para descubrir la existencia del delito y la persona del autor, era atribución exclusiva del juez. Sólo cuando éste, a la conclusión del sumario encontraba elementos que permitían el paso al plenario, disponía la remisión de lo actuado al fiscal para que formule acusación en forma (Art. 116). O sea que, durante las investigaciones del sumario la participación del Agente Fiscal, que así se llamaba el funcionario del Ministerio Público que intervenía en primera instancia era prácticamente nula. Su misión mas importante dentro del proceso en primera instancia era la de acusar, siempre que el juez consideraba que había mérito para pasar al plenario. El Art. 70 del Código de Enjuiciamientos precisaba que en las causas en que tenía la obligación de acusar el Ministerio Fiscal se decretaba recién, por precaución la captura y detención de los presuntos reos, siempre que hubiese cuerpo de delito e indicios de su culpabilidad, salvo en los casos de in fraganti delito en los que procedía la captura sin necesidad de orden escrita.
En las diligencias del sumario, la única que se realizaba previa citación del Ministerio Público era la del reconocimiento del cuerpo del delito (Art. 112) y dentro de las causales de nulidad de la sentencia no figuraba la falta de citación o la opinión del Ministerio Público. (Arts. 156 al 159). En conclusión el rol del Ministerio Público en la investigación previa al juicio estaba circunscrito a proponer los hechos que debían ser objeto de investigación, para después, mediante la acusación formal, precisar los hechos y los sujetos que debían ser materia del debate en el juzgamiento. No podía hacer investigaciones por su cuenta ni tenía la carga de la prueba.
Este primer código no podía exhibir un sistema nacional. La inestabilidad política que se vivió hasta la primera mitad del Siglo XIX no permitió la promulgación de leyes duraderas ni códigos que significaran una transformación del sistema jurídico colonial y la práctica judicial se desenvolvía en la misma forma que en la Colonia. Por lo tanto el Código de Enjuiciamiento en Materia Penal no podía ser una construcción original, sino que se inspiró en el Código Español de 1848, puesto que, según sus redactores: "estando las actuales costumbres de los peruanos vaciados en los moldes imperecederos de las leyes y del idioma de Castilla, no era posible salir de sus disposiciones". Sólo que esta afirmación era inexacta porque valía sólo para algunos peruanos residentes en Lima y no para la gran mayoría repartida en su extenso territorio que, por su aislamiento de la capital seguía rigiéndose por sus costumbres aborígenes ancestrales.
El hecho de que ambas partes del proceso (sumario y plenario) estaban a cargo el mismo magistrado, se explica porque no existía en ese tiempo entidades con capacidad de efectuar investigaciones preliminares y no se había concebido todavía la creación de la Policía Judicial, además se tenía entendido que el magistrado investigador estaba en condiciones óptimas para el juzgamiento y pronunciar sentencia por tener conocimiento suficiente del problema.
En el Código de Procedimientos en Materia Criminal de 1920, en el que se adopta el sistema mixto, muy difundido en esa época, el proceso conserva su división en dos etapas cambiando su denominación y sus funciones. Lo que en el Código del 1863 se denominaba sumario se sustituye por la instrucción y en lugar del plenario se crea el juicio. La instrucción concebida en este Código tenía por objeto: "reunir los datos necesarios sobre el delito cometido y sobre sus autores, cómplices o encubridores, para que pudiera realizarse el juzgamiento por el Tribunal Correccional o por el jurado. (Art. 48). Pero esta instrucción sólo podía iniciarse de oficio en los casos de flagrante o cuasi flagrante delito, ya que en todos los demás es indispensable la solicitud del Ministerio Fiscal o la denuncia del agraviado o sus parientes, y la querella en los casos de acción privada. Como se ve aquí ya se concede una mayor participación del Ministerio Público para sustituir el desinterés de los perjudicados; puesto que, conforme al Art. 52 del mismo cuerpo legal, cualquiera del pueblo podía denunciar el hecho delictuoso ante dicho ministerio cuyo representante solamente solicitaba que se abra instrucción cuando lo juzgaba efectivo y justiciable.
En buena cuenta para que el Ministerio Público pudiera formular denuncia, le bastaba suponer que el hecho se había cometido y que era justiciable. Aquí no le estaba permitido tampoco iniciar investigaciones preliminares. De acuerdo al Art. 15 no sólo podía iniciar o denegar la acción penal con motivo de la denuncia que se le hiciera, sino también de vigilar que se cumplan los plazos de la instrucción y del juicio, denunciando ante sus superiores a los jueces parcializados, descuidados o incapaces, dirigirse a las autoridades políticas para la comparecencia de las personas requeridas por los jueces, etc.
Aquí la función del Ministerio Público en la instrucción es más amplia que el que tenía en la legislación anterior, porque se convierte en un sujeto cuya citación es indispensable para todas las diligencias de la instrucción, aun cuando su inasistencia no era causal de nulidad (Art. 73). Luego en la detención y libertad de los procesados su opinión era fundamental. Sin embargo, el Ministerio Público seguía siendo un órgano vinculado al Poder Ejecutivo, puesto que, conforme al Art. 14 el Ministro de Justicia ejercía vigilancia directa sobre todos los miembros del Ministerio Fiscal para pedirles los datos que juzgaba necesarios y requerirlos para el cumplimiento de sus deberes legales. Entonces, la diferencia entre los códigos de 1863 y 1920 en cuanto a las etapas del proceso penal, aparte de su denominación, son las siguientes:
a) Mientras que en el antiguo sumario la actuación del juez era exclusiva y excluyente de otros organismos, la instrucción permite la intervención decisiva del Ministerio Fiscal como encargado del ejercicio de la acción penal pública, permitiéndose asimismo la intervención del afectado por el delito cuando éste decide iniciar la acción civil para la reparación de los daños causados, puesto que esta acción civil se tenía que tramitar acumulativamente con la acción penal ante el mismo juez instructor para no duplicar los procedimientos. Luego se instituye la figura del defensor y la obligación de parte del juez de advertirle al inculpado que tiene derecho a nombrar un defensor que lo asista o de proveerle uno de oficio. O sea que, se permite ya cierto control en la labor investigadora del juez por parte del Ministerio Público y del defensor del inculpado.
b) La etapa del plenario que es reemplazada por el juicio cambia radicalmente la estructura del proceso, toda vez que, en primer lugar el juicio ya no se lleva a cabo ante el propio juez que investigó, sino ante un organismo jerárquicamente superior llamado Tribunal Correccional integrado por cuatro miembros o ante un jurado y con la participación indispensable del fiscal y del defensor. Pero el inicio de esta etapa dependía exclusivamente de la decisión del fiscal sin cuya acusación no era posible el juicio. De otro lado, este juicio se realiza en forma oral y pública, tanto el que tenía lugar ante los tribunales como ante los jurados. Como se ve, el control en esta parte del juzgamiento se acentúa ofreciéndose mayores garantías para un juzgamiento imparcial y ausente de arbitrariedades.
Desde el punto de vista del tema que estamos tratando se produce un progreso con relación a los actos investigatorios y el desarrollo del juicio. De un lado se trata de poner coto a los excesos del sistema inquisitivo antiguo otorgándose mecanismos orientados a un trato más humano al reo y un freno a los abusos ofreciendo mayores garantías para un juzgamiento imparcial y justo; y por otro, a esta segunda etapa se le da la característica de un debate verbal, público, contradictorio, inmediato y único, diferente al plenario anterior, en el cual producida la acusación fiscal, se corría traslado a la parte acusada para que conteste los cargos, recibirse la causa a prueba por seis días prorrogables a quince y pronunciar sentencia.
Este modelo, a pesar de las apariencias estaba alejado de la realidad nacional y esto fue advertido por las autoridades judiciales de entonces cuando en una circular fechada el 20 de marzo de 1920 se reconoce que, habiéndose adoptado las ideas más avanzadas sobre el juzgamiento, era obligación de los jueces vencer todas las dificultades que la realidad de la vida nacional y el medio tenían que oponer fatalmente a su cumplimiento. La verdad era que, ni los legisladores ni el autor de la circular, pudieron advertir que la realidad nacional y el medio son más poderosas que las buenas intenciones porque a la postre, aquellas terminan por imponer sus condiciones y ofrecer caminos menos convencionales a la solución de los problemas. Lo importante en este código, como se dijo en esa misma circular era que, la nueva función que asumían los jueces ahora llamados instructores, era trascendente con la nueva ley, puesto que ella dejaba a su celo, a su inteligencia y a su perspicacia profesional, la casi totalidad de la función judicial, toda vez que los tribunales sin tener como base una buena instrucción no podían ejercer debidamente las facultades que el nuevo Código les daba y la impunidad de los delitos quedaría consagrada. Y eso fue precisamente lo que ocurrió con el tiempo, porque el burocratismo alejó a los jueces de su función investigadora y la instrucción resultó una tediosa escaramusa de papeles, desairando la intención del legislador en su visión de suponer que jueces instructores inteligentes, diligentes y dinámicos podían ser capaces, de reunir la prueba que asegurara un debido juzgamiento. Pues una investigación auténtica jamás podía hacerse dentro de las cuatro paredes de una oficina proveyendo escritos y cursando oficios. Ocurrió que los juicios se prolongaban indefinidamente, la prueba se diluía con el tiempo, los presos se hacinaban en las cárceles esperando ser juzgados y la impunidad de los delitos con reo libre era cosa de todos los días porque se producía la prescripción de la acción. Bastaba la falta o ausencia de un abogado o de uno de los acusados para que el juicio no se iniciara o se interrumpiera el iniciado.
De otro lado, a los 4 años de vigencia de este Código se produce un nuevo cambio en el orden penal con la promulgación del Código Penal de 1924 que trae nomenclatura punitiva nueva e instituciones que suavizan el trato a los autores de delito. Esto significó que el Código procesal del 20 quedara desactualizado teniendo que esperarse 16 años para que se aprobara un nuevo Código procesal adecuado al Código Penal del 24.
Promulgado el Código de Procedimientos Penales de 1940 que entró en vigencia el 18 de marzo de dicho año, mantuvo la estructura de su antecesor y para superar las dificultades surgidas en la instrucción y el juzgamiento, se incorporan instituciones nuevas como el Ministerio de Defensa integrada por los defensores de oficio rentados por el Estado para evitar que el proceso no se perjudicara por la falta de defensores porque los procesados no podían contratarlos imposibilitando la iniciación del juicio; así como un nuevo régimen para el tratamiento de los ausentes y poder viabilizar el juicio de los presentes que se frustraba cuando dejaba de concurrir alguno de aquellos. Respecto al Ministerio Público cambia su denominación antigua y lo libera del control que sobre él ejercía el Ministerio de Justicia. En el Código del 40 se corta este cordón con el Poder Ejecutivo.
Pero el Código del 40 trae otra novedad y es la creación de la Policía Judicial como órgano auxiliar de la administración de justicia, encargado de investigar los delitos y las faltas y descubrir a los responsables para ponerlos a disposición de los jueces, con los elementos de prueba y efectos que se hubiesen incautado (Art. 59). De acuerdo a ello, la instrucción tenía por objeto reunir la prueba de la realización del delito, las circunstancias en que se ha perpetrado, descubrir a los autores y cómplices, etc. (art. 72). O sea que, de acuerdo a esta nueva versión de la etapa investigatoria, el juez ya no investiga los delitos públicos desde el principio sino sobre la base de la investigación policial en cuyo caso resultaba una tarea integradora. En la investigación policial no intervenía el Ministerio Público ni se aseguraba el derecho de defensa del procesado. Pero inevitablemente, sobre la base de la instrucción se organizaba el juicio. Si bien el Código señalaba el objeto de la investigación policial (Art. 59), así como el de la instrucción (Art. 72), no hizo tal cosa con el juicio, pero obviamente había que deducir del articulado que se trataba del juzgamiento propiamente dicho. De todos modos, los problemas que inicialmente se advirtieron en el Código del 20 subsistieron en el del 40.
En este nuevo orden legal se confiere también al Ministerio Público la potestad de denunciar los delitos llamados de acción pública de modo que resultaron tres los organismos encargados de la persecución penal: la policía judicial, el Ministerio Público y el juez instructor cuando procedía de oficio.
Sobre el objeto de la instrucción, la exposición de motivos del Código del 40 expresaba lo siguiente: "en la organización del sistema moderno la primera estación o momento procesal que viene a llenar las funciones del antiguo sumario en el inquisitivo, es la instrucción". O sea que, el legislador concibiéndola como una institución propia del sistema inquisitivo, la conserva como presupuesto para el juicio oral y público. Esto era congruente con el Art. 62 según el cual el atestado policial tenía los efectos de una denuncia y no constituía prueba. Por eso mismo, el Art. 138 obligaba al juez a citar en la instrucción como testigos, entre otros, a los que figuraban en el atestado policial.
Veamos ahora como varió el tratamiento que se dio al atestado policial.
Lo primero que advertimos es que, en la medida que la investigación policial adquiere experiencias y progreso, los atestados policiales fueron logrando mayor importancia en el proceso dando lugar a modificaciones en la ley. En efecto, la primera versión del Art. 62 C. de P.P. decía: "Los atestados que la Policía Judicial envíe a los jueces instructores o de paz, se considerarán como denuncias para los efectos legales". Eso significaba como lo sostenía el maestro García Rada, que este documento estaba sujeto a comprobación judicial puesto que tenía carácter provisional y sólo servía para que la autoridad judicial tome conocimiento del delito pero sin obligarlo a abrir instrucción por su sólo mérito.
Más tarde el Decreto Ley 21895 al dispositivo que acabamos de transcribir le agrega un párrafo más: "en la oportunidad que corresponda, podrá ser apreciada de acuerdo a las reglas de la crítica". O sea que, ya se le daba categoría probatoria. Finalmente, el Decreto Legislativo 126 modifica el mismo artículo y le da el texto siguiente: "La investigación policial previa que se hubiera llevado a cabo con la intervención del Ministerio Público, constituye elemento probatorio que deberá ser apreciado en su oportunidad, por los jueces y tribunales, conforme a lo dispuesto en el artículo 283 del Código". Esto significaba que, en primer lugar, que se consagraba como obligación de los jueces y tribunales apreciar el atestado policial como elemento probatorio importante cuando de por medio estaba la intervención del Ministerio Público; y en segundo, que a los jueces se le concedía el criterio de conciencia que antes no la tenían.
Esta progresiva importancia que se ha dado al atestado policial, no ha sido capricho de los legisladores, sino el reconocimiento a la credibilidad de su contenido y eficacia de sus resultados. Pues, la circunstancia de que dicha entidad se fue implementando con métodos y tecnología moderna, le permitió contar con infraestructura lo suficientemente idónea en la lucha contra el crimen. Nos atrevemos a suponer que por eso, en la Constitución de 1979 se llegó a reconocerle el rango de etapa procesal a la investigación policial previa (Art. 250).
Desde el punto de vista del objeto de este examen, el proceso penal de acuerdo al Código del 40 tenía la siguiente secuencia: a) investigación policial; b) denuncia ante el Juez Instructor; c) la instrucción; d) fin de la instrucción y actos preparatorios de la acusación fiscal; e) el juicio y f) la ejecución del fallo. En este esquema, el Juez Instructor como director de la instrucción le correspondía la organización y desarrollo de ella (Art. 49) pero sólo debía limitarse a esa función y por lo tanto estaba desautorizado para sentenciar los asuntos que el mismo había instruido y el juzgamiento era potestad exclusiva del Tribunal para todos los casos. Las razones que se invocaron decían que era inconveniente que el funcionario que instruye y reúne las pruebas sea quien las califique y falle puesto que, interesado en hacer triunfar su hipótesis difícilmente podía ponerse en un terreno neutral para considerar la hipótesis contraria por su visión unilateral de los hechos y los prejuicios adquiridos.
La investigación y el juzgamiento estaban encomendadas a personas o entidades distintas. El instructor tenía que ser más legal que justo porque el acopio de las pruebas y la realización de las actuaciones judiciales debía hacerlas cumpliendo estrictamente la ley. Por eso, no se le otorgó el uso del criterio de conciencia que sólo estaba acordado a los magistrados que se encargaban del juicio. En buena cuenta, la actividad probatoria de la instrucción y la carga de la prueba correspondían al Juez Instructor. El Tribunal, a su turno y en el juicio podía disponer de oficio alguna prueba limitándose a la evaluación de los medios probatorios que se habían actuado en el juicio así como de la instrucción, pero dentro del marco propuesto por la acusación fiscal y los planteamientos de la defensa. El juicio, se desarrollaba dentro de las características del acusatorio. El tribunal debía llevar a cabo una audiencia para todos los delitos, sean o no importantes, sean o no públicos o privados. Las reglas formales del juicio permitían la frustración de los juicios con mucha facilidad y la gran carga procesal procedente de los juzgados no era satisfecha por el sistema haciendo interminables los juicios, produciendo congestión en las cárceles y el descontento general de la población.
A medida que transcurre el tiempo y crece la población, se produce un incremento en la carga procesal y los tribunales no pueden atender por falta de tiempo la presión del volumen de procesos que deben resolver. Las cárceles se congestionan con detenidos sin condena y las soluciones que se ensayan como el aumento de juzgados y tribunales y el incremento de la cuantía en la calificación de las faltas no da resultado. Se señalan como causas del problema de la administración de la justicia penal la dilación de los procesos, la duplicidad de las diligencias y la existencia de trámites innecesarios. Se advierte entonces que existen asuntos que por su simplicidad y poca gravedad no tenían que ser resueltos con las solemnidades que necesariamente tenían que cumplirse para otros casos.
Para superar esta crisis el Estado tuvo que hacer sucesivamente reajustes en la ley. Comenzó por encargar a los propios jueces instructores pronunciar sentencia en las querellas en los delitos contra el honor (Art. 191 inc. 5 L.O. del P.J.) y terminar con crear un nuevo procedimiento llamado sumario para descargar de trabajo a los tribunales entregando la facultad de fallo a los jueces instructores, desapareciendo el juicio oral y público para delitos que no eran considerados graves. Justamente, en los considerandos del Decreto Ley 17110 se expresa que es necesario dictar normas tendentes a activar los procesos y hacer pronta y oportuna la justicia penal creando el proceso sumario acogiendo la proposición de una comisión integrada por magistrados, maestros universitarios y miembros del foro nacional. Así se devolvió la facultad de fallo a los jueces, de modo que en estos asuntos, el Juez Instructor no sólo investiga sino que también pronuncia sentencia sin necesidad de juicio oral y público aliviando en gran parte el excesivo trabajo de los tribunales. Más tarde y en vista de que dicho proceso sumario había dado sus frutos descargando relativamente la carga procesal de los tribunales, se vio por conveniente extender su aplicación a mayor número de casos, dejando como competencia de los tribunales un menor número de delitos que, por su gravedad debía ser materia de juzgamiento en audiencia oral y pública, situación que se mantiene hasta la fecha. Por eso, podemos afirmar que, la aparición del proceso sumario en el Perú, no hizo sino retratar la gran crisis del sistema mixto y el anuncio de su futura desaparición.
Entretando, se había aprobado la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana, obligando a todos los países signatarios a hacer reajustes en su legislación al reconocerles mayores garantías a los procesados. Por lo tanto, en las modificaciones que se vinieron haciendo a la ley se fueron imponiendo mayores restricciones a los jueces para disponer la detención de los procesados y asegurar su derecho de defensa desde la investigación policial y la intervención del Ministerio Público apenas producida una detención. Además, desde 1979 con la nueva Constitución, el Perú había dado rango constitucional a los convenios internacionales sobre derechos humanos. De este modo, el esquema general del Código se había transformado notablemente en virtud de las contingencias históricas. El modelo original desapareció y se habían instituido, poco a poco un nuevo orden. Existía, ya no un sólo procedimiento sino que fueron apareciendo procesos especiales como el sumario, la sumaria investigación para los delitos de prensa, etc. Aquí se cumplió lo que alguien dijo: que la aparición de los procedimientos especiales revelaba la crisis del procedimiento en general.
Pero a pesar de todo, el problema de la administración de justicia no mejoró. Si bien, las modificaciones introducidas en algo habían paliado el problema, no lo habían resuelto, porque el hacinamiento carcelario de detenidos esperando sentencia continuaba, la lentitud de los trámites judiciales era frecuente y las congestiones de causas en los juzgados y tribunales dificultaba una adecuada producción por parte de los jueces. Se habían ensayado diversas soluciones, pero todos manteniendo el mismo sistema procesal aunque bastante deformado. En estas condiciones, veamos en que se había convertido la instrucción:
Resultó la etapa más larga e improductiva del proceso, aparte de constituir en la mayoría de los casos una repetición de la investigación policial y el juicio a su vez una reproducción pública de lo que se había hecho en reserva. Era dilatada porque los 6 meses que originariamente se había señalado para su duración (que se rebajó después a cuatro) siempre resultó insuficiente. Las ampliaciones que en un principio eran ilimitadas y que más tarde se redujo a una sola vez, en la práctica determinaron una duración mayor al término ordinario de instrucción. No podía pretenderse que en la instrucción se actuaran pruebas diferentes a las logradas por la Policía que procedía inmediatamente después del hecho delictuoso. Además sabido es que, las declaraciones de los protagonistas son más espontáneas cuando se las toma inmediatamente después del hecho. En buena cuenta, en la medida que la investigación policial ofrecía buenos resultados por el progreso en sus técnicas, se producía el descrédito de la instrucción, ampliándose cada vez más las posibilidades del fiscal.
Resultó el menos productivo porque en la mayoría de los casos no lograba éxito en sus actuaciones y a lo mucho significaba una convalidación de los elementos de juicio logrados en las indagaciones preliminares, ya sea de la Policía o de otros organismos autorizados. La impresión general es que en el mejor de los casos todas las actuaciones policiales resultaban reproducidas en los juzgados, con algunas modificaciones introducidas por el tiempo o la intencional tarea de desviar esos resultados. Muchas eran las situaciones en que el juez no lograba la concurrencia de las personas que habían intervenido en las pesquisas policiales, porque los que en ellas intervinieron (agraviados, testigos, etc.) se resistían a concurrir nuevamente al juzgado por considerar que ya habían cumplido con su deber o porque simplemente no estaban dispuestas a perder su tiempo evitándose las mortificaciones que producen las esperas en las antesalas de los juzgados para ser atendidos. Además, eran frecuentes los casos en que los citados cambiaban de residencias resultando imposible su ubicación. Eso significaba que el sistema mixto introducido por el Código del 20 valía para la época en Europa, pero no para el Perú y había razón cuando alguien dijo que el Código de Procedimientos se había convertido en código de padecimientos.
Sólo excepcionalmente la instrucción, por su cuenta lograba resultados que superaban a las investigaciones policiales. La mayoría de las veces en que había discordancia en las declaraciones de los protagonistas en las actuaciones policiales y después en el juzgado se alegaba que las primeras se habían logrado a base de presión o a la falsedad. En otras ocasiones se acusaba a las autoridades policiales excesos en los interrogatorios que inclusive producían la muerte de los interrogados.
Cuando se supone asegurado un mejor control en la investigación policial con la presencia de los fiscales y de los abogados defensores; reconociéndose implícitamente la improductividad de la instrucción, se concluye, como ya lo expresamos, en dar valor probatorio a los atestados prescindiéndose de la instrucción cuando no había cuestionamiento a lo hecho por la Policía. Así el atestado policial que antiguamente sólo servía para fundar la denuncia, termina por convertirse en medio de prueba importante. Este hecho aparentemente simple, importó prácticamente la liquidación de la instrucción.
Lo que ocurrió con el Art. 72 del C. de P.P. es semejante a lo que sucedió con el Art. 62. En efecto, aquel artículo señalaba el objeto de la instrucción en los siguientes términos: "La instrucción tiene por objeto reunir la prueba de la realización del delito, las circunstancias en que se ha perpetrado, sus móviles y descubrir a los autores y cómplices del mismo, estableciendo la distinta participación que hayan tenido en los actos preparatorios en la ejecución o después de su realización, sea para borrar las huellas que sirvan para su descubrimiento, para prestar auxilio a los responsables, o para aprovechar en alguna forma de sus resultados".
Ahora bien, de acuerdo con esta descripción, se trata de una actividad oficial destinada a la obtención de pruebas que demuestran la infracción punible y la participación de los involucrados en ella. Para eso, se supone que el Juez Instructor es una persona con técnica y calidades especiales para realizar indagaciones, pesquisas y descubrir indicios que le permitan desentrañar lo que se presenta como oculto; pues, por algo el Art. 42 decía que el Juez Instructor es el director de la instrucción correspondiéndole la iniciativa en su organización y desarrollo. Pero más tarde, esto es en diciembre de 1985, se da la ley 24388 y hace el siguiente añadido al mencionado artículo 72: "las diligencias actuadas en la etapa policial del Ministerio Público y las practicadas por el propio fiscal provincial, con asistencia del defensor, que no fueran cuestionadas, mantendrán su valor probatorio para los efectos del juzgamiento".
"En este caso, sólo se actuarán las diligencias que no pudieron lograrse en la investigación previa, las que se consideren indispensables por el Juez o el Ministerio Público o las que sean propuestas por el inculpado o la parte civil".
Según este agregado, bastaba que en las actuaciones policiales interviniera el Fiscal o que éste haya efectuado algunas diligencias con asistencia del defensor, para que tuvieran valor probatorio en el juzgamiento. O sea que, la instrucción carecía de objeto en este caso, si se tiene en cuenta que según el último párrafo, en ella sólo se actuaban las diligencias que no pudieron lograrse en la investigación previa y las que se consideren indispensables por los sujetos procesales. Mejor dicho, si no se dan esas circunstancias la instrucción está demás porque la causa ya se halla expedita para el fallo (en los procesos sumarios) o para el juicio oral en los procesos ordinarios que, dicho sea de paso sólo funciona para determinados delitos. En consecuencia, podemos decir que en la evolución del proceso penal peruano, la eliminación de la instrucción como etapa fundamental se había iniciado ya, por razones realistas, mucho antes de que entraran en funciones las comisiones encargadas de preparar el nuevo Código Procesal.
A lo dicho hay que agregar otro acontecimiento importante. La modificación del Art. 136 del C. de P.P. Este dispositivo en su versión original decía lo siguiente: "La confesión del inculpado no releva al Juez Instructor de practicar todas las diligencias necesarias para comprobar la existencia del delito y la veracidad de esa misma declaración". Posteriormente la propia Ley 24388, modifica el texto y señala que: "Art. 136.- La confesión del inculpado corroborada con prueba, releva al juez de practicar las diligencias que no sean indispensables, pudiendo dar por concluida la investigación siempre que con ello no se perjudique a otros inculpados o que no pretenda la impunidad para otro, respecto del cual existen sospechas de culpabilidad".
"La confesión sincera debidamente comprobada puede ser considerada para rebajar la pena del confeso a límites inferiores del mínimo legal".
De esta manera, prácticamente se dio un nuevo rumbo al sistema procesal adoptado por el Código del 40 y se estaban sentando las bases de su reforma.
Se produjo así la descalificación de la instrucción como etapa importante del proceso. El debilitamiento de la instrucción fue lento y en la medida que adquirían importancia los nuevos métodos tecnológicos en la investigación de los delitos. Si la ciencia proporcionaba cada vez nuevos métodos para la investigación criminal, a los jueces no les quedaba otro camino que aceptarlos y recurrir a los organismos correspondientes para obtenerlos y formarse una convicción. Así, los laboratorios especializados y entidades de diverso orden que intervenían a petición de la Policía y antes de que el hecho fuera conocido por el juez, le liberaban a éste de mayores acciones investigatorias que inspiraron la creación de la instrucción. De otro lado, el control que el Ministerio Público estaba obligado a ejercer en las investigaciones policiales por mandato de su reciente Ley Orgánica, ofrecían mayor credibilidad a los atestados policiales convirtiéndolo en un elemento probatorio valioso y ya no como una mera denuncia como se le había concebido en un principio. Actividades eminentemente técnicas como la dactiloscopia, grafotecnia, toxicología, etc., que están a cargo de la Policía Nacional reducen en gran medida las actividades del juez para el descubrimiento de la verdad por otros medios.
La instrucción perdió pues, vigencia y actualidad no sólo por los inconvenientes advertidos en la práctica, sino también porque el tiempo y la evolución social se encargaron de ello. El Código se redactó en una época en que la ciencia y la técnica no habían desarrollado todavía métodos que ahora asombran por su eficacia en el descubrimiento del delito y que se tienen que aceptar sin lugar a dudas. Insistimos la instrucción que en un principio se concibió como etapa donde debía reunirse la prueba a la postre resultó un motivo de dilación del proceso y una sucesión de actuaciones irrelevantes. En el fondo la instrucción se había convertido en una fase reiterativa y a veces complementaria de la investigación preliminar a costa de la mayor duración del proceso. De otro lado, la instrucción que en la doctrina y en la práctica demandaban el enclaustramiento del procesado antes de la sentencia, no se compadecía con el espíritu y la letra de la Constitución y los convenios sobre derechos humanos. El juez natural de la provincia no era el que sentenciaba en el Código del 40, sino el de la capital del distrito judicial. Tampoco se podía concebir una instrucción pública para satisfacer los principios de oralidad y publicidad.
Pero la extinción de la instrucción no significó el progreso del juicio. Pareciera mas bien que, con el tiempo éste con todas sus características actuales va a correr la misma suerte o por lo menos, ya no tendrá la misma solemnidad ni las secuencias que hoy apreciamos. Los videos, las captaciones y representaciones vía satélite, los testigos y peritos electrónicos, etc., obligarán a concebir de otra manera las etapas del proceso penal y su finalidad para el futuro.
Conviene reconocer en este momento que la doctrina que dio vida al sistema inquisitivo que supervivía en la instrucción, era la conveniencia de dar vigencia al principio social de la restauración del orden jurídico perturbado por el delito y el apaciguamiento de la alarma social. A su vez lo importante del sistema acusatorio significaba el aseguramente de la dignidad de la persona humana. El problema resultaba entonces conciliar ambas propuestas sin sacrificar ninguna de las dos. Presumiblemente el sistema mixto se inspiró en este propósito, pero fracasó por la forma que se dio para unirlos. Y es que aquí sí se pretendió imponer una orientación foránea a nuestra realidad. Todos sabemos que ninguna ley procesal, aunque represente lo más avanzado de la ciencia jurídica no produce mejoramiento de la justicia si no se apoya en las posibilidades prácticas de la sociedad en que va a actuar.
El nuevo Código Procesal, que necesariamente tenía que concebirse a la luz del reconocimiento de la democracia como sistema político de gobierno obligaba a sostener como condiciones indispensables para la formulación de un nuevo esquema procesal uno que se aproximara más al sistema acusatorio porque es el único compatible a las disposiciones constitucionales y los tratados internacionales; la afirmación plena de la oralidad y publicidad del juicio, la libertad personal del encausado hasta la condena, la igualdad en el trato procesal para el acusado, acusador y perjudicado, y la imparcialidad de los jueces en la actuación del juicio.
Aceptando el sistema acusatorio moderno como única opción para la reforma y eliminada la instrucción, había que asignarle otra función al antiguo juez instructor y obviamente lo más lógico resultaba devolverles la facultad de fallo que la habían perdido desde 1920, de manera que ya no instruya, sino que juzgue los delitos en audiencia pública. De ese modo se acortaba el camino largo que antes se tenía que seguir para llegar al juzgamiento. Luego, había que pensar también en quien iba a hacer la investigación. A la mano sólo habían dos entidades: o la Policía Nacional que había obtenido progresos en la técnica investigatoria o el Ministerio Público que desde 1981 por mandato constitucional era un organismo independiente que tenía entre sus funciones la de promover la acción de la justicia, de los derechos ciudadanos y de los intereses públicos tutelados por la ley. Lógicamente no quedaba otra cosa que concebir una investigación dirigida por el Ministerio Público con el apoyo no sólo de la Policía Nacional, sino de cuanto organismo oficial o privado esté en posibilidades de brindarle ayuda y eso es lo que se ha hecho.
Esta es la descripción lógica, tal vez histórica de cómo la instrucción ha tenido que ser sustituida por la investigación fiscal. La necesidad de superar problemas vividos ha obligado a buscar soluciones procesales para una mejor justicia penal. El hecho de que esta lenta modificación del sistema coincida con lo que ha ocurrido y tal vez ocurra en otros países, no hace sino revelar que, en la mayoría de los pueblos que adoptaron el mismo sistema han tenido que soportar las mismas experiencias para hallar soluciones semejantes. Pero en toda esta historia siempre se ha reconocido una función promotora de justicia o acusadora al Ministerio Público y que en el afán de hacerla más efectiva, en forma progresiva, de menos a más, se le han ido ampliando facultades en la investigación del delito y consiguientemente en el procesal penal. Además se alivia la carga de trabajo de los jueces que se acrecentó al otorgárseles facultades de fallo en algunos delitos equilibrando de paso la misión de los jueces y fiscales.
Pero también hay que tener en cuenta que existen otras consideraciones de orden teórico-jurídico que aconsejaban esta posición.
Desde el punto de vista procesal la acción y la jurisdicción son dos instituciones conceptuales que se integran; la primera no es posible sin la segunda, ni ésta puede funcionar sin aquella. De acuerdo a los términos de la Constitución y las leyes el monopolio del ejercicio de la acción pública la tiene el Ministerio Público y la exclusividad de la función jurisdiccional el poder judicial, ambas entidades completamente independientes. El Ministerio Público no puede pretender funciones jurisdiccionales ni el juez convertirse en promotor o actor. Para que exista proceso es necesario que el órgano jurisdiccional sea requerido desde fuera mediante el ejercicio de la acción a cargo del fiscal. Para ello éste debe premunirse de los elementos necesarios que le permitan demostrar o justificar los fundamentos de la acción que ejercita, respetando desde luego las garantías que el marco constitucional acuerda para todos los peruanos. Como velador de los derechos ciudadanos tiene que apreciar las circunstancias favorables y desfavorables al imputado con imparcialidad para no fatigar inútilmente la función jurisdiccional ni a los que resultan involucrados en los hechos. Consecuentemente debe dirigir la investigación del delito desde que se tiene conocimiento de su comisión. Sólo así estará en condiciones óptimas para llevar a cabo su misión y asegurar un juzgamiento serio, correcto y libre de las distorsiones que el apasionamiento interesado suele provocar.
Una acción ejercitada en tales condiciones puede llevar al juzgamiento inmediato, en audiencia pública, ante un juez natural y con las garantías suficientes. Esta es otra de las razones para entregar la dirección de la investigación a los fiscales.
La posibilidad de los excesos en el trabajo de los miembros del Ministerio Público queda eliminada por los siguientes mecanismos de control: por un lado está la del órgano jurisdiccional que asume jurisdicción preventiva en las restricciones que se podrían imponer en los derechos de los imputados. Es decir, para garantizar la regularidad de la investigación y en las medidas que importan restricción de derechos. Esta jurisdicción preventiva es diferente a la jurisdicción plena que la tiene en el juicio. En segundo término está el control jerárquico del Ministerio Público a través de los mecanismos de control interno y del uso de los recursos impugnatorios contra las decisiones arbitrarias de los investigadores; y, en tercer lugar la participación desde el principio del defensor del sindicado en todas las actuaciones de lo fiscal, sin perjuicio de la autodefensa que está ampliamente reconocida.
Particularmente pensamos que este es el único camino que puede conducirnos a los logros que son ideales en un sistema procesal: tiempo mínimo, garantía máxima y ausencia de errores lamentables.