Coleccion: 021 - Tomo 2 - Articulo Numero 9 - Mes-Ano: 1995_021_2_9_1995_
NUEVAS PERSPECTIVAS PARA EL TRATAMIENTO DE LOS DECRETOS LEYES DE LOS GOBIERNOS DE FACTO
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TOMO 021 - SETIEMBRE 1995

NUEVAS PERSPECTIVAS PARA EL TRATAMIENTO DE LOS DECRETOS LEYES DE LOS GOBIERNOS DE FACTO

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Alberto Borea Odría

(1))


     Uno de los legados de mayor duración que los gobiernos de facto dejan a las democracias es el de los decretos leyes.

     No nos referimos por cierto a la legislación de emergencia que se dicta con ese nombre al amparo de disposiciones constitucionales, como sucede en España a tenor de la Carta de 1978 u otras como la de Italia o Brasil mismo, que recogen este anclaje normativo, sino a las disposiciones que con ese nombre imponen las dictaduras que derrocan a los gobiernos democráticos y actúan al margen y contra el sistema.

     Este fenómeno ha sido especialmente reiterado en América Latina.

     Ese legado constituye -por cierto- más que un beneficio, una pesada carga a la que todavía no se ha confrontado jurídicamente, aceptándose, como consecuencia de la teoría de la equivalencia reconocida durante y a propósito de dichos gobiernos, que esos instrumentos prorrogan su vigencia luego de concluidos dichos períodos formal y materialmente irregulares desde el punto de vista del Derecho.

     La vigencia que mantienen esos decretos leyes, además es similar a la que corresponde a las leyes ordinarias. Se les reconoce la misma jerarquía en la estructura normativa y preceden -como parece lógico en ese esquema- a las normas promulgadas por los gobiernos democráticos a través de sus organismos ejecutivos.

     Sin embargo, esta es una de las razones por las que se incubacen mayor rapidez la ingobernabilidad del sistema democrático que se reinicia luego de los períodos en que rigen los gobiernos de facto.

     La aplicación de instrumentos que responden a una lógica diferente a la democrática impide muchas veces -por la jerarquía que se le acuerda a los decretos leyes- que se cumplan los propósitos que los gobernantes se hicieron en el período en que candidateaban para ocupar los cargos de representación y fomentar una sensación de ineficacia en el sistema democrática que lo erosiona rápidamente.

     Los gobernantes -cuyo poder en el esquema de la democracia es limitado- confrontan demandas urgentes que la mayor parte de las veces fueron reprimidas o simplemente no fueron expresadas por los usuarios del sistema durante la vigencia de los regímenes autocráticos, y que, además la ciudadanía aguarda como de su pronta reparación.

     Este problema, por cierto, se presenta en los más diversos campos del quehacer nacional. La persistencia normativa de los decretos leyes atenta así, directamente, contra la consolidación de la democracia.

     Las razones que se han dado para esta supervivencia son varias. Las analizaremos por separado.

     La primera razón que se menciona es la de la continuidad del Estado más allá de las contingentes formas de gobierno que en él se presentan. Bajo esta perspectiva las normas jurídicas aprobadas por el gobierno de facto se asimilan a las que son el resultado de la actividad legisferante en el sistema democrático. Lo importante, parece señalarse, es que han sido emitidas por órganos del Estado que en el momento en que se pusieron en vigor tenían el poder para hacerlo. Una vocación "decisionista" se halla entonces en el sustrato de esta teoría: se convierta en norma jurídica todo dispositivo que pueda hacerse cumplir como tal por parte de los detentadores del poder.

     La segunda razón que se da en respaldo de esta tesis es la de la seguridad jurídica. Obligados a vivir bajo un determinado régimen, los ciudadanos de una Nación establecen sus relaciones de convivencia y sus negocios jurídicos según estas normas. Lo contrario, se señala, sería abrir largos e interminables paréntesis en cuyo interregno no podrían construirse situaciones duraderas con el consiguiente perjuicio que ello acarrearía para la sociedad.

     Sin embargo, el número de los decretos leyes no solamente es impresionante, sino que las materias que los mismos abordan cruzan prácticamente toda la problemática social y económica, por no hablar incluso de los campos político y cultural. Con ello se da la paradoja que, aunque hayan cesado en cuanto a su permanencia externa en el poder, sus determinaciones se prolongan mucho más allí de la fecha en que retornan los estados de derecho. No es aventurado señalar que así las cosas, las democracias siguen regidas por las leyes de las dictaduras.

     En el caso del Perú, en donde la democracia rigió desde 1980 hasta abril de 1992, continuaban vigentes una gran cantidad de los decretos leyes que fueron aprobados durante los 12 años que se enquistó en nuestra Nación la dictadura militar. En efecto, durante esos 12 años se aprobaron 6,151 decretos leyes, mientras que en los siguientes doce años correspondientes al período democrático sólo se habían aprobado 2,203 leyes y 769 decretos legislativos, que son instrumentos con jerarquía formal de ley aprobados por el Poder Ejecutivo al amparo de una ley habilitante.

     Posteriormente, entre el 5 de abril de 1992 y el 31 de diciembre de dicho año, Alberto Fujimori, quien se alzó con todo el poder como consecuencia de un golpe de Estado, dictó 745 decretos leyes mientras que, desde el 1' de enero de 1993 hasta el 28 de julio de 1995 (lapso en que funcionó el llamado Congreso Constituyente Democrático que ideó para darle apariencia democrática a su gobierno), sólo se dictaron 327 leyes y 20 decretos legislativos.

     Dentro de las normas aprobadas por decretos leyes figuran las relativas a tópicos de la más decisiva importancia, como modificaciones a los procedimientos de garantías constitucionales (Habeas Corpus y Amparo), o la de reestructuración empresarial que instauró una nueva legislación para las empresas fallidas, o aquella que adecua el Código de Justicia Militar a las normas constitucionales.

     Vale decir que no sólo se trata de su número, sino que también ha de tomarse en cuenta los puntos centrales que son abordados por estos dispositivos.

     Lo que a la vez nos lleva a otra consideración y que es que dada la confusión de órganos y funciones que en estos esquemas se producen, se le da categoría de ley casi a cualquier cosa. No distinguiéndose así las materias de real importancia que exigen esta norma superior en el esquema jurídico y las otras para las que bastaría una de inferior jerarquía. Esto, por su parte, apareja dentro de la concepción que discutimos la dificultad excesiva incluso para modificar instrumentos reglamentarios.

     A todo esto ha de agregársele que -corrientemente- los gobiernos de facto tienen una orientación básica distinta de aquellos a los que han precedido y también a aquellos otros que los suceden en condiciones democráticas, con lo que se agrava aún más el problema. Normas con una proyección autoritaria y por tanto intervencionista, son las columnas de una estructura jurídica en la que -por definición de la democracia- se tiende a desconcentrar el poder y a reconocer amplios márgenes de libertad para los habitantes. Si a ello le agregamos que en no pocos casos la orientación ideológica de uno y otro gobierno no han sido la misma (como sucedió en el Perú de 1980 respecto a las pretensiones "revolucionarias" y colectivistas del proceso iniciado en 1968, o en el Chile actual donde una postulación de solidaridad social difiere del individualismo en que se llevaron a cabo las acciones de gobierno en la era Pinochet), entonces la situación se complica gravemente para los regímenes democráticos.

     ¿Es justo o conveniente que esto siga sucediéndose así?, o, para ponerlo en términos más contemporáneos y preocupaciones actuales más compartidas, ¿ayuda esta interpretación a la gobernabilidad de las democracias?

      La respuesta clara es no. Este andamiaje teórico obstaculiza el pronto reordenamiento del sistema democrático y coloca sobre el mismo una pesada carga con el agravante que procesalmente le pone también trabas que le impiden resolver las contradicciones.

     ¿Dónde se genera el impase?

      A nuestro entender, el problema se complica en el momento en que se acepta la naturaleza formal de ley de las normas que con esa pretensión jerárquica son promulgadas por los gobiernos de facto.

     Para rechazar esta hipótesis hay que volver a los presupuestos del Estado Constitucional de Derecho.

     Sobre el tema de la ultractividad de los decretos leyes emitidos por los gobiernos de facto ha habido un retroceso en la jurisprudencia latinoamericana. Como lo recuerda Humberto Quiroga Lavié en su "Derecho Constitucional", en 1930, al fallar el caso Malmonge Nebreda, la Corte dijo que los decretos leyes dictados por el Presidente de facto "sólo tienen validez mientras dure el período de facto, pero no cuando comienza el nuevo gobierno constitucional: dichas normas cesan con el gobierno de facto y para continuar su validez deben ser ratificadas por el nuevo Congreso". (Quiroga Lavié, Humberto. "Derecho Constitucional" 1978:904).

     Pero luego, en 1947, al resolver el caso Ziella, la Corte Suprema Argentina señaló que los decretos-leyes "valen por su origen y puesto que tienen el valor de las leyes, subsisten aunque no hayan sido ratificadas por el Congreso, salvo una derogación expresa por medio de Ley" (Quiroga Lavié 1978:907).

     Esta línea fue de que, de alguna forma, quedó instituida. En los demás países de la región, donde no siempre hubo un cuestionamiento como se dió en Argentina respecto a la validez y a la prolongación de los efectos de los decretos-leyes, se asumió esta tesis.

     Como queda clara es en el plano doctrinario y jurisprudencial en que se juega la ultractividad de los decretos leyes de los gobiernos de facto. Es, entonces, en ese campo donde puede buscarse hoy una solución, máxime cuando el único sistema que legítimo al poder en el mundo occidental actual, es el sistema democrático, lo que de por sí marca una diferencia notable con lo que acontecía en los años en que se pegueño la tesis de las validez de los decretos-leyes aún con posterioridad a la caída del régimen que los había promulgado.

     Hasta hoy la discusión se ha centrado sobre la validez con carácter de ley de los decretos emanados por los gobiernos de facto. Las razones que se han dado en ese sentido descansan en los presupuestos de continuidad del poder y de la necesidad de su ejercicio rechazando los vacíos de poder o la confusión que podría generarse en el caso de negarse validez "ab initio" a dichos instrumentos. Sobre esto puede especialmente consul-tarse la opinión de César Enrique Romero, profesor argentino que adhirió con frecuencia a los gobiernos de facto en su país (Romero, César Enrique. "Derecho Constitucional", 1976: TII 171-188).

     Creo que el centro de la gravedad del debate debe variarse. No debe de basarse en cómo se generaron ni en si tuvieron vitualidad mientras la fuerza los impuso, sino debe de radicarse en las formas necesarias y en la competencia de los órganos del sistema democrático que pueden promover y conseguir su modificación o derogación.

     Modificar lo acontecido durante el gobierno de fuerza, salvo las excepciones de violación o desconocimiento a los derechos humanos que hemos aludido, puede, en efecto, provocar una situación de inestabilidad, pero prolongar los efectos de esas medidas como si tuvieran jerarquía legislativa es prorrogar el abuso y atar a los gobiernos de iure en la posibilidad de una pronta recomposición de los cauces democráticos y de la eficacia de sus políticas.

     Una ley tiene una posición preminente en el esquema democrático en tanto que constituye la expresión de la voluntad general de la Nación a través de la Asamblea Nacional o Congreso de la República a cuya conformación han concurrido -o han estado en posibilidad de concurrir- todos los ciudadanos de ese Estado.

     La obligación que la ley conlleva es el resultado del auscultamiento de esa voluntad general de la Nación, entendida no como la voluntad conforme de toda la población en el mismo producto, pero sí el de la participación de aquella en su proceso formativo según las reglas que relievan y reconocen los valores fundamentales del ser humano: su libertad y su igualdad.

     En efecto, no sólo se trata de la votación que se lleva a cabo por parte de los diputados -lo que de por sí ya le da a dicha norma un carácter especial- sino que en el curso del proceso legislativo, que el sistema democrático requiere que sea público, participan de diversa forma los miembros de la comunidad que tienen interés en el resultado de la norma, ya sea a través de artículos u opiniones que se publican o emiten en los medios de comunicación, o los pedidos directos que se formulan por parte de los ciudadanos a los representantes, o las manifestaciones públicas de adhesión o rechazo que el proyecto mismo provoca. A todo esto le podemos agregar que -no pocas veces- las mismas comisiones encargadas de dictaminar los temas en debate, convocan a expertos que aportar su ciencia en el proceso formativo de la norma. A través de esta participación no sólo los miembros de las cámaras participan en el proceso legislativo.

     Nada de esto -por el contrario- sucede con los decretos leyes aprobados por los gobiernos de facto a los que la teoría tradicional que hoy refutamos, asimila a las leyes producto del sistema democrático.

     En primer término, quienes la convierten en obligatoria no sólo no han recibido, sino que han usurpado el mandato popular. La voluntad que se convierte en ley no es sino la suya. La voluntad general -presupuesto para la obligación del ciudadano en el sistema democrático, no se confirma. El querer de la comunidad -en el mejor de los casos- que se trate de un gobierno de facto de "buenas intenciones" sólo se intuye o se presupone. No se le otorga tampoco posibilidad de contradicción a la voluntad preminente.

     Pero no sólo por la ausencia de participación en las instancias decisorias, sino por la prescindencia de la sociedad como tal es que resulta impropio asimilar a la ley a estos instrumentos normativos.

     En efecto, el proceso de aprobación de las disposiciones en los gobiernos de facto es normalmente secreto. La discusión se lleva a cabo en el gabinete ministerial y al mismo no tienen acceso los periodistas y, menos aún, el público. La sociedad toma nota de aquello a que está obligada luego que todo el proceso ha culminado. Nadie le pidió su opinión y no hay formas ordenadas de canalizarla.

     La voluntad general -como mecanismo participativo al que todas están convocados- insisto, no tiene lugar en este sistema.

     Si es la situación de excepcionalidad la que lleva a que se acepten estos dispositivos con el carácter de ley, no tiene ninguna explicación que, retornándose a la institucionalidad democrática, los mismos sigan gozando del privilegio autoconcedido por sus mentores.

     En segundo lugar, la ultractividad de estas normas luego del período de facto pone en situación de entredicho el principio democrático de la utilización del poder por parte de las autoridades elegidas por el pueblo y dentro de los límites que la Constitución les impone.

     Los usurpadores, al no haber recibido poder ni autorización de nadie, someten al pueblo a una voluntad que le es extraña y ajena. Bastante se hace ya con soportarla en el lapso en que la fuerza todavía les alcanza para sostener ese yugo.

     Si bien los partidarios de la seguridad jurídica y de la continuidad de la persona estatal insisten en que no puede desconocerse el hecho de que la sociedad en estos momentos es regida por las normas que esos detentadores del poder dictan y que la ciudadanía -ajena a la actividad política- continua desarrollando su actividad habitual conforme a esas normas, no es menos cierto que las Constituciones, especialmente las más modernas, han aprobado dispositivos que fulminan de nulidad los actos de los que usurpan funciones públicas, agregando de esta forma un nuevo ingrediente a la normativa jurídica, que dificulta la continuación de las corrientes convalidadoras que estamos refutando.

     De esta manera, por virtud de un mandato expreso de la misma Constitución restaurada, las Cortes podrían alegar la nulidad de estos dispositivos, dependiendo, claro está, de otras consideraciones de justicia, oportunidad y tiempo de vigencia, así como de la posición privilegiada o no que hubieren tenido durante el curso del gobierno usurpador las personas que invocaren estas normas en su favor.

     Esta solución tendrá que darse, sin lugar a dudas cuando las "normas" que se hubieren dictado en el gobierno de facto atentaran contra las más graves convicciones y deberes asumidos o dictados por la naturaleza humana. "Leyes" convalidatorias de genocidios o de exterminios selectivos, por ejemplo, no podrían pretender ni siquiera un tratamiento con cierta presunción de validez. Aquí, a la ilegitimidad de origen y de procedimiento se liga también la de destino o fin del instrumento normativo, por lo que el círculo se cierra en el esquema democrático y no puede haber lugar para ningún grado de convalidación ni de permisividad en cuanto a su vigencia o su validez en un Estado Constitucional de Derecho.

     Sin embargo, existen -otras normas que han estado referidas a temas de administración o de organización o asignación de recursos, o vinculados a la tarea pública que no han agredido los derechos humanos y los presupuestos básicos de la consideración de la dignidad del ser sobre los cuales se asienta la democracia.

     Una solución radical llevaría -al igual que en lo señalado precedentemente- a la declaración de nulidad total de esa norma. La justificación desde el punto de vista formal sería -simplemente- la de una falta de legitimidad por origen y por procedimiento de ese instrumento normativo.

     No obstante, no se pretende en estos casos llegar tan lejos, sino proponer una fórmula que -sin desconocer el principio de seguridad jurídica- rompa con el fetichismo de una continuidad anómala que pretende que todo es igual- desde una perspectiva jurídica- con un gobierno elegido o con un gobierno de hecho.

     Sostengo que los decretos leyes, restaurado el gobierno democrático, o iniciado uno nuevo, puedan ser derogados o modificados por normas emanadas del Poder Ejecutivo elegido y que se concluya con la pretensión de la jerarquía legal de dichas disposiciones.

     Como hemos visto, esas normas son aprobadas por los Consejos de Ministros o por consejillos asimilables instaurados por los gobiernos de facto, por lo que no cuentan ni con legitimidad democrática ni con la formalidad que conlleva a la obligación de la comunidad.

      ¿Cuál es entonces la razón para que dichas normas puedan tener tantas pretensiones frente a las normas emanadas según las formalidades y el principio de legitimación democrático?

      El Ejecutivo del gobierno democrático no tiene por qué ser puesto en inferioridad de condiciones frente al Ejecutivo del gobierno de facto. Las formalidades seguidas en uno y otro caso son similares, con la cualitativa diferencia de que el Presidente electo cuenta con un respaldo popular, del que los usurpadores carecen, y que sus Ministros responden por sus actos ante la representación nacional.

     Remitir la modificación de los decretos leyes a un necesario procedimiento parlamentario es conceder indebidos privilegios a quienes se alzaron con el poder o a quienes se aliaron con él o lo asintieron y se beneficiaron con el mismo, los que, comúnmente tienen una representación parlamentaria luego de concluido el gobierno de facto, posición desde la cual retardan o impiden la modificación de esa normativa que no resulta la mayoritaria y que fue impuesta a la sociedad por medio de la fuerza. Los "golpistas" parapetados en las curules parlamentarios alargan la vida de los dispositivos que nunca debieron haber nacido. La utilización de procedimientos parlamentarios les resulta más que ventajosa para esos propósitos.

     Por otro lado, como ya se ha adelantado, esta extraña legislación retarda la concreción de las reformas que el sistema requiere para su adecuación total.

     Cuando adelantamos esta idea en el curso de una conferencia alguien señaló que ello sería contradictorio con la presencia del Congreso el que, en esta interpretación propuesta no tendría arte ni parte y se daría la paradoja que existiendo un cuerpo legislativo este no pudiera avocarse a su conocimiento. Creo, sin embargo, que esta atingencia es deleznable.

     En primer lugar porque nada obsta a que el Congreso pueda modificar, convalidar o derogar un decreto ley dictado por el gobierno de facto. Si quiere hacerlo puede intentarlo en el momento que lo creyese oportuno. Incluso puede hacerlo, porque esa es su función típica, luego que el Ejecutivo -en la interpretación que estamos planteando- hubiere tomado cartas en el asunto y decidido algún rumbo sobre uno de los decretos leyes en cuestión.

     En segundo lugar porque se le estaría concediendo al Ejecutivo de facto una jerarquía mayor que el Ejecutivo de "iure", que tendría que permanecer inmovilizado y testificando a diario sobre la vigencia de normas que se le pide aplicar aunque él no las comparta y que fueron promulgadas sobre la base de presupuestos totalmente diferentes.

     Esta interpretación tiene, adicionalmente, la ventaja de no requerir modificación legislativa de ningún tipo. No hay una sola Constitución en el sea que reconozca taxativamente dentro de su texto a los decretos leyes. Estos no son mencionados. Existen como consecuencia de desarrollos doctrinarios que han empujado o soportado -según el caso- a decisiones jurisprudenciales. Votos bien razonados por una buena Corte de cualquier país del continente y el apoyo expreso de los estudiosos de la materia son todo lo que se necesita para producir este vuelco en favor de una consolidación de la democracia y de un argumento más seguro para su gobernabilidad.

     Planteada una cuestión ante las Cortes ha de establecerse que el órgano usurpador no puede pretender que sus normas gocen de una jerarquía mayor de aquélla de la que gozan las normas aprobadas por su organismo democrático de similares características. De esta forma, un Decreto Supremo de un gobierno democrático bastará para volver las cosas a su nivel y podría acabar con la ultraactividad de esos extraños e irregulares instrumentos normativos que son los decretos leyes.

     Debe entenderse en el Derecho Constitucional Latinoamericano que el gobierno democrático debe de contar con los instrumentos necesarios para su rápido desmontaje de las estructuras autocrática que afloran como resultado de un golpe de Estado. Esta función restauradora debe entendérsele conferida al gobernante que resulte elegido luego de la conclusión del período dictatorial. Incluso a los que sean elegidos con posterioridad.

     Así como durante años se utilizó la ficción de un poder equivalente al de los gobernantes de "iure" a los gobernantes de "facto", así hoy ha de plasmarse la teoría -más congruente con el sistema democrático- de que un gobernante que no tiene un origen legitimado por la votación popular y las instituciones del sistema, no puede pretender mayor fuerza que quien asume el poder en concordancia con esos criterios legitimadores.

     Como ya se ha adelantado la presunción, en este caso, es del conferimiento de estos poderes especiales a los gobernantes que suceden a quienes han estado "de facto" en el ejercicio del poder.

     Con esta solución propuesta se elimina el alegado riesgo de la inseguridad jurídica, en tanto que los decretos supremos (o del gobierno), modificatorios de las leyes de facto no tendrían carácter retroactivo. Esto quiere decir que las relaciones generadas a su amparo tendrían efectos jurídicos hasta su modificatoria que se realizaría a través de este mecanismo. No habría así desconocimiento de derechos para los ciudadanos que se hubieren debido someter a la situación creada por el gobierno de facto, pero paralelamente se cancela también el absurdo de la ultractividad de una norma impuesta por el gobierno de facto que retrasa el curso querido por el gobierno democrático.

     Otro "pero" al que hay que responder es el vinculado a la extensión de la facultad modificatoria que se le conferiría al Ejecutivo democrático. Se ha señalado que, con este pretexto, las modificaciones a los decretos leyes podrían alcanzar nuevos campos o que por este medio el Poder Ejecutivo podría inmiscuirse en terrenos que no habían sido abordados por las aludidas normas del gobierno de facto.

     Sin duda, esta es una objeción rápidamente superable. En primer término, porque el Ejecutivo democrático está siempre controlado, por virtud del principio de separación de poderes, tanto por el Legislativo cuanto por el Judicial y -más recientemente y de manera creciente en nuestro Continente- por los Tribunales Constitucionales o las Salas de Constitucionalidad en las respectivas Cortes Supremas.

     Es obvio que si el Ejecutivo democrático quiere "sacar los pies del plato" para, por esta vía, legislar en materias no comprendidas o no vinculadas al original Decreto Ley que se quiere cambiar, los parlamentarios de la oposición -en caso que los del gobierno convaliden el exceso- pondrán el tema en debate ante la opinión pública y podrán presentar los proyectos derogatorios o modificatorios correspondientes o, más fácil aún, dispondrán de titularidad para pedir la anulación de esas normas ante los Tribunales Constitucionales competentes.

     La materia que se ha de acordar como propia del Ejecutivo democrático en relación a estas normas no puede ser la puramente derogatoria. Tampoco puede pretenderse que -como una sola unidad- se derogue o se convalide todo lo concebido en el decreto ley que se cuestiona. Muchas de esas disposiciones pueden ser debidas a la lógica de una administración común y no tendría sentido anularlas "in totum". Asimismo, el decreto ley puede haber recogido, en gran parte legislación previamente aprobada por los organismos democráticos y haber modificado aspectos -importantes o secundarios- de esa normativa precedente. Es por ello que proponemos que el Ejecutivo democrático tenga libertad para modificar la ley sin derogarla e incluso para regular fenómenos complementarios que tengan vinculación con los temas tratados en los decretos leyes. La vinculación real, o su aprovechamiento como pretexto, podrá ser siempre controlada política y jurídicamente por el Legislativo y por las Cortes o el Tribunal.

     Una solución que perfeccionará el esquema, pero que si requeriría un tratamiento normativo a nivel constitucional, sería el de precisar que -producida la modificatoria del Decreto Ley por parte del Ejecutivo- debería de remitirse el nuevo texto al Congreso para que este tome nota del mismo de manera oficial no implicando por ello -como sucede con la legislación delegada- que los efectos de la norma como queda luego de la intervención del Ejecutivo democrático, se mantenga en suspenso hasta la aprobación legislativa.

     Finalmente otro punto de la mayor importancia es el relativo al tiempo en que una norma tramitada como decreto ley sería posible de ser derogada o modificada por un Decreto Supremo de un Ejecutivo democrático.

     Un primer raciocinio llevaría a concebir que esa capacidad sólo alcanzaría al primer gobierno siguiente a la restauración. Se podría asumir aquí que habrían quedado convalidados en la pretensión de su jerarquía legislativa todos aquellos que no se hubieran modificado por ese gobierno democrático.

     Una segunda opción se asentaria sobre la base de que la modificación podría ser emprendida por cualquier gobierno democrático posterior en tanto que, renocociéndose a partir de la restauración a los gobernantes la capacidad abrogatoria, esta no tendría por qué limitarse a un solo período.

     Personalmente me inclino por esta segunda. En tanto no se hubiere producido un pronunciamiento expreso sobre la norma en cuestión por parte de los gobernantes democráticos, la naturaleza de ese instrumento cuasi legislativo -como es el decreto ley- no tiene por qué entenderse alterada.

     La posibilidad de modificación, si es que no se echa mano de una solución normativa no puede ser otra -dentro de la solución que proponemos para una inmediata aplicación por la vía interpretativa- que la segunda. Vale decir; que cualquier gobierno democrático posterior está en aptitud de modificar las normas aprobadas mediante decretos leyes.

     Una solución más elaborada, que requeriría una expresión legislativa formal o, incluso constitucional, podría referir la solución a un término de caducidad que tendría que arbitrarse y que permitiera convalidar -si puede utilizarse este término- la nulidad de origen que acompaña al decreto ley.

     En todo caso, tendría que transcurrir un tiempo muy largo para poder catalogar al decreto - ley como de una jerarquía análoga al de una ley. Este plazo, por lo demás, tendría que empezarse a computar recién cuando comience su mandato el gobierno democrático y deberá necesariamente interrumpirse en la eventualidad de un nuevo quebranto del sistema.

     Así se daría un margen de seguridad muy amplio al sistema democrático y el tiempo sólo surtiría su efecto convalidatorio en un período muy extenso.

     Otro tema que hay que analizar es el referido a la situación de la legislación luego de la derogatoria de un decreto ley. ¿Vuelve aquí a tener vigencia la ley preexistente que normaba sobre los tema que fueron abordados posteriormente por ese decreto ley derogado?

     La presunción normal es que la derogación de una ley no le devuelve validez al dispositivo que a su vez esta había derogado. Esto, claro está, en aras de la seguridad jurídica y de los cambios en las circunstancias que motivaron la dación de la segunda norma que modificaba la primera y que luego fue derogada por esta tercera. No puede asumirse en este tercer momento que la situación es similar a la que se presentó cuando se dio la norma original, por lo que mal se haría en restituir de inmediato los efectos de esa primera ley que estuvo destinada a regir esa situación.

     Sin embargo, la cuestión se complica un tanto en la hipótesis que desarrollamos, dado que habría sido un ente de menor jerarquía formal -si acaso se le acepta alguna categoría equivalente a los gobernantes de facto- el que habría modificado la norma original.

     Ya hemos visto que la solución simple no siempre es correcta en términos de seguridad de la convivencia comunitaria. Esta simplicidad ataca por igual el extremo derogatorio a ultranza como el extremo convalidatorio total. Es por ello que han de pensarse en estas nuevas soluciones para las difíciles democracias de América Latina y de otras partes del mundo que ven con frecuencia interrumpido su sistema.

     Creemos en este punto que -al pronunciarse el Poder Ejecutivo democrático sobre el decreto ley respectivo- debería necesariamente hacerse una referen-cia a la restauración de la norma precedente para el caso que se considerara la conveniencia de la restitución de la vigencia plena de la norma derogada por el decreto ley.

     La norma cuya vigencia se restituiría recuperaría su jerarquía legal plena. Vale decir, que una nueva modificación de esta norma sólo podría llevarse a cabo a través del procedimiento legislativo normal.

     Para concluir es preciso señalar que los decretos del Ejecutivo democrático, modificatorios de los Decretos Leyes, deben de rotularse con una denominación que deje traslucida su naturaleza ya que no pueden denominarse leyes por no haber sido aprobadas por el Congreso, ni tampoco decretos leyes dado que no se puede propiciar una confusión con el espureo origen de esos instrumentos. Un título como Decreto Legislativo Especial -dado que la voz Decreto Legislativo a secas es reservado en algunas latitudes para las normas que se dictan al amparo de facultades constitucionalmente delegadas- podría ser el apropiado.

     Repensar este tema es fundamental para la vigencia plena de un Estado de Derecho con normas de raíz democrática y es, sobre todo, contribuir a la gobernabilidad de nuestras naciones en las que los movimientos pendulares se han perpetuado, entre otras causas, por la prolongación de los efectos de las normas y de la lógica de esas normas elaboradas por los gobiernos de facto al margen de todo consenso.





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