Coleccion: 100 - Tomo 16 - Articulo Numero 3 - Mes-Ano: 2002_100_16_3_2002_
LOS MONOPOLIOS EN LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN
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DoctrinasTOMO 100 - MARZO 2002EDICIÓN ESPECIAL: "APORTES PARA LA REFORMA CONSTITUCIONAL"


TOMO 100 - MARZO 2002

LOS MONOPOLIOS EN LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

(

Alfredo Bullard González

(*))


      1.     Introducción

      Uno de los aspectos centrales del modelo económico constitucional es la regulación de los monopolios. La importancia del tema ha impulsado una corriente importante que ha conducido a que son cada vez más las Constituciones que incluyen en su articulado normas que se refieren a la libre competencia y al rol del Estado de preservarla. Pero la experiencia histórica nos muestra que no todos los países, y en consecuencia sus Constituciones, siguen el mismo camino.

     Algunos han optado como camino, el negar la existencia de monopolios. Por ello han establecido en sus textos la prohibición abierta a la existencia de monopolios. Dentro de esa visión se usa un argumento relativamente simple: los monopolios son malos. Si son malos hay que prohibirlos. Pero estos sistemas han quedado atrapados en un imposible que ha conducido a las legislaciones y a la jurisprudencia a efectuar verdaderos “malabarismos conceptuales” para salvar una prohibición tan irreal como derogar la Ley de la Gravedad.

     Otros países, en cambio, no han comprendido el monopolio como la antítesis de la existencia de competencia, sino, por el contrario, como un fenómeno que en ocasiones se presenta precisamente como parte del proceso competitivo. Ello no implica desentenderse del problema, sino centrar el asunto en la prohibición de prácticas mediante las cuales se distorsiona la competencia, antes que en la prohibición del monopolio en sí mismo.

     La prohibición del monopolio es una respuesta no sólo inadecuada, sino que en la práctica es imposible de implementar. Tanto por la inconveniencia de la norma como por la inevitable consecuencia de que la prohibición sea continuamente incumplida, el modelo de prohibir el monopolio per se (1) está condenado a fracasar.

     Así, este trabajo demuestra la inconveniencia de establecer una norma que prohíba la existencia de monopolios, y sostiene que debe mantenerse la línea de la Constitución vigente que sanciona las prácticas y conductas desarrolladas por quienes ostentan una posición de dominio, y no la estructura del mercado en sí misma.

     Sin embargo, como veremos, consideramos que debe mantenerse al menos una prohibición: la de los monopolios legales. Ello porque son dichos monopolios los realmente dañinos para los consumidores y para la economía en general. Su prohibición implica referirse directamente a lo que sí es una conducta desarrollada por el Estado: la creación, en uso de sus facultades legislativas y administrativas, de monopolios o restricciones a la competencia que expropian el derecho de los consumidores a elegir y decidir.

      2.     La prohibición imposible

     El artículo 133 de la Constitución de 1979 prohibía los monopolios. Y nada perjudica más la conciencia de que la Constitución debe cumplirse, que los incumplimientos de la misma. Cuando se prohíbe algo imposible de prohibir entonces la Constitución se desprestigia en su integridad.

     Podemos todos coincidir en que la congestión del tránsito en las calles es una situación indeseable y todos quisiéramos que no se diera. La congestión del tránsito genera pérdida de tiempo, desperdicio de recursos, accidentes, contaminación ambiental y muchas otras situaciones similares. Pero la congestión del tránsito no es una conducta, es una situación. Esa situación es causada por numerosos factores. Cada conductor que decide sacar su automóvil a la calle contribuye, sin quererlo, a generar congestión. Cada deseo de viaje que lleva a generar demanda de transporte público hace lo mismo. Cada decisión de no ampliar la infraestructura vial o no reparar un semáforo o tapar un bache contribuye a más congestión. La forma de conducir los vehículos es otro factor. El tránsito no depende de nadie pero a su vez depende de todos.

     ¿Se imagina el lector una norma en la Constitución que prohíba la congestión del tránsito? Sería la norma más incumplida y correría una suerte similar al artículo 133 de la Constitución de 1979. Y es que cuando se prohíbe la generación de una situación que se origina por la conjunción de diversos factores, ninguno de los cuales puede por sí solo generar el problema pero contribuye a que ocurra, no se va a ninguna parte.

     Cuando la ley quiere aliviar los problemas que genera el tránsito, no prohíbe la congestión. En la práctica no podría hacerlo. Sólo regula algunas conductas para minimizar el riesgo de que ocurra la congestión y los daños que el tránsito genera una vez que éste se presenta. Y entonces se dan las normas de tránsito, cuyo objetivo es precisamente lidiar con una situación que todos sabemos, es en realidad inevitable, al menos si basamos el intento de evitarlo en una mera declaración de la ley o de la Constitución.

     El monopolio, o más genéricamente, la concentración de poder de mercado es como la congestión del tránsito: más que una conducta, es una situación, un estado de cosas. Se puede prohibir que alguien haga algo, pero no se puede prohibir que una situación se presente como consecuencia de la interacción de numerosas personas (en este caso, proveedores y consumidores).

     Es tan iluso prohibir el monopolio como lo es tratar de establecer un número determinado de competidores. ¿Podría una Constitución decir que en una industria determinada sólo pueden haber tres competidores, ni más ni menos? Evidentemente que no, porque el número de competidores depende de diversas condiciones, ninguna de las cuales es controlada en exclusiva por una sola persona. El número de competidores depende precisamente de la estructura del mercado y de las condiciones de oferta y demanda existentes. Tratar de que el funcionamiento de la economía determine una estructura distinta por decreto, es una mera ilusión.

     El monopolio se puede producir por una conjunción de factores totalmente diversos. El crecimiento interno de una empresa es una modalidad. Las fusiones empresariales es otra modalidad. La quiebra o salida de competidores también puede generarlo.

     Todas ellas operan en medio de una diversidad de factores distintos. El crecimiento interno no conduce al monopolio si otras empresas también crecen. En cambio la caída de la demanda de un producto puede conducir al monopolio, si las nuevas condiciones no permiten la existencia de más de una empresa. Una fusión no lleva al monopolio si existen condiciones que permiten el ingreso al mercado de otros competidores. La entrada de un competidor más eficiente y con mejores productos a más bajos precios pueden llevar a que los que ya estaban en el mercado salgan dejando al entrante como un monopolio.

     Una norma que pretenda determinar que no puede haber un solo proveedor de un bien o servicio tendría que prohibir no conductas sino situaciones, cuya ocurrencia no depende de la voluntad de una sola persona. En otras palabras, es una prohibición cuyo obligado a cumplirla no puede ser determinado con precisión.

     En esa línea, la prohibición de una situación como el monopolio, la congestión del tránsito, el hambre o la pobreza es una norma ilusa, pues es una prohibición sin obligado determinado. Nadie puede ser culpado y menos sancionado por un resultado que es consecuencia de una serie de factores diversos, muchos de los cuales no puede controlar.

      3.     ¿Qué tan malo es el monopolio?

     Pero adicionalmente ello se conjuga con que no necesariamente el monopolio es económicamente ni socialmente malo, pues en muchas ocasiones es la mejor manera de producir. Así, prohibir el monopolio muchas veces es perjudicar a los consumidores a quienes precisamente las normas que promueven la competencia deben buscar favorecer. Es perjudicar la competitividad misma al reducirse precisamente los incentivos para competir.

     En un mercado determinado, un monopolio se presenta cuando se verifican ciertas condiciones específicas como la existencia de un único proveedor, la inexistencia de bienes sustitutos que de alguna manera satisfagan la demanda de los consumidores y la presencia de barreras de entrada al mercado que impidan la aparición en el corto plazo de opciones para los consumidores.

     Es claro que los monopolios pueden generar un costo social. En la medida en que el monopolista es un vendedor que puede elevar el precio de su producto en el mercado restringiendo la oferta, un grupo de consumidores que valoriza el bien en un monto superior al de su costo de producción no va a poder adquirirlo al precio monopólico. La competencia conduce a que el precio de los bienes refleje el costo de producirlos. El monopolio podría alejarnos de esa meta y con ello reducir la producción y elevar los precios.

     Sin embargo, el monopolio puede ser muy positivo, tanto desde un punto de vista estático como desde un punto de vista dinámico.

     Desde un punto de vista estático, en determinadas industrias, dada la demanda existente y los costos en que debe incurrir una empresa para producir, tener más de una empresa es malo. Ello porque la inversión necesaria para tener varias empresas compitiendo es demasiado alta para poder sustentarse en la demanda existente. Curiosamente empujar más empresas en el mercado es empujar la elevación de costos de producción en su conjunto, lo que a su vez conduce, paradójicamente, a precios más altos y/o al desperdicio de recursos escasos. En tales circunstancias, el monopolio es adecuado.

     Esto es especialmente cierto en economías pequeñas como la peruana. Si una economía es pequeña y pobre, es posible que la capacidad que sus consumidores tienen para demandar productos y servicios no pueda sustentar muchas empresas a la vez. El resultado natural es un mayor nivel de concentración en sus industrias.

     ¿Es eso malo? No necesariamente. Si se enfrenta como un hecho dado la existencia de una demanda limitada, tener muchas empresas puede ser peor. Forzar a que haya muchos competidores significa que para poder sobrevivir, todos deben fijar precios más altos. La “necesidad” de forzar la competencia podría impedir a las empresas alcanzar economías de escala y de alcance, y con ello conducir a resultados ineficientes e injustos no sólo para las empresas sino para los propios consumidores quienes se verán forzados a pagar precios elevados.

     En la misma línea, normas que pretendan prohibir los monopolios pueden afectar la competitividad de la industria y de productores nacionales frente a la competencia extranjera. Si se “prohíbe” a una empresa crecer, ésta no podrá alcanzar economías de escala que la hagan eficiente, sus costos serán mayores a los que enfrenta una empresa que, por provenir de una economía mayor a la nuestra, o simplemente, que no enfrenta legislaciones de competencia que limiten tan estrictamente su capacidad de crecimiento, puede crecer más y reducir sus costos de operación. El resultado es el desplazamiento final de la empresa peruana que, limitada por la legislación que prohíbe el monopolio, no puede competir con una empresa que no está sujeta a la misma limitación.

     Pero también hay un aspecto dinámico que es importante tener en cuenta. A veces es bueno que el monopolio incremente sus precios precisamente para mandar señales claras al mercado sobre la escasez de los productos y servicios. El mercado competitivo funciona como un lenguaje relativamente sofisticado pero fácil de entender por todos. Los precios altos indican escasez. Los precios bajos indican abundancia. Un derrumbe que bloquea una carretera e impide traer fruta de la selva se refleja en los precios inmediatamente. Esa subida de precios es buena porque le indica a los consumidores que mejor cambien su dieta de fruta por unos días; los conduce a consumir otros productos más abundantes. Y la elevación de precios de la fruta crea, por otro lado, incentivos para buscar satisfacer la demanda por otros medios, como transporte aéreo o importación. Eso es bueno para los consumidores.

     Cuando se produce una situación de monopolio, si la empresa sube sus precios siembra el germen de la destrucción de su monopolio pues indica que lo que produce es escaso y, por tanto, quien entra a producir o vender lo mismo ganará más. El resultado es la entrada de nuevos competidores que darán más opciones y con ello reducirán los precios. El monopolio puede ser parte de ese proceso dinámico que contribuye a asignar correctamente los recursos. Pero si los competidores no pueden entrar a competir con este monoproductor a pesar de sus precios, es porque es muy superior a ellos en términos de eficiencia. Prohibirle el monopolio sería como atar plomos a los pies de un jugador de fútbol de excepcional habilidad sólo para que los demás puedan quitarle la pelota o el suplente pueda entrar a reemplazarlo. Dudo mucho que la competencia futbolística se vea beneficiada con tal medida.

     Lo que sí nos debe preocupar es el supuesto en que producido el monopolio las barreras estatales o privadas de acceso perpetúen el monopolio e impidan que el mercado genere una estructura competitiva. Por eso es tan importante, por un lado, prohibir el monopolio legal, es decir el monopolio creado por el Estado y, en segundo lugar, prohibir ciertas prácticas empresariales que contribuyen a distorsionar la competencia y la entrada o permanencia de competidores en el mercado a través de mecanismos indebidos.

      4.     El modelo constitucional de 1979 vs. el modelo constitucional de 1993: prohibición de monopolio vs. prohibición de prácticas

     A la luz de los conceptos señalados en los puntos anteriores uno puede entender la notoria diferencia existente entre las Constituciones de 1979 y de 1993. Casi podríamos decir que la evolución del Derecho de la Competencia en sus más de cien años de existencia está resumida en la variación de 14 años entre los textos constitucionales del 79 y del 93.

     La legislación de libre competencia fue denominada en sus orígenes (y aún conserva la “chapa”) de “legislación antimonopolios”. Es importante notar dos elementos de esta terminología. El primero es que denota una posición antagónica contra la existencia de los monopolios en sí mismos. Así, según esa terminología la legislación combate el monopolio.

     El segundo aspecto relevante es que el término “antimonopolio” es una mala traducción del inglés. Como sabrá el lector a esta legislación se le conoce en el sistema anglosajón como el Derecho “antitrust”. Pero antitrust no quiere decir antimonopolios. La palabra “trust” alude a acuerdos entre empresas y denota que con la promulgación de la Sherman Act en Estados Unidos, a finales del siglo XIX lo que estaba en la mente de quienes bautizaron esta rama del Derecho eran principalmente los carteles de precios. Si bien la norma también hacía referencia a prácticas de monopolización y abuso de poder de mercado, quienes bautizaron a la nueva rama pensaron antes en los acuerdos anticompetitivos, principalmente aquellos en los que un grupo de competidores se ponen de acuerdo para fijar precios o distribuirse mercados y así restringir la competencia entre ellos.

     La palabra “antimonopolios” con la cual llega a nuestra legislación, además de una mala traducción, denota que el problema es combatir el monopolio en sí mismo, y no la práctica que restringe o afecta la competencia. Esto contribuyó por años a pensar que el problema era el monopolio en sí mismo y no las prácticas que distorsionan la competencia.

     La evolución poco a poco fue mostrando los inconvenientes de considerar al monopolio como el enemigo, para que la legislación y sobre todo los encargados de aplicarla fueran comprendiendo que su rol, antes que destruir monopolios, era promover competencia. Así esta rama fue, poco a poco, siendo rebautizada, para llamarse “Políticas de Competencia”, “Legislación de Libre Competencia”, “Legislación de Promoción de la Competencia” u otros nombres similares.

     Hoy casi ninguna legislación –al menos de las modernas– se autodenomina a sí misma como “legislación antimonopolios”; por lo general usan un nombre más orientado a la promoción del proceso competitivo. Ello implica no sólo un cambio de nombre, sino de perspectiva. La labor de la legislación, antes que destructiva, es constructiva. Antes que perseguir un resultado (que no haya monopolios), persigue que se den las condiciones para que la competencia funcione.

     Como se dijo, el proceso evolutivo que tiene por justificación los fundamentos desarrollados en los puntos anteriores de este trabajo, se vio reflejado en 14 años de historia de nuestro texto constitucional.

     Así, recordemos nuevamente el texto del artículo 133 de la Constitución de 1979:

      Artículo 133.- Están prohibidos los monopolios, oligopolios, acaparamientos, prácticas y acuerdos restrictivos en la actividad industrial y mercantil. La ley asegura la normal actividad del mercado y establece las sanciones correspondientes.

     Esta norma siguió la tradición de todas las Constituciones peruanas del siglo XX, que con textos bastante similares, prohibieron el monopolio. Si bien la norma hace mención también a prácticas y acuerdos restrictivos, prohíbe a rajatabla el monopolio. Pero además el Texto Constitucional del 79 no menciona ni una vez el término “competencia” o “libre competencia” salvo para referirse al sentido de “competencia”, como facultad o capacidad de decisión de una autoridad pública.

     Esta omisión tiene además un sesgo ideológico claro. Note el lector que el propio artículo 133 se escabulle del uso del término “libre competencia” para tener una redacción forzada y poco precisa al referirse a  “prácticas y acuerdos restrictivos de la actividad mercantil”.

     Allí la Constitución del 79 perdió perspectiva. Lo que beneficia a los consumidores y a la economía en general no es que no haya monopolios sino que haya competencia. Pero la palabra “competencia” brilla por su ausencia en el texto constitucional.

     La situación cambia radicalmente con la Carta Magna de 1993, casi como si hubieran pasado cien años entre un texto y el otro. El artículo 61 de la Constitución de 1993 establece:

      “Artículo 61.- El Estado facilita y vigila la libre competencia. Combate toda práctica que la limite y el abuso de posiciones dominantes o monopolios.

     Ninguna ley ni concertación puede autorizar ni establecer monopolios”.

     Varios puntos son destacables. El primero es que no hay prohibición del monopolio, sino la asignación de una obligación del Estado de facilitar y vigilar la libre competencia (ya usa ese término evadido en el texto constitucional de 1979). Así su labor principal es promover la competencia antes que perseguir monopolios.

     En segundo lugar el modelo constitucional de 1993 señala que lo que se combate es la práctica que limita la competencia (es decir, que pueda crear un monopolio o un efecto análogo al mismo, como un cartel entre competidores por ejemplo) o el abuso de posiciones monopólicas o dominantes en el mercado. Se descarta la eliminación del monopolio y se centra el tema en las conductas que fomentan la concentración del mercado por medios ilegítimos o el abuso del poder que confiere un monopolio.

     En tercer lugar, prohíbe el monopolio legal como única forma de monopolio vedada por la Constitución(2). Esta última parte recoge un texto algo confuso, por la referencia a concertaciones que crean monopolios, cuando las concertaciones no tienen que ver con acumular poder de mercado en un monopolio, sino con limitar la competencia para que varios, mediante un acuerdo, se beneficien al cargar precios más altos.

     Sin perjuicio de que el texto es perfectible, la superioridad en técnica legal y en comprensión del fenómeno económico respecto del texto constitucional del 79 es notoria. Y retroceder a un texto similar al anterior sería no sólo inadecuado, sino ilusorio porque no podría ser puesto en vigencia.

     Así, como bien señala Kresalja:

      “En las normas constitucionales peruanas del siglo XX, el régimen de los monopolios ha evolucionado, pasando de una prohibición contra los monopolios privados a su aceptación tácita. Se reconoce así que la concentración de poder económico en manos privadas no es siempre algo negativo o sancionable, siendo lo propio vigilar que ello no termine perjudicando a los consumidores, más aún cuando el éxito empresarial, en algunos casos, puede responder al reconocimiento que los propios consumidores otorgan a las empresas que mejor atienden sus necesidades ”. (3)

      5.     Conclusión

     La Constitución es la máxima norma de nuestro sistema jurídico. Pero ni con toda su jerarquía puede derogar la realidad. La existencia de monopolios tiene un sustrato real: a veces son la mejor forma de hacer las cosas.

     Una Constitución poco realista se conduce a sí misma hacia su inaplicación, y con ello reduce la posibilidad de que su jerarquía jurídica se convierta en una auténtica jerarquía valorativa para los ciudadanos.

     El texto constitucional de 1993 es, en este aspecto, muy superior al texto de 1979. Retroceder sería un error. En todo caso se puede aprovechar la situación para seguir avanzando en el sentido correcto.

     Consideramos que al tratar el tema de la libre competencia el texto constitucional debe ajustarse a las siguiente líneas matrices:

     a.     Reafirmar el rol de Estado como ente encargado de promover la libre competencia.

     b.     Mantener la línea de no prohibir el monopolio, sino la práctica que atente contra la libre competencia.

     c.     Hacer precisiones técnicas al lenguaje de la Constitución orientadas a una mejor identificación de las prácticas consideradas ilegales, de acuerdo a la legislación y doctrina comparadas.

     d.     Reforzar y precisar su redacción a fin de evitar que se creen monopolios legales por la vía de la acción del Estado.

     e.     Reconocer jerarquía constitucional a la agencia o autoridad encargada de velar por la libre competencia.

     Dentro de esos lineamientos sugerimos que, de efectuarse una reforma del primer párrafo del artículo 61 de la Constitución, éste debería quedar redactado de la siguiente manera:

      “El Estado facilita y vigila la libre competencia. Combate toda práctica restrictiva de la competencia y el abuso de posiciones dominantes o monopólicas. Ninguna ley o acción del Estado puede establecer monopolios o restricciones a la competencia.

     La defensa de la competencia está a cargo de un organismo especializado con facultades suficientes reconocidas en la ley”.

     El Poder Constituyente tiene el “monopolio” para definir las líneas centrales de nuestro destino. Como todo monopolio, no debe dar lugar a abusos, sino a un ejercicio responsable. Y la responsabilidad principal en este caso es con los consumidores, quienes suelen ser las víctimas ocultas de las iniciativas que curiosamente, se impulsan para beneficiarlos. Ello porque a veces para protegerlos les quitamos capacidad de decisión. Finalmente es la competencia su mejor aliado, y por último es la competencia el mayor enemigo de los monopolios que no sustentan su éxito en las preferencias de los consumidores.

      NOTAS:

     (1)     Entendemos por prohibición per se aquella que establece sin posibilidad de una justificación de razonabilidad, que una conducta o situación se dé. Ello se contrapone con la llamada “regla de la razón”, según la cual algo está prohibido sólo si sus efectos no son razonables, luego del análisis de la situación concreta. Así, pasarse una luz roja está prohibido per se . Realizar una maniobra temeraria cuando uno conduce un automóvil, en cambio, está sujeto a un análisis de razonabilidad de la conducta para determinar si es o no temeraria.

     (2)     En realidad existe otro supuesto prohibido en el segundo párrafo del artículo 61, referido al monopolio de los medios de comunicación, pero ello, más que por razones de competencia pura, se centra en una regla que garantiza el ejercicio plural de la libertad de expresión.

     (3)     KRESALJA, Baldo. “La reserva de actividades económicas a favor del Estado y el régimen de los monopolios en las Constituciones de 1979 y 1993”. En: Ius Et Veritas Nº 22. Pág. 301.





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