ACERCA DE LA CONVENIENCIA DE CONTAR CON UN CONGRESO BICAMERAL EN EL PERU
(Felipe Osterling Parodi
)
John Stuart Mill
La Constitución Política de 1993 dispone en su artículo 90 que el Poder Legislativo reside en el Congreso, el cual consta de Cámara Única, la cual está representada por ciento veinte congresistas elegidos por un período de cinco años.
Esta opción se aparta de la tradición bicameral adoptada por nuestro país desde los inicios de su vida republicana. En efecto, de las doce cartas políticas que ha tenido el Perú, diez han optado por un Congreso Bicameral, compuesto por una Cámara de Diputados y por una Cámara de Senadores; mientras que solamente dos se decidieron por un régimen unicameral: la Constitución de 1867, que prácticamente no rigió, la que prescribía en su artículo 45 que “el Poder Legislativo se ejerce por el Congreso por una sola Cámara en la forma que esta Constitución establece”, y la Constitución vigente.
Un repaso del Derecho comparado sudamericano nos permite advertir que el bicameralismo prevalece en nuestro continente. Así, Argentina, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Venezuela y Colombia cuentan con un Congreso compuesto por una Cámara de Diputados y una Cámara de Senadores, mientras que solamente Ecuador –mediante su Constitución Política de 1984, con resultados negativos tanto política como legislativamente– y el Perú han adoptado el sistema unicameral.
Entre los argumentos que se esgrimieron para hacer prevalecer la tesis unicameralista en el Congreso Constituyente Democrático que dictó la Carta Política vigente, se señaló que el régimen bicameral es antidemocrático y reaccionario, puesto que el dualismo parlamentario proviene de la división de la sociedad en clases y castas, cuyos orígenes se remontan a la división practicada en Gran Bretaña entre la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. En el Perú, se dice, el Senado ha estado tradicionalmente compuesto por miembros de las clases más favorecidas, lo cual, a criterio de quienes impugnan la conveniencia de una segunda Cámara, constituye un contrasentido con la representatividad de la que deben gozar los parlamentarios.
Se aduce, asimismo, que el régimen bicameral complica la maquinaria legislativa, ocasionando retardo en las resoluciones de carácter urgente, agregándose que cuando existen dos Cámaras, el conflicto entre ellas tiende a ser permanente(1). Sobre este tema, resulta gráfica la comparación de Benjamín Franklin, quien asemeja el bicameralismo a una carreta tirada por delante por un caballo, y detrás por otro que camina en dirección contraria(2).
Esta crítica es compartida por Maurice de Duverger, quien considera que “el defecto esencial de todos los Parlamentos es la lentitud y no la precipitación. Añadir un freno complementario agrava el mal que precisamente sería necesario corregir. Una disposición adecuada del trabajo interno de la asamblea asegura toda la reflexión necesaria”(3).
A nuestro juicio, las objeciones planteadas no resultan válidas, pues existen mecanismos que previenen y regulan cualquier posibilidad de desacuerdo entre las dos Cámaras, las cuales, a fin de cuentas, tendrán que someterse al procedimiento legislativo establecido.
Además, la presencia de dos Cámaras no origina necesariamente lentitud en la expedición de las normas urgentes, habida cuenta que existen mecanismos que permiten suprimir trámites no esenciales para conseguir que se dicten en corto tiempo, cuando la coyuntura política así lo exija. De igual manera, la rapidez y agilidad en el procedimiento tampoco constituyen necesariamente una bondad del sistema legislativo, pues no debe perderse de vista que el elemento esencial de las normas radica en la sabiduría empleada por los legisladores para recoger los intereses de la comunidad con el máximo sentido de justicia y de acuerdo al sentido común(4).
Bajo este razonamiento, lo importante para un país se encuentra no en tener abundancia de leyes, sino en tener buenas leyes. Este objetivo se ve entorpecido por la tendencia de la Cámara única a la superabundancia legislativa, lo que facilita que se dicte improvisadamente una ley, ya sea exonerándola del trámite regular o aprobándola con sospechosa prontitud. La celeridad del procedimiento no debe sacrificar la bondad de la ley. Así, la revisión por la colegisladora da tiempo a la opinión pública y particularmente a las fuerzas vivas para que se expresen sobre el proyecto de ley o decisión a aprobarse. El Senado actúa de barrera y de dique. La Cámara Única, en cambio, es una invitación a la ligereza y a la imprudencia, aun en pueblos de temperamento reflexivo, “porque una asamblea sin el contrapeso de otra asamblea, respira un ambiente psicológico de omnipotencia y de irresponsabilidad”(5).
Un claro ejemplo de los beneficios de la labor de control que ejerce la llamada Cámara Alta lo constituye el debate que se suscitó entre mediados de 1987 y comienzos de 1988, respecto al Proyecto de Ley del Poder Ejecutivo que pretendía estatizar el Sistema Bancario, Financiero y de Seguros. Dicho proyecto fue aprobado en pocas horas por la Cámara de Diputados. Sin embargo, el Senado de la República, en largos y reflexivos debates, logró que se aprobara un proyecto de ley que, en el fondo y en la forma, resultaba inaplicable, frustrando de esta manera los descabellados propósitos del gobierno.
Contra la virtud que tiene el Senado de desempeñar la función de “Cámara de Reflexión”, se ha señalado que la necesidad de que una ley sea adecuadamente estudiada puede cumplirse atendiendo a lo dispuesto por el artículo 105 de la Constitución Política de 1993, el que establece que ningún proyecto de ley puede sancionarse sin haber sido previamente aprobado por la Comisión Dictaminadora, salvo excepción señalada en el Reglamento del Congreso.
Al respecto, cabe advertir que la Comisión Dictaminadora dista de cumplir con la función de análisis y reflexión de la norma por el Senado. En efecto, no existe ningún órgano más idóneo que el Senado para efectuar un control posterior, realizando de manera efectiva la función de evaluación requerida. Además, el supuesto control de la Comisión Dictaminadora no sería tan imparcial como el del Senado, puesto que dicha Comisión es nombrada por la misma Cámara que va a evaluar y aprobar la norma, y ella está integrada por congresistas que luego tendrán que votar por la aprobación de la norma que dictaminaron.
Hemos dicho que el propio artículo 105 de la Carta Política vigente establece la posibilidad de que el dictamen previo a que debe ser sometido todo proyecto de ley, pueda ser exonerado en los supuestos previstos por el Reglamento del Congreso. A partir de ello, de acuerdo a la experiencia política de nuestro país, podemos afirmar que tales excepciones podrían ser frecuentes, con lo cual las exoneraciones señaladas en el Reglamento del Congreso dejarían de ser excepcionales para convertirse en regla. De este modo, las leyes aprobadas no habrían sido adecuadamente analizadas.
De otro lado, debe tenerse en cuenta que la presencia de dos Cámaras no significa necesariamente que ambas se dediquen a tratar los mismos temas. Por el contrario, existe la posibilidad de diferenciar ciertas funciones de manera que éstas no sean ejercidas por las dos Cámaras. Así, por ejemplo, la Cámara de Senadores podría ser más institucional, con lo cual caería dentro de su competencia exclusiva nombrar funcionarios de alto rango, ratificar ciertas decisiones del Poder Ejecutivo, resolver en los procesos seguidos contra personas que gozan de inmunidad, etc. La Cámara de Diputados, por su parte, desempeñaría labores más políticas, tales como interpelar y censurar a los Ministros de Estado, abrir investigaciones a personas con inmunidad, etc(6). Esto permitiría que el Congreso resolviera con mayor celeridad aquellas materias que no requieren de las especiales atenciones de ambas Cámaras.
Con estos mismos argumentos puede contradecirse la crítica que se hace al bicameralismo en el sentido de que la implementación de una segunda Cámara conlleva un aumento en los gastos del Estado, así como el incremento del aparato burocrático.
Al respecto, cabe mencionar que pueden haber más representantes en una Cámara Única que en las dos Cámaras del sistema bicameral. Asimismo, el costo total del Congreso en el presupuesto del Estado no es lo suficientemente significativo como para constituir una variable determinante en este debate, a lo que se suma que dicho gasto se vería compensado por la mayor representatividad del Congreso y por el ahorro que significaría para el Estado la ausencia de los problemas propios del unicameralismo.
En cuanto a las ventajas de adoptar un sistema bicameral, cabe mencionar que él consolida al Poder Legislativo, otorgándole mayor autoridad e influencia y un mejor control parlamentario. Asimismo, otra de las virtudes del Senado –en la medida en que se elija a sus representantes por distrito electoral único– reside en que usualmente está conformado por políticos experimentados con capacidad de brindar mayor estabilidad y sabiduría al trabajo parlamentario.
Por otra parte, en los casos de conflicto entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo, la dualidad de Cámaras representa una alternativa de solución, puesto que una de ellas será siempre más flexible que la otra. Así, bajo el sistema bicameral, el gobierno no tendría que confrontarse con una asamblea única, ocasionalmente obstinada e incontrolable –lo que haría inviable la gobernabilidad del país–, puesto que siempre podrá apelar a la segunda Cámara y encontrar en ella el apoyo necesario para una solución justa, ya sea fruto de su propuesta original o como resultado de la negociación entre ambos Poderes.
No debe perderse de vista, por lo demás, la necesidad de control que requiere el Congreso. De lo contrario, una Cámara Única que durante cinco años de periodo parlamentario puede censurar ministros, dictar toda clase de leyes, declarar –en ciertos supuestos– la vacancia de la Presidencia de la República, disponer del presupuesto del Estado, etc.; tiende a desviar la misión encargada por el pueblo hacia peligrosos excesos. Como antecedente de estos efectos tenemos el despotismo que implantó la Convención Nacional en Francia durante la Revolución Francesa, bajo la égida de Maximiliano de Robespierre. Debe recordarse que a esta etapa se le conoce como la época del terror, puesto que a través de la Cámara Única se implantó un sistema de asamblea incontrolable, con poderes despóticos.
La experiencia peruana no es ajena a estos abusos. No están lejanos los días en que la presencia de la mayoría absoluta oficialista en el Congreso –la cual no necesariamente reflejaba la voluntad popular– no sólo determinó su hegemonía parlamentaria, sino que importó el rechazo a cualquier intento de discusión y concertación con los grupos minoritarios. Esto determinó que los peruanos quedáramos librados a las decisiones de un Congreso sin rumbo, el cual, al ser controlado por el Poder Ejecutivo, configuraba la tenencia de poder ilimitado en manos de una sola agrupación.
A partir de estas consideraciones, resulta sensato recoger las enseñanzas de la historia. En el gobierno anterior, en la línea de la corriente que consideraba que el Perú aún no estaba preparado para vivir en democracia, y que, hasta entonces, requería de un gobierno duro e inclusive dictatorial, se puso de manifiesto la casi instintiva tendencia del Ejecutivo para controlar los demás Poderes del Estado. Cabe recordar que ante dicha tendencia, la presencia de una sola Cámara representaría presa fácil para los propósitos autocráticos del gobierno. Un sistema bicameral tendría la virtud de contribuir al equilibrio de los Poderes del Estado, generando con ello un ambiente más propicio para el desarrollo de la democracia.
Es preciso señalar que mediante la reciente Ley de Reforma Constitucional (Ley N° 27680)(7), el Congreso de la República reformó el Capítulo XIV del Título IV de la Constitución, correspondiente a la descentralización. Esta norma importa un avance significativo en el proceso de desconcentración del país, pues tiene como objetivo fundamental el desarrollo de la nación mediante la asignación de competencias y transferencia de recursos del gobierno nacional hacia los gobiernos regionales y locales. Dicha propuesta debe, necesariamente, estar garantizada por un Congreso que contribuya a la implementación de las instituciones regionales y garantice la representación tanto demográfica como territorial. Así, frente a la dispersión y territorialismo que los órganos descentralizados representan, el Senado, como órgano de representación de todo el territorio de la República, se constituiría en el factor de cohesión y unidad indispensables. La Cámara de Diputados, por su parte, representaría a la población.
En este orden de ideas, Valentín Paniagua(8) considera que el Congreso bicameral es inherente a nuestra Constitución Histórica, la cual es en gran parte consecuencia del tipo de representación política –visto desde el aspecto social– y de la democracia que impone la variopinta y plural realidad racial, geográfica, política, social, económica y cultural de nuestro país. En el caso peruano, el bicameralismo resultaría inevitable, puesto que Estado unitario descentralizado y Congreso bicameral comienzan a ser, cada vez con más fuerza, dos categorías indesligables.
A manera de conclusión, es posible afirmar que la coyuntura política vigente en nuestro país, de acuerdo a sus características sociales y culturales propias, y al esquema político que se ha diseñado para gobernarlo, orientado hacia la descentralización del Estado, convergen necesariamente hacia la adopción de un sistema bicameral. La conveniencia de ello radica en que cuando un representante se encuentra vinculado a una circunscripción geográfica determinada, llámese región o departamento –tal como ocurre bajo el sistema de representación vigente–, la inclinación de dicho representante a favorecer a sus electores se hará siempre patente, ya sea buscando el desarrollo y bienestar de la localidad que representa, con el afán de ser tenido por magnánimo, o bien impulsado por fines egoístas destinados a una eventual reelección. De esta manera, las críticas contra el congresista no tardarán en hacerse escuchar si la medida es desfavorable a la circunscripción. Por el contrario, si la medida fuera favorable, el representante sería tenido como el gran benefactor de sus coterráneos.
Estas consideraciones reflejan la imposibilidad, bajo un sistema unicameral, de adoptar una visión global para la elaboración de las normas, que a fin de cuentas afectan y son igualmente obligatorias para todo el país.
NOTAS:
(1) Éstos fueron algunos de los argumentos invocados para justificar el golpe de Estado del 5 de abril de 1992.
(2) Por su parte, el Abate de Siéyes, uno de los principales constitucionalistas de la Revolución Francesa, planteó el siguiente dilema: “Si ambas Cámaras están de acuerdo, una de ellas no tiene razón de ser; y si están en desacuerdo, una de ellas no representa la voluntad popular y tampoco tiene razón de ser”. Citado en: PAREJA PAZ SOLDÁN, José. “Derecho Constitucional peruano y la Constitución de 1979”. ITAL. Lima, 1981. Pág. 282.
(3) De DUVERGER, Maurice. “Instituciones Políticas y Derecho Constitucional”. Ariel. Barcelona, 1970. Pág. 188.
(4) BERNALES BALLESTEROS, Enrique. “La Constitución de 1993”. ISC. Lima, 1996. Págs. 376-377.
(5) Anteproyecto de la Constitución de 1931. Pág. 33. Citado en: PANIAGUA, Valentín. “Sistema electoral y elección del Congreso. Lecturas sobre Temas Constitucionales 12”. Comisión Andina de Juristas. Lima, 1996. Pág. 188.
(6) RUBIO, Marcial. “Estudio de la Constitución Política de 1993”. Tomo IV. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 1999. Pág. 53.
(7) Publicada en “El Peruano” con fecha 7 de marzo de 2002.
(8) PANIAGUA, Valentín. Op. cit. Pág. 189.