Coleccion: 121 - Tomo 2 - Articulo Numero 12 - Mes-Ano: 2003_121_2_12_2003_
DIEZ AÑOS DE VIGENCIA DEL CÓDIGO PROCESAL CIVIL Y SUS PROBLEMAS
[-]Datos Generales
DoctrinasTOMO 121 - DICIEMBRE 2003ESPECIAL: ANÁLISIS Y CRÍTICA DEL CÓDIGO PROCESAL CIVIL A DIEZ AÑOS DE SU VIGENCIA


TOMO 121 - DICIEMBRE 2003

DIEZ AÑOS DE VIGENCIA DEL CÓDIGO PROCESAL CIVIL Y SUS PROBLEMAS

(

Eugenia Ariano Deho

(*))


SUMARIO: I. Premisa. II. Los artículos 426 y 427 CPC. III. Las preclusiones de alegación y de prueba. IV. Perentoriedad de los plazos y el impulso de oficio. Improrrogabilidad de las audiencias y el proceso que concluye por inactividad de las partes. V. La limitación de las impugnaciones y la apelación diferida. VI. Un recurso de casación mal diseñado. VII. Reflexiones finales.

     I.      PREMISA

     En el 2003 se han celebrado diez años de la entrada en vigencia del Código Procesal Civil (CPC), un texto que si bien fue promulgado por Decreto Legislativo Nº 768, del 28 de febrero de 1992 (pero publicado el 4 de marzo), sufrió, en las postrimerías del autodenominado Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional, sustanciales (y no siempre recordadas) modificaciones mediante el Decreto Ley Nº 25940 del 10 de diciembre de 1992 (1).

     Tal cuerpo normativo (el original) se elaboró, sin duda, muy apresuradamente por una comisión llamada “Revisora”, presidida por el senador Javier Alva Orlandini e integrada por miembros delegados del Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial, Colegio de Abogados de Lima y de la entonces Federación Nacional de Abogados del Perú, pero en realidad –no es ningún secreto– su “principal artífice” (2) fue el profesor y abogado Juan Monroy Gálvez, vicepresidente de la comisión y delegado del Ministerio de Justicia, quien curiosamente en una entrevista que se le hiciera en 1997, admitiendo la prisa, llegó a afirmar que “el Código salió porque felizmente yo no tenía el control de él” (3).

     Pese a ello –o sea, quede claro, la prisa en la elaboración–, al momento de la promulgación se nos advirtió que “las bondades de la nueva legislación procesal se advertirán [a] poco de su vigencia”, por lo que aquellos “que osaron oponerse a su aprobación, pronto estarán arrepentidos” (4).

     Ahora bien, yo no sé bien si aquellos anónimos “osados” se habrán arrepentido, pero lo que sí sé es que en la realidad aplicativa las “bondades” no se dejan precisamente ver. Es más, yo no creo que la aplicación del CPC haya conducido a una mayor efectividad del mecanismo procesal para asegurar a los titulares de situaciones jurídicas de ventaja que obtengan a través de él lo que tienen derecho a conseguir (5).

     Como fuere, lo cierto es que se nos dijo –y se nos dice aún– que el CPC sustituía el modelo procesal denominado privatístico –que sería el que consagraba el Código de Procedimientos Civiles de 1912– por un modernísimo sistema publicístico (6), todo empernado en la “autoridad” del juez, al que, efectivamente, se le dotó de amplios poderes. Ello se justificó diciéndonos que “solo concediéndole al juez autoridad y medios procesales idóneos, se puede provocar o coadyuvar a la obtención de decisiones justas, entendidas estas como aquellos pronunciamientos jurisdiccionales en donde la cuota de certeza y celeridad se presenta en contenido suficientemente pleno”(7). Ergo, solo un juez con “autoridad” (¿quién sabe qué habrá sido el juez con el CPC de 1912?, ¿una “no-autoridad”?) garantizaría “decisiones justas”. Para lograr esto –al menos así se nos dijo– la neoregulación procesal se basó en los principios de inmediación, concentración, economía, celeridad, buena fe y lealtad procesales (8) .

     Ahora bien, lo primero que habría que preguntarse es si un modelo procesal basado en el reforzamiento de la “autoridad” del juez (entiéndase, atribución de poderes para imponer su autoridad), considerándolo “el representante del Estado en el proceso”, con un “rol determinante y protagónico” en el proceso, corresponde a una concepción democrática de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos; y, en segundo lugar, si el haber dotado de “esa” autoridad al juez realmente resolvió algún problema o, más bien, se crearon otros más.

     En realidad, estoy convencida de que el CPC no hizo sino agregar causas de disfunción a la justicia civil, convirtiendo el proceso en un bastante antipático mecanismo burocrático cada vez más alejado de lo que debe ser su finalidad: servir para dar la razón a quien la tiene (si es que en el proceso se demuestra que la tiene), y satisfacer, dentro de lo posible, los derechos de los justiciables (cuando los tienen)(9).

     Veamos (solo) algunos de los más clamorosos problemas que el proceso publicístico ha terminado creando.

     II.      LOS ARTÍCULOS 426 Y 427 CPC

     La primera manifestación del “paquete” publicístico se puede apreciar en los artículos 426 y 427 CPC que permiten al juez in limine (o sea “en el umbral” del proceso), frente a interposición misma de la demanda, e inaudita altera parte (o sea sin oír previamente al demandado), declarar ya sea la inadmisibilidad como la improcedencia de la demanda misma.

     Con ello se tendió a reforzar la “autoridad” del juez, permitiéndole desplegar en este momento embrional del proceso “un primer control de los requisitos de admisibilidad y procedencia de la demanda”(10), con la finalidad última de evitar que “tras un penoso y largo” proceso, recién en la sentencia se terminara emitiendo una mera resolución absolutoria de la instancia por ausencia de tales “requisitos”.

     Y, justamente, para evitar que esas resoluciones que no se pronuncian sobre el fondo se siguieran produciendo recién al final del proceso, el CPC de 1993, le dio al juez la facultad de “rechazar” (por inadmisible) o de declarar “improcedente” la demanda, al comienzo, vale decir, se le permitió hacer morir el proceso en el momento mismo en que debía nacer, evitándole así a las partes (y, de paso, al juez) llevar adelante un “penoso” proceso cuyo primer acto (la demanda) se presentara prima facie como “no idónea” para que sobre ella se emita, en su momento, una sentencia de fondo.

     Estas disposiciones padecen de un evidente paternalismo: el juez es colocado como “controlador” inicial del abogado de la parte, pudiendo mandar al canasto una demanda por ser –para él– defectuosa o por ser –también para él– temeraria, ahorrándole así “gastos” tanto al demandante como al demandado y al propio Estado(11). Es decir que aquí estaría en juego la economía procesal.

     Ahora bien, desde el momento mismo de la entrada en vigencia del CPC de 1993, la realidad aplicativa de los artículos 426 y 427 CPC mostró de inmediato que sus “económicos” fines, la más de las veces, conducían (y conducen) a inútiles (y a veces fatales) pérdidas de tiempo y, lo que es peor, no impedían (ni impiden) la emisión de sentencias meramente absolutorias. Vale decir que, en buena cuenta, no resolvimos el problema de fondo y más bien terminamos creando muchos otros. In primis, que ver “admitida” una demanda se ha vuelto una verdadera victoria para el justiciable(12).

     Los artículos 426 y 427 CPC han generado una serie de problemas que podemos así sintetizar:

     1º Se ha creado un verdadero cuello de botella a nivel de los jueces de primera instancia. Desde el punto de vista del juez se le ha recargado su trabajo, y desde el lado del justiciable se produce un injustificado retardo en la iniciación de su proceso, pues la “calificación” llega a veces a demorar meses, con consecuencias gravísimas ya que mientras se “califica” no hay litispendencia;

     2º Se ha exaltado el formalismo que supuestamente el CPC habría querido eliminar. De hecho, muchas demandas son declaradas inadmisibles por motivos fútilmente formales, que escapan la más de las veces a lo que realmente la ley “exige”;

     3º Como las resoluciones de “rechazo” o de “improcedencia” de la demanda son apelables, se recarga la labor de los jueces de apelación, e incluso se puede llegar vía recurso de casación a la de la Corte Suprema, por un proceso aún no iniciado;

     4º Como las resoluciones de “rechazo” o de “improcedencia” no se notifican al “demandado” si no son apeladas, nada impide que se vuelva a interponer la demanda o que se planteen contemporáneamente varias demandas iguales ante distintos jueces igualmente competentes, con lo cual la “economía procesal” se vuelve un espejismo;

     5º La admisión de la demanda (que presupone un enjuiciamiento sobre la admisibilidad e improcedencia de la demanda) no impide que el demandado (re) plantee la cuestión ya resuelta afirmativamente de oficio por el juez al inicio, a través de excepciones procesales o pedidos de nulidad, y, además, no precluye al juez pronunciarse sobre lo mismo en la fase de saneamiento e inclusive en la sentencia, lo que hace del denominado “admisorio” una trabajosa resolución sustancialmente inútil.

     En suma, los artículos 426 y 427 CPC no han sino provocado una recarga inútil de trabajo al juez, y la mayoría de las veces retardan el que los justiciables puedan acceder al proceso como instrumento de tutela de sus derechos. La inconveniencia de dichos artículos, desde todos los ángulos, simplemente debería conducirnos a eliminarlos y orientar todos nuestros esfuerzos en lograr que la demanda, una vez planteada, llegue lo más pronto posible al demandado, que es el verdadero problema a resolver(13).

     III.      LAS PRECLUSIONES DE ALEGACIÓN Y DE PRUEBA

     Una de las notas características del CPC de 1993 es la extrema severidad como ha regulado los momentos que tienen las partes para alegar y ofrecer los medios probatorios. En efecto:

     a) el demandante tiene que alegar en su acto-demanda todos los hechos “enumeradamente en forma precisa, con orden y claridad” (artículo 424 inc. 6);

     b) en la contestación de la demanda el demandado debe pronunciarse “respecto de cada uno de los hechos” (y que la negativa genérica pueda ser apreciada por el juez como reconocimiento de verdad de los hechos: artículo 442, inciso 2) y exponer los hechos en que fundamenta su defensa “en forma precisa y ordenada” (artículo 442 inciso 4);

     c) el demandante solo puede modificar su demanda antes que esta sea notificada (artículo 428);

     d) el demandado solo puede plantear sus excepciones (procesales y pseudo procesales) todas juntas dentro de los plazos señalados por la ley (artículo 447), pues de lo contrario no podrán alegarse nunca más (artículo 454);

     e) las pruebas deben ser ofrecidas en los actos postulatorios (artículos 189, 424 inciso 10 y artículo 442 inciso 5);

     f) en segunda instancia solo pueden ofrecerse pruebas al interponerse la apelación en cuanto a hechos “acaecidos después de concluida la etapa de postulación del proceso” o documentos expedidos “con fecha posterior al inicio del proceso, o que comprobadamente no se hayan podido conocer y obtener con anterioridad” (artículo 374).

     Es decir, las partes se encuentran sometidas a rigidísimas preclusiones de alegación y de prueba, y todo ello para hacer efectivos los “principios” de buena fe y lealtad procesales(14).

     En cambio, el juez, si quiere –y cuando quiera– puede  “ordenar en cualquier instancia la comparecencia personal de las partes, a fin de interrogarlas sobre los hechos discutidos” (artículo 50 inciso 3); además puede “ordenar los actos procesales necesarios al esclarecimiento de los hechos controvertidos”, pero, ciertamente, “respetando el derecho de defensa de la partes”.

     Ello significa que mientras las partes solo pueden (“poder” como oportunidad) alegar sus hechos y ofrecer sus pruebas en los “actos postulatorios”, el juez puede (“poder” como facultad) ordenar “los actos necesarios para el esclarecimiento de los hechos” y disponer de oficio de los medios probatorios que estime necesarios para formar “su convicción”, tal como lo faculta el artículo 194 del CPC, y todo ello con “decisión motivada e inimpugnable”.

     Podríamos decir que el sistema de preclusiones en materia de alegación y de prueba, consagrado por el CPC de 1993, lesiona abiertamente ese “derecho de defensa en cualquier estado del proceso” (ergo, tanto en el primer como en el segundo grado) que la Constitución (artículo 139 inciso 14) nos asegura a todos, y lo que es peor, aumenta la posibilidad de la emisión de sentencias “injustas”(15).

     Igualmente, podemos decir que los amplios poderes de indagación e iniciativa probatoria del juez, en un contexto de preclusiones para las partes, lesionan gravemente la imparcialidad judicial y desnaturalizan el proceso, el que para ser tal requiere que el juez sea auténticamente “tercero”, un “tercero” que en cambio termina convirtiéndose en una suerte de “abogado” suplente de (algunas de) las partes, provocando una nefasta confusión de roles(16).

     Por último, las preclusiones para las partes y la libertad del juez para disponer pruebas de oficio han provocado un efecto curioso: que (sobre todo) los jueces de apelación declaren muchas veces nulas las sentencias de primera instancia para que el juez a quo actúe una prueba de oficio(17). O sea, que las preclusiones de alegación y de prueba que fueron teóricamente establecidas para que el proceso “no retroceda” y que “avance hasta su culminación en la sentencia” coadyuvando “a que se resuelva el conflicto de intereses haciendo efectivo el fin más trascendente del derecho procesal, la paz social en justicia”(18), se quedarían sin tal finalidad, pues los poderes oficiosos otorgados al juez permitirían que un proceso ya en segundo grado ¡retroceda hasta el primero! Cosas raras del proceso “publicístico”, sin duda.

     IV. PERENTORIEDAD DE LOS PLAZOS Y EL IMPULSO DE OFICIO. IMPRORROGABILIDAD DE LAS AUDIENCIAS Y EL PROCESO QUE CONCLUYE POR INACTIVIDAD DE LAS PARTES

     En el plano del andamiento del proceso, el CPC de 1993 consideró que la lentitud del mismo se podía resolver de dos maneras: a) estableciendo la perentoriedad de los plazos establecidos para la realización de los actos de parte, y b) dándole el impulso del proceso al juez (segundo párrafo artículo II T.P. CPC), todo ello tendiente a darle mayor celeridad al proceso.

     Respecto de los plazos y que estos deban ser perentorios (o sea no prorrogables, artículo 146 CPC), en abstracto, no hay mucho que decir, por cuanto al estar ellos establecidos en la ley no cabe sino respetarlos, caso contrario se produce la preclusión del derecho procesal (de la parte) en juego. El problema no es la perentoriedad de los plazos (repito, para las partes), sino los concretos plazos establecidos por la ley, pues muchos de ellos no son razonables y su brevedad confabula contra la posibilidad misma del ejercicio efectivo de los derechos de las partes. Cabe preguntarnos si es razonable un plazo de cinco días para contestar una demanda (como ocurre en el denominado sumarísimo, artículo 554 CPC) o de tres días para apelar (fundamentadamente) una sentencia (artículo 556 CPC), solo por dar algunos ejemplos.

     Pero la perentoriedad de los plazos para las partes va de la mano con el deber de impulso de oficio dado al juez (artículo II T.P. y artículo 50 inciso 1 CPC). La idea de dar el impulso del proceso al juez parte de la premisa de que la lentitud del proceso se deba a que las partes no hacen lo necesario para que este prosiga su marcha. Si ello fuera así, creo que nada debería alarmarnos. Si alguien inicia un proceso es indudable que tenga interés en llevarlo adelante hasta que llegue al final. Puede darse el caso que no lo tenga el actor (por ejemplo, porque ha obtenido una medida cautelar y quiera prolongar la duración del proceso en primera instancia), en cuyo caso será el demandado el que procurará que el proceso (en primera instancia) termine lo más pronto posible. Si ninguna de las dos partes tiene interés en que el proceso avance, pues no cabría sino esperar que el proceso muera por abandono (que es justamente la extinción del proceso por inactividad de las partes, artículo 346 CPC). La situación del proceso “abandonado” por las partes involucradas en él no debería preocuparnos en lo más mínimo. Y mucho menos al juez que tendrá un proceso pendiente pero que no le molesta en lo más mínimo.

     Sin embargo, el legislador procesal partió de la premisa de que el proceso no debía quedar paralizado por inactividad de las partes, por lo que le estableció al juez el “deber” de impulso. La consecuencia es que vencidos los plazos perentorios establecidos para las partes para el ejercicio de sus actos procesales (efectivizados o no), se determina que el juez debe disponer los subsiguientes sin necesidad de que una de las partes se lo pida.

     Ello hoy nos parece de lo más normal, si no fuera porque tal impulso de oficio ha provocado en la realidad aplicativa mucho trabajo inútil para el juez: de hecho y por ejemplo, en los procesos abreviados y sumarísimos, el juez tras el vencimiento del plazo para la contestación de la demanda (y en el caso del abreviado, el de la reconvención) y aun estando el demandado en rebeldía, debe citar a audiencia, y ello porque la resolución de “saneamiento” debe producirse en audiencia, y como la declaración de “saneamiento” es un presupuesto para proseguir con la marcha del proceso, hasta que no se realice tal audiencia no se puede hacer nada. La consecuencia es una gran cantidad de inútiles citaciones a audiencia, que por la recarga procesal se citan a plazos muy largos, y en el entretanto nada pasa ni puede pasar. No solo eso, sino que, aunque el juez de oficio tiene que citar a audiencia, esta no se realiza si no está presente al menos una de las partes. Luego, si ninguna de las partes se presenta, siempre de oficio, se citará para una nueva fecha. Y si la audiencia es de conciliación se podría seguir citando hasta el infinito, pues la no asistencia a la audiencia no puede conducir a la conclusión del proceso (artículo 472 CPC).

     Ergo, estamos ante una paradoja. El proceso se impulsa de oficio pero llega un momento en que se bloquea (de hecho) en su avance: la no presencia de la partes en la audiencia. Si en un abreviado las partes no se presentan a la audiencia, esta no puede realizarse. No habiendo audiencia, no se puede declarar el “saneamiento” (por lo que tampoco sería posible un “juzgamiento anticipado”, artículo 473.2 CPC) por lo que no queda sino citar a nueva audiencia. Con lo cual el proceso está simplemente bloqueado. ¿Qué hacer en esos casos? Hay que pensar que como el tiempo disponible para el juez es limitado, la citación a audiencia de oficio a la que las partes (al menos una) no concurren, le está quitando tiempo al juez para llevar adelante una audiencia en otro proceso en el que las partes (al menos una) quieren que avance. Ello se resolvería si se dejara a las partes pedir que se cite a audiencia y que si no concurren comience a correr desde allí el plazo para que el proceso caiga en abandono.

     El tema es grave y debe ser resuelto. Y ciertamente no se resuelve determinando la inmediata conclusión del proceso por no asistencia de las partes a la audiencia (cualquiera) como estaba previsto en el CPC antes de la modificación de su artículo 203 por la Ley Nº 26635, pues dado que esta “conclusión” no tiene ningún efecto sustancial, nada impide que la demanda se vuelva a plantear al día siguiente de la declaración de conclusión, con lo cual no se resuelve el problema de fondo y terminamos multiplicando la carga procesal del juez del todo inútilmente.

     Otra paradoja derivada de la idea de que son las partes las que quieren demorar el proceso es la de la improrrogabilidad de las fechas de las audiencias (artículo 203 CPC). Las partes no pueden pedir una prórroga, pero el juez sí puede disponer la suspensión (así el artículo 206). Son curiosas esas audiencias fictamente “únicas” que se articulan en varias “audiencias” distanciadas en el tiempo (a las que las partes bien pueden no asistir, y si son de prueba, si no concurren a la segunda citación, determinará que el proceso acabe del todo inútilmente).

     Este tema no ha sido objeto de adecuado análisis pero es un hecho que el proceso que se impulsa de oficio y por audiencias provoca la paradoja de la creación de “tiempos muertos”, o sea simple artificiosa dilación del proceso mismo.

     Creo que el impulso de oficio, considerado como una de las mayores expresiones del proceso “publicístico”, debe ser sustancialmente revisado, pensándose en hacer una auténtica economía procesal: que solo se cite a audiencia cuando las partes (alguna de ellas) así lo pida. Hay que pensar que un proceso que duerme no molesta a nadie, y hay que utilizar racionalmente los escasos recursos disponibles en relación a los procesos que realmente se quiere que avancen. Debe, igualmente, reformarse el régimen del abandono del proceso para que cuando se verifique tenga realmente sentido (desde el punto de vista sustancial) hacer morir el proceso. Caso contrario lo único que logramos es crear más trabajo inútil para el juez con perjuicio para todos.

     V. LA LIMITACIÓN DE LAS IMPUGNACIONES Y LA APELACIÓN DIFERIDA

     Otro aspecto de nuestro proceso “publicístico” es el de la sustancial limitación de las impugnaciones. Ciertamente, los autores del CPC de 1993, al estar a la disposición de la Constitución de 1979 que consagraba como “garantía” de la administración de justicia la “instancia plural” (inciso 18 del artículo 233), no pudieron, aunque ganas no les faltaron(19), consagrar procesos a “instancia única”, por lo que no les fue posible establecer sentencias inapelables.

     Sin embargo, el CPC de 1993 sí estableció una multitud de resoluciones interlocutorias inimpugnables, algunas en extremo transcendentes para las partes, tal como la que resuelve una recusación (artículo 310) o la que declara aplicable una vía procedimental distinta a la “propuesta” por el demandante (artículos 477, 487 y 549) o la que dispone una prueba “de oficio”, (artículo 194), etc.

     Además, la apelación de las interlocutorias fue notablemente debilitada, tanto por el inciso 2 del artículo 365, que establece que no procede en contra de los autos que resuelven una “articulación”, como por la introducción de la denominada “apelación diferida”. Lo primero, porque con aquello de “articulación” (que sería un incidente, pero toda cuestión procesal es un incidente) se ha puesto una cláusula abierta para denegar las apelaciones de autos (pues estos siempre resuelven alguna cuestión procesal). Lo segundo, porque al “diferir” la apelación impide que esta cumpla su finalidad.

     El artículo 369 CPC, en efecto, permite la reserva del trámite de una apelación sin efecto suspensivo, “a fin de que sea resuelta por el superior conjuntamente con la sentencia u otra resolución que el juez señale”, vale decir, que a la apelación interpuesta (y “concedida”) no le sigue la formación y remisión del cuaderno de apelación al ad quem, sino que se “reserva” hasta que llegue el momento en que se apele, si es que se apela, otra (la final).

     Luego, es una apelación “reservada”, y como los supuestos de “reserva” o los decide la ley(20) o, discrecionalmente, el juez (y en decisión inimpugnable, o sea que no procede el denominado recurso de queja), estamos ante un supuesto en que se constriñe a la parte a una apelación fundamentada (y obviamente a pagar su tasa), para que luego su apelación duerma, estando en el entretanto totalmente a merced de los efectos de la resolución del juez.

     Con ella aparentemente se tendería a evitar la proliferación de procedimientos de apelación “sin efecto suspensivo” ante el ad quem, que de otra forma fragmentaría la unidad del proceso. Ella, pues, se fundaría en el principio de unidad del procedimiento de impugnación, vale decir, que si el procedimiento en primera instancia es uno, el que se promueva por la apelación también debería serlo.

     En tal sentido, la “apelación diferida” se fundaría en los principios de concentración y de economía procesal. Si no fuera porque la “concentración” y la “economía” se hacen a costa de los derechos de las partes de ver conocida lo más rápidamente posible su impugnación.

     Ahora bien, hay que tener en cuenta que la “apelación diferida” es una “forma” de conceder la apelación respecto de autos interlocutorios, o sea de autos en los que el a quo ha resuelto cuestiones procesales que no han definido el proceso. Diferir la tramitación de la apelación de aquellos provoca el pernicioso efecto de que no se puedan corregir a tiempo los errores cometidos por el a quo en el iter procesal de primer grado, dejando para mañana lo que se puede corregir hoy, con la consecuencia de que cuando finalmente lleguen las apelaciones que se difirieron al ad quem, es probable que alguno de esos autos sea revocado o anulado debiéndose retrotraer el proceso (ya sentenciado) al primer grado o anular todo lo actuado (sentencia incluida) cuando el propio auto del ad quem pone fin al proceso. Como siempre las soluciones “publicísticas” fundadas en una supuesta economía procesal terminan produciendo antieconómicos resultados.

     La apelación diferida se funda en la errónea idea de que las impugnaciones son un vehículo dilatorio (lo cual es un absurdo cuando la impugnación no es suspensiva). Cuando se sostiene ello no se ha tomado en cuenta que, estableciendo que una resolución no es impugnable o lo es solo diferidamente, se deja a las partes a merced del juez, el que no pudiendo ser “controlado” en su actuar procesal, se puede volver el auténtico amo y señor del proceso, o sea se posibilita que todo y lo contrario de todo se produzca en el proceso sin que se tengan mecanismos correctivos eficaces(21).

     VI. UN RECURSO DE CASACIÓN MAL DISEÑADO

     Como sabemos, el recurso de casación vino a sustituir a nuestro casi secular “recurso de nulidad” que era hasta antes de 1993 “el medio” para llegar al órgano cúspide de nuestro sistema judicial: la Corte Suprema de Justicia.

     Tal recurso ha sido concebido para cumplir fines “ultrapublicísticos”. Para demostrarlo está el artículo 384 CPC que señala como sus fines “la correcta aplicación e interpretación del derecho objetivo y la unificación de la jurisprudencia”. Ergo, el recurso no está para hacer “justicia” a las partes, sino para lograr la calamandreiana “nomofilaquia”.

     Eso justifica muchas cosas: a) que el recurso no esté abierto a todas las sentencias (y autos que ponen fin al proceso) de segundo grado, sino solo a aquellas que emitan las Salas de Corte Superior; y b) que entre los motivos de recurso no esté el error in iudicando “de hecho”, pues un error en la fijación de los hechos de la controversia o en la apreciación de la prueba no ofende al “derecho objetivo”, sino “solo” a la justicia en el caso concreto...

     Pese a ello, el legislador le dio un paradójico efecto suspensivo (artículo 393)(22), lo que provoca que muchas veces se use con fines únicamente dilatorios.

     Además nuestro legislador sintió la necesidad de establecer una serie de antieconómicos controles antes de llegar a la emisión de la “sentencia de casación”: es así que la ley le impone a la Sala de la Corte Suprema el triple trabajo de controlar primero la admisibilidad (artículo 391), luego la procedencia (artículo 392) –ambos, nótese, sin audiencia a las partes(23)– y, finalmente, si se superan todas esas vallas a la Sala, ya no queda más salida que fijar fecha para la vista de la causa (artículo 393 in fine) para, luego, emitir la sentencia (artículo 395 CPC).

     Quizá lo mejor de su regulación esté en que cuando el recurso se funde en un error in iudicando (incisos 1 y 2 del artículo 386) y se le estime, no se procede al reenvío a la Sala Superior, sino que la propia Sala Suprema debe emitir la resolución (de fondo) que corresponde (artículo 396.1 CPC). Sin embargo, no se ha previsto lo mismo tratándose de un error in procedendo (inciso 3 del artículo 386 CPC), pues en estos casos se ha considerado ineludible el reenvío (artículo 396.2 CPC). No creo que necesariamente deba ser así, pues cuando el vicio procesal está en la misma resolución impugnada (es decir que no le antecede) es del todo inútil (y contraproducente) el reenvío, ya que ello es solo fuente para que el proceso se eternice(24).

     Considero que ya sería hora de abrir el recurso a todas las sentencias (y autos finales) expedidas en segundo grado; de eliminar el inmediato efecto suspensivo; de ampliar las causales también al error de hecho; de establecer el contradictorio efectivo ante la Corte Suprema y, sobre todo, de limitar al máximo, frente a la estimación del recurso, la posibilidad del reenvío al juez de apelación (e incluso al a quo).

     VII. REFLEXIONES FINALES

     Con el CPC se quiso, no me cabe duda, consagrar un proceso rápido y eficaz que es lo que queremos todos. Para lograrlo se pensó que bastaba limitar los derechos de las partes y ampliar los poderes de todo orden del juez. El resultado no ha sido ciertamente positivo, pues se siguen oyendo las mismas quejas de antes, en particular en términos de duración del proceso.

     Ciertamente, no es dándole al juez el poder de no abrir un proceso como se resuelven los problemas. No lo es tampoco el severo régimen de preclusiones de alegación y de prueba que a lo más promueven las sentencias injustas. No lo es tampoco el impulso de oficio, ni la limitación de las impugnaciones. Curiosamente todas estas “soluciones” han sido fuente de más dilación y de procesos del todo inútiles, o sea, han dado los frutos contrarios a los perseguidos.

     Se espera que este año de “celebraciones” sirva de ocasión para la meditación de si todas esas opciones “publicísticas” ( rectius , paternalistas) deben mantenerse o virar hacia otros senderos.

      NOTAS:

     (1) De hecho, el 28 de julio de 1993 entró en vigencia el Texto Único Ordenado del Código Procesal Civil, autorizado mediante Resolución Ministerial N° 010-93-JUS, del 8 de enero de 1993, un “texto” en el que no es posible diferenciar el original de febrero de 1992 del modificado en diciembre de 1992.

     (2) Así, sin mencionarlo, Presentación (anónima) a Derecho Procesal Civil. Congreso Internacional. Fondo de Desarrollo Editorial. Universidad de Lima. Lima, 2003. Pág. 7, en donde haciéndose referencia a la juventud del Derecho Procesal peruano señala que “hace diez años, el principal artífice de la reforma procesal de nuestro país acababa de superar los cuarenta años de edad” (cursivas en el texto).

     (3) MONROY GÁLVEZ. “Algunas interrogantes sobre el Código Procesal Civil peruano, entrevista de Nelson Lozano Alvarado”. En: Revista Jurídica del Perú. Año XLVIII. N°13. Octubre-diciembre, 1997. Pág. 30 (ahora en: La formación del proceso civil peruano. Escritos reunidos. Comunidad. Lima, 2003. Pág. 601). La afirmación fue hecha para justificar la ausencia de exposición de motivos, pues en vista de que el Código tenía entre 123 o 126 errores “no valdría la pena hacer la exposición”.

     (4) Las dos últimas frases entrecomilladas aparecen en la denominada “Exposición de Motivos y Fe de Erratas del D.Leg. N° 768, Código de Procedimientos Civiles”, publicada en El Peruano el 30 de marzo de 1992. En realidad lo que fue publicado bajo la denominación de “Exposición de Motivos” del “Código de Procedimientos Civiles” (!) es el oficio de fecha 28 de febrero de 1992, remitido por el presidente de la Comisión Revisora del Código Procesal Civil, Javier Alva Orlandini, al Ministerio de Justicia acompañando el proyecto del Código Procesal Civil.

     (5) Sería injusto atribuirle al CPC ser la “sola” causa de la más que notoria inoperancia del proceso civil. Pero “algo” de culpa tiene (in primis, habernos creado la expectativa que él podía resolver la eterna crisis judicial). Sin embargo, se anda diciendo por el mundo que el proceso civil peruano gracias al CPC de 1993 funciona de maravilla. Cfr. CHIARLONI. “Relazioni tra le parti i giudici e i difensori”. En: Ponencias Generales del XII Congreso Mundial de Derecho Procesal. México, 2003. Pág. 254, quien reproduciendo la ponencia nacional peruana (presentada por Monroy Galvez-Monroy Palacios), señala que “la previsión de un sistema severo de preclusiones, el aumento de los poderes instructorios y de dirección del procedimiento del juez, la previsión, junto con el proceso de cognición ordinario de un procedimiento abreviado y de un procedimiento ‘sumarísimo  han determinado una radical disminución de la duración promedio del proceso civil, ¡pasada de los catorce años precedentes a dos años actuales!”. La duración del proceso civil peruano (que supongo debe haber sido indicada como duración promedio) ante reforma (catorce años) me causa sorpresa. Francamente ya no recuerdo cuánto duraba en promedio un “juicio ordinario”, pero ciertamente (en promedio) catorce años no. Curiosamente, Juan Monroy Palacios, al justificar la existencia del artículo 625 CPC indica que en los tiempos del CPC de 1912 “los procesos tenían una duración que sobradamente podía superar los 7 años” (así en Bases para la formación de una Teoría Cautelar, Comunidad, Lima, 2002. Pág. 230). Si seguimos así, quizá el próximo año, siguiendo la progresión geométrica, se nos diga que los procesos con el CPC de 1912 duraban (en promedio) 28 años...

     (6) Ello se sigue sosteniendo con orgullo. Así en la (anónima) Presentación a Derecho Procesal Civil. Congreso Internacional. Op. cit. Pág. 9, se llega a sostener que “la concepción publicística es la que, sin medias tintas, ha sido asumida por el CPC”, agregándose, luego, que aquel concretó “un publicismo radical”.

     (7) MONROY GÁLVEZ. “La ideología en el Código Procesal Civil peruano”. En: Ius et praxis. N° 24. 1994. Pág. 200, a un año de la entrada en vigencia. En la anónima Presentación a Derecho Procesal Civil. Congreso Internacional. Op. cit. Pág. 9, se llega a sostener que el CPC “le otorga [al juez] amplios poderes instructorios, cautelares, de creación de soluciones no previstas por las normas, de impulso procesal; poder para reprimir las inconductas procesales (...), para crear nuevas formas de tutela, para desformalizar el proceso cuando lo juzgue conveniente; poder para acelerar los procesos, para lograr que las sentencias se cumplan en sus propios términos, para equiparar la ausencia de igualdad sustancial entre las partes, etc.” (cursivas en el texto). Hay que señalar que muchos de los “poderes” del juez mencionados (creación de soluciones no previstas por las normas, para crear nuevas formas de tutela, para desformalizar el proceso, para acelerar los procesos, para lograr que las sentencias se cumplan en sus propios términos), sin duda, pertenecen a la fantasía del anónimo autor de la Presentación, pues no me resulta que esos “poderes” (algunos, para nuestra suerte) se desprendan de la regulación contenida en el CPC.

     (8) Tal es la “lista” de principios que nos menciona MONROY GÁLVEZ. “La ideología en el Código Procesal Civil peruano”. Op. cit. Pág. 200.

     (9) Siempre en la (anónima) Presentación a Derecho Procesal Civil. Congreso Internacional. Op. cit. Págs. 8 y 9, se estigmatiza de “egoístas” a quienes creen que esa es la función del proceso civil, siendo que en realidad el juez a través del proceso debería ser “un activista político, absolutamente comprometido con su comunidad e involucrado en cuerpo y alma con los conflictos que la aquejan”.

     (10) MONROY GÁLVEZ. “Postulación del proceso en el Código Procesal Civil”. En: Themis. Nº 23. 1992. Pág. 34 (ahora en La formación del proceso civil peruano. Op. cit. Pág. 226).

     (11) Los artículos 426 y 427 CPC tenderían a que no se presenten demandas inútiles cuyo contenido perjudica a la función jurisdiccional y “también la capacidad económica de los justiciables, quienes muchas veces son persuadidos por sus asesores legales a seguir procesos en los que solo ganan estos”. Así, MONROY GÁLVEZ. “Casación: sobre el inicio de un proceso judicial”. En: La formación del proceso civil. Op. cit. Pág. 512. Es decir, paternalismo puro.

     (12) Los problemas que plantean estos artículos están tan a la vista que hasta los extranjeros (que admiran la “técnica” de nuestro CPC) se han dado cuenta: cfr. PEYRANO. “Breve estudio crítico del Código Procesal Civil del Perú”. En: Código Procesal Civil. Gaceta Jurídica. Lima, 2003. Pág. 13, quien sostiene que “la praxis correspondiente a las precitadas normas [artículos 426 y 427 CPC] arroja que en los momentos posteriores a la entrada en vigencia del código se registró un porcentaje altísimo de rechazos iniciales de la demanda, dato que también me hicieran conocer mis buenos amigos peruanos que me han expresado que dicho porcentaje se mantiene elevado en la actualidad”. Sobre ese mismo período “inicial”, cfr. ZÁRATE DEL PINO. “Inadmisibilidad e improcedencia de las demandas civiles”. En: Cáthedra. Año I. N° 1. 1997. Pág. 23 y sgtes., quien señala que “prácticamente no ha habido abogado que no haya sufrido el rechazo de las demandas que autorizaban, su admisión a trámite se convirtió en un albur por la disparidad de criterios adoptados por los jueces, de modo que la misma demanda reingresada a otro juzgado sí lograba ser acogida; los derechos e intereses de los justiciables naufragaban así frente a esa calificación preliminar y oficiosa”, agregando que “Los problemas reseñados en forma sucinta crearon un clima de mortificación e inseguridad, explicable en una etapa de transición pero lamentablemente persiste aunque de modo más atenuado”. En realidad, esos problemas persisten inalterados hasta la actualidad. En el Congreso Internacional de Derecho Procesal Civil realizado en la Universidad de Lima en octubre pasado, frente a mi ponencia en contra de tales artículos [cfr. “Diez años de ‘eugenesia  procesal (Los artículos 426 y 427 CPC)”. En: Derecho Procesal Civil. Congreso Internacional. Op. cit. Pág. 119 y sgtes.], negando lo evidente, se me objetó que tal problema no existe, que todos los justiciables están felices de que el juez le “califique” su demanda y que realmente con los artículos 426 y 427 CPC sí se “ahorra”. Evidentemente si lo dice Peyrano nadie objeta nada. Si lo digo yo se me dice que es un falso problema.

     (13) Para mayores detalles, cfr. mi “Sobre el poder del juez de sofocar desde su nacimiento las pretensiones condenadas al fracaso”. En: Diálogo con la Jurisprudencia. N° 41. Febrero, 2002. Pág. 91 y sgtes.;  ¿Jueces ‘directores  o jueces ‘Penélopes’?” (Reflexiones sobre las vicisitudes de las excepciones procesales, el saneamiento y lo contradictorio en el CPC de 1993). En: Diálogo con la Jurisprudencia. N° 43. Abril, 2002. Pág. 59 y sgtes.; “Navegando en el mare mágnum de la acumulación en el CPC (¿de regreso a la sensatez?)”. En: Diálogo con la Jurisprudencia. Nº 48. Setiembre, 2002. Pág. 85 y sgtes.; así como, Diez años de ‘eugenesia  procesal (Los artículos 426 y 427 CPC). Op. cit.

     (14) Cfr. MONROY GÁLVEZ. “Introducción al proceso civil”. Tomo I. Editorial Temis. Bogotá, 1996. Pág. 107 y sgtes., quien señala que las preclusiones de alegación y de prueba se han introducido en el CPC de 1993 para evitar las “conductas abiertamente maliciosas”. Por su parte, TAIPE CHÁVEZ. “La relevancia de la preclusión en el proceso”. En: Derecho Procesal Civil. Congreso Internacional. Op. cit. Pág. 147, señala que “el principio de preclusión apunta, a que el proceso sea expeditivo, que avance, que no se estanque, que se establezca un orden.

     Exige a las partes que sean diligentes respecto de los actos procesales que realizan. Protege al proceso de las conductas negligentes, maliciosas, temerarias, no idóneas (de esperar el último momento cuando la causa ya está para sentenciar por ejemplo, para recién ofrecer un medio probatorio determinante que el litigante malicioso tenía guardado bajo la manga)”.

     (15) Es nuestro convencimiento que si no existieran preclusiones “rígidas” de alegación y de prueba, como las previstas en el Código, esos poderes oficiosos de iniciativa probatoria, que con tanta pompa ha puesto el legislador en el CPC, se quedarían allí, en el mero texto de la ley, pues pudiendo las partes ejercitar su derecho de defensa en cualquier estado del proceso, el juez jamás sentiría la necesidad, para estar “convencido”, de usarlos para evitar el emitir una sentencia “injusta”. Ahora bien, cuando post preclusión en primera instancia se ofrece alguna prueba, por ejemplo, documental, el juez ya no puede siquiera admitirla. Sin embargo, el documento está allí, y podría ser determinante para decidir en sentido contrario al que se terminará decidiendo. O sea, que a sabiendas se emitirá una sentencia injusta. Lo propio ocurrirá en apelación si es que la prueba no está referida a algún hecho posterior al cierre de la “etapa postulatoria”. Lo curioso es que en estos casos algunos jueces recurren a una “ficción”: admitir “de oficio” la prueba ofrecida por la parte. Pero con la peculiaridad de que la prueba “dispuesta” de oficio es inimpugnable... ¡Hermoso!

     (16) En una reciente resolución (auto N° 69 del 14 de marzo del 2003, ponente Romano Vaccarella) la Corte Constitucional italiana ha señalado que se violaría el principio de la paridad de armas si es que el juez dispusiera una prueba de oficio (en el caso era una declaración testimonial) cuando ya se han madurado las preclusiones para las partes, pues ello “se resolvería en un medio para trastocar, a favor de una parte y en daño de la otra” los efectos de las preclusiones mismas. La resolución ha causado “escándalo” tachándosela de “retrógrada”. Así, cfr. CHIARLONI. “Poteri istruttori d’ufficio: le sirene dell’ideologia liberista inducono la Corte costituzionale in un errore di interpretazione del diritto positivo”. En: Giurisprudenza italiana. 2003. Pág. 1330 y sgtes.; CEA. “L’artículo 281 “ter” c.p.c. e il “non liquet” della Corte Costituzionale”. En: Foro italiano. I. 2003, c. 1631 y sgtes.

     (17) Cfr. mi “Prueba de oficio y preclusión”. En: Diálogo con la Jurisprudencia. N° 30. Marzo, 2001. Pág. 94 y sgtes.

     (18) TAIPE CHÁVEZ. “La relevancia de la preclusión en el proceso”. Op. cit. Pág. 147.

     (19) Cfr. MONROY GÁLVEZ. “Los principios procesales en el Código Procesal Civil de 1992”. En: Themis. N° 15. 1993. Pág. 47 y sgtes. (ahora en La formación del proceso civil peruano. Escritos Reunidos. Comunidad. Lima, 2003. Pág. 286 y sgtes.).

     (20) Los supuestos “legales” de apelación diferida son: todos los autos en el abreviado (pues solo es apelable “con efecto suspensivo” el que declara improcedente la demanda in limine, el que declara fundada un excepción y el que declara la “invalidez de la relación procesal con carácter insubsanable”: artículo 494); todos los autos del sumarísimo (salvo el que declara improcedente la demanda y el que declara fundada una excepción: artículo 556); todos los autos expedidos en los procesos de ejecución (artículo 691 último párrafo) aunque no se entiende a la apelación de cuál resolución esté condicionada nuestra “diferida”; la que desestima una “contradicción” (?) planteada en un no contencioso (?): artículo 755.

     (21) Sobre la limitación de las impugnaciones en el CPC, cfr. mi “En defensa del derecho de impugnar en el proceso civil. Vicisitudes de una garantía “incomprendida”. En: Derecho Procesal. II Congreso Internacional. Universidad de Lima. Fondo de Desarrollo Editorial. Lima, 2002. Pág. 147 y sgtes. (ahora en: Problemas del proceso civil. Jurista Editores. Lima, 2003. Pág. 229 y sgtes.).

     (22) El efecto suspensivo automático no tiene explicación. Juan Monroy Gálvez lo justifica sosteniendo que la decisión de atribuirle efecto suspensivo al recurso “se explica en el ánimo de ir progresivamente asentando en la judicatura nacional la concepción de que los procesos deben naturalmente concluir en segunda instancia”: “Apuntes para un estudio sobre el recurso de casación”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal. N° 1. 1997. Pág. 43. Es decir, se le dio efecto suspensivo para no producir “traumas”. La explicación decididamente no convence, más traumáticas han sido las severas preclusiones para las partes y las limitaciones a la apelación. Sin embargo, ellas se establecieron sin ningún “remordimiento” (hasta la fecha).

     (23) El recurso de casación peruano prescinde totalmente del contradictorio. No solo no se regula audiencia a la parte contraria a la recurrente (que en otros ordenamientos se llama “contrarrecurso”), sino que el control de la admisibilidad e improcedencia se hace sin previa audiencia a las partes, casi como si estas no existieran.

     (24) Cfr. mi “Error causal y casación”. En: Diálogo con la Jurisprudencia. N° 38. Noviembre, 2001. Pág. 43 y sgtes.; “Omisión de pronunciamiento en la sentencia de apelación y casación con reenvío”. En: Diálogo con la Jurisprudencia. N° 44. Mayo, 2002. Pág.75 y sgtes.; “Ejecución de garantías: viejas y nuevas dudas”. En: Diálogo con la Jurisprudencia. N° 56. Mayo, 2003. Pág. 71 y sgtes.; “Motivación de las resoluciones, “error de logicidad” y recurso de casación”. En: Diálogo con la Jurisprudencia. N° 60. Setiembre, 2003. Pág. 119 y sgtes.








Gaceta Jurídica- Servicio Integral de Información Jurídica
Contáctenos en: informatica@gacetajuridica.com.pe