El principio de legalidad en el Derecho Administrativo
Juan Pablo MACASSI ZAVALA*
RESUMEN
En el presente artículo, el autor describe las características del principio de legalidad. Asimismo, señala que su importancia en el procedimiento administrativo está en que funciona como soporte del actuar de la Administración Pública y como límite a la discrecionalidad administrativa. Precisa también que las entidades deben actuar en miras a alcanzar los fines previstos en la norma que los ha facultado y en pro del interés público.
MARCO NORMATIVO
Constitución Política de 1993 (31/12/1993): art. 45.
Ley del Procedimiento Administrativo General, Ley Nº 27444 (11/07/2015): art. IV.1.
PALABRAS CLAVE: Principio de legalidad / Discrecionalidad / Interés público
Recibido: 13/07/2016
Aprobado: 20/07/2016
INTRODUCCIÓN
La sociedad es fruto de diversos sucesos históricos de especial relevancia que han venido transformando no solo la relación entre los seres humanos, sino también entre estos y el Estado. Es así que a partir de algunos fenómenos, tales como la globalización económica o la difusión mundial del reconocimiento de los derechos humanos, han surgido nuevas nociones en torno a las potestades que ejerce la Administración Pública para alcanzar el interés general, encontrando en ciertos límites a dichas potestades el equilibrio necesario para garantizar la plena vigencia del ordenamiento jurídico y la eficacia de los derechos fundamentales.
Así, el parámetro de control de la actuación de la Administración Pública del Derecho Administrativo, por excelencia, es el principio de legalidad, el cual brinda los límites a la discrecionalidad que ostentan los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. No obstante, la concepción de este principio no siempre fue uniforme desde su surgimiento, sino, al igual que el Derecho mismo, ha venido experimentando una serie de cambios según las necesidades y visiones de cada época.
En este trabajo abordaremos el surgimiento del principio de legalidad en el Derecho Administrativo, su estado actual en nuestro ordenamiento jurídico y su relación con el ejercicio de la discrecionalidad en la práctica administrativa.
I. SURGIMIENTO DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD
En el continente europeo del siglo XVIII, a finales de la etapa del Estado Absoluto y el Antiguo Régimen representado por las monarquías, se venía desarrollando con mayor auge el desarrollo de entidades u organizaciones con poder público, denominadas administraciones públicas. Así, el actuar del monarca absoluto, de la mano con estas administraciones, no estaba orientada obligatoriamente a alcanzar el beneficio social y colectivo en virtud de una norma que lo haya establecido, ni tampoco se encontraba dentro del alcance del control formal por parte de la población.
Es así que las administraciones públicas no se encontraban sujetas a lo que actualmente conocemos como el Derecho, el cual para ese entonces tenía un mayor desarrollo en torno a las relaciones entre privados que a la relación con el Estado. Sin embargo, resulta importante mencionar que en algunos casos estas organizaciones, y la propia monarquía, a pesar de no estar sujetas a los límites del Derecho, moderaban el uso de su poder en función de la influencia que tuvo el movimiento intelectual de la ilustración. Esta concepción se veía reforzada con la forma de educación orientada a aquellas personas que formaban parte de las administraciones públicas, quienes en su gran mayoría provenían de altas esferas sociales, incidiendo en materias como finanzas, administración pública, uso de bienes, defensa, entre otras que no eran propiamente la enseñanza del Derecho Administrativo1.
No obstante, a finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, el cambio ideológico y las necesidades de un cambio estructural de la sociedad y las relaciones de poder fueron las bases para el estallido de diversos sucesos como la revolución francesa, la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, las primeras constituciones y la proclamación universal de los derechos y deberes del hombre. Así, sobre la base del reconocimiento inicial de los derechos civiles y políticos, se gestó el Estado de Derecho, el cual dentro de sus matices, plantea la sujeción del Estado a la ley.
Así, el concepto de ley se dotó de fuerza al representar la expresión de la razón humana, colocándose por encima de cualquier autoridad, cambiando el paradigma del poder ilimitado del gobernante que ahora se reducía a los límites que le era impuesto por la ley. Justamente, es en esta época en donde empiezan a constituirse las bases del Derecho Administrativo, ligada a este control de la Administración en función del Derecho, denominado actualmente como principio de legalidad.
Al igual que la supremacía de la ley, otro de los elementos del Estado de Derecho que también tomó gran relevancia fue la división de poderes con la clásica tripartición del poder del Estado en el Poder Legislativo, Poder Judicial y Poder Ejecutivo, relegándose al primero la representación del pueblo para la emisión de leyes; al segundo, la impartición de justicia; y al tercero, la dirección y ejecución de aquellas acciones tendientes al logro de ciertos fines beneficiosos para la población.
En ese orden de ideas, la Administración Pública, como parte del Poder Ejecutivo, debía actuar conforme a las leyes que haya expedido el Poder Legislativo, y ser controlado por el Poder Judicial. No obstante, pese a que en un inicio este control de la Administración se realizaba solo por órganos propios de la misma, denominados tribunales administrativos, la necesidad de dotar de un equilibrio, de la mano con una mayor eficacia de las constituciones, como normas supremas, hicieron finalmente posible que la Administración Pública se sujete al control de legalidad por parte del Poder Judicial.
Posteriormente, con la evolución del Estado de Derecho, desde su vertiente liberal, pasando a su visión social, así como por el reconocimiento de la eficacia plena de la Constitución como fuente básica dentro de todo Estado por encima de las leyes ordinarias, y los avances en torno al desarrollo a nivel internacional de tratados que reconocen los derechos humanos a partir de las dos grandes guerras del siglo pasado, ha originado que el principio de legalidad al cual se sujeta la Administración Pública, ya no se ciña solamente a las leyes que emita su parlamento, o los reglamentos que las desarrollen, sino también a las diferentes fuentes del Derecho mismo.
A partir de lo anterior, se desprende que en la concepción del Estado de Derecho se gestó el principio de legalidad como la principal nota definitoria de la Administración Pública que sujeta el ejercicio de sus potestades a lo que haya sido previsto en las normas jurídicas2.
Ahora bien, con el desarrollo del Derecho Administrativo se gestaron tradicionalmente dos vinculaciones de la Administración frente a la legalidad entendido como Derecho: la vinculación negativa y la vinculación positiva.
De acuerdo al primer tipo de vinculación, las diversas normas jurídicas representan el límite del actuar de la Administración Pública, lo cual implica que esta puede hacer aquello que no le haya sido prohibido por alguna norma. Así, aquellos actos de la Administración que no estén completamente reglados por normas prohibitivas, les dotaban de cierta autonomía para actuar al margen de la legalidad sin que por ello se encontrase sujetas a un control posterior.
Frente a esta concepción de la legalidad, surgió como reacción la concepción de la vinculación positiva de la Administración a la legalidad en virtud de la influencia del pensamiento jurídico kelseniano, según el cual “no [se] podría admitir ningún poder jurídico que no fuese desarrollo de una atribución normativa precedente; incluso la eficacia jurídica de la autonomía más amplia, sea privada o de los entes públicos y, por tanto, de la discrecionalidad, solo puede explicarse dentro del sistema en virtud de esa expresa atribución antecedente de un poder autonómico (o, en su caso, discrecional), por las normas, y no por razón de ningún atributo o cualidad personal de cualquier sujeto que pudiese darse al margen o exento de esas normas”3
De igual manera, tomando como fuente, lo expuesto por Merkl, citado por Eduardo García de Enterría, “[s]i una acción que pretende presentarse como acción administrativa no puede ser legitimada por un precepto jurídico que prevea semejante acción, no podrá ser comprendida como acción del Estado”4. Así, con este desarrollo doctrinario, se expresa que la Administración solo puede actuar legítimamente conforme lo permita el ordenamiento jurídico, sin que pueda actuar por encima de este o en los espacios que no había previsto.
Actualmente la mayoría de ordenamientos jurídicos, entre ellos el nuestro, recogen la concepción de esta vinculación positiva de la Administración con las normas jurídicas, reservando la negativa al derecho de libertad de las personas.
II. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO PERUANO
En nuestro ordenamiento, la legalidad como principio no está únicamente reconocida como rectora del actuar de la Administración Pública, sino también en diversas áreas del Derecho, como el penal y tributario. En este escenario, siguiendo lo expuesto en el apartado anterior, nos avocaremos al desarrollo actual del principio de legalidad en su faceta administrativa de nuestro ordenamiento jurídico.
Al respecto, el principio de legalidad administrativo, como muchos otros principios, no ha sido recogido de manera expresa por nuestra Constitución Política; no obstante, dado que nuestra Carta Magna responde a la concepción de un Estado de Derecho, los poderes públicos, entre ellos la Administración Pública, se encuentran sujetos al Derecho, lo cual se traduce en que el principio de legalidad de la Administración al ser sustancial al Estado de Derecho, no requiere de un reconocimiento constitucional expreso para tener eficacia frente a los operadores del Derecho.
Sin perjuicio de ello, en función del orden democrático de nuestra Constitución, se recoge en su artículo 45 lo siguiente:
“Artículo 45.- El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen (...)”.
A partir de este precepto puede apreciarse el reconocimiento de la sujeción que tiene cada funcionario (incluido aquellos elegidos democráticamente), de actuar conforme las disposiciones vigentes de la Constitución y las leyes, las cuales, desde una visión amplia, escapan de su concepción meramente formal y alcanzan a todas aquellas otras fuentes de Derecho que incluyen, en modo enunciativo, las demás normas con rango de ley (como los decretos legislativos, decretos de urgencia y las ordenanzas regionales y municipales), los tratados que han sido suscritos y ratificados por nuestro país, las normas reglamentarias como los decretos supremos, y las diversas resoluciones de carácter general emitidas por las entidades de la Administración Pública y, de manera discutible, los precedentes jurisdiccionales y administrativos, así como la costumbre.
Asimismo, a nivel legislativo, el principio de legalidad ha sido definido en la Ley del Procedimiento Administrativo General, aprobado por la Ley Nº 27444 (en adelante la LPAG), de la siguiente forma:
“1.1. Principio de legalidad.- Las autoridades administrativas deben actuar con respeto a la Constitución, la ley y al derecho, dentro de las facultades que le estén atribuidas y de acuerdo con los fines para los que les fueron conferidas”.
A partir de esta definición, podemos constatar que nuestro ordenamiento acoge la vinculación positiva de la Administración y el Derecho, siendo que solo puede actuar conforme este lo haya previsto. Asimismo, cabe destacar que de esta definición se desprende lo siguiente:
i) La Administración solo puede actuar conforme a las facultades que le hayan sido atribuidas por el ordenamiento jurídico.
ii) Este actuar debe estar orientado a conseguir los fines para los cuales les fueron otorgadas tales facultades por el ordenamiento jurídico.
La actuación de la Administración conforme a las facultades, entendidas también por cierto sector de la doctrina como potestades, que les haya conferido el ordenamiento, implica un mecanismo técnico del principio de legalidad, por lo que, siguiendo a García de Enterría, “[t]oda acción administrativa se nos presenta así como ejercicio de un poder atribuido previamente por la Ley y por ella delimitado y construido. Sin atribución legal previa de potestades la Administración no puede actuar simplemente”5.
Asimismo, esta actuación sujeta a las potestades reconocidas resulta también relevante para comprender las competencias de determinadas autoridades administrativas en el marco de la emisión de actos administrativos. Así, en nuestro ordenamiento jurídico, se ha optado por regular de manera distinta los diversos sectores y espacios en donde se desarrolla la actividad humana.
A modo de ejemplo, podemos citar el caso del otorgamiento de certificaciones ambientales, que dependiendo de la complejidad y magnitud de las actividades económicas, en los proyectos de menor escala, resultan competentes las municipalidades locales o gobiernos regionales; y en las de mayor envergadura, un organismo del gobierno central especializado. Así, para la emisión de actos administrativos, uno de los elementos del ordenamiento jurídico es la competencia6, por medio de la cual, para reconocer la validez del acto debe observarse que la autoridad debe estar investida de facultades que coincidan con i) la materia, ii) el territorio, iii) el grado, iv) el tiempo y, de ser el caso la v) cuantía del acto que se busca emitir.
En ese sentido, el remedio por excelencia que aplica a los pronunciamientos de una autoridad administrativa, emitidos sin contar con las facultades previstas para ello, incidiendo sobre intereses, obligaciones y derechos de los ciudadanos, es la nulidad del acto administrativo por vicio de incompetencia.
Por otro lado, el segundo elemento de la definición legal del principio de legalidad señala que la Administración al actuar sobre la base de las funciones que les fueron atribuidas, debe orientarse a alcanzar los fines que les han sido conferidos.
Al respecto, inicialmente, la Administración en su conjunto está orientada a satisfacer el interés público, el cual, entendido como aquello que beneficia a todos, en contraposición del interés privado, implica que su actuación, pese a que en algunos casos se dirija concretamente a una persona en particular, tenga un impacto en la colectividad. Con ello, se está proscribiendo que los funcionarios de la Administración, en el ejercicio de sus funciones, actúen en orientación de un interés privado. En tal sentido, las diversas entidades que conforman la Administración Pública, deben actuar con miras a alcanzar los fines previstos en la norma que los ha facultado, pero sin dejar de lado el alcance del interés público.
Ahora bien, la actuación administrativa se reviste de cierta complejidad para actuar con respeto del principio de legalidad. Así, podemos ver que en muchos casos se presentan normas y pronunciamientos de cortes internacionales vinculantes a nuestro Estado, así como lagunas y antinomias en el Derecho que muchas veces condicionan el actuar de la Administración Pública.
En relación con esta complejidad, por un lado, tenemos el avance del desarrollo a nivel internacional de los derechos humanos, del cual nuestro país ha suscrito diversos tratados comprometiéndose a respetarlos y garantizarlos, sobre la base de las disposiciones de estos cuerpos normativos y los precedentes que emitan los tribunales internaciones atribuidos de competencia para aplicarlos. Sobre el particular, estas disposiciones le resultan exigibles al Estado como ente unitario para la tutela de los derechos humanos, no solo desde la impartición de justicia, sino también de la actuación de la Administración Pública. En tal sentido, y pese a que aún no hay un desarrollo relevante sobre la base de precedentes administrativos, podemos apreciar que el actuar de la Administración ya no solo se encuentra vinculada a la normativa interna sino también a estas disposiciones internacionales, a las que debe llegarse con el fin de reconocer una práctica del Derecho más uniforme. Justamente ello conlleva a nuevos escenarios para la aplicación del principio de legalidad, pues no solo basta reconocer que la Administración está vinculada al Derecho en sí, que comprende a las disposiciones internacionales, sino que en la medida en que estos sean exigibles, empiecen a efectivizarse, iniciando como pautas de interpretación y siendo aplicadas pese a que no tengan un desarrollo normativo interno.
Asimismo, en la realidad también pueden coexistir disposiciones legales, y reglamentarias, sobre las que actúa la Administración Pública, que a veces resultan incompatibles con las normas constitucionales. Sobre el particular, el Tribunal Constitucional, en dos oportunidades7, se pronunció en relación con estos conflictos entre normas, desarrollando a nivel de precedente vinculante si cabría la procedencia de aplicar control difuso por parte de las autoridades administrativas, siendo que actualmente, ha establecido que esta potestad solo está atribuida constitucionalmente para quienes realizan actividad jurisdiccional, excluyendo así a quienes realizan función administrativa, caso contrario, vulneraría el principio de separación de poderes, propio de un Estado de Derecho8. No obstante, aún no hay un precedente en torno a la aplicación del control de convencionalidad, que exige no solo a los jueces del Estado, sino también a sus funcionarios, a preferir la aplicación de una disposición internacional en materia de derechos humanos por encima del derecho interno, cuando ambos son contradictorios entre sí9. En este escenario, en nuestra opinión, a falta de dicho precedente la interpretación correcta respecto al control de convencionalidad debe seguir la regla vigente sobre el control difuso explicada líneas arriba.
III. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y LA DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA
Las normas jurídicas, en especial los reglamentos, pueden haber sido creadas con una alta precisión para que sea aplicable directamente al caso en concreto que se le plantee a la Administración, sin dotarle de un margen de elección. No obstante, en muchas ocasiones estas normas, dada su naturaleza general y abstracta, usualmente desarrollan de manera muy general ciertas disposiciones sobre las que la Administración, valorando cada caso en concreto, deba realizar un análisis y optar por aquella opción que está más acorde con el interés público. Así, este margen de elección que otorga el Derecho a la Administración Pública, también denominado discrecionalidad, “[le] ofrece (...) toda una serie de opciones que, siempre que no rebasen el marco o margen de discrecionalidad fijado por la norma, resultan plenamente aceptables y conformes con el principio de legalidad, pues es esa misma legalidad la que permite esa diversidad de opciones”10.
Considerando lo anterior, el Tribunal Constitucional, analizando la discrecionalidad administrativa, ha señalado lo siguiente:
“La actividad estatal se rige por el principio de legalidad, el cual admite la existencia de los actos reglados y los actos no reglados o discrecionales.
Respecto a los actos no reglados o discrecionales, los entes administrativos gozan de libertad para decidir sobre un asunto concreto dado que la ley, en sentido lato, no determina lo que deben hacer o, en su defecto, cómo deben hacerlo.
En puridad, se trata de una herramienta jurídica destinada a que el ente administrativo pueda realizar una gestión concordante con las necesidades de cada momento”11.
A partir de lo anterior, se desprende que aquella discrecionalidad que puede ostentar la Administración Pública no es en sí misma contraria al principio de legalidad si se actúa conforme a los parámetros que haya fijado la normativa; sin embargo, y como todo ejercicio del poder estatal, esta se encuentra también sujeta a criterios de razonabilidad, en contravención de arbitrariedad que deviene, contemporáneamente, en todo aquello carente de razonabilidad. Es así que pese a que el actuar de la Administración muchas veces tenga un margen de libre elección, esta deberá ser razonable, comportando “(...) una adecuada relación lógico-axiológica entre la circunstancia motivante, el objeto buscado y el medio empleado (...)”12, lo cual conlleva a que deba impregnarse este razonamiento en una debida motivación.
En ese sentido, de la mano con la exigencia de la motivación de los actos discrecionales de la Administración Pública, para garantizar que no se actúe arbitrariamente, resulta necesario también que dentro de los parámetros de dicha actuación se recurra a los principios del Derecho Administrativo aplicables.
Límites que establece el principio de legalidad |
La Administración solo puede actuar conforme a las facultades que le hayan sido atribuidas por el ordenamiento jurídico.Su actuación debe estar orientada a conseguir los fines para los cuales les fueron otorgadas tales facultades por el ordenamiento jurídico. |
CONCLUSIONES
El principio de legalidad es uno de los principios más elementales del Derecho Administrativo que no solo se agota en su reconocimiento como tal por nuestra legislación, sino que resulta plenamente exigible por ser consustancial al Estado Constitucional de Derecho. En ese sentido, además de funcionar como soporte del actuar de la Administración Pública, también sirve como límite frente al uso arbitrario del poder por parte de esta.
De igual manera, expresa en gran medida que la actuación de la Administración no solo está orientada exclusivamente conforme a la ley que la faculta, sino que sobre los fines que ella persigue, se logre alcanzar el interés público de la mano con otras normas jurídicas propias del Derecho. Así, uno de los grandes retos para este principio, es la aplicación razonable de los tratados y sentencias internacionales vinculantes que, a pesar de ser fuentes del Derecho y ser plenamente exigibles al Estado, usualmente quedan sujetas, en la práctica, a su desarrollo normativo interno antes de ser aplicados por la Administración.
Por último, resulta indispensable mencionar que una de las garantías para el control de la discrecionalidad administrativa es la exigencia de una debida motivación, la cual debe fundamentarse en los principios del Derecho Administrativo, con relevancia en el principio de razonabilidad, a fin de aplicar las normas, garantizando criterios de igualdad y de seguridad jurídica.
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* Asociado de Osterling Abogados. Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Miembro del Consejo de Egresados del Círculo de Derecho Administrativo.
1 ESTEVE PARDO, José. Lecciones de Derecho Administrativo. 3ª edición, Marcial Pons, Madrid, 2013, p. 46.
2 RIVERO, Ricardo. Derecho Administrativo económico. 6ª edición, Marcial Pons, Madrid, 2013, p. 103.
3 GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo y FERNÁNDEZ, Tomás-Ramón. Curso de Derecho Administrativo. 12ª edición, Palestra, Lima, p. 475.
4 Ibídem, p. 476.
5 Ibídem, p. 478.
6 Numeral 1 del artículo 1 de la Ley Nº 27444.
7 STC Exp. Nº 03741-2004-PA/TC y STC Exp. Nº 04293-2012-PA/TC.
“Artículo 3.- Requisitos de validez de los actos administrativos
Son requisitos de validez de los actos administrativos:
1. Competencia.- Ser emitido por el órgano facultado en razón de la materia, territorio, grado, tiempo o cuantía, a través de la autoridad regularmente nominada al momento del dictado y en caso de órganos colegiados, cumpliendo los requisitos de sesión, quórum y deliberación indispensables para su emisión”.
8 MACASSI, Juan Pablo. “El control difuso en la Administración Pública”. En: Gaceta Constitucional & Procesal Constitucional. Tomo 84, Gaceta Jurídica, Lima, diciembre de 2014, p. 23.
9 La exigencia del control de convencionalidad a los funcionarios públicos ha sido abordado en mayor medida en las siguientes sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
• Caso Gelman Vs. Urugay. Fondo y Reparaciones. Sentencia de 24 de febrero de 2011, apartado 239.
• Caso Rochac Herández y otros Vs. El Salvador. Fondo y Reparaciones. Sentencia de 14 de octubre de 2014, apartado 213.
10 ESTEVE PARDO, José. Lecciones de Derecho Administrativo. 3ª edición, Marcial Pons, Madrid, 2013, p. 103.
11 STC Exp. N° 000090-2004-AA.
12 Ídem.