Coleccion: Actualidad Juridica - Tomo 210 - Articulo Numero 32 - Mes-Ano: 5_2011Actualidad Juridica_210_32_5_2011

LIBERTAD RELIGIOSA, LAICIDAD DEL ESTADO Y SÍMBOLOS RELIGIOSOS. A PROPÓSITO DE UNA SENTENCIA RECIENTE DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

Paolo Tejada Pinto (*)

TEMA RELEVANTE

Sobre el reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional que declaró que la presencia de crucifijos y la Biblia en los despachos del Poder Judicial no lesiona la libertad religiosa ni la laicidad del Estado por ser expresiones históricas y culturales de arraigo nacional, el autor considera que no hay necesidad de retirar estos símbolos religiosos de la entidad jurisdiccional, dado que no parece perturbar en nada la administración de justicia, pues su significación y capacidad de adoctrinamiento es, más bien, reducida.

SUMARIO

I. Objeto de la libertad religiosa. II. La dignidad de la persona y el fundamento de la libertad religiosa. III. Los límites de la libertad religiosa. IV. La promoción de la libertad religiosa.

MARCO NORMATIVO:

• Constitución Política del Perú: arts. 2 inc. 3 y 50.

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional ha sacado a discusión la cuestión de la constitucionalidad de la presencia de símbolos religiosos en espacios públicos estatales, particularmente en las salas del Poder Judicial. La misma cuestión ha sido resuelta poco después por la Corte Europea de Derechos Humanos en el caso Lautsi vs. Italia. Pero más allá del tema concreto de los crucifijos en lugares públicos, la controversia ha sido una ocasión para avanzar en el estudio y la reflexión sobre el derecho fundamental de la libertad religiosa y los principios que orientan las relaciones entre el Estado y las distintas confesiones religiosas.

Aunque ya en un artículo reciente se han comentado los aciertos y las limitaciones de la sentencia1, creemos conveniente revisar algunas nociones relativas a la fundamentación del derecho a la libertad religiosa en sus más profundas raíces antropológicas y jurídicas.

I. OBJETO DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

Pienso que de la misma manera que ocurre con las ciencias, los derechos se definen por su objeto, es decir, por su contenido esencial. Frecuentemente la cuestión del contenido de la libertad religiosa se ha planteado en términos de vinculación y, a la vez, de comparación con la libertad de pensamiento.

Al respecto se han planteado diversas posturas. Por ejemplo, el documento más significativo de la Iglesia católica sobre libertad religiosa, la Declaración Conciliar Dignitatis Humanae, parece que incluye dentro de la genérica libertad de conciencia a la libertad de religión al señalar que “todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios”2. Más adelante expresa “[todos los hombres] están obligados, además, moralmente a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a la religión”3. También hace referencia genérica a la búsqueda de “la verdad en materia religiosa”. Por último, al incluir el discurso de la ley moral natural no solo toma en cuenta la verdad religiosa, sino también la verdad sobre el hombre mismo. Esto porque en el hombre interior, no se pueden separar ambos ámbitos: la verdad del hombre es la verdad sobre Dios4.

Ciertamente hay que señalar que el documento conciliar trata las cosas de modo genérico, sin descender a mayores detalles y matizaciones que son infrecuentes en las documentos magisteriales. Desde la doctrina del Derecho Eclesiástico se afirma que la libertad de pensamiento incluye las expresiones negativas de religiosidad5. Susana Mosquera apunta también una diferencia muy trascendente en cuanto a sus efectos entre la libertad religiosa y la genérica libertad de conciencia: la dimensión prestacional, que supone una postura especial de garantía estatal para el disfrute pleno del derecho, concretada, por ejemplo, en asegurar la debida asistencia espiritual para las personas en un régimen especial de sujeción6.

Respecto al contenido del derecho de libertad religiosa, como bien apunta Hervada, hablando de la esencia ontológica del derecho en cuanto cosa justa (la ipsa res iusta), en todo derecho lo que se protege es su dimensión externa en cuanto que solo lo externo es exigible jurídicamente7. El mismo acto de fe, de reconocimiento y aceptación de la Divinidad, es interno y, por lo tanto, invulnerable al menos directamente; en efecto, no es posible hacer creer a alguien por más violencia que se ejerza sobre él. La interioridad del acto de fe se protege más bien de su afectación indirecta, es decir, aquellas acciones que le priven de las condiciones exigidas para que sea libre, por ejemplo, la manipulación que no respeta ni la libertad psicológica ni la inmunidad de coacción externa.

Genéricamente, la libertad de conciencia consiste en la abstención de obligar a alguien a obrar contra su conciencia o de impedirle actuar conforme a ella. El Derecho en este caso brinda protección jurídica para el cumplimiento del deber moral primario de no actuar contra la propia conciencia. Por su parte, la protección de la libertad religiosa se concreta en no imponer ni la profesión ni el abandono de cualquier religión; y en su dimensión comunitaria, en no impedir ni el ingreso ni el abandono de una comunidad religiosa8.

En este punto, no comparto la descripción del contenido de la libertad religiosa en términos de facultades que hace el Tribunal Constitucional en la sentencia sobre símbolos religiosos en espacios administrados por el Estado9. El contenido de los derechos no puede limitarse al ejercicio de ciertas facultades. La facultad (el derecho subjetivo) se hace presente solo en el momento de exigir el derecho ante su amenaza o lesión, pero el derecho existe y se ejercita a pesar de que, en la mayoría de los casos, no haga falta su actualizar, su exigibilidad.

II. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA Y EL FUNDAMENTO DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

¿Por qué proteger la libertad de la persona a asumir libremente una religión determinada? Se podría responder que la respuesta es obvia: la libertad de la persona es un derecho fundamental y ha de ser protegida en todos sus ámbitos y con mayor razón respecto a las decisiones que guardan relación con lo que trasciende el mundo presente. Sin embargo, creo que es preciso subrayar la importancia de esta pregunta pues dará luces también sobre el alcance de la protección de la libertad religiosa frente a la genérica libertad de conciencia.

Al analizar el fundamento de los derechos fundamentales hemos de remitirnos necesariamente a la consideración de la naturaleza como fuente normativa jurídica y moral. La concepción clásica de naturaleza la califica como principio de operaciones, es decir, aquel principio interior que marca una orientación específica en el obrar, siguiendo el principio básico operaritur sequitur esse, el obrar sigue al ser. Podríamos decir, que la naturaleza peculiar del hombre es el fundamento de su dignidad y, como no, de la libertad religiosa.

Según Santo Tomás, la naturaleza está presente en el hombre en una doble manera: como ordenación impuesta a la razón humana, por medio de las inclinaciones de su propia naturaleza, y como ordenación hecha por la razón humana a partir de esas inclinaciones. Para los fines de mi exposición quisiera detenerme en el primer modo: la naturaleza está presente como una ordenación que se impone a la razón humana a través de las inclinaciones naturales.

Las inclinaciones naturales son aquellas que provienen de la captación de determinados bienes básicos para el hombre, como por ejemplo la vida, que percibida como bien genera la inclinación fuerte a la conservación en el ser. Estas inclinaciones se constituyen dentro de nuestro ser como principios prácticos del obrar de modo que obramos gracias al impulso de estos apetitos aplicando sobre ellos una medida racional. En efecto, la inclinación a la supervivencia nos lleva a comer y nutrirnos, pero no toda forma de comer es racional, sino solo aquella medida por nuestras necesidades reales. De manera que comer más de lo necesario resultaría sencillamente irracional, lo mismo que comer menos. Los bienes humanos fundamentales o también llamados inclinaciones naturales, son el fundamento de los derechos-deberes de los hombres.

La libertad religiosa está vinculada a dos inclinaciones naturales presentes en todo hombre. En efecto, todo ser humano, naturalmente, tiende al conocimiento de la verdad, al conocimiento verdadero, de modo que el conocimiento que un hombre posee lo tiene en su razón de verdad, es decir, es un conocimiento que se retiene porque el sujeto lo considera verdadero a pesar de que pueda ser objetivamente un conocimiento erróneo. De hecho, en cuanto el individuo se persuade de que estaba en un error, simplemente, desecha el conocimiento erróneo anterior y lo cambia por lo que ahora retiene como verdadero. Ningún hombre busca intencionalmente el error, nadie quiere ser o estar engañado. La verdad es, pues, un bien básico para el hombre y tiene como correlato esta inclinación natural. Santo Tomás señaló, también, como natural la inclinación hacia la religiosidad y la búsqueda de contacto con lo divino. De hecho, el fenómeno religioso es universal y omnipresente en todas las culturas y pueblos de todos los tiempos. No hay ninguna cultura, que como tal, no sea religiosa. El ateísmo o agnosticismo es una postura individual que no se ejerce colectivamente.

De la naturaleza, pues, se origina la obligación del hombre de buscar la verdad, aceptarla y vivir según ella. Los bienes básicos se presentan imperativamente al hombre generando en él una prescripción normativa y obligatoria. El hombre percibe la verdad como un imperativo incondicionado cuya fuerza normativa radica en sí misma. Esta verdad, buscada por sí misma, se presenta todavía con mayor fuerza obligatoria cuando se trata de la religión, puesto que implica ya no solo una verdad sobre algo determinado sino la verdad sobre el sentido de la vida y el destino último del hombre.

Buscar la verdad es, pues, una de las primeras obligaciones del hombre, pero se trata de una obligación moral, que no puede ser exigible jurídicamente. Haría mal el Derecho en exigir aquello que solo es exigible moralmente. La búsqueda personal de la verdad y del sentido de la vida está fuera de la competencia del Derecho, al menos de modo directo.

La protección del cumplimiento de la obligación por buscar, aceptar y seguir la verdad es el fundamento del derecho a la libertad religiosa. El Estado reconoce en el hombre esta aspiración profunda de su alma y facilita el ambiente para que sea cumplida según la propia percepción de cada uno.

De entre todos los bienes humanos básicos que, como hemos afirmado, generan las inclinaciones naturales también básicas, la búsqueda de la verdad y la inclinación a la sociabilidad son propias del ser racional. Otras, como la inclinación a la supervivencia o la de unión con el sexo opuesto, están presentes también en los animales. Esta constatación puede aclarar más la idea, señalada tantas veces, de que, finalmente, el fundamento de la libertad religiosa radica en la dignidad de la persona humana. La búsqueda inteligente y libre de la verdad sobre su propio ser dota al hombre de una dignidad superior a la de cualquier animal que sigue su verdad de modo absolutamente inconciente. Vale la pena citar aquí las siguientes palabras que sintetizan todas estas ideas: “[Los hombres] por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre, y enriquecidos por lo tanto por una libertad personal, están impulsados por su misma naturaleza y están obligados además moralmente a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a la religión”; “el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana”10.

La conciencia es un espacio esencialmente íntimo en el que el hombre se enfrenta consigo mismo y, el creyente con Dios. El acto de fe que el Estado protege frente a influencias abusivas es quizás el acto más interior del hombre. En él la verdad se impone, pero nunca de modo violento, sino más bien sutilmente.

Por sí misma la verdad lleva consigo un presupuesto en la libertad. El amor y la aceptación de la verdad, son actitudes profundamente humanas y, en cuanto tales, libres. El amor no se puede imponer por la fuerza, pues ya no sería amor. Igualmente, la verdad no se puede imponer por la fuerza, porque ya no sería verdad. La verdad es la adecuación de la mente a la cosa y a la mente no puede entrar nadie más que el mismo hombre, es un ámbito inexpugnable, libérrimo. La verdad se impone al hombre, pero no de modo ciego sino por su fuerza misma, generando convicción y certeza interior. Es como una luz, como la evidencia de lo real que se impone al intelecto.

El acto de fe es lo más íntimo y es “voluntario por su propia naturaleza”11. Por esta razón, se justifica la prohibición de cualquier interferencia estatal o de terceros que distorsione o merme la voluntariedad (es decir, la libertad) de este acto. Si el hombre es por naturaleza un ser racional, debe llegar a la verdad conforme a su naturaleza, esto es, racionalmente, de modo libre; lo contrario sería ir contra su dignidad.

III. LOS LÍMITES DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

Ahora bien, si el acto de fe se hace conforme a la dignidad humana, libre y racionalmente ¿se justificaría su limitación si no se ejercita de modo racional, sino contrario a la razón pues dejaría de ser un acto propiamente humano y, por lo tanto, deja de merecer protección? La pregunta surge sin duda ante los posibles abusos que se pueden cometer manipulando la libertad religiosa, cuya solución pasa por la consideración de que todo derecho ha de respetar las normas de orden público. De cualquier forma, la interrogante nos sirve para plantear aquí, que lo que el derecho protege es la búsqueda sincera de la verdad de modo que si se llega a tener conocimiento de su ausencia se puede limitar el derecho, como ocurre con algunos abusos en la invocación de la objeción de conciencia.

Todo derecho y toda actividad de cualquier índole que se realiza en la sociedad está sujeta a las normas que regulan la convivencia. En principio pues la libertad religiosa está sometida, genéricamente, a lo que se llama el “orden público” concepto que, por su generalidad, deja un amplio campo para su interpretación jurisprudencial12.

En algunas ocasiones podría tratarse de justificar determinadas conductas contrarias al orden público en la libertad religiosa. Pienso, por ejemplo, en la poligamia practicada porque lo permite la religión o la guerra santa, etc. Estos casos nos hacen ver que la protección de la libertad religiosa no puede defender arbitrariedades, sino que el ordenamiento jurídico tiene el reto de plantear normas jurídicas basadas en las exigencias morales objetivas que dimanan de la naturaleza humana.

Aunque se han dado casos de abuso y conductas ilícitas cometidas en nombre de la libertad religiosa, hay que afirmar, en términos generales, que la práctica y la profesión de una religión es algo deseable pues se trata de una de las manifestaciones más nobles del espíritu humano. Por otra parte, las libertades de los derechos fundamentales han de reconocerse de modo extensivo, lo más ampliamente posible, restringiéndose solo cuando sea realmente necesario.

En la libertad religiosa la inclinación a la verdad se complementa paradigmáticamente con la inclinación a la sociabilidad. En efecto, por la naturaleza social del hombre la religión se practica también comunitariamente. La naturaleza social lleva al hombre a manifestar externamente la fe que se asumió individual y privadamente. De manera que, el respeto por el culto, en cuanto manifestación pública de la fe, ha de protegerse en la misma medida.

Además de las limitaciones, otra posibilidad de restricción del derecho de libertad religiosa es por el abuso del derecho. La Constitución permite el libre ejercicio, privado y público, de la fe y también la posibilidad de hacer proselitismo religioso, pero este ha de hacerse de acuerdo con la dignidad de la persona, es decir, evitando cualquier tipo de manipulación o modos de persuasión intimidatorios.

IV. LA PROMOCIÓN DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

El reconocimiento de la religión y de la práctica religiosa como algo positivo llevará al Estado a una actitud de fomento y colaboración con las comunidades religiosas. Este principio de colaboración, que la sentencia del Tribunal Constitucional, también aborda, se fundamenta en la actitud no neutral sino de promoción que ha de tener todo Estado frente al fenómeno religioso.

La fe ha de ser considerada como un hecho positivo pues, salvo pocas excepciones, conduce al hombre hacia la apertura a la trascendencia y con ella hacia los valores de justicia y fraternidad. La práctica de la religión es una ocasión de práctica de numerosas virtudes humanas. Es por eso que la práctica religiosa es un valor que en sí mismo debe ser promovido por el Estado. La religión es, también, un valor que hay que promover pues lleva al contacto con la divinidad, que para los hombres, excepto algunos casos patológicos, tiene siempre razón de bien, de bondad. Si la fe es auténtica, de la fidelidad a Dios derivará la fidelidad a los hombres.

Este reconocimiento se concreta en el caso peruano, como en otros tantos, en el principio de colaboración entre el Estado y las confesiones religiosas, tratado también en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre los símbolos religiosos. Al respecto, hay que decir que este principio se basa en el de laicidad del Estado. En efecto, la distinción entre las dos órdenes (el temporal y el eterno, cuyo gobierno corresponde al Estado y a la Iglesia, respectivamente) no ha de llevar al distanciamiento entre ambos. Es más, cuanto mejor estén definidas las competencias más eficaz será la colaboración, pues colaborar implica complementariedad. Iglesia y Estado son dos entes complementarios para el hombre: uno regula la esfera eterna y trascendente; y, el otro, la temporal y pasajera.

Los principios que ordenan el Estado derivan de la persona, de los derechos de la persona. En este sentido, se puede decir que el principio de laicidad del Estado tiene su fundamento en la libertad religiosa: si la autoridad pública no puede prohibir ni imponer práctica religiosa alguna, entonces, ha de mantenerse al margen, separado de los asuntos que atañen solamente al sujeto en su esfera privada o a sus superiores en la esfera comunitaria de su fe.

En primera instancia, la laicidad es un principio negativo, de no intervención, pero ¿resulta legítimo exigir al Estado neutralidad absoluta? ¿Es reprochable el estado confesional como opción política? Más allá de la respuesta a estos interrogantes, hay que señalar que si se respetan los derechos fundamentales de las personas, el Estado podría asumir cualquier modelo político, lo importante no es que el Estado sea o no confesional, sino la protección de los derechos fundamentales y en particular de la libertad religiosa13.

A pesar de lo dicho, ahora mismo el Estado confesional es una figura que va camino de desaparecer. Por ejemplo, los Estados-Iglesia de los países nórdicos están siendo objeto de replanteamientos para asumir modelos de separación. Pero se trata de una separación de competencias, no ideológica. Iglesia y Estado están unidos en la consecución del bien común y de asegurar los espacios de libertad necesarios para la plenitud humana.

Si bien es cierto que el Estado político no es el ámbito donde se desarrolla la búsqueda de la verdad última; sin embargo, debe estar abierto a la búsqueda de la verdad trascendente que intenta la religión.

La sentencia hace referencia también al principio de laicidad del Estado. “Laicidad” y “laico” son términos que ofrecen múltiples significados según cómo se les entienda. En sentido lato “laico” es el término que se usa en la Iglesia para designar a todos aquellos fieles que no han abrazado el estado religioso mediante una consagración pública, ni han recibido el sacramento del orden sacerdotal. En ese sentido, laicidad hace referencia esencialmente a esta característica de no consagración en la Iglesia. Sin embargo, este último término ha adquirido una carga ideológica importante que, desfigurándolo, lo equipara con una actitud de desconocimiento y relegación al ámbito privado de la religión.

Por esta razón, es urgente recuperar el sentido originario, no ideologizado, de los términos “laico” y “laicidad”. El principio de laicidad entendido en este sentido “pertenece también a la doctrina social de la Iglesia. Recuerda la necesidad de una justa separación de poderes que se hace eco de la invitación de Cristo a sus discípulos: ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’”14.

Muchas veces se usa la palabra “laicismo” para hacer referencia al Estado laicista, que difiere del Estado laico, porque busca no reconocer los símbolos de la tradición cristiana y la religión en general.

En el caso concreto de los símbolos religiosos en los locales de los juzgados hay que señalar que, la protección de la libertad del acto de fe y de su manifestación comunitaria no implica la protección de determinados exigencias realizadas con base en una percepción subjetiva o, mejor dicho, subjetivista. La apreciación de la violación del derecho a la libertad religiosa deber realizarse razonablemente, con objetividad, aunque atendiendo a las circunstancias del caso concreto.

Es prioritario no ideologizar este tema para apreciar objetivamente la relevancia de estos símbolos en la Administración de Justicia. En la demanda que sustenta la sentencia, la ideologización del tema es notoria cuando el demandante afirma que le recuerda a la Inquisición. Si el fin del Poder Judicial es administrar justicia y estos símbolos parecen no perturbar en nada la decisión judicial, entonces, no hay necesidad de sacarlos de ahí. Su significación y capacidad de adoctrinamiento son reducidas.

Finalmente, creo que es preciso subrayar la importancia de la sentencia para la solución de casos futuros parecidos y, que sin duda marca un hito importante en la afirmación y delimitación de la libertad religiosa en nuestro país.

NOTAS:

1 MOSQUERA MONELOS, Susana. “Símbolos religiosos en espacios bajo administración del Estado”. En: Gaceta Constitucional. Tomo 40, Gaceta Jurídica, Lima, abril de 2011, pp. 113-127.

2 Declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa, n. 1. El énfasis es nuestro.

3 Ibídem, n. 2.

4 Ibídem, n. 3.

5 Cfr. IBÁN I. y PRIETO SANCHÍS, L. Lecciones de Derecho Eclesiástico. Segunda edición, Madrid, 1989, p. 143.

6 Cfr. MOSQUERA MONELOS, Susana. Ob. cit., p. 123.

7 Cfr. HERVADA, J. Introducción crítica al Derecho natural. Colección Jurídica de la Universidad de Piura, Piura, 1999, p. 56.

8 Uso el término “comunidad religiosa” en el mismo sentido de la Dignitatis Humanae, es decir, de comunidad de personas agrupadas para el ejercicio conjunto de una religión y no como institución de la Iglesia católica cuya adscripción se realiza en virtud de un acto de consagración pública de la vida.

9 Sentencia del Tribunal Constitucional Exp. N° 06111-2009-PA/TC del 7 de marzo de 2011, sobre la presencia de símbolos religiosos en las salas y despachos del Poder Judicial, fundamento jurídico 13. Asumimos aquí la distinción que entre “espacio público” y “espacio bajo administración del Estado” apunta Mosquera, la cual no es percibida por el Tribunal Constitucional. MOSQUERA MONELOS, Susana. Ob. cit., p. 120.

10 Declaración Dignitatis Humanae, n. 2.

11 Ibídem, n. 10.

12 Título Preliminar del Código Civil

Artículo V.- Orden público, buenas costumbres y nulidad del acto jurídico

Es nulo el acto jurídico contrario a las leyes que interesan al orden público o a las buenas costumbres.

13 Cfr. MOSQUERA MONELOS, Susana. Ob. cit., p. 123.

14 JUAN PABLO II. Discurso a la Conferencia Episcopal Francesa en el Centenario de la Ley de separación entre la Iglesia y el Estado de 11 de febrero de 2005.

(*) Doctor por la Universidad de Navarra. Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Piura.


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