Coleccion: Actualidad Juridica - Tomo 251 - Articulo Numero 19 - Mes-Ano: 10_2014Actualidad Juridica_251_19_10_2014

Vida después de la muerte: Las obras póstumas*

Leonardo B. PÉREZ GALLARDO**

TEMA RELEVANTE

El autor analiza diversas situaciones que se presentan alrededor de los derechos morales del autor fallecido y la facultad de divulgación de sus obras de forma póstuma. Así, se sostiene que las facultades de contenido personal o moral post mórtem pueden ser atribuidas a personas con vínculos afectivos o albaceas literarios conforme a la voluntad del autor. Finalmente, considera que el derecho moral perpetuo (no dilvugación) no debe ser absoluto, pues debe buscarse un justo equilibrio en las tensiones entre el interés particular y el cultural general.

MARCO NORMATIVO

Constitución española: art. 44.

Ley de Propiedad Intelectual (España): arts. 4, 14.1, 15, 16, 27.2, 40 y 53.1.

I. EN TORNO A LA OBRA PÓSTUMA

Las obras póstumas son aquellas que ven la luz, una vez fallecido su autor1, o sea, su postumidad viene dada porque la facultad de divulgación, que forma parte del contenido mismo del derecho de autor, no ha sido ejercitada en vida por este. De este modo, cualquier estudio, por muy preliminar que pueda resultar, ha de ser considerado a partir de un esbozo de la facultad de divulgación. En efecto, el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual de España (en lo adelante TRLPI) en su artículo 14.1 en el elenco de facultades de contenido moral que forman parte del derecho de autor, sitúa la facultad de divulgación, de manera que compete al autor no solo decidir si su obra será divulgada, sino también de qué forma, y aunque no lo diga expresamente, a partir de qué momento, pues nada priva al autor ejercitar la facultad de divulgación pero sujeto a un plazo que puede incluso estar supeditado a su muerte, o a una fecha posterior a su deceso.

La facultad de divulgación, si bien el TRLPI hace referencia a derechos morales del autor y no a facultades que integran un único derecho moral, vide, artículo 14, como expone Rogel Vide, se trata de una facultad, llamada impropiamente derecho2, comparte con otras facultades de contenido moral, su inalienabilidad (en el sentido de estar fuera del comercio, no ser susceptible de valoración económica y tampoco de transmisión inter vivos); su inembargabilidad (vide, art. 53.1 TRLPI), con lo cual se evita la posibilidad de que los acreedores de un autor pretendan hacerse con la obra inédita de este y forzar su divulgación para así aprovecharse de su explotación económica, de manera que se estaría vulnerando esta facultad de contenido moral que supone el poder de decisión de dar a conocer al público el contenido mismo de una obra del ingenio humano3; su irrenunciabilidad, a cuyo tenor no le es dable al autor abdicar a las facultades que por razón de la creación misma le son atribuidas por el Derecho, de contenido moral, ya sea esta renuncia total o meramente parcial, como ha señalado Desbois, “el autor no puede renunciar a la defensa de su personalidad, sin riesgo de cometer un suicidio moral”4, no así la perpetuidad de la que gozan las facultades de integridad y de paternidad de la obra. Ello en el sentido de que si bien en vida el autor goza perennemente de dicha facultad, a su fallecimiento, quienes resulten legitimados para su ejercicio, dispondrán del plazo de ley, que en el caso del Derecho español se extiende a setenta años post mortem auctoris.

Toda obra, desde su creación, tiene vocación a ser comunicada al público, de ahí la importancia tan significativa que en el haz de facultades de contenido moral tiene la facultad de divulgación. En principio, compete al autor la facultad exclusiva de divulgar o no la obra, en sus dos vertientes: la de divulgarla en sí y lo que en la doctrina se ha llamado el poder del inédito, o sea, de mantener su contenido en su esfera íntima, o en todo caso, dentro de un limitado círculo de personas allegadas en el orden afectivo o familiar. Se trata, como dice Espín Pascual, de una facultad de naturaleza potestativa, pues compete al autor su ejercicio o no, “porque solo a él corresponde determinar cuando una obra está terminada y puede ser objeto del conocimiento público”5. Es además facultad cuyo ejercicio precede al del resto de las demás facultades y sobre todo a las de naturaleza patrimonial, resultando un presupuesto esencial para el ejercicio exitoso de aquellas6. De ahí que el vínculo que suele reseñarse entre esta facultad y las de explotación económica de la obra, pues una obra poco podrá explotarse en el orden económico, si no se accede por el propio autor a su previa divulgación.

II. LA FACULTAD DE DIVULGACIÓN DE LA OBRA TRAS LA MUERTE DEL AUTOR. ESPECIALES RIBETES

Una obra es sin hesitación alguna la expresión, manifestación y el reflejo de la personalidad de su autor7. Mientras ella sobrevive, también lo hará el autor, “un chef d’oeuvre, c’est une bataille contre la mort” (“Una obra es una batalla contra la muerte”)8. Las facultades de contenido personal o moral del autor son expresión del vínculo existente entre este y su propia obra, pero desde el punto de vista jurídico la titularidad de las facultades personales pueden entrar en conflicto con el dominio público, el cual se define como un espacio de libertad artística total.

La muerte de la persona del autor tiende a operar una modificación en el ejercicio de las facultades de contenido personal o moral, derivados precisamente del reconocimiento de la autoría. Se trata de una mutación que opera, en efecto, con el deceso del autor, de modo que no es dable hablar de una transmisión por causa de muerte de las facultades morales del autor, en el sentido de que tradicionalmente se ha estudiado la transmisión por causa de muerte, prevalentemente a título de herencia o de legado, del patrimonio de este. No opera en un sentido tradicional la sucesión en las facultades de contenido moral, no hay un mero cambio netamente subjetivo en una relación jurídica precedente. Las facultades de contenido personal o moral no forman parte del acervo hereditario. Los legitimados subsiguientes o derivados, no lo adquieren a título de herencia o de legado, en todo caso se trata de una atribución ex voluntate o ex lege, que supone eso sí una especial situación que les permite defender la memoria pretérita del autor, vinculado con su obra, es decir la personalidad pretérita, y con ello la posibilidad de dar a conocer o no la obra, cuando el autor en vida nada dispuso al respecto.

En la doctrina francesa el ejercicio post mórtem de las facultades morales (en el entendido de que los franceses hablan de un derecho moral, incluso en singular) genera el nacimiento de un nuevo derecho. El fundamento de ello viene dado por la ruptura de este derecho subjetivo del cual es titular el autor. El sello indeleble de la personalidad del autor se refleja en su obra, por ello se suele decir que la personalidad del autor le “sobrevive”. A ello los franceses le llaman la personalidad “viuda” de su persona, pero ¿es dable que otras personas, además del autor, puedan verdaderamente aprehender esta personalidad? ¿Podrían llegar a conocer los verdaderos gustos artísticos y estéticos del autor, cuando ni siquiera estos fueron expresados? Si se responde por la negativa, entonces, ¿cómo en estas circunstancias se puede controlar el ejercicio del derecho?9

Algunos autores en la doctrina francesa hablan hoy de la “metamorfosis del derecho moral a la muerte del autor”10. Para los franceses el derecho moral se modifica sustancialmente cuando se transmite. Esta modificación que se asemeja a una disminución del derecho le hace perder en legitimidad puesto que ella es el reflejo de un vínculo cercenado entre el autor y su obra, amputado, si se quiere expresar de manera más gráfica, por la desaparición del derecho de retracto o de arrepentimiento y dividido por la “sucesión” producida en las otras facultades del derecho de autor, incluso las de contenido moral o personal, el llamado “derecho moral post mórtem” no puede conservar toda su fuerza, de ahí que decir que el derecho de los herederos en sede de derecho de autor es el mismo que el de su causante, es una utopía jurídica, la realidad de una modificación de los derechos de contenido moral o personal –rectius facultades–, es hoy una realidad que no puede negar la doctrina. En tal sentido, se ha dicho que esa mutación lleva a considerarse que el derecho moral del autor pasa de un derecho subjetivo a un simple deber de fidelidad11. Sin entrar en el fondo del debate, cabe adentrarnos en las consecuencias de las modificaciones sobre la legitimidad de ese derecho moral.

En efecto, la transformación del derecho moral no puede ser anodina, primeramente porque ella es el signo visible de la ruptura que se produce entre el autor y su obra. Así, el respeto a la intimidad del autor está necesariamente ligado con la facultad de divulgación y ello es v. gr., el fundamento mismo de la facultad de arrepentimiento o retracto, que demuestra igualmente este vínculo permanente entre la obra y su autor, incluso después de la terminación de la obra. Eso sí, el autor puede en vida modificar la obra, mientras ella esté en el ámbito comercial, amén de la indemnización que pudiera pagarse al respecto, pero en todo caso, la obra sigue estrechamente vinculada con la personalidad de su autor. Esta facultad desaparece con su muerte. La personalidad del autor se fija con la muerte, haciéndose a partir de ese momento, injustificables estas prerrogativas. Es precisamente por esta razón que la doctrina considera que el derecho de retracto o arrepentimiento es personalísimo, de ahí que no se viabilice una legitimación post mórtem de él12. Empero, no toda la doctrina está alineada a este orden, un sector de esta esgrime que cualquier facultad de contenido moral está vinculada personalmente con el autor13. Este fundamento personal de las facultades morales justificaría la exclusión total de los intereses de los herederos en su ejercicio. De esta manera se entiende reducido el contenido de las facultades morales al fallecimiento del autor, a tal consideración que su objeto queda delimitado en la defensa de los intereses y de la memoria del fallecido. Así lo deja dicho explícitamente la Corte de Apelación de París en el caso Daudet “A la muerte del autor su heredero se encuentra investido de un derecho moral menos extenso de aquel del cual era titular el de cuius, el sucesor no se presenta ya como el continuador del difunto sino más bien como el guardián natural de su memoria”14. Este derecho moral, de corte afrancesado, pierde entonces en efectividad a partir de la muerte del autor por el desmembramiento y por la pérdida de alguna de sus prerrogativas, así como por la ruptura del vínculo que este mantenía con la persona del autor. De esta manera, las facultades de contenido moral sufren transformaciones sustanciales cuando pasan a los sucesores, o sea, la legitimación de las que se les dota, no supone una verdadera subrogación o sustitución como el término sucesión evoca, ello derivado de su naturaleza extrapatrimonial. Los derechos extrapatrimoniales siendo normalmente intransmisibles, al concedérseles una legitimación a los sucesores, tal legitimación conlleva esta transformación o metamorfosis a la que se alude –no sin razón– por la doctrina francesa.

Por ese motivo –ya en la doctrina de española– Martínez Espín apunta que a pesar de la terminología que el TRLPI utiliza en su artículo 15, “el fallecimiento del autor supone en realidad una extinción de su derecho moral (que es personalísimo) y el nacimiento de otros derechos morales sobre la misma obra, de los que serían titulares las personas designadas en función de su vinculación con el autor y su obra. Esos ‘nuevos’ derechos morales no servirían al interés del autor, a la defensa de la relación entre él y su obra, sino que servirían al interés de los sujetos legitimados (por ser titulares de tales derechos morales y beneficiarios de estos) tuviesen en la obra por su relación con el autor, es decir, de carácter personal, o de carácter cultural, o incluso de carácter económico”15. Tesis que se refuerza respecto de los sujetos legitimados de manera sustituta, o sea, al margen de la voluntad del autor, previstos en el artículo 16 del TRLPI, cuando se habla de una sustitución de la legitimación mortis causa. En tal sentido, el autor expresa que la titularidad sobre los derechos morales post mórtem se configura como una potestad que implica una atribución de poderes para la satisfacción de intereses ajenos, que se corresponden con lo que fue la voluntad del difunto respecto de su obra y que en fin, se conoce “como fidelidad o respeto a la memoria de los muertos”16.

Llama la atención que el artículo 15.1 de la mencionada Ley obliga a que el reservorio documental para exteriorizar tal voluntad sea un acto de última voluntad (de ahí que en principio el vehículo idóneo es el testamento, vide, artículo 667 del Código Civil español, pero también es posible que se pueda verter tal manifestación de voluntad en los pactos sucesorios en aquellos ordenamientos forales en los que así se admiten como los de Aragón o Cataluña, entre otros), si bien no puede perderse de vista que los pactos sucesorios no son negocios de última voluntad, especie dentro de los actos mortis causa, en el que sí se sitúa el testamento. El testamento es el negocio de última voluntad por excelencia, digamos el paradigma de dichos negocios, pero no el único17. En realidad constituye un supuesto de contenido atípico del testamento, teniéndose en cuenta que se trata de un caso de legitimación mortis causa en determinadas facultades morales del autor, y no de atribución a título hereditario o de legado, o sea, tal cláusula testamentaria no será dispositiva patrimonial, sino atributiva de una legitimación que funciona como mecanismo de tuición de la obra del intelecto, de ahí que las normas sucesorias serán de aplicación en lo que resulten pertinentes18. Como apunta Caramés Puentes, criterio que comparto “la transmisión no ocurre por sucesión testamentaria ni legítima, sino en virtud de normas particulares establecidas por ley, que suponen la atribución de una especial legitimación para ejercer ciertas facultades a determinadas personas, que el testador puede designar libremente, de modo que más bien, antes que actuar un derecho propio, ejercen una función en interés ajeno: de la memoria y personalidad pretérita del autor, que este les ha confiado. La concesión de una legitimación sin causa hereditaria alguna es clara en el caso contemplado en el artículo 16 LPI”19.

En todo caso, ha de tenerse en cuenta que el legislador no impone la forma testamentaria, sino alude en el artículo 15.1 del TRLPI a que el ejercicio post mórtem de tales derechos (rectius facultades de contenido moral o personal), son confiados, expresión que resalto para significar que el legislador español encuentra en tal atribución más que un derecho subjetivo, una situación jurídica de deber en el sujeto legitimado, inspirada en la confianza, digamos metafóricamente hablando que el autor entrega en calidad de depósito su obra intelectual, para que los legitimados la custodien, la defiendan, la protejan20, pero para ello no se hace imprescindible la figura del testamento. Y, ciertamente, no hay razón para que se imponga como reservorio formal el testamento. Si se trata de una disposición que no forma parte del contenido típico de este negocio, dispositivo patrimonial por excelencia, no debiera revestirse de las solemnidades establecidas a tal fin, por demás de mayor rigor en todo el ordenamiento regulador del Derecho Privado, al menos no debiera interpretarse esta norma (art. 15.1 TRLPI), en el sentido de entender que con ella se ata la voluntad del autor a las normas sobre solemnidades del testamento. La atribución viene dada en consideración a la muerte del autor y en función de una cautela o tuición del patrimonio intelectual. La inminencia de la muerte lleva al autor a establecer ciertas precauciones sobre el destino del contenido moral del derecho de autor, las facultades a él inherentes, en su prístina configuración se extinguen, solo queda legitimar a ciertos sujetos para la tutela del patrimonio moral, dotándolos de ciertas facultades, que no se transmiten sin más, y es a lo que la doctrina francesa llama la “metamorfosis del derecho moral”. En buena medida se trata de una legitimación post mórtem, atribuida por el autor, a ciertas personas, que en razón del vínculo afectivo, o por la confianza, considera aquel que resulta o resultan la(s) persona(s) más idóneas para defender el sello de su personalidad pretérita insito en su obra intelectual, y entre tales facultades cautelar el poder del inédito, si así fue ya determinado en vida por el autor, o la facultad misma de divulgar la obra. Se trata de “facultades (o derechos) que sirven para salvaguardar y proteger la relación personalísima que une al autor con su obra”21. Por ello, reitero, no creo que en sentido técnico sea necesario recurrir al negocio testamentario, siendo suficiente que tal manifestación de voluntad por razones de seguridad jurídica, más que de naturaleza misma, sea corporificada a través de una vía instrumental segura para el ejercicio post mortem auctoris por sus atributarios, cual es la escritura pública notarial, documento per se dotado de todas las garantías tanto en el orden continental como de su contenido. Empero, ello supondría aplicar otro régimen jurídico más flexible y más a tono con su naturaleza a la manifestación de voluntad del autor, que además no por esto, perdería la revocabilidad que como acto de última voluntad sui géneris, tiene la disposición, a la vez que no impediría en modo alguno que formara parte del contenido del testamento, como disposición de naturaleza atípica.

III. LOS ALBACEAS LITERARIOS

Hoy día parece de moda el término albacea literario, expresión que se utiliza para evocar a la persona a la que el autor le confía la protección de su patrimonio intelectual, esencialmente literario, manifestación del arte en el que de manera más común se emplea, con expresa legitimación para la defensa de la paternidad e integridad de la obra e incluso la divulgación de alguna obra inédita por el autor, si así este lo ha dispuesto. Se trata de un sujeto con legitimación ad hoc, si bien nada priva que el propio albacea designado por el testador para disponer todo lo relativo a la administración de la herencia, ejecución y entrega de legado, e incluso con facultades para partir y dividir el caudal hereditario, sea la misma persona a la que se le confía la protección del patrimonio intelectual post mortem auctoris, eso sí por conceptos diferentes.

La figura del albacea literario actúa con el sentido que el artículo 15.1 le atribuye al legitimado post mórtem para el ejercicio de las facultades de contenido moral o personal, incluso cuando se trate de los propios herederos. Obsérvese que no pueden confundirse a mi juicio ambas cualidades. De ahí que, cuando el legislador en su artículo 15.1 in fine, con carácter supletorio atribuye tal legitimación a los herederos, emplea el término heredero con un valor referencial, se trata de un legitimado per relationem, o sea, un sujeto legitimado post mortem auctoris para el ejercicio de las facultades de contenido personal, pero en razón de su condición de heredero, atribuida por el testador, o en su defecto, por el legislador (en el cuadro dispositivo de los órdenes sucesorios ab intestato), pero en modo alguno atribuida a título de herencia. Obsérvese que el propio legislador hace referencia a la legitimación por causa de muerte, que no es sinónimo de herencia. Según Martínez Espín los poderes o facultades atribuidos a tales sujetos permanecen fuera de la herencia22, a tal punto que la renuncia como heredero del sujeto legitimado para el ejercicio de tales facultades por expresa voluntad del testador, no le priva de investirse de la mencionada legitimación pues su estatuto jurídico es diferente. No obstante, como en el propio artículo 15.1 in fine, en defecto de persona legitimada ad hoc por el testador, compete el ejercicio de las facultades de contenido moral a los que fueron instituidos como herederos, si quien había sido instituido como tal, renuncia a la herencia, y con ello pierde la cualidad de heredero, quedaría impedido de ejercitar tal facultad, porque la designación supletoria, dispuesta ex lege, es per relationem, o sea, se hace por el legislador pero teniendo en cuenta la condición de heredero del sujeto, condición que le viene dada tras la aceptación de la delación ofrecida por la propia voluntad del testador o, supletoriamente, del legislador, pero no del TRLPI, sino del Código Civil al regular las normas sobre sucesiones hereditarias.

Tratándose más bien de una potestad que supone una verdadera función en el sujeto que la detenta, el legitimado por causa de muerte del autor, –coincido con Martínez Espín–, es un “(…) ejecutor de la última voluntad del autor”, cuya función es la “de asegurar un ejercicio correcto de esos derechos o facultades, respetuoso con el autor y su obra”23, de manera que no esté necesariamente mediatizado por la obra intelectual en razón de su rendimiento económico, al serle ajenas las facultades de contenido patrimonial. No obstante, si coincidiera en una misma persona el ejercicio de las facultades morales y la titularidad de las facultades de contenido económico o patrimonial, ello no transformaría el concepto por el cual le es atribuido ex voluntate o ex lege el ejercicio de tales facultades de contenido personal o moral, en tanto tal ejercicio tendría carácter personalísimo, de modo que no cabría su ejercicio por sus respectivos herederos, pues a falta de las personas a las cuales el testador confía la protección de su obra, corresponderá esta a los herederos designados por él en el testamento, o a los legales, en aplicación del carácter supletorio de la sucesión ab intestato (vide: art. 912 del Código Civil español). Hágase también la aclaración, siempre oportuna, que aunque el legislador español en el artículo 15.1 in fine del TRLPI no hace alusión a los legatarios, nada priva que en defecto de las personas designadas ad hoc como ejecutores o albaceas del patrimonio intelectual, sean estos los legitimados mortis causa, si ello resulta posible admitir dentro de la casuística testamentaria, en concreto a partir de la interpretación de las cláusulas del negocio testamentario.

Compete en esencia a estos albaceas, veladores de la obra intelectual del autor, determinar la divulgación de la obra, si así lo hubiere previsto.

IV. LA VOLUNTAS AUCTORIS: CLAVE EN EL EJERCICIO DE LA DIVULGACIÓN POST MóRTEM DE SUS OBRAS

Conforme con el artículo 4 del TRLPI de España “se entiende por divulgación de una obra toda expresión de la misma que, con el consentimiento del autor, la haga accesible por primera vez al público en cualquier forma; y por publicación, la divulgación que se realice mediante la puesta a disposición del público de un número de ejemplares de la obra que satisfaga razonablemente sus necesidades estimadas de acuerdo con la naturaleza y finalidad de la misma”, o sea, compete con exclusividad al autor determinar o no, si su obra se pone en conocimiento del público, solo él puede valorar si la obra está concluida, y en ello juega un rol significativo toda subjetividad del artista, los juicios estéticos que él haga e incluso sus valores y convicciones, que le permitan en un momento determinado decidir de qué manera quiere que sea divulgada su obra, a través de qué medios y a partir de cuándo. Para Lipszyc la divulgación “es la facultad del autor de decidir si dará a conocer su obra y en qué forma o si la mantendrá reservada en la esfera de su intimidad. También comprende el derecho a comunicar públicamente el contenido esencial de la obra o una descripción de esta”24. Cabe que en vida el autor, ya sea de forma expresa, o tácita, exteriorice su voluntad de divulgar la obra. Entiéndase la divulgación en ese acceso generalizado al público, de personas indeterminadas. No se considera que se haya ejercitado esta facultad, que se agota por el solo hecho de su ejercicio, cuando se da a conocer dentro de un recinto familiar, a un número preciso de familiares, allegados, amigos, o a modo de ensayo, o sea, la hecha en forma privada.

En conclusión, la divulgación es un hecho único e irreversible. Una vez producida, la obra queda divulgada para siempre y comienza su vida pública. Por eso, la divulgación requiere de una expresión o exteriorización, que se manifiesta en la comunicación material y física de la obra al público. Pero no basta con la comunicación a unas pocas personas, es necesario que la obra salga de la esfera íntima del autor de verdad y que llegue al conocimiento del público en general.

La decisión de divulgar, en principio le corresponde al autor, pero este puede confiar su divulgación a las personas que legitima para ello, o sea, los llamados albaceas literarios. La obra inédita en vida del autor, puede conocer la luz si este lo ha dispuesto de esta manera. Compete a los legitimados a tal fin, atenerse a las disposiciones del autor, contenidas en el testamento, aunque a mi juicio, repito, también en otro acto de última voluntad, de naturaleza no testamentaria25. Tales disposiciones no tienen por qué limitarse al ejercicio post mórtem por sus albaceas literarios de la divulgación de la obra hasta ese momento inédita, cabe también que el autor modalice dicho particular al disponer:

a) el momento a partir del cual autoriza la divulgación de su obra26;

b) los medios en que será divulgada la obra, o en sentido negativo, aquellos respecto de los cuales prohíbe su divulgación, así, v.gr., un dramaturgo puede determinar que su obra sea divulgada a través de una puesta en escena teatral, pero impedir a su vez que esta se publique formando parte de su obra literaria; un novelista puede autorizar la divulgación de su obra, a través de su publicación con determinada editorial, pero solo a través de esa editorial, de modo que si esta se resiste a publicarla, prefiere entonces que la obra se mantenga inédita.

El tema hoy lleva a un análisis más agudo. Los llamados albaceas literarios o legitimados por causa de muerte para el ejercicio de la facultad de divulgación, deben actuar con racionalidad. De ahí la fórmula que se utiliza en el Derecho francés del control judicial sobre el cumplimiento de las facultades atribuidas a tales albaceas literarios o ejercientes de la facultad de divulgación post mórtem. Tal intervención judicial se dirige precisamente al control de la ejecución de la voluntad del autor, previa su averiguación, y asimismo a suplir la decisión de los legitimados, si estos no existieren o fueren desconocidos, siempre siguiendo el mismo criterio.

V. EL PODER DEL INÉDITO

El derecho de inédito expresa el dominio total y absoluto que tiene el autor sobre su obra, durante el periodo anterior a la divulgación. Sostiene Di Marzio en la doctrina italiana que “La decisione di conservare inedita l’opera costituisce un atto intimo, incontrollabile ed incoercibile della volontà dell’autore; è in questo senso un vero diritto della personalità”27. La Ley reconoce al autor la facultad de divulgar, pero no le impone ninguna obligación; por lo que el autor puede decidir libremente entre divulgar la obra una vez creada, aplazar su divulgación o incluso no divulgarla nunca, imponiéndolo así. Como se ha dicho entre los autores italianos “se traduce en un raforzzamento del principio general di esclusiva disponibilità dell̒opera in capo al creatore”28. “El derecho de inédito implica que el autor no está obligado a divulgar su obra, pero, en este caso, el derecho de autor nacido desde el momento de la creación no tendrá mayor sentido que la satisfacción personal del autor, pues no habrá una explotación, onerosa o no, en la que se puedan ejercitar los derechos patrimoniales ni un conocimiento por el público en el que pueda hacer valer el ejercicio de derechos tanto morales como patrimoniales”29.

¿Qué pasa cuando la voluntad del autor no es conocida? Si el autor no expresó su voluntad respecto del ejercicio de las facultades de divulgación, la situación tiende a resultar verdaderamente compleja. Si esto es cierto en una determinada medida para la facultad de divulgación, lo es igualmente en el caso de la defensa de la paternidad y de la integridad de la obra. En sede de divulgación el problema de mayor enjundia es el relativo al acceso al público de las obras de los autores. En principio, debería evitarse poner cotos a que la sociedad tenga acceso a las obras, cuyo autor haya fallecido. En tal sentido va el espíritu del artículo L 121-3 de la Ley francesa sobre derecho de autor y de la jurisprudencia de este país, o sea, más bien a permitir una amplia difusión. Incluso en el plano teórico se habla de una presunción de voluntad de divulgación, sobre la base de que el autor desea ver difundida sus obras y que hubiera expresado su voluntad inversa, si no hubiera sido el caso. En este orden, si se quiere favorecer el acceso a las obras por parte del público, esta tesis de la voluntad hipotética, no hace sino compeler a los autores a que expresen una voluntad clara y diáfana de no divulgar su obra en vida, pues de lo contrario se entenderá en sentido positivo, o sea, de admitir su divulgación post mórtem.

Posición esta que puede ser también objetada, en el sentido de que la facultad de divulgación ha de ser ejercida por el autor en vida, y si no lo hizo y nada dispuso al respecto, cabría entender entonces su aferramiento al inédito, voluntad implícita en su actuar que debería ser acatada por sus albaceas literarios. No obstante, la historia demuestra que no siempre ha sido así y digamos que “gracias” al irrespeto a la última voluntad de un autor como Frankz Kafka, de su amigo y también escritor Max Brod, hoy la sociedad ha podido conocer obras como El proceso30. No obstante, con razón se aduce que es necesario un control judicial de la labor de los albaceas literarios, más que para actuaciones como la de Max Brod, para aquellas en la que se niega abusivamente la posibilidad de divulgar obras de alto valor para la sociedad, en casos en los que verdaderamente se configuraría un supuesto de ejercicio abusivo del derecho (consagrado, por ejemplo en el Código Civil cubano en el artículo 4 y en el Código Civil español en el artículo 7.2), con las consecuencias que en el ordenamiento jurídico el ejercicio abusivo del derecho, comporta. Así, y solo a modo de ejemplo, María Kodama, viuda de Jorge Luis Borges, bloqueó la reedición de las obras de este autor en la editorial Gallimard. En tanto la académica Carol Shloss demandó al nieto de James Joyce por su política restrictiva respecto de los escritos del autor del Ulises.

Según nos da a conocer Silvina Freira en un interesante artículo publicado en internet, la académica norteamericana Carol Shloss demandó a Stephen, nieto y único heredero del autor del Ulises, por restringir duramente la posibilidad de citar los escritos de su abuelo y por destruir cartas de su tía Lucía que podían haber sido de suma importancia para los estudiosos de la obra de Joyce. Kodama bloqueó la reedición de las obras completas en la prestigiosa editorial francesa Gallimard porque habría descubierto errores, aunque no precisó cuáles. Pero además exigió que fuera excluido el editor Jean-Pierre Bernès, elegido de común acuerdo entre la editorial y el autor de El aleph, y le reclama derechos sobre los 20 casetes que Bernès grabó durante sus encuentros con Borges, entre enero y junio de 1986. La coincidencia temporal de estas disputas dispara un debate de fondo sobre el modo en que utilizan los derechos de autor sus herederos o albaceas literarios. ¿Son los jueces últimos que deciden qué material entregar o no? ¿Abusan de sus poderes? ¿Hasta qué punto es válido esgrimir el “derecho a la intimidad” y vetar el acceso de lectores e investigadores cuando esos documentos pueden ser de interés público?

La propia autora del artículo se formula innumerables preguntas que hacen despertar el interés jurídico “¿Qué opinarían Borges y Joyce de que se publicarán sus textos inéditos? ¿Siempre hay que respetar la última voluntad de un escritor? El propio Borges, refiriéndose al caso de Kafka (que le había prohibido a Max Brod la publicación de sus obras), señaló: ‘A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo’. ¿Por qué Borges califica este hecho como ‘inteligente desobediencia’? La explicación aparece en una nota sobre Virgilio: ‘Ya inmediata la muerte, Virgilio encomendó a sus amigos la destrucción de su inconclusa Eneida, que no sin misterio cesa con las palabras Fugit indignata sub umbras. Los amigos desobedecieron, lo mismo haría Max Brod. En ambos casos acataron la voluntad secreta del muerto. Si este hubiera querido destruir su obra, lo habría hecho personalmente; encargó a otros que lo hicieran para desligarse de una responsabilidad, no para que ejecutaran su orden’”31.

En otro orden, no menos discutido, la doctrina científica se pregunta sobre cómo proteger la última voluntad de un escritor que ha exteriorizado en vida su decisión de mantener la obra inédita aún después de muerto. ¿Qué consecuencias jurídicas traería el hecho de que sus ejecutores, como en el caso de Kafka, desobedecieran tal voluntad? Para la profesora Castilla BareaEl problema estriba, (…), en que si los sucesores deciden divulgar en contra del criterio expresado por el autor, tal conducta no tiene censura legal alguna, no genera mecanismo alguno de responsabilidad, por lo que se convierte en un acto más o menos impune. Y, por otro lado, al ser esta decisión de divulgar seguramente más favorable a los fines que persigue el artículo 44 C.E., ¿quién va a poner freno a esta actitud de los sucesores del autor? Únicamente, en su caso, aquellas personas distintas de los anteriores que sucedan en los derechos de explotación y aún esto es discutible”32.

VI. SOBREVIVENCIA E INTENSIDAD DE LAS FACULTADES DE CONTENIDO MORAL O PERSONAL, CON EL TIEMPO

El ejercicio de lo que en otros contextos como el francés se denomina derecho moral post mórtem plantea diferentes dificultades, desnaturalizado, sometido a la sola voluntad presunta de un autor fallecido, los objetivos a los cuales él sirve, tienden a perder su legitimidad. La explicación de este fenómeno reside en el fundamento del derecho moral, vinculado inexorablemente al sello personalista de la obra, o sea, a la conexidad del autor con su obra porque el fallecimiento de este último, no alcanza solamente la organización interna o el ejercicio del derecho moral post mórtem, sino que también pone en cuestionamiento su propia existencia.

La obra es considerada como el reflejo de la personalidad del autor, personalidad que sobrevive, mientras que la obra misma, sobrevive. El derecho moral protege no tanto la personalidad del autor en tanto hombre, o en tanto artista en general, sino la personalidad del autor, en tanto que ella se expresa en una obra determinada. Es así que la relación del autor con la obra es protegida. Mientras que la obra existe, no es necesario proteger la personalidad del autor que la impregna.

En la medida que más pase el tiempo, y más se distiende el vínculo entre el autor, y los que a su muerte tienen a su favor la legitimación de la facultad de divulgación de la obra, más riesgos sobrevendrán de que los sujetos legitimados ejerzan esta facultad, ya no en el respecto a la voluntad del autor, sino conforme con sus propios intereses, en ocasiones mezquinos. En la medida en que transcurre el tiempo hay más posibilidad de que se manejen criterios sobre el carácter sospechoso de la conducta de los legitimados por causa de muerte, a quienes en definitiva les fue confiado el ejercicio de las facultades de contenido moral.

1. Duración de los derechos

Mientras las facultades morales de integridad y de reconocimiento de la paternidad de la obra tienen vocación de perpetuidad, no sucede así con la facultad de divulgación. En efecto, el artículo 27.2 del TRLPI establece un límite temporal a su ejercicio post mortem auctoris. El precepto que se refiere a las obras póstumas aunque expresamente no aluda a ello establece que: “Los derechos de explotación de las obras que no hayan sido divulgadas lícitamente durarán setenta años desde la creación de estas, cuando el plazo de protección no sea computado a partir de la muerte o declaración de fallecimiento del autor o autores”.

El análisis de tal precepto merece sin dudas una acotación de corte histórico. El artículo 26 de la Ley de Propiedad intelectual en su prístina redacción de 1987 partía como expresa el profesor Yzquierdo Tolsada de que la divulgación de la obra había operado en vida del autor. En el peculiar caso de las obras póstumas el plazo era diferente. Si en vida no se había publicado la obra, los legitimados mortis causa, o albaceas literarios, según los dictados de la voluntad del autor, disponían de hasta sesenta años, contados a partir de la muerte del autor, para decidir sobre la publicación de dicha obra, y, una vez publicada esta dentro de ese plazo, disponían de otros sesenta, a contar desde la divulgación, como duración de los derechos de explotación. Con ello se trataba de estimular que la obra fuera puesta a disposición del público, pero en un tiempo verdaderamente muy prolongado. A tal punto que como expone el profesor Yzquierdo Tolsada “la no divulgación en vida de la obra provocaba la apertura de un larguísimo plazo de sesenta años para que decidieran o no divulgar los legitimados para hacerlo, y si lo decidían muy al final de ese plazo, nacían otros sesenta años para gozar del monopolio de explotación. En fin, podía ocurrir que la obra no entrara en el dominio público hasta casi ciento veinte años después de la muerte del autor”33.

Fue precisamente esa posición privilegiada de la que gozaban las obras póstumas, que no existía en el Convenio de Berna, en su artículo 7, con la que quiso acabar la Directiva 93, de duración, en cuyo artículo 1 se establece la regla general de la vida del autor y setenta años más, con independencia de la fecha en que los legitimados mortis causa hayan decidido ejercitar la facultad de divulgación de la obra. Este es el sentido que se le impregna al artículo 27.2 del TRLPI, o sea, que los setenta años de protección post mortem auctoris discurren con independencia de que se ejercite o no la facultad de divulgación de la obra, de manera que, si los albaceas literarios determinan veinte años después del fallecimiento del autor, su publicación, entonces solo le restarían por discurrir cincuenta años para el ejercicio, por sus titulares, de los derechos de explotación económica de la obra póstuma, ya divulgada.

No obstante, la situación en el panorama español es interesante en este orden por cuestiones de Derecho transitorio. Así, la Disposición adicional 1ª de la Ley 95, de incorporación, al remitirse a la Ley de Propiedad intelectual de 1987, mantiene los plazos de la Ley de 1879, un efecto que hoy regula la Disposición Transitoria Cuarta del TRLPI, a cuyo tenor se dispone que “Los derechos de explotación de las obras creadas por autores fallecidos antes del 7 de diciembre de 1987 tendrán la duración prevista en la Ley de 10 de enero de 1879 sobre Propiedad Intelectual”, razón por la cual en la actualidad hay tres regímenes diferentes respecto de las obras póstumas, resumidos por el profesor Yzquierdo Tolsada, a saber:

1. El de duración de ochenta años, contados desde la muerte del autor, en el caso de las obras póstumas, creadas por un autor fallecido antes del 7 de diciembre de 1987.

2. El de duración de sesenta años, contados desde la muerte, para divulgar la obra, y sesenta años más de duración de los derechos, a contar desde la divulgación, para las obras póstumas, cuyo autor falleció entre el 7 de diciembre de 1987 y el 1 de julio de 199534.

3. El de duración de hasta setenta años, contados desde el 1 de enero del año siguiente al fallecimiento o declaración de fallecimiento, para las obras póstumas de autores fallecidos después del 1 de julio de 199535.

VII. DERECHO MORAL SOBRE UNA OBRA EN DOMINIO PÚBLICO

La conciliación entre las facultades de contenido moral de un autor fallecido y la libertad de expresión reconocida por el artículo 11 de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano debería hacerse para el beneficio de esta última. El derecho moral debe estar al servicio de la colectividad y no puede devenir por su utilización en un freno de la libre utilización de las obras por el público que no tiene vocación a la eternidad. El derecho al respeto y a la integridad de la obra deberá ejercerse de manera moderada en un espíritu de sometimiento a la libertad del dominio público. De este modo parece plausible que la voluntad de un autor fallecido ceda ante el interés de la sociedad de acceder y explotar las obras de dominio público, lo cual no deja de ser sin dudas un verdadero dédalo jurídico.

Los defensores del derecho moral perpetuo reconocen la importancia de una justa articulación de este con la libertad del dominio público. El derecho moral no debe devenir en espada de Damocles para el mundo de las artes. No podemos negar la prevalencia del interés del público en general de acceder a las obras de los autores.

Una de las problemáticas que plantea del derecho de divulgación post mórtem está ligada al agotamiento de este derecho. En las obras póstumas, la divulgación opera necesariamente después de la muerte del autor. El interés del público, como ya he explicado, de acceder a las obra justifica, al menos teóricamente, la puesta en práctica de una presunción de divulgación. Las obras del espíritu tienen una vocación general a la publicación, estas se objetivizan y salen del campo de la soberanía absoluta para adquirir un valor objetivo para la cultura. Argumentos a contrario anotan que por ejemplo los papeles íntimos, las cartas y los cuadernos y las obras inconclusas no tienen una vocación general para la divulgación. Se rechaza así el interés colectivo que se juzga de artificial y que se invoca con buenas intenciones, pero en realidad se oculta con ello la avidez cultural y comercial, no solo de los legitimados mortis causa, ya coincidan estos con los herederos o legatarios o no, sino también de las editoriales. En algunos casos afanados por explotar las obras, incluso las inéditas, y en otros, porque entre la censura y la intromisión ilegítima en la obra del autor, ejercitan el derecho de modificación o transformación de la obra, quizás incluso sin proponérselos, a lo cual en principio no están legitimados, salvo, a mi juicio que el propio autor expresamente –cuestión bastante poco probable–, también lo hubiera confiado, todo ello con el pretexto de evitar descubrir el velo que cubre la imagen del autor36.

La protección post mortem auctoris de este modo está en continua tensión con el derecho de acceso a la cultura que preconiza el artículo 44 de la Constitución española. Según el sentido literal del apartado 1 de este precepto constitucional: “Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”.

En razón del artículo 44 de la Constitución, el artículo 40 del TRLPI responde a la tutela de este derecho, lo cual cobra una especial sustantividad en las obras póstumas. En tales circunstancias si los legitimados mortis causa para el ejercicio de las facultades de contenido personal o moral se negaren a la publicación de una obra, siempre y cuando el autor causante, no se hubiera expresado en tal sentido, las comunidades autónomas, las corporaciones locales, las instituciones públicas de carácter cultural o cualquier persona con interés legítimo podrían dirigirse al juez a los efectos de interesar la declaración de ejercicio preceptivo del derecho de divulgación de una obra, pretensión que tendrá éxito cuando el juez competente determine que la no divulgación de la obra conculca el derecho de acceso a la cultura reconocido ex artículo 44 de la Constitución. Y como apunta Minero Alejandre apoyada en Caramés Puentes “Ciertamente, este precepto no podría interpretarse de manera tan amplia que supusiera, en términos prácticos, la negación del derecho de inédito del autor, de manera que se pudiera acudir al juez siempre que, tras el fallecimiento del autor, no se diera a conocer la obra no publicada de este. Hay que hacer un distingo entre aquellos supuestos en los que el autor se hubiera opuesto en vida a la divulgación de su obra, la hubiere destruido o no, y aquel caso en el que el autor no se manifestó mientras vivía ni a favor ni en contra de la divulgación. Es en este segundo supuesto donde la determinación de no divulgar tomada por la persona designada para ello por el autor o, a falta de este, por sus herederos, va a poder corregirse por un juez, tras una ponderación con el interés supraindividual del acceso a la cultura. En definitiva, esta disposición legal significa que la facultad de no divulgar en manos de la persona designada por el autor o de los herederos de ese autor no es absoluta y debe orientarse a la mayor consecución del interés público en el acceso a la cultura, frente a una negativa que no es ejercicio de una voluntad de no divulgar declarada expresamente por el autor”37.

Con similar impronta se pronuncia Bouloc, cuando expresa que “El derecho al respeto y a la integridad de la obra debe ejercerse de manera moderada, en un espíritu de sometimiento a la libertad del dominio público, nos parece en efecto más benéfico que la voluntad de un autor fallecido ceda ante las voluntades del público de acceder y de explotar a las obras nacionales del dominio público”38. También en la doctrina francesa Frédéric Pollaud-Dulian expresa que “la seule justification à la limitation de la protection dans le temps est l’existence d’un intérêt supérieur à celui de l’auteur: celui de la communauté à un libre accès aux oeuvres au-delà d’une période assurant la juste rémunération du créateur”39. Incluso defendiendo la convergencia entre las voluntades reales o supuestas del autor y el futuro de su obra, no podemos negar la prevalencia en la materia de una libertad para el público de acceder a las obras de los autores, de permitir a las obras convertirse en un bien común.

Por su parte Caramés Puentes en los comentarios a la Ley de Propiedad intelectual resulta bastante crítico con el postulado que enuncia el artículo 40, a su juicio este limita el ejercicio de la facultad de divulgación “en términos tales que la fórmula escogida por el legislador es poco clara en su alcance y no muy afortunada en el criterio y sistema seguido, supuesto el reconocimiento del derecho de divulgación, su persistencia post mortem y la posibilidad de atribución a determinadas personas por parte del autor”40. En tal sentido sostiene que, a diferencia del sistema francés, el legislador español no se afana por respetar la voluntad del autor, sino en proteger a ultranza el interés social conforme con el artículo 44.1 de la Constitución, lo que se refuerza con el rótulo empleado en el TRLPI, a saber: “Tutela del derecho al acceso a la cultura”, con lo cual como dice Caramés Puentes “deja clara cual es la finalidad pretendida con el mismo y el criterio que inspira el límite que el precepto establece”41.

El artículo 40 del TRLPI ha de ser interpretado moderadamente. El propio autor citado ut supra señala que “Lo que el precepto significa es que la facultad de no divulgar en manos de los derechohabientes no es absoluta y debe orientarse a la consecución del interés público en el acceso a la cultura y a la ciencia, que prevalece ante conductas de aquellos que no merezcan amparo”42. En tales circunstancias no debieran estar protegidas las actitudes antojadizas de los albaceas literarios de no divulgar una obra, sustentadas en cuestiones totalmente ajenas a la memoria o a la voluntad –no exteriorizada–, del autor fallecido, lo cual debe ceder ante el bien general de acceso a la cultura o la ciencia. De ahí la posibilidad de aplicación del artículo 7.2 del Código Civil español, regulador de la reprensión del ejercicio abusivo de un derecho, con apoyo en el artículo 44 de la Constitución. No sería así, en el caso en que la no divulgación de la obra se sustente en el respeto de la personalidad pretérita del autor, o cuando este hubiera expresado su voluntad de no divulgación, supuesto en el cual no le es dable al juez establecer las cautelas a que hace referencia el artículo 40 del TRLPI. Como expone Caramés Puentes, en estas condiciones no es dable solicitar y obtener la divulgación al amparo de este último precepto legal, “porque en tal caso no faltaría un interés legítimo, siendo el principio general la soberanía del autor y la atribución privada de la facultad de divulgación post mórtem que la ley expresa con el término ‘confiar’. Incluso cabría entender que en ese supuesto estaríamos ante un acto de ejercicio de su derecho realizado en vida por el autor. Y en todo caso, la caducidad de la facultad de divulgación tras la muerte del autor ya ampara el interés público”43.

En esta indicada tensión entre el interés particular y el interés cultural general, debe buscarse un justo equilibrio. Se ha argumentado con razón “que la voluntad del autor de no divulgar prevaleció durante toda su vida sobre cualquier otra consideración, pero que es razonable que los intereses culturales primen sobre los que tienen los causahabientes del autor fallecido a mantener inédita la obra”44. No obstante, no hay verdades absolutas en este orden, pues el derecho de acceso a la cultura, tampoco puede obnubilar el poder del inédito del autor. Una interpretación excesivamente favorable a favor de aquel pudiera ser entendida como un atisbo de expropiación legal de facultades cuya legitimación la propia ley habilita a favor de las personas en las que confíe el autor.

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*El Derecho está del lado de los que sufren, gimen y esperan. No está, no puede estar, con los que calculan y con los que atesoran”. (Albert Camus).

** Notario y profesor titular de Derecho Civil en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana.

1 A lo largo de la historia de la literatura, cada vez son más las obras del espíritu, que han sido divulgadas a través de su publicación, de autores ya fallecidos. A modo de ejemplo, basta citar: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, de Stieg Larsonn, El proceso, de Frankz Kafka, El diario de Ana Frank, de Ana Frank, París era una fiesta, de Ernest Hemingway, Hacia la fundación, de Isaac Asimov, El príncipe, de Maquiavelo, El faro del fin del mundo, de Julio Verne, Persuasión, de Jane Austin, El hombre del revólver de oro, de Ian Fleming, Una muerte en la familia, de James Agee, El primer hombre, de Albert Camus, La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, El tercer policía, de Flann O’Brien, Suite francesa, de Irène Némirovsky, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, El maestro y Margarita, de Mikhail Bulgakov, El último magnate, de Scott Fitzgerald, 2666, de Roberto Bolaño, entre otras.

2 Vide: ROGEL VIDE, Carlos. “Capítulo 4”. En: Manual de Derecho de autor (en coautoría con Eduardo Serrano Gómez, Fundación Aisge, Reus, Madrid, 2008, p. 36.

3 Apunta LYPSZYC, Delia. Derecho de autor y derechos conexos. Tomo I, Ediciones Unesco, Cerlac, Zavalía, y Editorial Félix Varela, La Habana, 1998, p. 163, que a los acreedores del autor le está vedado el embargo del manuscrito de cualquier de sus obras inéditas, o el embargo del derecho de explotación en sentido general, o la explotación de una obra concreta en una forma distinta a la autorizada por él, porque con ello se violaría el derecho moral de divulgación, lo que sí que resulta posible es el embargo de los frutos producidos por el derecho de explotación que el autor ya ha ejercido.

4 DEBOIS cit. pos ESPÍN PASCUAL, Martín. “Comentarios al artículo 14”. En: Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual. Rodrigo Bercovitz Rodríguez-Cano (coordinador), 2ª edición, Tecnos, Madrid, 1997, pp. 219-220.

5 ESPÍN PASCUAL, M. “Comentarios…”. Ob. cit., p. 221.

6 Como expresa De Cupis, el positivo ejercicio de ese derecho constituye un estadio preliminar e instrumental respecto de la utilización económica de la obra, de modo que su carencia tendría paralizado el derecho a la concreta utilización económica de la obra misma. Vide: DE CUPIS, Adriano. Il Diritto de Famiglia. Cedam, Padova, 1987, p. 314.

7 Ante la ausencia de una definición de personalidad del autor, propone CASTÁN PÉREZ-GÓMEZ, Antonio. “Dominio público, derecho moral y derecho a la personalidad pretérita”. En: La duración de la propiedad intelectual y las obras de dominio público. Carlos Rogel Vide (coordinador), Reus, Aisge, Madrid, 2005, pp. 224-225, “una suerte de definición” a cuyo tenor entiende “el conjunto de valores espirituales inherentes a una obra intelectual y que se asocian al propio autor de la misma. Dicho de otro modo, el conjunto de valores con los que se identifica a un autor a partir de sus propias obras”. Para ello señala tres elementos significativos: los valores, por referirse a la esfera espiritual del autor, la inherencia a una obra intelectual porque tales valores han de estar reflejados de alguna manera en la obra misma, y su asociación o identificación con el autor, porque es necesario ese vínculo o nexo entre la obra y el autor.

8 COCTEAU, Jean. cit. pos BOULOC, Camille. “L’exercice du droit moral après la mort de l’auteur”, Mémoire de fin d’études du M2 Droit de la Communication 2012 - 2013, sous la direction du Professeur Jerôme Passa, Université Panthéon - Assas (Paris II), en: <https://docassas.u-paris2.fr/.../ac6b7b8d-d860-4f6c-a4b4-f2ff7f2c9f1e>, consultado el 27 de febrero de 2014, p. 27.

9 BOULOC, C. “L’exercice du droit moral…”. Ob. cit., p. 30.

10 Ibídem, p. 28.

11 DESBOIS. cit. pos BOULOC, C. “L’exercice du droit moral…”. Ob. cit., p. 29.

12 Así GAUTIER, Pierre-Yves. Ob. cit. pos BOULOC, C. “L’exercice du droit moral…”. Ob. cit., p. 29.

13 Entre ellos, LUCAS, André. Ob. cit. pos BOULOC, C. “L’exercice du droit moral…”. Ob. cit., p. 29.

14 CA Paris, 9 juin 1964: JCP G 1965, II, 14172, referenciada por BOULOC, C., “L’exercice du droit moral…”. Ob. cit., p. 30.

15 MARTÍNEZ ESPÍN, P. “Comentarios al artículo 15”. En: Comentarios…. Ob. cit., p. 253.

16 Ibídem, p. 254.

17 A juicio de Rogel Vide, “La Ley de propiedad intelectual (…), habla de ‘disposición de última voluntad’ y no de ‘testamento’ por una razón muy sencilla. Siendo, la Ley, de aplicación en todo el territorio del Reino de España y coexistiendo, en dicho Reino, una pluralidad de regímenes jurídico-civiles, es posible pensar en disposiciones de última voluntad que, no estando contenidas en testamentos –piénsese, por ejemplo, en los codicilos catalanes–, sirvan para establecer la legitimación dicha. Ello al margen de otros documentos –cual las capitulaciones matrimoniales– en los que pudiera establecerse, llegado el caso y si ello se admitiera, tal legitimación”. El criterio del autor es que la Ley no se circunscribe al testamento, de ahí que no utilice expresamente el término de testamento, sino el de acto de última voluntad. Tesis con la que coincido. Vide: ROGEL VIDE, Carlos. Estudios completos de propiedad intelectual. Volumen 3, Reus, Aisge, Madrid, 2007, pp. 95-96.

18 Giampicolo al hacer un inventario de aquellas disposiciones atípicas, previstas expresamente en la ley, incluye la publicación post mórtem de la obra del ingenio, al amparo del artículo 24 de la Ley autoral italiana de 24 de abril de 1941. Vide: GIAMPICCOLO, Giorgio. Il contenuto atipico del testamento. Contributo ad una teoria dell̒atto di ultima volotà. Giuffreè editore, Milano, 1954, p. 15. En la doctrina española hace un estudio de esta disposición como parte del contenido atípico del testamento, ÁLVAREZ LATA, Natalia. “Algunas cuestiones sobre el contenido atípico del testamento”. En: Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña. Nº 6, 2002, pp. 126-128.

19 CARAMÉS PUENTES, Jorge. “Comentarios al artículo 40”. En Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual. Rodrigo Bercovitz Rodríguez-Cano (coordinador), 2ª edición, Tecnos, Madrid, 1997, p. 686. Sostiene Castilla Barea que “(…) estamos ante derechos que no tienen por qué seguir el régimen propio de la transmisión hereditaria quedando fuera de la herencia (art. 15 TRLPI)”. Vide: CASTILLA BAREA, Margarita. “Notas sobre los derechos del compositor de la letra y música flamencas: sus derechos morales y patrimoniales y la tensión entre ellos. Ejercicio de los derechos después de la muerte del autor”. En: El flamenco y los derechos de autor, bajo su coordinación, Reus, Madrid, 2010, p. 99.

En el Derecho italiano, algo similar sucede. En efecto, el artículo 20 de la ley de derecho de autor de Italia, legitima a ciertos parientes del autor para que ejerzan las facultades de defensa a la integridad y la paternidad de la obra, siguiendo un orden preestablecido por el legislador y que ha llevado a la jurisprudencia a decir que. “I così detti diritti morali d’autore, contemplati nell’art. 20 della legge speciale […] competono ai figli dell’autore (ed agli altri congiunti superstiti, nell’ordine indicato nell’art. 23) iure proprio, dopo la morte di lui, non iure hereditario, giacché, con la morte del soggetto, si estingue ogni suo diritto della personalità” (Trib. Milano 17.10.1963, DA, 1964, 55), referenciada por DI MARZIO, Mauro. “Tutela post mórtem del diritto morales d’autore”. En: <http://www.personaedanno.it/diritto-morale-d-autore/tutela-post-mortem-del-diritto-morale-d-autore-mauro-di-marzio>, consultado el 27 de febrero de 2014. Sin embargo, el tratamiento que ofrece en este orden el legislador italiano es diferenciado para la facultad de divulgación. Si bien existe una legitimación familiar para el ejercicio post mortem auctoris del resto de las facultades de contenido personal o moral, para la concreta de divulgación, el legislador conecta su ejercicio con la condición de heredero o legatario, salvo que el autor hubiera prohibido publicar la obra o hubiera confiado su ejercicio a otras personas. Así, dispone el artículo 24 que: “Il diritto di pubblicare le opere inedite spetta agli eredi dell’autore o ai legatari delle opere stese, salvo che l’autore abbia espressamente vietata la pubblica-zione, o la abbia affidata ad altri” (art. 24, 1° co., l.).

20 En este sentido se distingue de la tuición que ofrece el legislador cubano en el artículo 18 de la Ley Nº 14/1977 de derecho de autor que al regular las obras póstumas, se limita a tutelar el derecho que al efecto tienen los herederos, sin precisar, ni diferenciar, las facultades de contenido moral o personal, de las de contenido patrimonial, y en consecuencia, tampoco ofrece un tratamiento legal distinto a los supuestos de transmisión mortis causa de las facultades de contenido patrimonial, de aquellos en los que opera una legitimación mortis causa de las personas designadas por el autor en vida, a los fines de la protección a la integridad y paternidad de la obra, y de la facultad de divulgación de las obras inéditas. El legislador se limita a atribuir el derecho de autor in totum. La duración del ejercicio de tales facultades se hace coincidir según el dictado del artículo 18 con el periodo de vigencia que establece la ley, que a tenor del artículo 43 de dicha ley (conforme la modificación introducida por el Decreto-Ley Nº 156/1994) comprende la vida del autor y cincuenta años post mortem auctoris.

21 ÁLVAREZ LATA, Natalia. “Algunas cuestiones sobre el…”. Ob. cit., p. 127.

22 MARTÍNEZ ESPÍN, C. “Comentarios al artículo 15”. En: Comentarios…. Ob. cit., p. 255.

23 Ídem.

24 LIPSZYC, D. Derecho de autor…. Ob. cit., p. 160.

25 Así, ÁLVAREZ LATA, N. “Algunas cuestiones sobre el…”. Ob. cit., pp. 127-128, parece circunscribirla al negocio testamentario, como una disposición de naturaleza atípica.

26 Por ejemplo, una de las grandes noticias recientes en el mundo literario ha sido el rumor de que próximamente se publicarán obras desconocidas de Salinger, aquel escritor estadounidense que se hizo conocido por su novela El guardián entre el centeno. Salinger capturó las mentes de incontables adolescentes, que veían algo de sí mismos, aunque fuera mínimo, en la perspectiva del protagonista, Holden Caulfield. Según un documental y un libro que aparecerán en breve (ambos titulados Salinger), el autor dejó instrucciones en su testamento para que se publicaran ciertas obras suyas a partir de 2015. Estas serían varios relatos, una novela y una novela corta, además de un libro relacionado con la filosofía hinduista vedanta, en la que siempre estuvo muy interesado.

Por otra parte, el documental y el libro mencionados (ambos compañeros), ofrecerán información muy reveladora acerca de la vida de este escritor, que siempre fue muy celoso de su intimidad. Vide: <file:///I:/Jornada%20sobre%20propiedad%20intelectual/Obras%20p%C3%B3stumas%20%20%20Lecturalia%20Blog.htm>, consultada el 28 de febrero de 2014.

27 DI MARZIO, M. “Tutela post mortem…”. Ob. cit.

28 Vide: CUNEGATTI, Beatrice e DI COCCO, Claudio. “Introduzione al diritto d’autore nell’information society”. En: <www.estig.ipbeja.pt/~ac_direito/dais.pdf>, consultada el 25 de febrero de 2014, p. 8.

29 Vide: MINERO ALEJANDRE, Gemma. “Aproximación jurídica al concepto de derecho de autor. Intento de calificación como libertad de producción artística y científica o como derecho de propiedad”. En: Dilemata. Nº 12, año 5, 2013, p. 228.

30 En efecto, Kafka y Max Brod se conocieron en 1902. Compartieron aficiones, inquietudes literarias y filosóficas. Juntos, realizaron viajes, excursiones, largas caminatas. Brod, en su calidad de amigo íntimo y confidente (durante 22 años), sin duda, valoró en mayor medida que ningún otro intelectual del Círculo de Escritores de Praga, la compleja y peculiarísima personalidad de Kafka.

Obviamente, poseía también información “de primera mano” respecto a los motivos que impedían a su amigo Franz dedicarse en exclusiva a escribir; le proporcionaba consejo y estímulo a fin de fortalecer su ánimo, y le complacían, como si de éxitos personales se tratara, los relatos breves y artículos que Kafka llegó a publicar en Hyperion y Arkadia (prestigiosas revistas literarias de la época) y en el diario praguense Bohemia.

Max Brod, amigo fiel, honesto intelectual y, por añadidura, escritor y crítico literario: ¿quién podía ser la persona más idónea para cumplir al pie de la letra sus últimas e importantes instrucciones?

Querido Max: quizás esta vez no vuelva a levantarme; tras el mes de fiebre pulmonar, es bastante probable la aparición de una neumonía, y aun cuando escribir esto ejerza cierto poder, no podrá ahuyentarla. Así, pues, por si acaso, esta es mi última voluntad respecto a todo lo que he escrito.

De todos mis escritos, los únicos válidos son Condena, Fogonero, Metamorfosis, Colonia penitenciaria, Médico rural y el relato Artista del hambre. (Las pocas copias de Meditación pueden conservarse, no quiero dar a nadie la molestia de destruirlas, pero no debe reimprimirse nada de ellas). Cuando digo que esos cinco libros y el relato son válidos, no quiero decir que deseo su reimpresión y transmisión al futuro; al contrario, mi auténtico deseo sería que desapareciesen por completo. Pero ya que está ahí, no impido a nadie que las conserve, si así quiere hacerlo.

Todo lo demás que he escrito (en publicaciones, artículos, manuscritos o cartas), debe, sin excepción, en la medida en que pueda conseguirse o recobrarse de los destinatarios (…) debe quemarse, sin excepción, y sin leerlo, preferentemente (no voy a prohibirte que lo examines, aunque preferiría que no lo hicieses, pero en todo caso, nadie más debe verlo).

Te pido que lo quemes todo lo antes posible.

Franz.

Max Brod se encontró ante una abrumadora cantidad de folios repletos de la letra pequeña, casi ilegible, de su amigo, escritos al dictado de su compulsiva creatividad. Al margen de la ímproba tarea que –por propia voluntad y haciendo honor al respeto y admiración que le inspiraba la obra de su amigo– Max Brod debió de enfrentarse, sin duda, a un grave problema de conciencia: ¿traicionaría una amistad que les vinculó durante más de veinte años, ignorando el postrer deseo –casi un ruego– que Kafka le había transmitido de puño y letra?

Incuestionablemente, Brod se atuvo al valor intrínseco de los manuscritos que había examinado con paciencia y tesón; persuadido de su trascendental importancia, asumiría luego la enorme responsabilidad moral de publicarlos. Tomado de <http://teixido.wordpress.com/2012/06/17/el-albacea-renuente/>, consultado el 2 de marzo de 2014.

31 Vide: FREIRA, Silvina. “Literatura. UN debate sobre el modo en que los herederos y/o albaceas utilizan los derechos de autor ¿La última voluntad de los escritores?”. En <http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-3507-2006-08-20.html>, consultado el 27 de febrero de 2014.

32 Vide: CASTILLA BAREA, M. “Notas sobre los derechos del…”. Ob. cit., p. 103.

33 Vide: YZQUIERDO TOLSADA, Mariano. “La duración del derecho de autor”. En: La duración de la propiedad intelectual y las obras de dominio público. Carlos Rogel Vide (coordinador), Reus, Aisge, Madrid, 2005, p. 56.

34 No deja de ser interesante la interpretación que al efecto hace Arias Maíz, en el sentido de matizar la aplicación del artículo 10 de la Directiva 93, de Duración (y según la propia Ley 95 de Incorporación). Según expresa el autor, la Directiva 93 prevé únicamente dejar a salvo aquellos plazos que, encontrándose en transcurso a la fecha de 1 de julio de 1995, sean superior al correspondiente según lo previsto en la propia directiva. Y es que el plazo que establece el artículo 27.1 de la Ley de Propiedad intelectual de 1987 no es necesariamente más largo, si a. e., la obra póstuma se divulga antes de los diez años del fallecimiento del autor, en tanto que los sesenta años que concede la Ley de Propiedad intelectual es inferior a los que hoy regula el artículo 27.2 del TRLPI. El citado autor propone entonces una interpretación teleológica de tal disposición, o sea, teniendo en cuenta que el fin de la norma es el respeto a los derechos adquiridos, de manera que su interpretación ha de hacerse bajo el criterio del favor domino. De ello se colige, que solo deberán respetarse aquellos plazos que fueren superiores en cada caso concreto, de modo que para los obras póstumas, debería ser de aplicación el plazo que prevé la Ley de Propiedad intelectual de 1987, únicamente cuando dicho plazo en un caso ad hoc resulte más largo que el de sesenta años post mortem auctoris, aplicándose en caso contrario, el de setenta años que prevé el artículo 27.2 del TRPLI. Vide: el argumento esgrimido por ARIAS MAÍZ, Vicente. “Aspectos de derecho transitorio sobre duración de la propiedad intelectual”. En: La duración de la propiedad intelectual y las obras de dominio público. Carlos Rogel Vide (coordinador), Reus, Aisge, Madrid, 2005, pp. 146-147.

35 YZQUIERDO TOLSADA, M. “La duración de…”. Ob. cit., p. 57.

36 En tal sentido VENTI, Patricia. “Los diarios de Alejandra Pizarnik: censura y traición”. En: Letralia, tierra de letras. Año IX, Nº 109, 24 de mayo de 2004, <http://www.letralia.com/109/ensayo01.htm>, consultada el 1 de marzo de 2014, nos describe como en ocasiones los albaceas literarios recomponen, vetan y alteran el manuscrito no solo suprimiendo nombres, referencias de terceras personas, sino también censurando al propio escritor, de tal manera que el libro que llega a manos del lector es un texto reconstruido al gusto del mercado y según la ideología de la casa editora. Así, a. e., expresa Venti ha ocurrido con los diarios de la escritora argentina Alejandra Pizarnik, “primero, cuando la autora regresó a Buenos Aires quiso reescribir algunas entradas para publicarlas en revistas literarias, y segundo, después de 30 años de su muerte su albacea ha suprimido más de 120 entradas, además de excluir casi por completo el año 1971, y en su totalidad el año 72. Las omisiones están distribuidas a lo largo del diario, cuya materia suele referirse a temas sexuales o íntimos. También se excluyeron fragmentos de textos narrativos que muestran las costuras de la escritura, que a posteriori serán reelaborados para su publicación”.

La selección de sus diarios en los años comprendidos de 1954 a 1971 se hizo siguiendo el criterio de Myriam Pizarnik, hermana de la escritora y legataria de su obra, quien exigió que se hiciera una selección de fragmentos de contenido literario evitando las referencias a la vida privada de la escritora y de las personas mencionadas. El cuaderno que abarca los años 1962-1964, alega la editora, fue concebido para ser publicado y que “podría considerarse la fase final de reescritura”; en vista de lo cual la albacea literaria decide pegar los fragmentos trabajados al texto original, produciendo al final un collage o en el mejor de los casos un palimpsesto.

37 MINERO ALEJANDRE, G. “Aproximación jurídica al concepto…”. Ob. cit., p. 229.

38 BOULOC, C. “L’exercice du droit moral…”. Ob. cit., p. 40.

39 POLLAUD-DULIAN cit. pos BOULOC, C. “L’exercice du droit moral…”. Ob. cit., p. 40.

40 CARAMÉS PUENTES, Jorge. “Comentarios al artículo 40”. En: Comentarios…. Ob. cit., p. 687.

41 Ibídem, pp. 688-689.

42 Ibídem, p. 691.

43 Ídem.

44 RAGEL SÁNCHEZ, Luis Felipe. “La propiedad intelectual como propiedad temporal”. En: La duración de la propiedad intelectual y las obras en dominio público. Carlos Rogel Vide (coordinador), Reus, Aisge, Madrid, 2005, p. 30.


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