LA EXIGENCIA DE ACTUACIÓN DE LA PRUEBA DE OFICIO POR LAS SENTENCIAS CASATORIAS DE LA CORTE SUPREMA
Manuel Enrique Valverde Gonzáles (*)(**)
SUMARIO: I. Proemio. II. De la moti vación de las resoluciones. I II. De las nulidades. IV. La actu ación de la prueba de oficio ¿deber o facultad? V. Conclusiones.
MARCO NORMATIVO: • Constitución Política del Perú: art. 139.5. • Código Procesal Civil: arts. 50.2, 94, 122, 194 y 394. • TUO de la Ley Orgánica del Poder Judicial, Decreto Supremo N° 017-93-JUS (02/06/1993): art. 12. |
I. PROEMIO
Revisando los últimos cuadernillos donde se publican las sentencias en casación nos ha motivado el pergeñar algunas líneas respecto a un tema recurrente –porque de novedoso no tiene nada como se verificará más adelante– en cuanto se suelen declarar fundados los recursos de casación y casando las sentencias de vista o, incluso, declarando insubsistentes las apeladas, se ordena que los tribunales actúen pruebas de oficio.
Lo paradójico radica en que, contando con los mismos magistrados ponentes, la Corte Suprema rechaza pretensiones casatorias que justamente piden se actúen pruebas de oficio. Es esta contradicción la que nos ha movido a redactar este escueto artículo que se sustentará esencialmente en aludir a las sentencias donde se exponen unos u otros argumentos para sustentar la actuación de pruebas de oficio.
Seguidamente, haremos un breve repaso sobre la motivación de las resoluciones y sobre las nulidades procesales, para luego abordar el tema que nos convoca.
II. DE LA MOTIVACIÓN DE LAS RESOLUCIONES
Si de casar una sentencia se trata, entonces es necesario tener presente que se ha debido incurrir, necesariamente, en alguna de las causales previstas por el anterior artículo 386 del CPC o en la infracción general de la actual redacción del mismo artículo.
Casi siempre el motivo de casación radica en la inadecuada motivación de las sentencias impugnadas, sea en cuanto no han resuelto sobre todos los puntos controvertidos, sea porque se ha omitido resolver sobre todas las pretensiones planteadas (o a la inversa, cuando se ha pronunciado el juez sobre pretensiones no propuestas). Del mismo modo, si es que en esa motivación se ha realizado el proceso de subsunción pertinente –aplicando o interpretando una norma jurídica–, lo cual lleva a que se ampare el recurso interpuesto.
Pues bien, en cuanto al debido proceso se dice que sus antecedentes se remontan hasta el siglo XIII, cuando en 1215 la Carta Magna del rey Juan Sin Tierra otorgó a los nobles ingleses la garantía de que “ningún hombre libre podrá ser apresado, puesto en prisión ni desposeído de sus bienes, costumbres y libertades, sino en virtud del juicio de sus pares, según la ley del país” (Cláusula 48), garantía que es reconocida en nuestra legislación nacional, en el artículo 139 inciso 3 de la Constitución Política del Estado.
De su inicial concepto como garantía procesal de la libertad (procedural limitation), el debido proceso ganó profundidad y extensión desde fines del siglo XIX, hasta llegar a constituirse en una garantía de fondo (general limitation), garantía sustantiva y patrón de justicia(1) reconocida en los principales pactos y tratados internacionales, entre los que cabe destacar los artículos 8 y 10 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, artículo 6 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales y artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
El tema de la motivación de las sentencias y de las resoluciones en general, como es sabido, no ha tenido una consuetudinaria manifestación en el mundo jurídico, sino que la misma ha sido una conquista de la ciudadanía prácticamente a finales del siglo XVIII.
Si bien es cierto que en nuestra tradición jurídico-castellana tenemos antecedentes históricos en cuanto a la exigencia de la motivación de las sentencias, ese no fue el talante de todos los ordenamientos jurídicos europeos.
En efecto, la obligación de motivación de las sentencias es el resultado de una larga y conflictiva evolución histórica(2), puesto que los reinos europeos, fieles a los principios del ius commune no tenían por función motivar sus sentencias, dado que la actividad de juzgar era una tarea reservada a la nobleza, por lo que el fundamento y respaldo de la actividad de un juez se encontraba en su prestigio social, además de que tal comportamiento se debía, también, a la Decretal Sicut Nobis de Inocencio III dictada el año 1199, de cuyo texto los comentaristas dedujeron el principio de derecho común según el cual iudex non tenetur exprimere causam in sentencia(3) (que se traduciría en que el juez no tiene que expresar los motivos de su decisión en la sentencia).
Empero, tal uso judicial de la no motivación no fue de general proceder en todos los reinos europeos, dado que en algunos casos se hacía excepciones a tal regla, siendo ejemplo emblemático de ello el reino de Aragón (por el origen contractual de su monarquía), el cual sí llegó a obligar a los jueces y tribunales a motivar sus sentencias(4); por lo que en la España tardo medieval coexistieron dos regímenes totalmente diferenciados: por un lado, el castellano, que no contemplaba la obligación de motivar las sentencias; y por el otro, el aragonés, que sí lo exigía, hasta que se dio la unificación normativa en el siglo XVIII, iniciada con los Decretos de Nueva Planta, lo que se tradujo en la generalización de la prohibición de justificar las sentencia a todo el territorio español(5).
No es sino hasta la llegada de la Revolución Francesa cuando se introduce definitivamente la obligatoriedad de fundamentar las sentencias, y se hace a través de la Ley del 24 de agosto de 1790, con la clara intención de someter la actuación del juez a la ley, a diferencia de la vieja forma de actuar del antiguo régimen, dado que el no motivar constituía un elemento esencial para un ejercicio arbitrario del poder por parte de los jueces(6).
Bien se dice que cuando empezó a exigirse la motivación de las sentencias se perseguía tres funciones esenciales: la primera, tutelar el interés público, porque se concebía la posibilidad de anular la sentencia por notoria injusticia; la segunda, permitir a las partes y a la sociedad en general que pudiesen apreciar la justicia de la sentencia redactada, con el objeto de que los destinatarios pudieren aprehender y valorar lo ajustado a Derecho de la sentencia a efectos de ponderar una posible impugnación de la misma; y la tercera, el expresarse en la sentencia la causa determinante de la decisión, resolvía el problema de saber entre las varias acciones o excepciones formuladas cuáles habían sido acogidas por el juez para condenar o absolver(7).
Nuestro ordenamiento legal no ha sido ajeno a tal exigencia, puesto que desde los albores de nuestra República, en la Constitución de 1828, ya se estipulaba en su artículo 122 que los juicios civiles deberían ser públicos, los jueces deliberarían en secreto, pero las sentencias serían motivadas y se pronunciaban en audiencia pública, garantía que se ha mantenido incólume hasta nuestros días. Es más, ha tenido un mayor espectro de aplicación como toda garantía dentro de un Estado Constitucional y Social de Derecho, por lo que el inciso 5 del artículo 139 de nuestra actual Constitución prescribe que es un principio de la función jurisdiccional la motivación escrita de las resoluciones judiciales en todas las instancias, excepto los decretos de mero trámite, con mención expresa de la ley aplicable y de los fundamentos de hecho en que se sustentan(8).
En ese mismo sentido se pronuncian el artículo 12 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) y el artículo 122 del Código Procesal Civil, textos normativos que señalan los requisitos esenciales para la validez de toda resolución judicial, puesto que su incumplimiento acarrea la nulidad de esta; de otro modo, no sería posible que sean pasibles de cuestionamiento por parte de quienes se sientan afectados con las decisiones adoptadas por los jueces.
Ahora bien, en doctrina se suele mencionar que la función de la motivación se manifiesta en su dimensión endoprocesal o extraprocesal. Se dará la primera cuando esté encaminada a permitir un control técnico-jurídico de la decisión judicial, que sucesivamente desarrollarán los litigantes (control privado) y los órganos jurisdiccionales superiores (control institucional); en tanto que la segunda engloba el conjunto de funciones que cumple la motivación fuera del ámbito del proceso, dado que hace referencia a las consecuencias e impacto que el dictado de una resolución jurisdiccional tiene a nivel social(9), puesto que, en palabras de Igartua Salaverría, ni las partes, ni sus abogados, ni los jueces que examinan los recursos agotan el destino de las motivaciones de las sentencias, dado que estas también van dirigidas al público(10).
En suma, conforme comenta Hernández Marín, motivar significa indicar el por qué ha sido dictada una decisión, por lo que siendo obligación de los jueces dictar decisiones que sean conformes al Derecho, se debe presumir que el motivo por el que ha sido dictada una determinada decisión, en vez de otra distinta, consiste en que el juez que la ha dictado de tal modo, considera que es conforme con el Derecho. Por lo tanto, cuando el Derecho establece que el juez que dicta una decisión debe motivarla, lo que le está exigiendo es que indique el motivo por el que él considera que dicha decisión es conforme al Derecho(11).
Siguiendo al mismo autor: “En este sentido se puede decir que la exigencia legal de motivar las decisiones judiciales condiciona el contenido de estas. La decisión que el juez formula se halla siempre dentro de los límites que, a su juicio, le impone la obligación de motivar; unos límites que no siempre coinciden con los límites que le impone la obligación de decidir conforme a derecho, en particular, la obligación jurisdiccional”(12).
A nivel doctrinario, se acepta que la motivación de las sentencias cumple múltiples finalidades, así por ejemplo: a) permite el control de la actividad jurisdiccional por parte de la opinión pública, cumpliendo de este modo con el requisito de publicidad esperado; b) hace patente el sometimiento del juez al imperio de la ley; c) logra el convencimiento de las partes sobre la justicia y corrección de la decisión judicial, eliminando la sensación de arbitrariedad y estableciendo su razonabilidad, al conocer el por qué concreto de su contenido; d) permite la efectividad de los recursos por las partes; y, e) garantiza la posibilidad de control de la resolución judicial por los tribunales superiores que conozcan de los correspondientes recursos(13).
Finalmente, se ha expresado que no se trata de exigir a los órganos jurisdiccionales una argumentación extensa, exhaustiva o pormenorizada que vaya respondiendo, punto por punto, a cada una de las alegaciones de las partes, ni impedir la fundamentación concisa o escueta que en cada caso estimen suficiente quienes ejercen la potestad jurisdiccional, ya que la exigencia de motivación no implica necesariamente una contestación judicial expresa a todas y cada una de las alegaciones de las partes(14).
Esto es, en líneas generales, lo que concierne a la motivación de las resoluciones judiciales, seguidamente nos ocupamos sobre de las nulidades procesales.
III. DE LAS NULIDADES
Para Serra Domínguez, las leyes procesales son de interés público, cuyos destinatarios son los tribunales, y constituyendo el proceso una insustituible garantía de los derechos de los particulares, cualquier acto procesal realizado infringiendo lo dispuesto en las leyes debe ser considerado ineficaz, siempre que la infracción sea esencial, bien por su misma naturaleza, bien por situar a cualquiera de las partes en clara indefensión(15).
La nulidad es un instrumento procesal consistente en la valoración de la adecuación entre uno o más actos procesales y las normas que regulan su proceso de formación, esto es, las normas de procedimiento y los principios procesales básicos, de modo que, apreciada una infracción, actúan las consecuencias jurídicas previstas por la ley en cada caso, que oscilarán, dependiendo de la gravedad de la infracción, entre la subsanación del acto y la eliminación de este como si nunca hubiera existido(16).
Se suele hacer distinción entre nulidad e irregularidad de los actos procesales que, siguiendo a Manuel Serra “(…) la nulidad de un acto procesal determina su ineficacia, bien por faltarle alguno de sus presupuestos indispensables, bien por carecer de cualquiera de sus requisitos sustanciales, y, por consiguiente en principio no puede producir efecto alguno, la irregularidad de los actos procesales determina simplemente la falta de corrección del acto con la consiguiente imposición a quien lo ha realizado de una sanción determinada, pero sin impedir la producción de plenos efectos jurídicos (…). La distinción es importante en cuanto a sus efectos prácticos dentro del proceso. Mientras la nulidad de un acto procesal produce una crisis del procedimiento, en cuanto puede afectar en principio a todos los actos realizados con posterioridad, lo que determina que las partes tengan un interés indiscutible en denunciarla; la irregularidad no altera el curso del procedimiento, por lo que las partes carecen de interés en impugnar el acto, ya que este, aunque defectuoso ha sido eficaz. La denuncia de la irregularidad no afecta al derecho de las partes sino que tiene una finalidad puramente vindicativa [de] obtener la corrección disciplinaria del funcionario que ha dado lugar con su conducta a la irregularidad”(17).
Son cuatro los principios jurídicos que rigen respecto a las nulidades procesales, que a saberse son: a) principio de legalidad o especificidad(18); b) principio de trascendencia; c) principio de convalidación; y, d) principio de protección(19). Siendo que, para que dé la trascendencia de la nulidad, deben concurrir tres condiciones: a) alegación del perjuicio sufrido; b) acreditación del perjuicio; y, c) interés jurídico que se intenta subsanar(20).
Siendo así, tenemos que para poder amparar el recurso de casación la Sala Suprema debe evaluar si es que las instancias de mérito han incurrido en alguna infracción de orden material o procesal; si es de esta última, se entiende que la infracción ha debido de ser de tal entidad que merezca se reenvíen los autos a la instancia donde se cometió tal transgresión.
Ahora bien, para poder considerar que se ha infringido algo, ese algo debe estar relacionado con una obligación impuesta por ley, puesto que si se trata del ejercicio de un derecho, la observancia de una carga o el uso de una facultad conferida por ley, no se puede hablar que ante la abstención del ejercicio de tal derecho, la omisión en la absolución de la carga o la ausencia del uso de la facultad (que dicho sea de paso es absolutamente discrecional), se incurra en alguna causal de infracción al debido proceso, sino vía esta interpretación se estarían convirtiendo todos esos derechos, cargas y facultades en deberes, lo cual no solo resulta arbitraria sino palmariamente inconstitucional. Como es inconstitucional también que la sala nulificante no motive por qué y para qué se debe actuar tal o cual medio probatorio.
IV. LA ACTUACIÓN DE LA PRUEBA DE OFICIO ¿DEBER O FACULTAD?
Sabido es que nuestro Código Procesal Civil tiene un denostado artículo 194, que hasta le han dado un cariz mefistofélico y de lesividad superior a cualquier peste que pueda asolar la humanidad. Creemos que no es para tanto. La postura que se tome frente a tal dispositivo legal siempre va a obedecer a la concepción ideológica que se tenga, por lo que –como es natural– no habrá forma de encontrar un punto medio sobre tan debatido tema. Así, o se regula la prueba de oficio o se elimina de la legislación, pero no hay forma de hallar una solución intermedia(21).
Una cosa es admitir la actuación oficiosa de determinados medios probatorios y otra muy distinta es considerar que el juez se puede subrogar a la actividad (mejor dicho a la inacción y falta de diligencia) de las partes y de sus abogados(22).
Nosotros sí consideramos que el proceso civil no es “propiedad” de las partes, porque simplemente no creemos que el juez deba resolver simplemente limitado a las pruebas aportadas aun teniendo serias dubitaciones respecto a algunos extremos de la controversia, porque si de aplicarse el símil del in dubio pro reo se trata, entonces así como en el proceso penal se aplica dicho principio una vez agotadas todas las investigaciones, entonces es perfectamente aceptable que ocurra lo mismo en el proceso civil. De todos modos, es un asunto que queda sujeto a la posición ideológica que cada uno de nosotros tengamos, sin dar lugar a adjetivaciones ociosas entre “autoritarios” y “garantistas”, salvo que alguno se considere dueño de la verdad(23).
Al igual como ocurre en el ámbito civil sustantivo, se debe hallar algún medio para que en el campo procesal los conflictos se resuelvan de una vez por todas, no dando lugar a que cada proceso sea el origen de otros muchos más, con el consecuente costo económico que ello significa para el erario nacional. Un proceso mal resuelto, dará como resultado que una de las partes intente iniciar otro. Por ello somos partidarios de que la legislación debe prever la facultad de actuar pruebas oficiosamente por parte del juez.
El problema se presenta cuando las instancias de revisión consideran erradamente que el artículo 194 del CPC es una norma imperativa o no facultativa, razón por la cual anulan las sentencias apeladas y ordena que el a quo actúe pruebas de oficio.
De lo dicho emergen dos cuestiones: la primera es que, hasta donde tenemos conocimiento, los jueces de primera instancia suelen ser cautelosos al momento de actuar una prueba de oficio y solo lo hacen ante una real incertidumbre y no ante la omisión de las partes; la segunda, que no hay sustento legal alguno para que el órgano revisor anule la sentencia apelada porque no se ha incurrido en infracción alguna, puesto que no hay norma legal imperativa o formalidad esencial del acto procesal que se haya infringido si es que no se han actuado pruebas de oficio. En todo caso, si es que el órgano superior considera que deben actuarse tales o cuales medios probatorios bien puede hacerlo en su propia sede y no anular(24).
Si de por sí es preocupante que las salas superiores actúen de modo tan errado, más cuando se trata de la Corte Suprema, cuando de manera contradictoria, en algunos casos, deniega con firmeza denuncias de las partes en sus recursos de casación por no haberse actuado pruebas de oficio y en otros muchos casos declara fundados los recursos y ordena que las instancias de mérito procedan de manera contraria, es decir, actuando medios probatorios oficiosamente(25).
1. Unas solitarias casaciones
Este caso es curioso, por ser una de las pocas sentencias en casación que hemos hallado, salvo omisión, de las publicadas de agosto a diciembre de 2009, donde se señala que la prueba de oficio es una facultad del juez y no un deber.
Para mayor ilustración conviene trascribir algunos párrafos y señalar al magistrado supremo ponente de la Casación Nº 2992-2007 Callao(26).
“(…) que del análisis de la sentencia de vista se tiene que esta ha ordenado al a quo la actuación de medios probatorios, al amparo de lo dispuesto por el artículo ciento noventa y cuatro del Código Procesal Civil, la cual prescribe que cuando los medios probatorios ofrecidos por las partes sean insuficientes para formar convicción, el juez en decisión motivada e inimpugnable, puede ordenar la actuación de los medios probatorios adicionales que considere convenientes (…).
(…) la prueba de oficio (…) es una facultad que se otorga al juez y no una obligación, por lo que no puede sustentarse una resolución, en dicha norma, para la realización de una específica actividad jurisdiccional, por ende, la regla procesal antes aludida resulta ser una excepción al principio de la carga de la prueba (…), y que tiene por objeto permitir que el juez tenga actividad probatoria complementaria a la efectuada por las partes, las mismas que no le hayan producido convicción acerca de los hechos controvertidos.
(…) el a quo ha expresado las valoraciones esenciales para determinar el sentido de su resolución, llegando a una conclusión y luego de haber solicitado medios probatorios de oficio, por lo que la Sala Revisora, no puede sostener que las pruebas actuadas por el Juez son insuficientes ni conminarlo a actuar nuevas pruebas, puesto que atentan contra el principio básico de independencia en la función jurisdiccional, de donde la Sala Revisora no puede obligar a apreciar los medios probatorios en sentido distinto por el asumido; es más, la misma facultad probatoria la tiene el Colegiado Superior, en caso los medios probatorios no le hayan causado convicción a este (…) siendo así, la Sala Revisora ha atentado contra el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva del recurrente, en su facultad de obtener una respuesta efectiva de parte de la Administración de Justicia, puesto que si considera que debían de actuarse determinados medios probatorios, tiene la facultad de requerirlos, mas no puede anular la sentencia de[l] a quo y orientar su decisión; en consecuencia, se configura el vicio denunciado, y se le ordena a la Sala Superior vuelva a expedir un nuevo fallo (…)” (el resaltado es nuestro).
El vocal ponente es el señor Palomino García.
Como observamos, en este caso la Sala Suprema resolvió, desde nuestro punto de vista, de la manera más acertada, dado que el colegiado superior le ordenó indebidamente al juez de primera instancia, anulando su sentencia, que actúe nuevos medios probatorios de oficio, cuando inclusive, como se anota, dicho magistrado había ordenado ya pruebas de oficio.
Igual tónica siguió la Casación Nº 3106-2008-Loreto, donde la parte recurrente alegó que el a quo no actuó pruebas de oficio, ante lo cual la Sala Suprema le contesta que su recurso es improcedente porque el artículo 194 regula una facultad del juez y por ende no se ha incurrido en infracción alguna(27).
De la lectura del articulado del Código Procesal Civil, se colige que el tribunal de revisión lo es en segunda instancia y por ende puede realizar un novum iudicium, es decir, está investido de las mismas facultades que el juez de primera instancia y nada le impide revalorar los medios probatorios ya actuados y en todo caso a actuar nueva prueba, siguiendo supletoriamente el procedimiento señalado por el último párrafo del artículo 374 del CPC.
Actuar de manera contraria, como dice Eugenia Ariano, es tomar una vía de escape ilegítima para no resolver(28).
2. De la multitud oficiosa
Pues bien, así como hemos hallado unas solitarias sentencias en el sentido antes anotado, por el contrario han emergido, en ese mismo periodo, al menos ocho sentencias donde la Sala Suprema casa la de vista y ordena la actuación de pruebas de oficio o al menos “sugiere” que sean actuadas.
No nos pondremos a trascribir todas ellas, tan solo mencionaremos los extremos más relevantes, citándolas debidamente(29).
En el caso de la Casación Nº 2618-2007-Lima, se casa la de vista, porque la Sala Suprema considera, en su sexto fundamento, que pese a que los medios probatorios no fueron ofrecidos en segunda instancia cumpliendo las formalidades del artículo 374 del CPC, no obstante la Sala Superior debió admitirlos haciendo uso de su facultad oficiosa conforme el artículo 194 del citado cuerpo procesal.
Bajo la misma línea, la Casación Nº 328-2009-Lima, ante lo alegado por el recurrente, que se ha atentado contra el debido proceso y se ha trasgredido la independencia judicial al anularse la sentencia de primera instancia por la Sala Superior, quien ordenó que el juez valore un medio probatorio que rechazó en la audiencia de conciliación; la Sala Suprema considera que si bien es cierto que el tribunal ad quem ha anulado la apelada por dicho motivo, debe “(…) entenderse como una invocación dirigida al juez de la causa para que este haga uso de las facultades que le confiere el artículo ciento noventa y cuatro del Código Procesal Civil, y no como una obligación expresa para incorporar medios probatorios de oficio (…)”.
Por otro lado, en la Casación Nº 1362-2008-Lima, es la misma Sala Suprema quien casando la de vista y declarando insubsistente la apelada ordena que el juez de primera instancia debe, de acuerdo con el artículo 194, de ordenar una inspección judicial y cuanto otro medio sea necesario o que considere pertinente.
Un caso extravagante se presenta en la Casación Nº 1456-2008-Piura, donde no obstante haberse denunciado como causal casatoria la inaplicación de una norma de Derecho material, la Sala Suprema decide entrar al análisis de la motivación, de manera oficiosa, y alegando la existencia de una motivación aparente decide reenviar la causa a primera instancia para que el juez, en aplicación del artículo 194, ordene la realización de un peritaje judicial y se ordene la remisión de unos actuados penales.
En las Casaciones Nºs 1548-2008-Loreto, 1674-2008-Piura y 1698-2008-Lima, también la Sala Suprema ordena que el órgano de primera instancia actúe medios probatorios de manera oficiosa, en el primer caso requiriendo a la Dicscamec a que remita información sobre un trámite de pedido de autorización para usar armas; en el segundo, consideró que era necesario que se pidan copias de actuados judiciales tramitados en otro juzgado y que servirían para mejor resolver el proceso; en tanto que en el tercer caso, se le exige al tribunal ad quem que valore un contrato a la luz de los artículos 51.2 y 94 del CPC.
Mención aparte merece la Casación Nº 114-2008, pues si bien no hay una alusión expresa al artículo 194, de lo expuesto en el noveno considerando emerge que en el fondo se está exigiendo la actuación de pruebas de oficio. El párrafo citado es como sigue:
“(…) por lo expuesto se ha configurado el vicio denunciado, por lo que se debe declarar la nulidad de la sentencia cuestionada, debiendo el ad quem actuar con arreglo a los argumentos de esta decisión, esto es, resolviendo este conflicto y todos los que a su despacho arriben con mayor diligencia y claridad, independientemente de que pueda cambiar su decisión o ratificarse en la misma, valorando todos los medios probatorios que obran en autos o requiriendo otros que le permitan darle certeza a su decisión (…)” (el resaltado es nuestro).
El magistrado ponente es el señor Palomino García.
V. CONCLUSIONES
De lo descrito podemos extraer como conclusiones que nuestra Corte Suprema no maneja de manera uniforme los criterios sobre la aplicación de la prueba de oficio, pues ya hemos visto cómo en algunos casos, rechaza la idea de que sea una obligación del magistrado el valerse del artículo 194, en otros casos, los más, incluso con el mismo magistrado ponente, se exige a las instancia de mérito que actúen pruebas de oficio, sin dejarse de lado que hay casos donde la denuncia casatoria es por una causal y la Sala Suprema opta por amparar “de oficio” una no denunciada por la parte recurrente.
Se hace necesario que nuestro Máximo Tribunal demuestre coordinación y uniformidad al momento de resolver y en especial, tener cuidado en el tratamiento de una institución tan delicada como es la prueba de oficio.
No es posible que en unos casos se considere, como es correcto, que el artículo aludido no contiene un mandato imperativo y por ende el juez no está obligado a actuar pruebas de oficio, en tanto que en otros momentos, no sabemos dependiendo de qué criterios, se concluye que es imperativo que el juez de la causa ordene pruebas de oficio.
En ninguna de las casaciones analizadas se ha sustentado que el no aplicar el artículo 194 constituye infracción de orden procesal, habida cuenta que no se puede invocar un concepto tan genérico como la infracción al debido proceso para amparar la casación, debiendo de precisarse en qué ha consistido la irregularidad procesal, lo que no ocurre como se advierte.
Creemos que este sería un tema sumamente interesante para que las salas supremas civiles clarifiquen de una vez por todas los reales alcances de la norma jurídica aludida, lo que sin duda abonará a favor de la seguridad jurídica y de la predictibilidad.
NOTAS:
(*) Abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Profesor de Derecho Procesal Civil en la Universidad César Vallejo, sede Lima Norte.
(**) "Será, por lo tanto, tan evidente, que todo el sistema del Derecho positivo deba reducirse a algunas concepciones tipos deducidas en toda su pureza por operaciones racionales de abstraccion o generalización y que suministrarían cuadros inflexibles e inmutables para todos los hechos de la vida jurídica" (GÈNY, François. Método de interpretación y fuentes en Derecho Privado positivo).
(1) Cfr. LINARES, Juan Francisco. Razonabilidad de las Leyes. El “debido proceso” como garantía innominada en la Constitución Argentina. Buenos Aires, 1970, pp. 15-22.
(2) Resultan ilustrativos al respecto los trabajos de: COLOMER HERNÁNDEZ, Ignacio. La motivación de las sentencias: Sus exigencias constitucionales y legales, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003, p. 60 y ss.; GARRIGA, Carlos y LORENTE, Marta, “El juez y la ley: La motivación de las sentencias (Castilla, 1489-España, 1855)”. En: Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, N° 1, 1997, p. 97 y ss., e IGARTUA SALAVERRÍA, Juan, La motivación de las sentencias, imperativo constitucional. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003.
(3) COLOMER HERNÁNDEZ, Ignacio. Ob. cit., p. 64.
(4) GARRIGA, Carlos y LORENTE, Marta. Ob. cit., p. 101.
(5) COLOMER HERNÁNDEZ, Ignacio. Ob. cit., p. 69.
(6) Ibídem, pp. 65-66. Se dice, respecto a la discrecionalidad, que “(…) es muy importante recordar que la presencia creciente de discrecionalidad ni proporciona inmunidad ni es equivalente a una toma de decisiones arbitraria, por el contrario, su existencia, correlativa, al cambio de funciones operado por muchos sistemas jurídicos es, antes que nada, un desafío para la existencia de controles jurídicos y sociales críticos e inescindible de la exigencia de mayores cuotas de responsabilidad por quienes son titulares de un poder de decisión”(AÑÓN, José María, “Notas sobre la discrecionalidad y legitimación”. En: Doxa, N°s 15-16, 1994, p. 902).
(7) COLOMER HERNÁNDEZ, Ignacio. Ob. cit., p. 65.
(8) Se dice que: “Entendida como instrumento para evitar la arbitrariedad del poder, la motivación adquiere, además, una particular importancia merced a la evaluación que ha conocido el Estado de Derecho en el constitucionalismo, un modelo de Estado que encuentra su legitimidad (externa) en la protección de los individuos y sus derechos, y que, al consagrar esos derechos en el nivel jurídico más alto, la Constitución, condiciona también la legitimidad (interna) de los actos del poder a la protección de esos derechos. La motivación cobra entonces una dimensión político-jurídica garantista, de tutela de los derechos” (GASCÓN ABELLÁN, Marina. Los hechos en el Derecho. Bases argumentales de la prueba, 2ª ed., Marcial Pons, Barcelona, 2004, p. 192).
(9) COLOMER HERNÁNDEZ, Ignacio. Ob. cit., p. 124.
(10) IGARTUA SALAVERRÍA, Juan. Ob. cit., p. 24.
(11) Cfr. HERNÁNDEZ MARÍN, Rafael. Las obligaciones básicas de los jueces. Marcial Pons, Barcelona, 2005, p. 145.
(12) Ibídem, p. 151.
(13) Cfr. CHAMORRO BERNAL, Francisco, La tutela judicial efectiva. Derechos y garantías procesales derivados del artículo 24.1 de la Constitución. Bosch, Barcelona, 1994, p. 205, y PICÓ I JUNOY, Joan, Las garantías constitucionales del proceso, Bosch, Barcelona, 1997, p. 64.
(14) Cf. PICÓ I JUNOY, Joan. Ob. cit., p. 61.
(15) Cf. SERRA DOMÍNGUEZ, Manuel, “Nulidad procesal”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal, Nº II, 1998, p. 568.
(16) LOURIDO RICO, Ana María. La nulidad de actuaciones: una perspectiva procesal. Estudio comparativo de la regulación de la nulidad en la LOPJ y en la LEC. Comares, Granada, 2002, pp. 58 y 71.
(17) SERRA DOMÍNGUEZ, Manuel. Ob. cit., p. 561.
(18) Que a criterio de Serra Domínguez, la redacción del artículo 171 del CPC ofrece algunos aspectos discutibles como, por ejemplo, que se deje al criterio del legislador establecer caso por caso la sanción de nulidad. Ibídem, pp. 567-568.
(19) Por el principio de legalidad se entiende que las nulidades se sancionan por causas previstas en la ley, lo cual no significa que no se llegue a admitir la existencia de nulidades implícitas, las cuales están ligadas a los otros principios mencionados. En cuanto al principio de trascendencia, solo se declarará la nulidad cuando se haya causado un perjuicio. Por su lado, el principio de convalidación está vinculado al hecho de que pese a existir una causal de nulidad, no resulta trascendente por consentimiento expreso o tácito de la parte agraviada; mientras que el principio de protección, está relacionado con el hecho de que quien dio lugar a la nulidad no puede, luego, alegar su existencia en aplicación de la regla de Derecho del adversus factum qui venire no potest.
(20) Sobre la trascendencia podemos decir, siguiendo a Maurino que: a) Quien alega la nulidad procesal, debe mencionar expresamente las defensas que se ha visto privado de oponer, o que no ha podido ejercitar con la amplitud debida, pues toda sanción nulificatoria debe tener un fin práctico y no meramente teórico. Debe señalarse cuál es el perjuicio real ocasionado, no bastando una invocación genérica; b) concordante con lo expresado, en el sentido de que no basta un mero planteamiento abstracto para que progrese la nulidad, debe acreditarse la existencia de un perjuicio cierto, concreto, real e irreparable. El fundamento es la necesidad de diagnosticar jurídicamente si la irregularidad ha colocado o no a la parte impugnante en estado de indefensión práctica; dado que el perjuicio, en el proceso, es asimilable al daño de las cuestiones patrimoniales, sin daño no hay reparación, de igual modo sin perjuicio no hay anulación; finalmente, otro de los requisitos es c) que el impugnante debe individualizar y probar cuál es el interés jurídico que se pretende satisfacer con la invalidez que propugna; en otro términos, por qué se quiere subsanar (MAURINO, Alberto Luis. Nulidades procesales, 4ª reimpresión, Astrea, Buenos Aires, 1995, pp. 46-47, y RODRÍGUEZ, Luis A., Nulidades procesales, Reimpresión de la 2ª edición, Editorial Universidad, Buenos Aires, 1987, pp. 118-120). Resulta ilustrativo remitirnos también a lo consignado sobre este tema, en el quinto considerando de la Cas. Nº 4856-2008- TACNA, publicada en el cuadernillo de sentencias en casación del 1 de octubre de 2009, p. 25874.
(21) Tanto así que hasta la LEC española del año 2000, si bien ha eliminado las denominadas diligencias para mejor proveer, no obstante tiene tres artículos que permiten la actuación oficiosa de pruebas, uno de ellos es el artículo 282, el cual señala que el Tribunal podrá actuar pruebas de oficio cuando la ley así lo faculte, y el artículo 429.1, II, prescribe que cuando el Tribunal considera que las pruebas aportadas por las partes resulten insuficientes, podrá actuar medios probatorios de oficio; siguiendo igual tónica el artículo 435.2.No nos consta si es que el clamor de Montero Aroca ha tenido réplica en la actuación de los magistrados españoles, en cuanto a que tales normas no sería aplicadas (MONTERO AROCA, Juan. La nueva ley de enjuiciamiento civil española y la oralidad. Texto de la conferencia pronunciada en las XVIII Jornadas Iberoamericanas de Derecho Procesal, San José, Costa Rica, 18 a 20 de octubre de 2000. Obra citada por Eugenia Ariano en su libro Problemas del proceso civil, Lima, Jurista editores, 2003, p. 205, n. 16).
(22) Es por ello que PicóI Junoy sostiene que tres serían los límites a la eventual iniciativa probatoria del juez: a) Que la prueba practicada por el juez debe necesariamente limitarse a los hechos controvertidos o discutidos por las partes en virtud de los principios dispositivo y de aportación de parte, no pudiendo el juez llevar a cabo ninguna actividad tendente a investigar o aportar hechos no alegados por las partes, ni fallar alterándolos, so pena de incurrir la sentencia en un vicio de incongruencia; b) Que, para que el órgano jurisdiccional pueda atribuirse la posibilidad de practicar los diversos medios probatorios, es necesario que consten en el proceso las fuentes de prueba sobre las cuales tendrá lugar la posterior actividad probatoria, con lo cual se garantiza la imparcialidad del juzgador; y c) Que es necesario que durante el desarrollo del medio probatorio propuesto oficiosamente se respete escrupulosamente el principio de contradicción y el derecho de defensa de todas las partes que intervienen en el proceso (PICÓ I JUNOY, Joan, “La iniciativa probatoria del juez civil y sus límites”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal, N° II, 1998, pp. 27-28).
(23) A propósito de ello y solo a modo de ilustración conviene citar algunas posturas diferentes sobre la búsqueda de la verdad en el proceso civil. Por un lado Taruffo señala que “(…) no faltan explícitas teorizaciones de la verdad judicial de los hechos como una garantía o como base para la implementación de las garantías referidas al proceso y a la legalidad. No por casualidad se ha dicho que veritas, non autorictas, facit iudicium para precisar que una justicia no arbitraria debe basarse en alguna medida en la verdad, esto es, en juicios sujetos a verificación empírica; está claro, en cambio, que una justicia ‘sin verdad’ equivale a un sistema de arbitrariedad en el que no existen garantías sustanciales ni procesales (…) Es, pues, evidente que la afirmación del principio de verdad de los hechos en la decisión judicial es, como se ha dicho anteriormente, el fruto de una elección ideológica o –si se prefiere– valorativa” (TARUFFO, Michele, La prueba de los hechos, trad. de Jordi Ferrer Beltrán, 2ª ed., Madrid, Trotta, 2005, p. 69). Por su lado Jaime Guasp indicaba que el juez no tiene la obligación de formar su convicción psicológica en un proceso civil, pero tampoco tiene derecho a deformarla, por lo que el ordenamiento jurídico debe concederle facultades precisas y reconocerle la posibilidad de su actuación con el propósito, verdaderamente alto y noble, de hallar en cada litigio la verdad (GUASP, Jaime, “Juez y hechos en el proceso civil (Una crítica del derecho de disposición de las partes sobre el material de hecho del proceso)”. En: Estudios Jurídicos, edición a cargo de Pedro Aragoneses, Madrid, Civitas, 1996, p. 357).En la vereda opuesta se sitúa Montero Aroca, quien sostiene que “(…) consciente el legislador de la imposibilidad de obtener la verdad metafísica y la física, reconduce la prueba a la certeza respecto de las afirmaciones de hecho de las partes (…). El humilde abandono de la verdad y la consciente asunción de la certeza lleva a definir a la prueba en nuestro Derecho positivo como la actividad procesal que tiende a alcanzar la certeza en el juzgador respecto de los datos aportados por las partes, certeza que en unos casos se derivará del convencimiento sicológico del mismo juez y en otros de las normas legales que fijarán los hechos” (MONTERO AROCA, Juan y otros, Derecho jurisdiccional. II Proceso civil, 13ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 2004, p. 251).
(24) Bien lo dice nuestra más severa crítica a la facultad oficiosa del magistrado, cuando comenta que al anular una sentencia por ese motivo lo que está haciendo el ad quem es abdicar de ejercer sus funciones de jueces de instancia (ARIANO DEHO, Eugenia, “Poderes probatorios del juez y sus paradojas”. En: Cuadernos Jurisprudenciales: Prueba de oficio, año 4, Nº 42, Lima, diciembre, 2004, pp. 23-24).
(25) Reiterando lo dicho, sobre este tema ya se ha escrito, por lo que de manera deliberada solamente citamos algunos artículos que nos parecen relevantes. Al respecto se puede consultar publicación de Eugenia Ariano aludida en la nota anterior, así como a: ABANTO TORRES, Jaime, “La prueba de oficio en la jurisprudencia de la Corte Suprema. Los vaivenes entre los deberes y las facultades del juzgador, la jerarquía y la independencia judicial”. En: JUS, Doctrina & práctica, Nº 9, 2007, p. 243 y ss.; ALFARO VALVERDE, Luis. La nulidad de sentencia y la iniciativa probatoria de oficio en segunda instancia. Una impensable opción o una viable y justificada alternativa, y CARBAJAL CARBAJAL, Marco, “La aplicación de la prueba levior para atemperar la rigurosidad de la carga de la prueba ¿reviviscencia de una institución condenada al olvido doctrinario o plena actualidad de esta?”, ambos artículos en: Actualidad Jurídica, N° 188, julio, 2009, pp. 81 y 100, respectivamente; y TAIPE CHÁVEZ, Sara, “La validez de la sentencia y la prueba de oficio”. En: Actualidad Jurídica, N° 187, junio, 2009, p. 87.
(26) El texto publicado se puede consultar en el cuadernillo de casaciones correspondiente al lunes 3 de agosto de 2009, p. 25349.
(27) Cuadernillo de casaciones del 4 de agosto de 2009, p. 25420.
(28) ARIANO DEHO, Eugenia. Ob. cit., p. 24.
(29) Las sentencias citadas han sido publicadas en el cuadernillo correspondiente al 30 de noviembre de 2009.