Coleccion: Actualidad Juridica - Tomo 195 - Articulo Numero 37 - Mes-Ano: 2_2010Actualidad Juridica_195_37_2_2010

FUNCIONES DEL MINISTERIO PÚBLICO Y NATURALEZA DE LA ACCIÓN PENAL

Hesbert Benavente Chorres (*)

SUMARIO: I. El Ministerio Público. II. La acción penal y la pretensión procesal.

MARCO NORMATIVO:

Ley Orgánica del Ministerio Público, Decreto Legislativo Nº 052 (18/03/1981): pássim.

Constitución Política: art. 159.

I. EL MINISTERIO PÚBLICO

La doctrina clásica explica que a la par de los jueces, cuya función consiste en resolver las pretensiones que se les plantean y que constituyen el objeto de un proceso, la legislación establece el funcionamiento de otros órganos existentes a los que les asigna la defensa de los intereses que afectan el orden público y social(1).

Palacio agrega que aquellos órganos se concentran en una institución denominada Ministerio Público, cuyos integrantes realizan funciones judiciales distintas de la jurisdiccional(2), como el planteamiento de pretensiones y oposiciones en tutela de intereses sociales superiores –cuya realización no admite su supeditación a la iniciativa privada–, como por ejemplo, el ejercicio público de la acción penal(3).

Por otro lado, en la doctrina se distingue el sentido formal y material de una parte procesal. El Ministerio Público es parte formal, en tanto promueve la acción de los tribunales, requiere el dictado de resoluciones, aporta elementos de juicio, interpone recursos, etc.; y material, en cuanto encarna el interés público, buscando objetivamente la realización de la justicia, que a veces puede coincidir con la postura de la defensa(4).

En ese sentido, Vélez Mariconde, refiriéndose a la función del Ministerio Público, precisa que: “la función es absolutamente objetiva, estrictamente jurídica y siempre ajena a toda consideración de conveniencia política”; y que “la distinción entre la función requirente y la jurisdiccional (en sentido estricto) es puramente formal”, toda vez que ambas “se inspiran en la misma finalidad”, procurando “el imperio de la verdad que da base a la justicia”(5).

En cambio, para Sagüés, la objetividad implica la imparcialidad del Ministerio Público. En efecto, refiriéndose al rótulo que se le impone de “parte imparcial”, dice que lo es porque el Ministerio Fiscal debe actuar con objetividad(6).

Sin embargo, no compartimos la opinión de Sagüés, pues si se toma en cuenta el contenido de la imparcialidad, se colige que esta es expresión del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, y recae, por lo tanto, en aquellos órganos que detentan funciones jurisdiccionales, siendo inaplicable para el Ministerio Público.

En efecto, el principio de imparcialidad posee dos acepciones(7):

a) Imparcialidad subjetiva.- Se refiere a cualquier tipo de compromiso que pudiera tener el juez con las partes procesales o en el resultado del proceso.

b) Imparcialidad objetiva.- Está referida a la influencia negativa que puede tener en el juez la estructura del sistema, restándole imparcialidad; es decir, si el sistema no ofrece suficientes garantías para desterrar cualquier duda razonable.

En ese sentido, la conjunción de ambas acepciones de imparcialidad debe regir en la actuación de los jueces, a la hora de administrar justicia. Así, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha señalado lo siguiente:

“[Un] Tribunal no podría, sin embargo, contentarse con las conclusiones obtenidas desde una óptica puramente subjetiva; hay que tener igualmente en cuenta consideraciones de carácter funcional y orgánico (perspectiva objetiva). En esta materia, incluso las apariencias pueden revestir importancia (...); debe recusarse todo juicio del que se pueda legítimamente temer una falta de imparcialidad. Esto se deriva de la confianza que los tribunales de una sociedad democrática deben inspirar a los justiciables (...)”(8).

No obstante, y como se indicó en párrafos anteriores, la imparcialidad constituye una garantía de la administración de justicia, para que quienes acudan a los órganos jurisdiccionales obtengan un pronunciamiento conforme al Derecho y a la justicia.

Ahora bien, como el Ministerio Público no imparte justicia, no está sometido al principio de imparcialidad, pero ello no significa que sus actuaciones no estén sometidos a directriz normativa alguna. Por el contrario, los actos del Ministerio Público se rigen por el principio de objetividad, el cual denota, por un lado, que a la hora de haber tomado conocimiento de la comisión de un hecho presuntamente delictuoso, deberá recabar toda la información destinada al esclarecimiento de los hechos –información que puede ser tanto de cargo como de descargo–; y por otro lado, que el proceso de formación de sus decisiones se vea condicionado solo por la valoración de la información obtenida, y no por presiones o influencias, institucionales o de cualquier otra fuente ajena al proceso.

En ese sentido, se puede colegir que, no obstante su carácter de parte, el fiscal debe solicitar la absolución del imputado, ante la existencia de información que demuestre su inocencia.

De otro lado, la doctrina mayoritaria señala como las funciones más importantes del Ministerio Público, las siguientes:

1. La defensa de la legalidad

Históricamente, el principio de legalidad ha sido sometido a numerosos menoscabos. El positivismo criminológico, el surgimiento de estados totalitarios, el desorbitado Derecho Penal preventivo, las leyes penales indeterminadas y el abuso de los elementos subjetivos del tipo, han representado un ataque frontal al referido principio.

Hubo posturas que sostuvieron, respecto del principio de legalidad y su conexión con las funciones del Ministerio Público, que la tutela de la ley queda en manos de los órganos jurisdiccionales, dado que el fiscal debe limitarse a servir de instrumento acusatorio ante los tribunales(9).

Numerosos han sido los esfuerzos doctrinales que tratan de explicar y justificar esa función de defensa de la legalidad encomendada al Ministerio Público. Se dice además que el Ministerio Público es el órgano depositario del interés del Estado en preservar íntegramente el respeto de las normas jurídicas establecidas(10).

También se asevera que la justificación y la razón de ser del Ministerio Público se sitúa esencialmente en el terreno procesal, donde se hace indispensable conciliar el principio básico de que nadie puede ser juez y parte al mismo tiempo, con el evidente deseo o interés del Estado en que sus propias leyes sean respetadas por sus destinatarios(11).

Sin embargo, hay un sector de la doctrina que postula que si todos los órganos públicos deben someterse a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, entonces es una tautología legislativa atribuir al Ministerio Público la defensa de la legalidad. En consecuencia, sostienen que no es posible extraer especiales derivaciones de la sumisión constitucional y legal del Ministerio Público a la legalidad, toda vez que los poderes públicos no tienen margen alguno para actuar en función de criterios de oportunidad o discrecionalidad en contra de la ley.

No coinciden con esa afirmación otros autores, que entienden que la legalidad que afecta al Ministerio Público tiene una doble vertiente, pues, es al mismo tiempo una directriz y el objeto final de su tareas; lo que destaca el estatus constitucional del fiscal y lo distingue del resto de los poderes públicos. Todos los poderes públicos están sometidos al imperio de la legalidad, piedra fundamental y esencial del Estado de Derecho, pero solo el Ministerio Público es el órgano creado constitucionalmente y estructurado para la defensa y mantenimiento de la legalidad(12). Se ve así que la legalidad tiene un valor fundamental diferente para el fiscal respecto a los demás poderes públicos. La administración, desde luego, está sometida a la ley, pero no tiene por misión su defensa y actuación: tiene en la ley su límite, pero no su objeto(13).

Consideramos que la función atribuida al Ministerio Público de velar por la legalidad en la actuación de la justicia no debe ser entendida como una reiteración superflua de los deberes que también pesan sobre el resto de las autoridades públicas, con base en que el respeto a la ley concierne en un Estado de Derecho a todos los órganos del Estado y al conjunto de las personas que en él habitan.

Ello es así ya que el ordenamiento jurídico, al consagrar el imperio de la legalidad, y el sometimiento de ciudadanos y poderes públicos al bloque de la juridicidad, necesariamente debe establecer un órgano adecuado para requerir la corrección de las desviaciones que se produzcan: ese órgano es el Ministerio Público.

2. La tutela de los intereses generales de la sociedad

Mientras el interés público se vincula más al Estado que a la sociedad, el interés social está orientado más a la sociedad que al Estado. Una aproximación conceptual a lo que debe entenderse por interés social se ha intentado mediante la contraposición entre el interés social y el interés individual, sin perjuicio de reconocer la existencia de interacciones y recíprocas influencias entre ambos(14).

Se destacan como intereses afines al social –llegando en algunos supuestos a confundirse– los intereses colectivos, los intereses comunes, el interés general y el interés público. Los intereses sociales serían los que en un momento histórico-político representan el bien y el progreso de la comunidad, cuya promoción, como mecanismo de progreso, se adjudica al Ministerio Público. Respecto de la función del Ministerio Público de promoción de la actuación de la justicia en defensa de los intereses generales de la sociedad, no resulta sencilla la definición de su contenido, en cuanto a qué cuestiones, por estar en juego aquel interés, integran el ámbito de actuación del fiscal. No es posible determinar a priori una nómina cerrada y completa de temas en los que predomine el interés público general.

En el ámbito penal, y desde la óptica aludida, la actuación está justificada en los delitos perseguibles de oficio, en los que se encuentra involucrado el ius puniendi del Estado, cuya defensa tiene una notoria repercusión en el interés general(15). La referida promoción de la justicia en defensa de los intereses generales de la sociedad en el campo penal, no debe subsistir como una simple cláusula constitucional retórica, sino que el fiscal debe ser sensible y activo con relación, por un lado, a la persecución y esclarecimiento de fenómenos sociales delictivos que, en ocasiones, permanecen en la más absoluta impunidad y, por otro lado, al respeto irrestricto de los derechos y garantías constitucionales(16).

3. Fungir como órgano de control

De las distintas tareas asignadas al Ministerio Público, las funciones de control y fiscalización han adquirido relieve y jerarquía. La doctrina las concibe como un control de constitucionalidad y de legalidad en resguardo de las instituciones en cada proceso. Se afirma que por esta vertiente se fiscaliza el ejercicio de la administración de justicia a cargo de los tribunales en un proceso determinado(17). Para Bianchi, resulta necesario que el Ministerio Público coadyuve a que los jueces no se aparten del correcto ejercicio de sus funciones, convirtiéndose “en el órgano que garantiza la verdadera independencia y juridicidad de aquellos órganos que tienen en sus manos la decisión definitiva”(18).

De lo anteriormente expresado, no debe deducirse que el Ministerio Público se erija como el máximo órgano de control, exento además de todo tipo de fiscalización por parte de los restantes poderes del Estado, habida cuenta de que en una República democrática uno de los principios básicos es el de la existencia de controles recíprocos, que excluye la idea de autocontrol como único y exclusivo medio de tutela del buen funcionamiento de las instituciones(19).

Un Estado de Derecho pleno exige la presencia de órganos que velen por la real vigencia de sus normas más allá de la voluntad o intereses de quienes ejerzan el gobierno. Pero, obviamente, para que tales instituciones puedan llevar adelante su cometido se les debe dotar de los instrumentos jurídicos, del personal y de los recursos materiales imprescindibles: atribuciones, garantías y medios suficientes.

4. La fijación de políticas de persecución penal

En algunos ordenamientos se otorga a la máxima autoridad del Ministerio Público la facultad de fijar políticas, criterios o pautas de persecución penal, con la lógica sujeción al marco legal.

Esta función de establecer objetivos y disponer los esfuerzos y recursos conducentes para lograrlos corresponde en esencia al Ministerio Público y no a los Tribunales Superiores o Cortes Supremas de Justicia, como bien lo apunta Cafferata Nores(20).

5. Modo de actuación

En cuanto al modo en que debe ejercer sus funciones el Ministerio Público, se afirma que debe regirse por el mencionado principio de objetividad.

La noción de objetividad tiene conexión directa con la legalidad, como complemento de esta, manifestándose que tiende a garantizar la corrección del ejercicio de las funciones que competen al fiscal. Se apunta que la objetividad constituye una manifestación concreta del principio de legalidad(21).

Resulta fundamental para que el Ministerio Público pueda actuar objetivamente, que cuente con la necesaria independencia, como garantía de seguridad jurídica de la comunidad.

En la legislación y en la doctrina se considera que el término objetividad es más adecuado y menos ambivalente para expresar la idea de defensa de la legalidad desinteresada que debe desplegar el fiscal(22).

II. LA ACCIÓN PENAL Y LA PRETENSIÓN PROCESAL

En la doctrina existe una discusión sobre el contenido de la acción penal y si esta se identifica o no con la pretensión procesal.

Como primera tendencia tenemos aquella que postula que la acción penal se define como una pretensión, es decir, como el derecho a obtener una sentencia que declare la responsabilidad penal y la condena del acusado: el objeto del proceso se encuentra constituido no solo por los hechos, sino también por la calificación jurídica concreta (dentro de la causa petendi) y el petitum, lo cual será consecuencia de que el ejercicio de la acción no es más que la petición de tutela respecto de un derecho del que es titular el actor.

Obviamente, una concepción de este tipo arranca de un sustrato privatista de la relación jurídico-material, razón por la cual no se puede sustentar en el proceso penal.

Así, para Rocco, la acción penal es el medio por el cual se ejerce un derecho subjetivo público de punir en manos del órgano público de acusación(23).

No obstante, esta forma de concebir la acción penal como derecho subjetivo punitivo, aunque sea calificada como pública y a pesar de las distinciones doctrinales con el derecho subjetivo privado que subyace a la acción civil, corre el riesgo de llegar a configurar el principio acusatorio casi como un equivalente pleno del principio dispositivo, produciendo los mismos efectos vinculantes, ya que si la acción interpuesta por el órgano público de acusación es el medio por el cual se ejerce el derecho de punir del Estado, el juzgador habrá de someterse totalmente a los términos de la acusación: en esta doctrina de la acción, el derecho de punir se manifiesta en una pretensión penal (pública) dirigida al juzgador, quien se debe limitar a juzgar lo justo de esta.

Por el contrario, existe una segunda tendencia que entiende que la acción penal no contiene un derecho subjetivo de castigar, sino más bien un mero derecho de acceso al proceso, un ius ut procedatur, según el cual el acusador accede al proceso e insta ante el juez a que en nombre del Estado ejercite el ius puniendi, como directa consecuencia del reconocimiento de que en el ámbito jurídico-penal el único titular del poder punitivo es el Estado-juez. El ejercicio de la acción penal por un acusador ya no se justifica como el medio por el que se reconoce una pretensión a obtener el castigo de la infracción de la norma penal(24).

A esta tendencia se le conoce como la teoría abstracta de la acción penal, y en su justificación esgrime como argumento la imparcialidad del juzgador, y no una situación o relación jurídica sustancial, privada o pública, nacida de la infracción de la norma objetiva.

La decisión de poner la función acusadora en manos de un sujeto procesal distinto del juzgador se explica en la necesidad de obtener la imparcialidad del tribunal: de esta manera queda (artificialmente) en una situación de tercero, igual como en el proceso civil (actus trium personarum).

Entonces, la imparcialidad constituye el motivo de que la acción penal recaiga en un sujeto procesal ajeno al juzgador, descartándose que la razón sea la existencia de alguna relación material entre acusador y acusado. Para tal postura, la acción concebida en estos términos es consecuencia de la negación de que exista una pretensión penal: si no hay una relación jurídico-material nacida del hecho entre acusador (público o privado) y acusado, no hay un derecho subjetivo a pedir la condena del actor, es decir, no hay pretensión punitiva.

Además, siendo esto cierto, se ha de concluir que la acción penal no tiene un contenido sustancial, sino puramente procesal o formal, y como mucho se podría decir que se identifica e individualiza con los hechos sustanciales que fundan la pretensión procesal. Los hechos en esta doctrina son el contenido que necesariamente debe ser fijado por un sujeto ajeno al órgano jurisdiccional, ya que de esa manera se impide que el que acusa sea el mismo que resuelve la acusación(25).

En caso que consideremos que la acción ejercitada por el acusador, antes que una pretensión es una exigencia del sistema para preservar la imparcialidad del juzgador, y que tiene su origen en la pura sospecha de la posible comisión de un hecho punible, se habrá de colegir que el objeto del proceso no puede estar constituido por todo el contenido de la acusación, como si fuera una pretensión punitiva, sino exclusivamente por aquella parte de su contenido que es fundamental para asegurar la posición de imparcialidad del juez, que se limita al contenido fáctico de la acusación: al hecho punible.

De esta conclusión se deriva la consecuencia de que la acusación no debiera necesariamente condicionar totalmente el pronunciamiento del juez. Esta conclusión se apoya en dos presupuestos que se implican mutuamente. Primero, la negación de la pretensión penal basada en la indisponibilidad por parte del acusador de un derecho –en realidad, un poder– que no le corresponde (acusatorio distinto a dispositivo).

Y segundo, la consideración de que la imparcialidad del juzgador se satisface con la fijación de los hechos por un sujeto ajeno al juzgador (objeto del proceso), lo cual se ve confirmado por el principio de la exclusividad estatal jurisdiccional del poder punitivo, quedando en manos del juzgador la aplicación del Derecho Penal, es decir, la determinación de la calificación jurídica y de la consecuencia penal a los hechos sometidos a conocimiento jurisdiccional(26).

Finalmente, existe una tercera tendencia que postula que en el proceso penal existe una pretensión punitiva o penal, sin reclamar la existencia de una relación jurídica material o de un derecho a obtener una condena del acusado. Así, Serra Domínguez se pronuncia esencialmente a favor de un concepto de acción como pretensión o como acto por el que se solicita una resolución favorable. Mantiene para el proceso penal la existencia de la pretensión punitiva, pero al mismo tiempo reconoce que esa pretensión no contiene un derecho subjetivo punitivo, el cual en su concepto le corresponde al Estado-juez(27).

Con anterioridad a los planteamientos de Serra Domínguez, también se había manifestado partidario de la teoría de la pretensión punitiva Fenech Navarro, quien sostenía la existencia de la pretensión punitiva (y de las contrapretensiones), e incluso su absoluta necesidad ya que sin ellas no puede haber juicio penal. Conceptualiza a la pretensión punitiva como una “declaración de voluntad en virtud de la cual se solicita la actuación del órgano jurisdiccional penal, en relación con alguna de las funciones atribuidas a este, frente a otra persona, invocando la conformidad de lo pedido con lo dispuesto en el derecho objetivo”(28). Lo que propone es sustituir la centralidad del concepto de la acción penal por el de pretensión: el objeto de la acción penal es siempre una pretensión punitiva y esta es el objeto del proceso necesario, sin el cual no podría existir el proceso mismo.

Gimeno Sendra también señala que el objeto del proceso está constituido por la pretensión punitiva. Sin embargo, en lo esencial, plantea que el órgano jurisdiccional está vinculado con el hecho punible y el sujeto acusado, considerando irrelevantes los contenidos de la pretensión punitiva relacionados con la calificación jurídica y la pena. El argumento fundamental es que “también el MF [Ministerio Fiscal], como representante de la sociedad, y el ofendido, que valoran respectivamente la lesión producida por el delito en la esfera social y en el personal o patrimonial, son partes cualificadas para señalar al tribunal el tope máximo de la individualización de la pena”, y sostenía que afirmar lo contrario supone consentir una posición “ultrarretribucionista”(29).

La posición dominante, sin embargo, consiste en considerar a la acción –penal– como un derecho formal de acceso al proceso, que opera como el cauce a través del cual se accede a la actividad jurisdiccional y se someten al juzgador unos hechos –teoría abstracta–.

Sin embargo, a pesar de que pueda surgir una adhesión a la formulación abstracta de la acción penal, esta debe darse dentro de una teoría unitaria del Derecho Procesal, razón por la cual junto a la acción se ha de admitir la existencia de la pretensión procesal no solo para el proceso civil, sino también para el proceso penal(30).

En ese sentido, han sido Guasp, Fairén y Montero los que han desarrollado proposiciones unitarias del Derecho Procesal en las cuales se separa la acción de la pretensión procesal, con naturaleza jurídica y contenido diferenciados, y que son plenamente aplicables al proceso penal.

Así, para Guasp la acción procesal es el derecho a obtener la actividad jurisdiccional o lo que es lo mismo un “derecho a pretender”. En su esquema doctrinal, el proceso no se refiere a una acción ni su contenido está determinado por esta, tampoco la decisión que pone término al proceso se refiere a aquella. De ahí que sustituya a la acción por la pretensión procesal como elemento central del Derecho Procesal sobre el cual gira el proceso(31).

Para este autor la pretensión procesal “no quiere decir otra cosa que la reclamación frente a persona distinta y ante el juez de una conducta determinada”, atribuyéndole la naturaleza jurídica de acto procesal y no de derecho. Pues bien, este acto procesal que sustancialmente se sintetiza en una reclamación de parte es el objeto del proceso. A su turno, la función del proceso consiste en la satisfacción de pretensiones, aunque se debe advertir que esta satisfacción no es “intersociológica” o “social” (en el sentido material), como aclara el autor, sino puramente jurídica. Esto quiere decir que se colma con el solo examen o decisión de la pretensión, no con su estimación, de modo que se satisface igualmente la pretensión que se estima como la que se deniega.

En cuanto a la estructura de la pretensión, sostiene que tendría tres elementos: el subjetivo, el objetivo y el de actividad.

El elemento subjetivo está constituido por la existencia de un pretensor o sujeto activo que pretende frente a alguien (el sujeto pasivo) y ante el juez –supraordinado a las partes–, a quien formula la pretensión.

El elemento objetivo consiste en el objeto de la pretensión o el objeto mediato del proceso, constituido por “un bien de la vida” que puede ser “a los efectos de su tratamiento jurídico, una cosa corporal o una conducta de otra persona”.

El elemento actividad de la pretensión se concibe como una declaración de voluntad cuya nota distintiva respecto de las demás declaraciones de voluntad estriba en su calidad o naturaleza de petición fundada.

Por otro lado, Fairén Guillén, al igual que Guasp, distingue nítidamente la acción de la pretensión procesal(32). En su concepto, la acción es un derecho público subjetivo frente al Estado en su función jurisdiccional, concretándose en el derecho de acudir a los tribunales, y que se satisface con la excitación o movimiento jurisdiccional inicial. Su naturaleza jurídica y fundamento está en el derecho cívico de petición, de raíz constitucional. A partir de ahí sostiene que este derecho le pertenece a toda persona con capacidad para ser parte.

De otro lado, como dentro de esta teoría la finalidad de la acción es la pura excitación jurisdiccional, se entiende que la interposición de la acción siempre es eficaz y logra su finalidad, ya que el órgano jurisdiccional tiene el deber correlativo de ponerse en movimiento frente a la interposición de la acción, aunque sea para declarar “que no puede proveer sobre el fondo por falta de pretensión eficaz”.

La pretensión procesal, en cambio, es definida como un acto de subordinación de un interés ajeno al propio (en el caso del proceso civil) o el acto por el que se pide que se sujete a otra persona a una pena (en el caso del proceso penal). Como se puede ver, aquí Fairén Guillén ofrece una definición de pretensión procesal adaptada al proceso penal, que difiere formalmente de la del proceso civil, aunque en ambas se está sustancialmente hablando de lo mismo, esto es, de una petición fundada.

Asimismo, para dicho autor, el origen de la pretensión procesal se basa en una realidad que podríamos calificar de sociológica, consistente en el estado de insatisfacción preprocesal, el cual justamente se puede canalizar al proceso a través de una pretensión procesal. Ahora bien, la existencia de una pretensión y de una resistencia produce un “choque intersubjetivo” que en el proceso debe ser resuelto por un juez.

Desde un punto de vista dinámico, la satisfacción procesal de la pretensión y de la resistencia otorgada por el juez “debe ser consecuente con la relación satisfacción-interés más digno de protección jurídica; esto es, debe examinar si la pretensión o la resistencia están bien fundadas (fundabilidad) y, por lo tanto, si procede acordar a favor de una u otra [de las partes] la satisfacción (proceso cognitivo); y posteriormente la actuación impuesta al satisficente por aplicación de la norma jurídica a los hechos, puede ser resignativa o forzosamente coactiva, según los casos (proceso ejecutivo)”.

Aquí se deja ver la relación que existe entre la pretensión procesal y el sustrato material y normativo (norma objetiva), punto en el que radica una diferencia fundamental con la teoría de Guasp, que es puramente procesal sin ninguna referencia al fondo o sustrato material y normativo de la pretensión.

Cerrando el círculo de autores, tenemos a Montero Aroca, quien también diferencia la acción de la pretensión(33). La acción, para él, pertenece a cualquiera con capacidad procesal, definiéndose como “el derecho de acudir a los órganos jurisdiccionales del Estado para interponer pretensiones o para oponerse a ellas”, derecho al que le atribuye rango constitucional.

Asimismo, Montero Aroca define a la pretensión como “una petición fundada que se dirige a un órgano jurisdiccional (del Estado) frente a otra persona sobre un bien de la vida”. Cuando define la pretensión como una “petición fundada sobre un bien de la vida”, se está apartando de la definición de Fairén Guillén que sostiene que “es una subordinación de un interés ajeno al propio”, debido a que, para Montero Aroca, no siempre hay en el proceso un conflicto de intereses, pero sí, en todo caso, una petición fundada sobre un bien de la vida. Así, en el ámbito del proceso penal, la pretensión –de acuerdo con la tesis de Montero Aroca– es “la petición fundada de que el interés social sea satisfecho mediante la imposición de una pena”.

Frente a este marco, compartimos la tesis de Montero Aroca, pero solamente en el extremo de su definición de la acción, mas no de su concepto de pretensión procesal aplicado al proceso penal, pues, al igual que Fairén Guillén, reduce el contenido de la petición –del Ministerio Público– a la sola imposición de una pena, cuando se trata de la petición de respuesta, que hacen las partes hacia el órgano jurisdiccional de un conjunto de intereses o expectativas que están en una relación dialéctica, y que son frutos de la presunta comisión de un ilícito penal.

En efecto, al hablar de delito debemos de pensar que detrás de ello hay una víctima y un responsable, y ambos, persiguen intereses que esperan ser amparados por la justicia penal. En palabras de Schünemann, no se trata de una mera oposición contraria al hecho, sino una oposición de intereses directa y sin restricciones jurídicas(34).

Así, la víctima tiene los siguientes intereses: a) que se imponga una sanción al responsable del delito (pretensión punitiva o de sanción), que es llevado por el Ministerio Público al órgano jurisdiccional a través del proceso penal, al afectar también el delito intereses públicos o sociales); y b) que se reparen los daños y perjuicios que ha sufrido (pretensión resarcitoria o de reparación), que la puede sustentar directamente en el proceso penal si se constituye en actor civil(35).

Por su lado, el presunto responsable tiene como interés la declaratoria de su inocencia de los cargos que se le han formulado (pretensión de absolución), o al menos, recibir una sanción atenuada (pretensión de sanción atenuada).

En ese sentido, podemos hablar de que el proceso penal es el medio por el cual se ventilará el conflicto generado por el delito, buscando hallar una solución en función a los intereses postulados, argumentados y probados.

Ahora bien, en un conflicto de intereses son, valga la redundancia, los interesados los llamados a desarrollar un rol protagónico; es decir, las partes deben construir, argumentar y fundamentar sus intereses, expectativas o pretensiones(36).

En ese sentido, nuestra posición aboga por la univocidad de un concepto de acción –sea cual sea el tipo de proceso judicial– y su diferenciación con la figura de la pretensión –cuyo contenido varía según la clase de proceso–.

En el caso concreto de la pretensión en el proceso penal, esta consiste en la postulación de un conjunto de intereses o expectativas –de sanción y de reparación– nacidas de la comisión de un ilícito penal, que es planteada por el Ministerio Público con la colaboración –que se intensifica cuando se ha constituido como actor civil– de la víctima; existiendo contrapretensiones por parte del imputado, quien busca la absolución o la atenuación de una futura y probable condena.


NOTAS:

(*) Magíster en Derecho Penal por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Doctorante en Derecho en la Universidad Autónoma del Estado de México. Docente de la Escuela Judicial del Estado de México. Miembro del Centro de Investigación en Ciencias Jurídicas, Seguridad Pública y Justicia Penal de la Facultad de derecho de la Universidad Autónoma del Estado de México. Ex fiscal adjunto superior adscrito a la Fiscalía Suprema de Control Interno (Perú).

(1) PALACIO LINO, Enrique. Derecho Procesal Civil. Tomo II, Editorial Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1969, pp. 585 y ss.

(2) De la ponencia del ex Procurador General de la República de México, Jorge Madrazo Cuéllar, bajo el título: “Independencia del Ministerio Público y su ubicación institucional: bases para un modelo adecuado de la organización del Estado” (presentada en la II Reunión Extraordinaria de la Asociación Interamericana del Ministerio Público), es útil destacar que el citado funcionario afirmó que: “En la actualidad, el Ministerio Público varía en nomenclatura y funciones en los distintos países en donde se ha instituido. Atendiendo a su origen francés ha recibido la designación de Ministerio Público. En España, como en diversos países de Iberoamérica, se le ha denominado Fiscal, Promotor Fiscal y Ministerio Fiscal”. Consignó además que: “El uso de tan diversas denominaciones obedece principalmente al propósito de acentuar algunas de las facultades que le son atribuidas frente a otras, como por ejemplo, el calificativo de Fiscal que deriva de la defensa de los intereses patrimoniales del Estado o el de Ministerio Público en el que resalta la preferencia por la investigación de los delitos”. En: Revista del Ministerio Público Fiscal, Número especial, Buenos Aires, 1999, pp. 157-166.

(3) Tal situación puede ser destacada en legislaciones como la argentina (art. 66 inc. 1 del Código Procesal Penal de Santa Fe y art. 142 incs. 1 y 2 de la ley de la Provincia de Santa Fe Nº 10.160). Se ha dicho en ese país, que su orden jurídico ha dado otro paso normativo fundamental en aras de la independencia y autonomía del Ministerio Público, esto es, la dación de su Ley Orgánica (Nº 24.946), la que consolidó la directiva constitucional y formuló el principio de unidad de la institución sin lesión a las autonomías de cada fiscal.

(4) Para Carnelutti, el Ministerio Público presenta un “aspecto ambiguo entre la parte y el juez” y lo caracteriza como parte imparcial (Cfr. CARNELUTTI, Francesco. Sistema de Derecho Procesal Civil. Tomo II, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1944, p. 52). Para nosotros, el Ministerio Público, al ser parte, no se rige por la imparcialidad, sino por el principio de la objetividad; conforme lo señala el artículo IV, numeral 2) del Título Preliminar del Código Procesal Penal de 2004; igualmente, este principio está recogido en el artículo 137 del Código de Procedimientos Penales del Estado de México del 2009.

(5) Cfr. VÉLEZ MARICONDE, Alfredo. Derecho Procesal Penal, Tomo I, Editorial Lerner, Buenos Aires, 1969, p. 253.

(6) Cfr. SAGÜÉS, Pedro Néstor. “Carrera fiscal”. En: El Derecho, Nº 106, Buenos Aires, 1984, pp. 980 y ss.

(7) Sentencia del Tribunal Constitucional recaída en el Exp. Nº 0004-2006-PI/TC, f.j. Nº 20.

(8) Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Caso De Cubber contra Bélgica, del 26 de octubre de 1984.

(9) La Exposición de Motivos del Anteproyecto de Bases para el Código Procesal Penal de España, al ocuparse de la base decimosexta, censura el parecer de quienes erigen al fiscal en custodio de la ley, rechazando una concepción distinta a la del fiscal acusador a ultranza. Al respecto, resulta ilustrativo transcribir un pasaje de la referida Exposición de Motivos, en el que se lee que: “ante el mismo indicio de delito, el Fiscal deducirá su pretensión acusatoria, teniendo ante los ojos, no su criterio personal, sino la posibilidad de una distinta valoración por el Tribunal, y por ello mantendría la acusación o llevaría su tesis acusatoria al máximo”, toda vez que “lo que la Ley quiere de ellos, es que actúen dialécticamente, no aproximándose al papel del Tribunal, de manera que ante su tesis la defensa plantee la antítesis y el Tribunal verifique la síntesis”.

(10) Se sostiene que: “(...) resulta indispensable que la Institución se desembarace de todas aquellas que no sean las de investigación y persecución de los delitos, y de vigilancia y procuración de la legalidad y constitucionalidad”. (Cfr. MADRAZO CUÉLLAR. Ob. cit., p. 157).

(11) Cfr. SERRA DOMÍNGUEZ, Manuel, “Ministerio Fiscal”. En: Nueva Enciclopedia Jurídica Seix, Tomo XVI, Editorial Ariel, Barcelona, 1978, p. 405. Al mismo tiempo, cabe destacar que el entonces Fiscal General de la Nación de la República de Colombia, Alfonso Gómez Méndez, en su ponencia acerca del tema “Técnicas de investigación del delito en la lucha contra el crimen organizado” (En: Revista del Ministerio Público Fiscal, Número especial, Buenos Aires, 1999, pp. 61-69) señala que: “La adopción de la Constitución Política de 1991, pone en marcha un nuevo sistema de investigación y juzgamiento de los delitos y crea la Fiscalía General de la Nación, entidad dotada de suficiente independencia que hace parte de la rama judicial y cuya actuación se rige por el principio de autonomía (...) corresponde a la Fiscalía General de la Nación, investigar los delitos y acusar a los presuntos infractores ante los tribunales competentes. Además, su carácter judicial le permite adoptar medidas para asegurar la comparecencia de los presuntos infractores de la ley penal”.

(12) En la ponencia del entonces Fiscal General del Estado del Reino de España, José Cardenal Fernández, titulada “Investigación a cargo de los fiscales, sistema acusatorio y organización del Ministerio Público para una instrucción eficiente”. En: Revista del Ministerio Público Fiscal, Número especial, Buenos Aires, 1999, pp. 141 - 144, se señaló que resulta indispensable: “(...) potenciar el papel del Ministerio Fiscal en el fortalecimiento del Estado de Derecho para ser más eficaces en la lucha contra la criminalidad, cuyas ramificaciones internacionales son cada día más amplias” y que “(...) la potenciación del principio acusatorio y la posibilidad de otorgar la investigación o instrucción de las causas penales al Ministerio Público constituyen el eje en torno al cual se quiere articular la reforma de las leyes procesales penales en muchos de nuestros países”.

(13) La defensa de la legalidad es concebida por algunos como una concreción del interés público y social. No ha faltado una fundamentación metajurídica de esa labor de defensa de la legalidad que al Ministerio Público incumbe. En efecto, se ha dicho que la lucha de aquel por el mantenimiento de la unidad de la legislación y de las tradiciones de la jurisprudencia, le convierten en un elemento muy importante para la dirección de la moral de la sociedad y para la formación del espíritu público y práctico de la Nación. En suma, corresponde al Ministerio Público, promover la actuación de la justicia en la defensa de la legalidad, de los intereses generales de la sociedad, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica.

(14) Circunscribiéndonos al proceso penal, el fiscal no solo ha de erigirse en garante de los derechos del sometido a enjuiciamiento sino que, además, debe desempeñar su labor en pos del establecimiento, a favor de la víctima, del equilibrio jurídico alterado como consecuencia de la infracción.

(15) Si algo parece cierto al finalizar el presente siglo, es la necesidad de elaborar una sólida conceptualización de la gestión del Ministerio Público que responda no solo a las exigencias derivadas de las transformaciones económicas mundiales y al afán universalizador de normas en el campo criminológico y procesal, sino también y sobre todo a las necesidades reales y concretas de nuestros ciudadanos y nuestros pueblos, destinatarios finales de la eficiencia o ineficiencia del sistema de administración de justicia.

(16) El Ministerio Público, como lo indica su nombre, es, en el Estado moderno, un servicio público. Significa para el órgano fiscal, actuar llenando las necesidades de sus destinatarios reales, es decir, las de la víctima, que espera se le posibilite la solución de un caso por el órgano jurisdiccional de manera pronta y cumplida; las del imputado que confía en el respeto de su persona y derechos, las de los jueces que esperan casos correctamente trazados en la investigación y el juicio, y, finalmente, las de la colectividad que aspira a un tratamiento eficiente de la criminalidad.

(17) Cfr. BIDART CAMPOS, Germán. Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino, Tomo IV, Editorial Ediar, Buenos Aires, 1995, p. 487.

(18) Cfr. BIANCHI, Alberto. “La Conveniencia de que el Ministerio Público sea un órgano del Poder Judicial”. En: Revista de Derecho Procesal, Tomo 106, Buenos Aires, 1984, p. 845.

(19) En tal sentido Zaffaroni afirma que: “(...) a nadie que detente el poder se le puede asignar la función de controlar su propio poder, porque ello implica concederle un poder ilimitado”. (Cfr. ZAFFARONI, Eugenio Raúl. “Dimensión política de un poder judicial democrático”. En: Imágenes del Control Penal. El Sistema Penal y sus agencias, Colección Jurídica y Social de la Universidad de Santa Fe, Santa Fe, 1994, p. 93. Por su parte Grondona dice que: “los controles mutuos son necesarios para la transparencia y constituyen la clave misma del sistema democrático constitucional; que nadie ejerza un poder sin que algún otro tenga derecho de controlarlo”. GRONDONA, Mariano. La Corrupción, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1993, p. 166.

(20) CAFFERATA NORES, José. Cuestiones actuales sobre el proceso penal, Editorial Del Puerto, Buenos Aires, 1997, p. 31.

(21) TOSCANI, Humberto. “El Ministerio Público entre la protección de las garantías individuales y la eficiencia en la investigación del delito”. En: Revista del Ministerio Público Fiscal, Número especial, Buenos Aires, 1999, p. 37.

(22) ITURRALDE, Norberto; BUSSER, Roberto; CHIAPPINI, Julio. Código Procesal Penal De Santa Fe, Tomo I, Editorial Rabinzal - Culzoni, Santa Fe, 1987, pp. 121-122.

(23) ROCCO, Arturo. “L’oggetto del reato e della tutela giuridica penale”: En: Opere Giuridice, Società Editrice del Foro Italiano, Roma, 1932, pp. 498-529.

(24) Así, siguen esta tendencia: GOLDSCHMIDT, James. Derecho Justicial Material, Editorial EJEA, Buenos Aires, 1959, pp. 100-113. GÓMEZ ORBANEJA, Emilio. Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, Tomo II, Editorial Bosch, Barcelona, 1951, pp. 183 y ss.

(25) Siguen esta corriente: MONTERO AROCA, Juan; ORTELLS RAMOS, Manuel; GÓMEZ COLOMER, Juan Luis; MONTÓN REDONDO, Alberto. Derecho Jurisdiccional III: Proceso Penal, 7ª edición, Editorial Tirant lo Blanch, Valencia, 1998, pp. 20-26. ORTELLS RAMOS, Manuel; RUIZ, Cámara; SÁNCHEZ, Juan. Derecho Procesal, Editorial Punto y Coma, Valencia, 2000, pp. 250-251.

(26) DEL RÍO FERRETTI, Carlos. La correlación de la sentencia con la acusación y la defensa. Estudio comparado del derecho español con el chileno. Tesis para optar el grado de Doctor en Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Valencia, 2006, p. 40.

(27) Asimismo, para Serra, el proceso penal recién se inicia en el juicio oral, dado que, para el jurista español, la instrucción –o investigación preparatoria en el sistema del CPP de 2004– es de carácter administrativo. Al respecto, consúltese: SERRA DOMÍNGUEZ, Manuel. “Evolución histórica y orientaciones modernas del concepto de acción”. En: Estudios de Derecho procesal, Editorial Bosch, Barcelona, 1969, pp. 755-779.

(28) Cfr. FENECH NAVARRO, Miguel. Derecho Procesal Penal, Tomo I, Editorial Bosch, Barcelona, 1945, p. 393.

(29) Cfr. GIMENO SENDRA, Vicente; MORENO CATENA, Víctor; ALMAGRO NOSETE, José; CORTÉS DOMÍNGUEZ, Valentín. Derecho procesal. Proceso penal, 3ª edición, Editorial Tirant Lo Blanch, Valencia, 1989, pp. 427-431.

(30) Los planteamientos doctrinarios conforme a las teorías unitarias del proceso sostienen un concepto de acción único –el mismo– tanto para el proceso civil como para el penal, sobre la base de posturas abstractas de la acción, lo cual lleva aparejada una nítida diferenciación entre la acción penal como derecho público subjetivo y la pretensión como acto y derecho concreto de petición o como declaración de voluntad.

(31) GUASP DELGADO, Jaime. La pretensión procesal, Editorial Civitas, Madrid, 1981, pp. 47-48.

(32) FAIRÉN GUILLÉN, Víctor. “La acción, el derecho procesal y el derecho político”. En: Estudios de Derecho Procesal, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1955, pp. 75-121.

(33) MONTERO AROCA, Juan et ál. Derecho Jurisdiccional I: Parte General, 10ª edición, Editorial Tirant Lo Blanch, Valencia, 2000, pp. 128-130.

(34) SCHÜNEMANN, Bernd. “La reforma del proceso penal”. En: Cuadernos “Luís Jiménez de Asúa”, N° 26, Editorial Dykinson, Madrid, 2005, p. 54.

(35) Así, el último párrafo del fundamento Nº 06 del Acuerdo, señala lo siguiente: “Por otro lado, la acusación fiscal, ante la acumulación del proceso civil al proceso penal (artículo 92 del Código Penal, –en adelante, CP–), también importa la introducción de la pretensión civil, basada en los daños y perjuicios generados por la comisión de un acto ilícito. En función a su característica singular, la acusación fiscal ha de señalar tanto la cantidad en que se aprecien los daños y perjuicios en la esfera patrimonial del perjudicado causados por el delito o la cosa que haya de ser restituida, como la persona o personas que aparezcan responsables –que han debido ser identificadas en una resolución judicial dictada en la etapa de instrucción o investigación preparatoria– y el hecho en virtud del cual hubieren contraído esa responsabilidad”.

(36) Obsérvese cómo este fundamento justifica las más importantes innovaciones en el sistema de justicia penal:a) El Ministerio Público, como interesado en fundamentar, objetivamente, su pretensión de sanción, debe de encargarse de la investigación del hecho punible, y de las resultas de la misma, decidir si formula acusación o bien un requerimiento de sobreseimiento.b) Tanto la parte acusadora, como la acusada, requieren de un instrumento metodológico que les permitan construir su versión de lo sucedido, recolectar la evidencia que requieren, depurar lo recolectado –eliminando todo vicio o defecto procesal que invaliden sus posiciones y sus evidencias–, así como, exponer sus posiciones. Este instrumento metodológico no es otro que la Teoría del caso, la cual está presente en cada fase del proceso penal, a través de las actividades mencionadas: investigación preliminar, investigación preparatoria, etapa intermedia y juzgamiento, respectivamente.c) La solución del conflicto, puede darse a través de una sentencia emitida en el marco del juicio oral, o bien, a través de mecanismos consensuados (principio de oportunidad, terminación anticipada del proceso, negociación), o bien rápidos y expeditivos.


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