Coleccion: Gaceta Penal - Tomo 184 - Articulo Numero 2 - Mes-Ano: 10_2024Gaceta Penal_184_2_10_2024

Análisis de la política criminal antiterrorista peruana a propósito de la pretensión legislativa de regular el delito de terrorismo urbano

Analysis of the Peruvian anti-terrorist criminal policy regarding the legislative intention to regulate the crime of urban terrorism

Nakin Cristian ROJAS MONTOYA*

Resumen: El autor analiza las propuestas legislativas del Congreso del Perú para incorporar el delito de “terrorismo urbano” en el Código Penal. En ese sentido, sostiene que no hay fundamento político-criminal para incorporar este delito, ya que su naturaleza carece de la finalidad política inherente al terrorismo tradicional. A través de un análisis histórico y actual del terrorismo en el Perú, el autor argumenta que las propuestas legislativas sobre el terrorismo urbano están desvinculadas de la realidad criminal, pues confunden delitos comunes, como el narcotráfico, con el terrorismo. Además, critica la instrumentalización de la percepción de inseguridad como justificación para intensificar una política criminal represiva. Concluye que esta regulación legislativa no responde a un incremento real de la inseguridad, sino que refleja un intento de sobrecriminalización que distorsiona el concepto de terrorismo y afecta los principios de racionalización del poder punitivo.

Abstract: The author analyzes the legislative proposals of the Peruvian Congress to incorporate the crime of “urban terrorism” into the Penal Code. In that sense, it maintains that there is no political-criminal basis to incorporate this crime, since its nature lacks the political purpose inherent to traditional terrorism. Through a historical and current analysis of terrorism in Peru, the author argues that the legislative proposals on urban terrorism are disconnected from criminal reality, since they confuse common crimes, such as drug trafficking, with terrorism. Furthermore, it criticizes the instrumentalization of the perception of insecurity as a justification for intensifying a repressive criminal policy. It concludes that this legislative regulation does not respond to a real increase in insecurity, but rather reflects an attempt at overcriminalization that distorts the concept of terrorism and affects the principles of rationalization of punitive power.

Palabras clave: Terrorismo urbano / Política criminal / Sobrecriminalización / Propuesta legislativa

Keywords: Urban terrorism / Criminal Policy / Overcriminalization / Legislative proposal

Marco normativo:

Constitución Política del Perú: art. 43

Recibido: 3/10/2024 // Aprobado: 6/10/2024

Introducción

Con fecha 14 de junio de 2024, la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Congreso de la República del Perú aprobó el dictamen sobre diecisiete proyectos de ley presentados por una serie de bancadas parlamentarias −Avanza País, Somos Perú, Perú Libre, Podemos Perú, Alianza para el Progreso, Unidad y Diálogo Parlamentario− así como por tres gobiernos locales (Municipalidad Metropolitana de Lima, Municipalidad Distrital de Los Olivos y Municipalidad Provincial de Huarochirí), los cuales, con ciertos matices, presentaron como común denominador la propuesta de modificación del Código Penal (Decreto Legislativo Nº 635) en orden de incorporar el delito de terrorismo urbano[1].

Así, a pesar de una serie de objeciones formuladas por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, el Ministerio Público y/o el Instituto Nacional Penitenciario en contra de la viabilidad de la mayoría de los proyectos aludidos, la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Parlamento peruano recomendó la aprobación de las propuestas legislativas referidas y, por ende, la regulación penal del delito de terrorismo urbano.

Actualmente, el debate en el pleno parlamentario sobre dichos proyectos de ley ha sido suspendido, en orden de que el dictamen aludido retorne a la Comisión de Justicia y Derechos Humanos para una nueva evaluación[2]; manteniéndose en vilo si el nuevo dictamen se decantará finalmente por recomendar la incorporación al Código Penal de este polémico delito y, con ello, si se empañará aún más la ya fragosa normativa antiterrorista nacional.

Con dicho contexto, y con el propósito de contribuir en la construcción de un “frente de resistencia” a tales pretensiones legislativas, en el presente trabajo se sustentará la ausencia de fundamento político criminal para incorporar el delito de “terrorismo urbano” e incluso para mantener o intensificar la política antiterrorista actual; sosteniendo, además, la incompatibilidad del delito de “terrorismo urbano” con los elementos constitutivos que la criminalidad terrorista ha manifestado en la experiencia nacional e internacional; haciendo un especial énfasis en su connotación política, la cual resulta consustancial a este fenómeno criminal y de la cual carece precisamente esta nueva regulación pretendida.

Para ello, como primer punto, se esbozará un breve contexto histórico –global y nacional− respecto al terrorismo moderno; en segundo lugar, se hará un análisis de las cifras de la seguridad objetiva y de la percepción de inseguridad, en orden de sustentar la utilización de esta última como pretexto para sostener la política criminal vertida en contra del “terrorismo ordinario” y, ahora, del pretendido “terrorismo urbano”; para, finalmente, enfocarse en los componentes constitutivos del terrorismo –sobre todo, en su finalidad política− así como en la deconstrucción del dictamen legislativo aludido.

Contexto histórico global y nacional del terrorismo moderno

La idea de que el crimen es consustancial al ser humano ha sido sostenida por varios autores a lo largo de la historia. Verbigracia, Thomas Hobbes argumentaba que el ser humano es inherentemente egoísta y agresivo; Durkheim (1991), por su parte, conceptualizó el crimen como un fenómeno normal de toda sociedad, de manera que, incluso aunque la sociedad estuviera formada por santos, el crimen existiría; mientras que Freud, abocándose a la psiquis, sostuvo que, al estar relacionadas con los impulsos instintivos y al conflicto entre el “ello” y el “superyó”, la agresividad y la tendencia al crimen vienen a ser parte de la naturaleza humana.

No obstante, con el terrorismo no sucede lo mismo; pues, a diferencia de los crímenes convencionales –que, por su dosis constitutiva de agresividad, fueron amalgamados a la naturaleza del ser humano y, por ende, a toda su existencia− este delito tiene una naturaleza pendular; pues, a decir de Rapoport (2004), aparece y desaparece en la historia conforme surgen acontecimientos políticos importantes; de tal manera que hay muchos periodos de la historia en los que no estaba presente el terrorismo, por la simple razón de que no se presentaban acontecimientos políticos gravitantes. En pocas palabras, el terrorismo se encuentra vinculado con la política, antes que con la naturaleza humana.

Ahora bien, la naturaleza pendular del terrorismo permite enervar el mito sobre su ahistoricidad, lo que hace necesario identificar en la historia los fenómenos sociales que, tanto a nivel global como nacional, fueron catalogados como terrorismo contemporáneo o moderno; esto en orden de ubicar al terrorismo nacional peruano dentro del contexto global.

Así, siguiendo a Rapoport (2004), es posible afirmar que el terrorismo moderno o contemporáneo comenzó en 1879 y ha continuado vigente durante los ciento veinticinco años siguientes; tiempo en el cual se han experimentado, desde un enfoque internacional, cuatro grandes oleadas[3]: la primera de ellas, la oleada anarquista (1879-1919) −surgida como ideología contradictora al poder establecido por el capitalismo industrial europeo−; la segunda, la oleada anticolonial (1919-1959) −que, inspirada en el principio de autodeterminación de los pueblos, reconocido en el Tratado de Versalles, desconocía, por ilegítimo, los gobiernos colonizadores−; la tercera, la oleada de la nueva izquierda (1959-1999) –que, inspirada en el éxito del Vietcong en contra de la fuerza militar estadounidense, abrumadoramente superior a su contrincante, esperanzó a los movimientos con tendencia comunista−; y la cuarta, la oleada religiosa (1999-actualidad) –la cual, inspirada en la energía empleada por la revolución de Irán, promovió la convergencia de la política y la religión en torno a fines terroristas–.

Ahora bien, dentro de este contexto global, resulta fácil ubicar, dentro de la tercera ola del terrorismo moderno, a las acciones terroristas del movimiento autodenominado “Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso” (1980-1999)[4], el cual, influido por las experiencias del Vietcong, y antes que estos, de China, tenía como objetivo la deposición del Gobierno, la toma del poder y la reforma radical de la estructura política, económica y social del país, sustituyéndola por un “sistema de colectivización agraria inspirado en las instituciones del Imperio Inca combinado con la estructura estatal que Mao había concebido para China en los años ’40; de tal manera que, el país sea gobernado por una dictadura compuesta por el proletariado urbano, los campesinos y la pequeña burguesía bajo la dirección del ‘Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso’” (Dreyfus, 1999, p. 9)

Una vez definido el contexto global en el cual surgió el terrorismo peruano, resulta necesario detallar el contexto de emergencia social interno vivido en el Perú, para lo cual es obligatorio remitirse al Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003), que segmenta la época del terrorismo y la lucha antisubversiva en cinco periodos, que serán especificados subsiguientemente.

El primer periodo, el del inicio de la violencia terrorista (mayo 1980-diciembre 1982), que comprende desde la primera acción cometida por el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso en Chuschi, el 17 de mayo de 1980, hasta la disposición del expresidente Fernando Belaúnde, del 29 de diciembre de 1982, respecto al ingreso de las fuerzas armadas a la lucha contrasubversiva en Ayacucho.

El segundo periodo, el de la militarización del conflicto (enero 1983-junio 1986), que abarca desde la instalación el 1 de enero de 1983 del Comando Político-Militar de Ayacucho a cargo del general Roberto Clemente Noel Moral, hasta la matanza de los penales del 18 y 19 de junio de 1986, acaecidos durante el gobierno del expresidente Alan García Pérez.

El tercer periodo, el del despliegue nacional de la violencia (junio 1986-marzo 1989), que va desde la mencionada matanza de los penales de junio de 1986 hasta el 27 de marzo de 1989 −fecha del ataque senderista, con apoyo de narcotraficantes, al puesto policial de Uchiza en el departamento de San Martín− durante el mismo gobierno de Alan García Pérez.

El cuarto periodo, el de la crisis extrema, que abarca la ofensiva subversiva y contraofensiva estatal (marzo 1989-setiembre de 1992) –que inicia inmediatamente después del asalto senderista al puesto de Uchiza y culmina el 12 de setiembre de 1992 con la captura en Lima del líder máximo, Abimael Guzmán Reinoso, durante el gobierno de Alberto Fujimori−; y, finalmente, el quinto periodo, el del declive de la acción subversiva, del autoritarismo y la corrupción (setiembre 1992-2000), que comienza con la captura de Guzmán y otros líderes senderistas y se extiende hasta el abandono del país del expresidente Alberto Fujimori[5].

Durante estos cinco periodos, el movimiento terrorista Sendero Luminoso mantuvo vigente el objetivo político de tomar el poder, sustituir el gobierno y reformar la estructura socioeconómica del Estado peruano; no obstante, por su derrota, declive e inexorable reducción –en sus miembros, logística y capacidad de acción− sus remanentes viraron sus propósitos políticos hacia objetivos lucrativos circunscritos al narcotráfico.

Pues si bien, durante la vigencia y apogeo del movimiento terrorista Sendero Luminoso, este mantuvo su finalidad política en torno a un vínculo extorsivo con los narcotraficantes y campesinos productores de coca en el Valle del Alto Huallaga[6] −a tal grado que, las fuertes sumas de dinero que recibían a cambio de brindar protección, tenían como fin el financiamiento de la subversión en el resto del país[7]−; no obstante, esta finalidad ulterior fue relegada con la derrota política y militar del senderismo.

En efecto, con la caída de Abimael Guzmán y la cúpula de su comité central, en setiembre de 1992, Sendero Luminoso implosiona; situación que se agravó un año después cuando en 1993 Guzmán felicitó ante la prensa al ex dictador Alberto Fujimori por el autogolpe de Estado y exhortó a sus militantes remanentes a finalizar la lucha subversiva y a negociar con el gobierno; generando un sisma de lo poco que quedaba de su organización en dos facciones: Sendero Negro, que manifestó su voluntad de negociar con el gobierno, y la línea PCP-Proseguir, más tarde Sendero Rojo, que continuó la lucha subversiva en el norte del Valle Alto del Huallaga (Dreyfus, 1999, pp. 21-22).

Pese a su carácter residual, esta segunda facción, cuyo vínculo con el narcotráfico permanecía, continuaba sosteniendo objetivos políticos; por lo que su organización podía, en dicho entonces, catalogarse como narcoterrorista; sin embargo, tras la captura de su líder, Óscar Ramírez Durand, alias Feliciano (el 14 de julio del 1999), la misma dejó paulatinamente de existir como una corriente del “Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso”[8], de tal manera que sus residuos tomaron su propio camino y, después, bajo el liderazgo de Víctor Quispe Palomino, alias “José”, circunscribieron su actividad criminal al narcotráfico[9].

En otras palabras, la organización criminal terrorista, autodenominada “Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso”, dejó de existir como tal hasta el año 2000; fecha desde la cual las actividades criminales de sus remanentes se han focalizado únicamente al narcotráfico –a pesar de que a veces puedan alegar proclamas subversivas con fines exclusivos de distracción y fachada−.

Y si bien en otros países como México y Colombia los grandes cárteles de droga han alcanzado un poder tal que se convierten en verdaderos actores políticos y sociales capaces de incidir en territorios determinados, utilizando la violencia como medio de modificación de las relaciones de poder –político, económico y social−, que faculte a pensar que su actividad criminal pudiera calificarse como delitos de terrorismo (Villegas, 2016), ello no sucede actualmente en el Perú, en donde las “firmas” –como se les llama a las células narcotraficantes peruanas− están desde hace décadas verticalmente integradas y subordinadas en el proceso de producción de cocaína a las organizaciones colombianas o mexicanas (Dreyfus, 1999), sin que exista una organización suficientemente poderosa que pueda utilizar medios de terror sistemático en orden de modificar las relaciones de poder.

Entonces, del recuento esbozado fluye que la criminalidad terrorista en el Perú se desarrolló dentro de la tercera oleada del terrorismo moderno global; habiendo tenido como principal protagonista al autodenominado Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso, organización criminal que tuvo la calidad de terrorista –por sostener objetivos políticos− desde 1980 hasta el año 2000, fecha a partir de la cual sus remanentes prescindieron de sus fines políticos en orden de mantener una finalidad económica circunscrita al narcotráfico.

La seguridad como pretexto político criminal

Después del recuento realizado, resulta necesario focalizarse en la política criminal antiterrorista actual, reflejada últimamente en la pretensión legislativa de incorporar el delito de terrorismo urbano y, sobre todo, en los fines de seguridad que supuestamente la inspiran, en orden de determinar si la misma constituye realmente un fin justificado o si, todo lo contrario, surge como un pretexto que se encuentra divorciado de los índices de criminalidad en la sociedad peruana.

La política criminal del Perú –al igual como ocurre en la mayoría de sus pares occidentales− considera a la seguridad como el fin perseguido y, por ende, como motivo para restringir, hasta ahogar, la libertad; pues, el objetivo de salvaguardarla surge como fundamento de las medidas represivas que se vierten en la política penal, siendo el avance punitivo su nota más vehemente (Gonzáles, 2005).

Así, el carácter fundamental que adquiere la seguridad en la política criminal repercute en el Derecho Penal, no solo a través de la generación de corrientes doctrinales –como en Alemania, “el Derecho Penal de la seguridad” o “el Derecho Penal de riesgo”−, sino también como consecuencia de la aplicación de estas a través de la elevación de la idea de seguridad a principio rector dogmático y político criminal (Gonzáles, 2005), a tal grado de erigir a la seguridad como contenido esencial de los bienes jurídicos protegidos por los diversos catálogos de delitos –como, por ejemplo, sucede con la seguridad vial, la seguridad interior, la seguridad exterior, la seguridad nuclear o simplemente “la seguridad”−; siendo esto último más evidente en los delitos de terrorismos, cuya regulación, al menos en el Perú, alega expresamente proteger a la “seguridad pública”.

Entonces, si la seguridad se erige como el principio rector dogmático y político criminal, la interrogante que surge es si los niveles de inseguridad son de una considerable dimensión que justifique – y legitime− la política criminal antiterrorista vertida en el Perú; ante lo cual se debe advertir que, si bien la seguridad o inseguridad no puede ser medida con exactitud, sí puede ser estimada desde dos enfoques; a saber, desde un enfoque objetivo, en base al análisis e interpretación de estadísticas oficiales o de victimización de la criminalidad (Torrente, 2001); o, desde un enfoque subjetivo, con base en la determinación de la percepción de la delincuencia (Torrente, 1999).

Ambos enfoques serán vertidos subsiguientemente en torno al terrorismo genuino –que, valga el pleonasmo, debe tener objetivos políticos− y, por supuesto, respecto a la criminalidad que sustenta el terrorismo urbano que se pretende incorporar.

Así, en primer lugar, respecto al terrorismo genuino, se viene señalando desde el primer acápite que el mismo concluyó en el 2000, después de la detención del líder de los remanentes de Sendero Luminoso, camarada Feliciano, y el consecuente prevalimiento de sus objetivos vinculados al narcotráfico, en vez de sus otrora propósitos políticos que, hoy en día, son única y episódicamente utilizados con fin de camuflar su verdadero y exclusivo fin lucrativo, el del tráfico de drogas.

Ante lo cual, es necesario realizar una importante advertencia respecto al sistema penal peruano, cuyos agencias, lejos de erigirse como víctimas de la estrategia de camuflaje descrita, la asimilan con complacencia, en orden de mantener un discurso de “lucha contra el terrorismo”, que no solo le permite mantener una legislación penal de excepción en las zonas afectadas por el narcotráfico; sino que, además, le permite contar con narrativas de etiquetamiento terrorista (llamado “terruqueo”) en contra de la disidencia política –e incluso de la protesta ciudadana[10]− en orden de legitimar su sobrecriminalización primaria, segundaria y terciaria.

Es por ello que se debe evitar interpretar como terrorismo genuino las estadísticas oficiales del sistema penal peruano, que den cuenta de “criminalidad terrorista” acaecida con posterioridad al año 2000, las cuales, por conveniencia política respecto al fraude de etiquetas alertado (“terroristas” en vez de “narcotraficantes”), distorsionan la realidad considerando como “terrorismo” actuaciones propias del narcotráfico puro y duro.

Entonces, conscientes de este fraude de etiquetas utilizado por los remanentes actuales de Sendero Luminoso, con aquiescencia del sistema penal peruano, es posible concluir, desde un enfoque objetivo, que en la actualidad no existe presencia de una criminalidad terrorista genuina en el Perú, cuestión que se replica incluso considerando la distorsión del fraude de etiquetas descrito sobre las cifras oficiales, las cuales dan cuenta de una presencia claramente exigua.

En efecto, la información registrada por la Dirección General de Inteligencia y la Oficina de Planeamiento y Estadística del Ministerio del Interior, respecto a las acciones terroristas registradas en el Perú, según departamento, entre los años 2013 y 2022, demuestran que incluso en la versión oficial del Estado peruano –sesgada por el fraude de etiquetas alertado− existe una exigua y decreciente cantidad de dicho tipo específico de criminalidad, en comparación con el total de criminalidad registrada por el Instituto Nacional de Estadística e Informática (verbigracia, se han registrado 336 “acciones terroristas” entre los años 2020-2022, de un total de 1 221 471 denuncias por delitos en el mismo periodo), a tal grado que, desde el año 2017 solo se registraron “acciones terroristas” en cinco de los veinticuatro departamentos del país (Huancavelica, Ayacucho, Cuzco, San Martin y Junín); tal como fluye de las gráficas subsiguientes:

Cuadro N° 1: Perú- principales indicadores de seguridad ciudadana 2016-2021 y Enero-Noviembre 2022

Entonces, es posible concluir que, desde un enfoque objetivo –complementado con un análisis contextual histórico−, no existe desde el año 2000 presencia de un terrorismo genuino que genere un contexto de inseguridad y que, si bien, las estadísticas oficiales del Estado peruano se encuentran distorsionadas por un fraude de etiquetas que califica como terroristas a acciones propias del narcotráfico, las mismas no dejan de dar cuenta de una exigua y decreciente presencia de supuestas acciones terroristas entre los años 2020 y 2022 en comparación con la totalidad de criminalidad registrada a nivel de denuncias.

Ahora bien, en cuanto a la determinación de la inseguridad desde un plano subjetivo –esto es respecto a la percepción de la inseguridad relativa al terrorismo genuino− se debe advertir nuevamente el fraude de etiquetas descrito supra, el cual, inevitablemente, distorsiona la percepción de la población, la cual tendrá una apreciación de inseguridad atribuida a actos de terrorismo (de acuerdo al discurso oficial del Estado), cuando estos, en la realidad, corresponden a actos propios del tráfico de drogas; por lo que la percepción que pueda generarse se encuentra contaminada desde su origen.

Sin perjuicio de dicha advertencia, se procederá a analizar las estadísticas vinculadas a la percepción de inseguridad; respecto a las cuales, si bien no existe cifras desagregadas, que estimen específicamente la percepción de inseguridad vinculada a la criminalidad terrorista; no obstante, serán útiles las estadísticas que nos den luz respecto a la percepción de inseguridad, en general, de la población de las ciudades ubicadas en los departamentos que, de acuerdo a los registros analizados supra, tuvieron los últimos años presencia de “actividad terrorista”; esto es, respecto a las ciudades de los departamentos de Huancavelica, Ayacucho, Cuzco, San Martín y Junín, cuyos niveles de inseguridad subjetiva aparecen en los siguientes gráficos:

De las cifras mostradas aparece que las poblaciones de las ciudades de los departamentos que, entre los años 2020-2022 presentaron “acciones terroristas”, cuentan con porcentajes de percepción de inseguridad comunes en cierta medida. Así, soslayando a San Martín, que presenta un muy bajo porcentaje (46,7 - 69), el resto de los departamentos involucrados, o tienen altos porcentajes de percepción de inseguridad, como son Junín, Cuzco y Huancavelica (80,0 - 94,3), o presentan porcentajes medios, como sucede con Ayacucho (70,0 - 79,9).

Con lo expuesto hasta ahora es posible concluir dos colofones importantes respecto al terrorismo genuino −político−: primero, que no existe, desde el plano objetivo, un contexto de inseguridad generado por este tipo de criminalidad; pues, si bien las estadísticas oficiales del Estado peruano se encuentran distorsionadas por un fraude de etiquetas que califica como terroristas a acciones propias del narcotráfico, las mismas no dejan de reflejar una exigua y decreciente presencia de supuestas acciones terroristas entre los años 2020 y 2022 en comparación con la totalidad de criminalidad registrada a nivel policial; y, segundo, que, desde un plano subjetivo, existe un regular o alto porcentaje de percepción de inseguridad en cuatro de los cinco departamentos con presencia de “acciones terroristas”, lo cual, lejos de tener un fundamento objetivo –que no existe−, puede encontrar explicación en el fraude de etiqueta advertido, que inexorablemente influye en la percepción ciudadana, más aún si esta puede ser robustecida por los medios de comunicación y grupos de presión que repliquen dicha distorsión.

Ahora bien, analizados objetiva y subjetivamente los niveles de inseguridad respecto al terrorismo genuino; resulta ahora necesario realizar el mismo ejercicio, pero respecto a la criminalidad urbana, la cual si bien genera cifras de acuerdo a la regulación de sus propios tipos penales actuales, no obstante, su estudio permitirá determinar si su incidencia objetiva o subjetiva en los niveles de inseguridad actual justifica la incorporación del “terrorismo urbano” como un tipo penal que los comprende y sobrecriminaliza.

Así, desde el enfoque objetivo, se analizará la variación de la criminalidad urbana durante los últimos dos años (enero 2022-junio 2024) −haciendo un énfasis específico en el robo, secuestro y extorsión− en orden de determinar si objetivamente existe un incremento considerable en sus cifras de ocurrencia que justifiquen su sobrecriminalización; para lo cual se recurrirá a estadísticas de victimización, por tener estas una menor cifra negra que la de los registros oficiales de las distintas agencias del sistema penal[11]. Al respecto, resultan ilustrativos los siguientes gráficos:

En el gráfico mostrado aparecen índices de criminalidad urbana regulares que no superan el 30 % y que, desde enero de 2022 hasta enero de 2024 ha mantenido, en esencia, un porcentaje de ocurrencia similar. Así, si bien en dicho periodo ha existido un incremento de la criminalidad urbana nacional desde enero del 2022 (23,2 %) a enero del 2024 (27,7 %), dicho aumento no llega a tener una cuantía significativa, alcanzando solamente 4,3 % de ocurrencia adicional.

Escenarios similares suceden con la criminalidad urbana en las principales ciudades de 20 000 a más habitantes, en donde el incremento de su porcentaje es también de 4,3 %, cuantía que, como repetimos, no implica un incremento considerable, a tal grado que el porcentaje de criminalidad urbana que se tiene en dichas ciudades en enero del 2024 (29,7 %), respecto al año anterior, enero del 2023 (30 %), representa incluso una reducción de la criminalidad; cuestión última que se aprecia mejor en el siguiente gráfico:

En efecto, de este grafico fluye que, a nivel nacional, el último año (enero-junio 2023/ enero-junio 2024) el porcentaje de criminalidad urbana prácticamente se ha mantenido (27,1%-27,7 %); y que, incluso, en Lima Metropolitana y el Callao (territorio que concentra la gran mayoría de población del país14) ha disminuido en 4,5 %.

Entonces, de las gráficas expuestas se puede colegir que, en estos dos años, a pesar de una fluctuación ligera (progresiva o regresiva), los índices de criminalidad urbana han sido regulares y, por ende, no han reflejado un incremento relevante que permita afirmar objetivamente el incremento de la inseguridad; colofón que se robustecerá cuando se aprecien a continuación cifras de victimización estratificadas por los delitos de robo, secuestro y extorsión –ello, por ser tres de los tipos penales comprendidos en el dictamen legislativo que pretende regular al “terrorismo urbano”−, así como por delitos cometidos con arma de fuego –medio comisivo que, por su peligrosidad, agrava la mayoría de delitos recogidos por dicho dictamen−.

Efectivamente, con estas estadísticas estratificadas por los delitos de robo, secuestro y extorsión se puede concluir nuevamente niveles regulares entre enero-junio de 2022 y enero-junio de 2024; pues, a pesar de una fluctuación ligera (progresiva o regresiva), los índices de criminalidad por estos ilícitos penales han sido, en esencia, constantes y, por ende, no han reflejado un incremento relevante que permita afirmar objetivamente el incremento de la inseguridad; conclusión que se robustece cuando se aprecia los índices de victimización respecto a delitos cometidos por arma de fuego, cuyo porcentaje desde enero-junio de 2022 (11.4 %) si bien se elevó ligeramente para enero-junio de 2023 (13 %), no obstante, se redujo para enero-junio de 2024 (9.5 %), confirmándose así la regularidad de los niveles de este tipo de criminalidad y, por ende, la ausencia de un incremento objetivo de inseguridad.

Dicho esto, corresponde ahora determinar los niveles de inseguridad desde un plano subjetivo – respecto a la percepción de inseguridad relativa a la “criminalidad urbana” en los próximos doce meses−, dentro del marco temporal hasta ahora analizado (enero-junio 2022/ enero-junio 2024), tal como se expone en el esquema subsiguiente:

De las cifras presentadas fluyen elevados índices de percepción de inseguridad a nivel nacional urbano, tanto en enero-junio de 2022 (85.6 %), en enero-junio de 2023 (82,6 %) y en enero-junio de 2024 (86.1 %); pues, si bien existe una ligera variación en los tres semestres móviles señalados, no obstante, se mantiene la constante de que de 100 peruanos mayores de 15 años más de 80 tienen una elevada percepción de inseguridad para los próximos doce meses; índices que contrastan claramente con las cifras objetivas desarrolladas líneas supra; pues, mientras que, en el mismo intervalo, menos del 30 % de peruanos que habitan en áreas urbanas afirman haber sido víctimas de algún delito, más del 80 % afirma sentirse inseguro; evidenciándose, así, que más del 50 % de peruanos que viven en zonas urbanas se sienten inseguros a pesar de no haber experimentado nunca victimización por algún crimen.

Con lo expuesto hasta ahora es posible esbozar dos colofones importantes respecto a la base factual que justificaría la regulación del terrorismo urbano –esto es la “criminalidad urbana”−: primero que no existe, desde el plano objetivo, un contexto de inseguridad reciente generado por este tipo de criminalidad; pues, si bien se presenta una ligera fluctuación porcentual durante este intervalo temporal –regresiva o progresiva− no existe un incremento considerable que permita afirmar objetivamente el acrecentamiento de la inseguridad ; y, segundo, que desde un plano subjetivo, si bien se encuentra un elevado porcentaje de percepción de inseguridad (más del 80 % de peruanos habitantes de zonas urbanas), el mismo carece de un fundamento objetivo (en un 50 % que, a pesar de percibir inseguridad para los próximos doce meses, nunca ha sido víctima de algún crimen), lo cual puede encontrar explicación en la alarma generada por las propuestas legislativas, como la analizada, y en la actuación de los medios de comunicación que sobredimensionan las cifras de la criminalidad urbana.

En síntesis, resulta oportuno concluir lo siguiente: primero, que, en cuanto al “terrorismo genuino” –político−, no existen índices objetivos de inseguridad (pues desde el año 2000 su ocurrencia es prácticamente nula), pero sí un regular o alto porcentaje de percepción de inseguridad en cuatro de los cinco departamentos con presencia de “acciones terroristas”; y, segundo, que, con respecto a la criminalidad urbana –que sustenta la pretensión legislativa de incorporar como delito al “terrorismo urbano”− si bien existen cifras objetivas de victimización, las mismas no demuestran un crecimiento reciente considerable que permita afirmar una intensificación relevante de inseguridad, panorama que contrasta con los índices de percepción de inseguridad, los cuales, por su elevado porcentaje, resultan evidentemente desproporcionales respecto a la realidad objetiva.

Ahora bien, si los niveles objetivos de criminalidad –tanto respecto al “terrorismo genuino”, como a la criminalidad urbana que sustenta el pretendido “terrorismo urbano”− no justifican mantener (o por lo menos endurecer), respecto al primero, una política criminal antiterrorista (que por esencia deber ser excepcional) o incorporar al catálogo de delitos, respecto al segundo; entonces, la pregunta que se cae de madura es: ¿pueden los índices elevados de inseguridad subjetiva –o de percepción de inseguridad− que existen respecto a estas formas de criminalidad justificar su sobrecriminalización?

La respuesta contundente es que no, pues, reconociendo que la tarea del Derecho Penal es la racionalización del poder punitivo y que, precisamente, los axiomas de esta racionalización dimanan del modelo de Estado social, constitucional y democrático de derecho, entonces la política criminal reflejada en la legislación antiterrorista genuina o en la pretensión legislativa de incorporar el terrorismo urbano no debe contradecir el contenido de los principios que devienen de cada una de las dimensiones de dicho modelo estatal.

En dicha línea, si la Constitución Política peruana reconoce un modelo de “Estado social”[12], entonces su política criminal tendrá legitimación solo en cuanto proteja a la sociedad. En sentido contrario, perderá su justificación si su intervención se demuestra innecesaria (Mir, 2011).

Así, dos de los principios dimanados del modelo de Estado social son el de exclusiva protección de bienes jurídicos y el de lesividad, los cuales condicionan la intervención del poder punitivo a la existencia objetiva de una amenaza de lesión o de peligro para determinados bienes jurídicos, de tal manera que, el Estado se encuentra impedido de amenazar con una pena conductas que no lesionen o pongan en peligro a dichos bienes (Fernández, 1994).

Por lo que, si la Constitución peruana establece el modelo de Estado social, entonces, en respeto a los límites de exclusiva protección de bienes jurídicos y de lesividad, la política criminal que vierta (reflejada para este caso, en la legislación antiterrorista genuina o en la pretensión legislativa de incorporar el terrorismo urbano) no puede sustentarse en la existencia de indicadores meramente subjetivos de inseguridad –como son las cifras de percepción de inseguridad−; sino que resulta estrictamente necesaria la presencia de índices objetivos que evidencien la existencia real de una amenaza de lesión a los bienes jurídicos protegidos; no obstante, al ser actualmente ausentes (en cuanto al terrorismo genuino) o no significativos (en cuanto a la criminalidad urbana propia del “terrorismo urbano”), carecen de la aptitud necesaria para justificar la política criminal vigente –en cuanto al primero− o pretendida –en cuanto al segundo–.

De lo expuesto fluye que la alegada inseguridad no está siendo más que un pretexto para justificar la política criminal bajo análisis; no obstante, este pretexto no es gratuito o fortuito, pues, si bien carece de una legitimación jurídica –desde el plano normativo− sí cuenta con una explicación política –desde el plano fáctico del poder económico y político−.

Y es que el poder económico y político se vierten en consonancia al pensamiento hegemónico del mundo contemporáneo, que no es otro que el pensamiento neoliberal y las premisas de la globalización económica –del cual el Perú no es ajeno−; doctrina que, a decir de Gonzáles (2005), ha llevado a los Estados afines a estas premisas, a abandonar casi por completo la protección de ciertas áreas de la seguridad, como la seguridad colectiva, la seguridad ambiental, la planificación territorial, los accidentes laborales, la seguridad vial, el transporte aéreo, entre otros que, en esencia, colisionan con la desregulación económica preferida por las premisas neoliberales; enfocando, más bien, su atención en la seguridad contra el terrorismo y en la seguridad ciudadana; sin que ello implique una preocupación por la prevención de estos ataques, que requiere políticas educativas y sociales orientadas a abordar problemas como la pobreza, el analfabetismo y la desigualdad; en lugar de eso, se enfoca únicamente en la represión y sobrecriminalización, así sea meramente simbólica, pues esta es la estrategia más sencilla, económica y esquiva al cuestionamiento de los fallos estructurales del sistema y de sus responsables.

Esta es la razón por la que resulta más sencillo atribuir todos los problemas estructurales a un “enemigo común”; pues, antes de verter políticas sociales que reduzcan brechas socioeconómicas y conjuren la desigualdad estructural, el Estado prefiere valerse de una política criminal maniqueísta en la que el etiquetado como terrorista (trasuntado ahora a la criminalidad urbana) funja de chivo expiatorio de las taras socioeconómicas que en el país abundan.

En conclusión, la política criminal objeto de estudio si bien encuentra una explicación desde la dimensión del poder económico y político –regido por las premisas del modelo hegemónico neoliberal−, carece de legitimación jurídica –por contravenir el modelo social y democrático de derecho que tiene el Estado peruano−; por lo que, al ser la tarea del Derecho la racionalización del poder y, específicamente, del Derecho Penal la racionalización del poder punitivo, entonces la tarea de los penalistas –que creen en dicho modelo constitucional− no es otra que la ya anunciada en las primeras páginas de este trabajo, esto es contribuir en la construcción de un “frente de resistencia” a la política criminal avasalladora de sus límites constitucionales, como las reflejadas precisamente en las legislaciones y pretensiones legislativas objeto de estudio.

El análisis desarrollado hasta ahora ha permitido apreciar que la conjuración de la inseguridad se erige como pretexto de una política antiterrorista con pretensiones a todas luces sobrecriminalizadoras; la cual no solo colisiona con los límites constitucionales propios de un Estado social; sino que, también, agrava la ya fragosa conceptualización jurídica que el terrorismo tiene en la actualidad; cuestión que precisamente será abordado en el acápite siguiente.

COMPONENTES DEFINICIONALES DEL TERRORISMO EN TORNO A LA DECONSTRUCCIÓN DEL MAL LLAMADO TERRORISMO URBANO

Se dice que “en la noche todos los gatos son pardos”, haciendo alusión a que, ante la falta de claridad, se hace más difícil distinguir las cualidades de las personas o cosas; cuestión que acaece en el tema objeto de estudio; pues, la falta de claridad conceptual del delito de terrorismo hace más complicado identificar y distinguir jurídicamente sus elementos constitutivos; generando el peligro de que otras formas de criminalidad sean calificadas como terroristas, tal como en efecto sucede con la pretensión legislativa de crear el delito de terrorismo urbano.

La complejidad para identificar jurídicamente un acto de terrorismo en el Derecho Penal peruano no solo fluye de la vaga regulación en la Ley N° 25475 −verbigracia, están los gaseosos elementos típicos de su artículo 2, como “cualquier otro medio capaz de causar estragos”, la “grave perturbación de la tranquilidad pública”, o la “seguridad de la sociedad y del Estado”−; sino también de la indeterminación de su concepto en el ámbito internacional.

Pues, en efecto, no existe un concepto de terrorismo aceptado por la comunidad internacional; debido, en esencia, a la heterogeneidad de la sociedad mundial −un condicionamiento que influye no solo en la elaboración de un tipo penal internacional, sino, especialmente, en su legitimidad y eficacia−. Ello ha generado que, si bien existan dieciséis instrumentos jurídicos universales y cuatro enmiendas contra el terrorismo internacional, referidos a actividades terroristas específicas, no exista ningún concepto jurídico de terrorismo que uniformice la legislación internacional y de luces a las legislaciones internas (Pérez, 2019).

Esta indefinición –nacional e internacional− resulta especialmente grave, no solo por su colisión con las garantías del principio de legalidad; sino, también, porque bajo el pretexto del terrorismo, se justifica un tratamiento más severo tanto en términos sustantivos, procesales, como penitenciarios, que a menudo reemplaza la razón jurídica por la razón de Estado, convirtiendo a la legislación en una especie de “estado de excepción no declarado” (Villegas, 2016, p. 141).

Precisamente, dada la indefinición jurídica de terrorismo, se corre el riesgo de que el estado de excepción no declarado, propio de la política criminal antiterrorista, se extienda hacia cualquier forma de criminalidad, tal como viene acaeciendo en el Perú con la pretensión legislativa de incorporar el mal llamado terrorismo urbano; evidenciándose, de esta manera, la necesidad de avocarse a definir jurídicamente este tipo de criminalidad.

En respuesta a esta necesidad de conceptualización surgen dos modelos de tratamiento jurídico penal del terrorismo; a saber, el modelo objetivo (minoritario) y el modelo mixto subjetivo-objetivo (mayoritario).

En primer lugar, el modelo objetivo define al terrorismo por la pertenencia del sujeto activo a una organización terrorista y por la realización de delitos comunes graves, soslayando a un segundo orden a la finalidad (Gonzáles, 2005). Este modelo considera que la organización criminal es el concepto dogmático nuclear, pues “solo la organización está en condiciones de desplegar los medios típicos y de plantear la proyección estratégica exigida por la definición típica” (Cancio, 2010, p. 261); debiendo dejar en claro que, para este modelo, dicha organización podrá ser terrorista cuando persigue la comisión de delitos graves –como, por ejemplo, homicidio, asesinato, secuestro, lesiones, atentados contra medios de transporte, destrucción de edificios, incendios graves, etc.− (Villegas, 2016). Un ejemplo de asunción de este modelo se encuentra en el artículo 29 del Código Penal alemán.

Por otro lado, el modelo mixto subjetivo-objetivo pone énfasis en requerir expresamente una finalidad: intimidar a la población, subvertir el sistema democrático o la alteración grave del orden público (Gonzáles, 2005). Países como España, Brasil, México o Italia asumen este modelo. Por ejemplo, el Código Penal italiano, en su artículo 270 bis, tipifica el delito de terrorismo recogiendo, por un lado, el elemento típico de organización terrorista, y, por otro lado, la finalidad política −fines de terrorismo internacional o de subversión del orden constitucional− (Villegas, 2016).

Expuestos ambos modelos, corresponde tomar postura respecto a los elementos constitutivos del delito de terrorismo, en orden de construir una formulación típica que permita racionalizar el poder punitivo a fin de impedir que su política criminal antiterrorista termine asemejándose a la de un conflicto bélico y, lo que es peor, termine extendiéndose a otros tipos de criminalidad.

Para ello, si bien se asumirá el modelo subjetivo-objetivo; dicha asunción no implica una renuncia a esbozar un “concepto jurídico funcional del terrorismo”[13] que se adecúe al sistema legal peruano y, sobre todo, a la experiencia histórica que este tipo de criminalidad ha tenido en el país.

En efecto, para los fines de este trabajo, se sustentará un modelo subjetivo-objetivo, que, desde un punto de vista de lege ferenda, combina dos elementos objetivos, relativos a la pertenencia del sujeto activo a una organización terrorista –como elemento estructural− y a la comisión de delitos graves con aptitud para causar terror en la población –como medio comisivo− con un elemento subjetivo relativo a la finalidad política de subversión del orden constitucional democrático.

Es así que, para determinar el contenido de cada uno de estos elementos constitutivos resulta obligatorio partir del bien jurídico protegido por este ilícito, que también desde una visión de lege ferenda debe prescindir de las fórmulas genéricas y totalizadoras de la “seguridad” o “paz pública” y referirse más bien al orden constitucional democrático, entendido como “la garantía constitucional de manifestarse a través de los cauces legales y materiales de participación democrática” (Villegas, 2016, p. 160), que no es otra cosa que el ejercicio normal y sistemático de los derechos fundamentales propios y de los causes institucionales que el Estado reserva eficientemente para su salvaguarda.

Dicho bien jurídico no hace otra cosa que juridificar y precisar los contenidos que se les daba a las obsoletas e indeterminadas fórmulas de “paz” o “tranquilidad pública” −como sucedía expresamente cuando el delito de terrorismo se encontraba en el capítulo II del Título XIV del Código Penal peruano, relativo a los delitos contra la tranquilidad pública[14]−; fórmulas que, lejos de contener un fundamento constitucional propio del modelo de Estado democrático que se tiene (artículo 43 de la Carta Magna[15]), esbozaban, más bien, planteamientos defensivos del mero estatus gubernamental.

Entonces, es precisamente la función teleológica de dicho bien jurídico[16] la que permite sustentar cada uno de los elementos constitutivos del delito de terrorismo propuestos.

Así, en primer lugar, resulta necesario que el ilícito penal sea cometido en el marco de una organización criminal, con cada uno de sus elementos establecidos, por ejemplo, en el artículo 2 de la Convención de Palermo −estructura, permanencia, estabilidad y fin delictivo (para este caso, la comisión de actos terroristas )−, de tal manera que el sujeto activo deberá tener conexiones con la organización central −aunque sea como cédulas conformantes de una red−; pues, solo el soporte estructural y la acción sistemática de una organización criminal tendrán la aptitud para poner en peligro real el orden constitucional democrático.

Es por ello que parte de la doctrina se esfuerza en plantear como elemento constitutivo del delito de terrorismo a la organización criminal, incluso con una estructura extraordinariamente densa –considerable nivel de jerarquía, permanencia y recursos−, que permita precisamente poner en peligro real el orden constitucional del Estado (Cancio, 2010).

Y si bien, algunas otras legislaciones reconocen la posibilidad de que exista un terrorismo individual al margen de una organización –verbigracia, la legislación española, cuya Ley Orgánica 2/2015, del 30 de marzo, elimina de los tipos específicos de terrorismo toda referencia expresa al elemento estructural u organizativo−, ello lo hacen con base en experiencias de atentados individuales o no asociados como, por ejemplo, los “lobos solitarios” del yihadismo, casuística que, de acuerdo a la experiencia peruana y al contexto histórico analizado supra, nunca se han presentado en este país, en donde la actividad terrorista se ha encontrado siempre vinculada a una organización criminal como fue Sendero Luminoso o el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru).

Por lo que, tanto de una interpretación conforme al bien jurídico protegido, como a la experiencia propia del Perú, resulta necesario que una acción terrorista, para ser tal, sea realizada en el marco de una organización criminal; más aún si la consideración de este elemento objetivo “permitirá distinguir al terrorismo de la violencia social o de la violencia espontánea no organizada con finalidad política” (Villegas, 2016, p. 163), por ejemplo, la correspondiente a protestas estudiantiles, laborales y sociales en general, cuestión que resulta manifiestamente útil en un país con niveles considerables de injusticia social y de represión estatal como es el Perú.

El segundo elemento objetivo es la comisión de delitos comunes graves con aptitud para causar terror en la población, como medio comisivo para lograr el fin trascendente que es la subversión del orden constitucional democrático. En efecto, el catálogo de delitos que el tipo penal considere pertinentes deberá significar un acto de violencia de tal intensidad que, por su naturaleza o contexto, pongan en peligro concreto el orden constitucional democrático –por ejemplo, la comisión de homicidio, asesinato, secuestro, lesiones, atentados contra medios de transporte, destrucción de infraestructura de servicios públicos, destrucción de edificios, destrucción de material electoral, incendios graves, etc.−

En dicha línea, el Tribunal Constitucional del Perú, en el Expediente N° 00005-2020-PI, ha dejado en claro que, precisamente, el medio comisivo para socavar las bases del Estado democrático es el terror y zozobra en la población (fundamento jurídico N° 84); lo mismo que el Tribunal Constitucional español, el cual desde la STC 199/1987 viene manteniendo una constante jurisprudencia que destaca como medio comisivo el empleo de medios destructivos idóneos para atemorizar a la población con tal intensidad, que pueda considerarse que se impide el normal ejercicio de los derechos fundamentales (Gonzáles, 2005).

Ahora bien, es necesario advertir que el terror en la población no debe ser entendido como un elemento subjetivo –es decir, como una finalidad del sujeto agente−, sino que el mismo debe ser trasuntado a la idoneidad de los concretos delitos realizados por el autor. En pocas palabras, los medios deben tener una idoneidad ex post para causar terror o zozobra en la población, adquiriendo esta cualidad un carácter meramente objetivo –pues, solo podrá dimanar de los delitos concretos cometidos por el sujeto agente, así como del contexto y circunstancias que rodearon al mismo−. Entender lo contrario (es decir, atribuir al miedo un carácter subjetivo) implicaría “una ‘psicologización’ del concepto de terrorismo y, por ende, una carta abierta para la discrecionalidad y consecuente inseguridad jurídica” (Villegas, 2016, pp. 149-150).

En conclusión, el terror o la zozobra de la población se amalgama con la comisión de delitos comunes concretos, en orden de erigirse como el segundo elemento objetivo del delito de terrorismo –medio comisivo−; el cual, como se ha anticipado línea arriba, deberá tener como finalidad trascendente la subversión del orden constitucional democrático.

En efecto, la dimensión subjetiva de este injusto se encuentra conformado por la finalidad del sujeto agente de subvertir −socavar o debilitar− el orden constitucional democrático; propósito que, al corresponder tan íntimamente con el bien jurídico protegido, se erige como el elemento constitutivo que, por antonomasia, caracteriza a este delito y permite distinguirlo de otras formas de criminalidad.

Pues, como refieren Fernández y Gonzáles (2008):

(…) el terrorismo es violencia política, esto es, el ejercicio de violencia como mecanismo para hacer efectivos unos determinados objetivos políticos (…) y esa violencia se manifiesta mediante la comisión de delitos comunes que resultan cualificados precisamente por la finalidad política por la que se han realizado, no puede renunciarse a dicho elemento, ni a la hora de definir el terrorismo, ni a la de plasmarlo legislativamente. (p. 47)

En otras palabras, el terrorismo tiene su propia particularidad, que por antonomasia caracteriza a este delito, que no es otra que la búsqueda de la alteración, destrucción o sustitución del orden constitucional democrático; siendo, precisamente, esta finalidad política la que permite diferenciar al terrorismo de otros tipos de criminalidad, como por ejemplo el crimen organizado, que tiene una mera finalidad lucrativa; pues, por más que el terrorismo necesite de recursos financieros para sostener su actividad, los mismos se erigen como uno de los medios por los cuales la actividad terrorista puede ejercerse y no como una finalidad ulterior de lucro. Y es que el terrorismo rechaza abiertamente la autoridad estatal, colocándose fuera del marco legal, mientras que el crimen organizado se desenvuelve dentro del sistema, aparentando aceptar los principios del Estado de derecho con el fin de lograr sus objetivos financieros sin confrontar directamente al Estado (Villegas, 2016).

Ahora bien, habiendo establecido los elementos constitutivos propios del concepto jurídico del terrorismo –y al componente político como su elemento consustancial y diferenciador− conviene analizar, como paso previo, la definición de terrorismo que realiza la legislación peruana vigente (Decreto Ley N° 25475) y, sobre todo, la regulación de terrorismo urbano que pretende el dictamen legislativo que ha motivado el presente estudio.

En cuanto a lo primero, el artículo 2 del Decreto Ley N° 25475 realiza la siguiente descripción típica de terrorismo:

El que provoca, crea o mantiene un estado de zozobra, alarma o temor en la población o en un sector de ella, realiza actos contra la vida, el cuerpo, la salud, la libertad y seguridad personales o contra el patrimonio, contra la seguridad de los edificios públicos, vías o medios de comunicación o de transporte de cualquier índole, torres de energía o transmisión, instalaciones motrices o cualquier otro bien o servicio, empleando armamentos, materias o artefactos explosivos o cualquier otro medio capaz de causar estragos o grave perturbación de la tranquilidad pública o afectar las relaciones internacionales o la seguridad de la sociedad y del Estado, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de veinte años.

Como se puede apreciar, la ley citada asume un modelo de regulación jurídico penal objetivo, regulando los siguientes elementos constitutivos del delito de terrorismo: primero, regula el “estado de zozobra, alarma o temor en la población o parte de ella” como resultado del medio comisivo; segundo, establece como este medio comisivo de primer orden una serie de delitos comunes genéricamente expuestos (“actos contra la vida, el cuerpo, la salud, la libertad y seguridad personales o contra el patrimonio, contra la seguridad de los edificios públicos, vías o medios de comunicación o de transporte de cualquier índole, torres de energía o transmisión, instalaciones motrices o cualquier otro bien o servicio”) y, finalmente, establece los medios comisivos de dichos delitos comunes, en los cuales objetiviza a la finalidad política del delito a través de la idoneidad de estos medios de segundo orden (“empleo de armamentos, materias o artefactos explosivos o cualquier otro medio capaz de causar estragos o grave perturbación de la tranquilidad pública o afectar las relaciones internacionales o la seguridad de la sociedad y del Estado”).

Entonces, si bien, el modelo es sobre todo objetivo, no deja de lado la finalidad política del delito de terrorismo, a tal grado que la recoge, pero, objetivizándola en la idoneidad de sus medios de segundo orden; valiéndose así de una fórmula acertada, pues, en vez de psicologizar la tipificación de este delito, se focaliza en comprobar la capacidad ex post de los medios utilizados para afectar la seguridad del Estado, la sociedad y las relaciones internacionales –que se erigen, precisamente, como el sustrato político de este ilícito penal−.

Por otro lado, en cuanto al pretendido terrorismo urbano, el dictamen legislativo aludido propone la siguiente definición típica:

El que provoque o realice actos típicos que deben concurrir en dos o más delitos previstos en los artículos 108, 108-C, 108-D, 121, 129-A, 129-B, 129-C, 129-D, 129-G,129-H, 129-1, 129-K, 129-L, 129-M, 129-Ñ, 148-A, 152, 154-A, 179, 180, 181, 189, 200, 204, 273, 279, 279-A, 279-D, 279-G, 280, 281, 303-B, 303-C, 307, 307-A, 307-B, 317-A, 317-B, 326 y en los delitos agravados de la Ley de Delitos Informáticos, generando estado de zozobra en la población o en un sector de ella con la finalidad de obtener ventaja o beneficio económico, prevalencia o hegemonía en la actividad criminal, será reprimido con pena privativa de libertad no menor a veinte años ni mayor a treinta años y con trescientos sesenta y cinco días-multa.

Como se puede apreciar, dicho dictamen pretende asumir un modelo de regulación jurídico penal mixto subjetivo-objetivo del delito de terrorismo, regulando los siguientes elementos constitutivos: primero, regula el “estado de zozobra, alarma o temor en la población o parte de ella” como resultado del medio comisivo; segundo, establece como este medio comisivo a la realización reiterada de una serie de delitos específicamente referenciados en la ley penal que los recoge (artículos 108, 108-C, 108-D, 121, 129-A, 129-B, 129-C, 129-D, 129-G,129-H, 129-1, 129-K, 129-L, 129-M, 129-Ñ, 148 -A, 152, 154-A, 179, 180, 181, 189, 200, 204, 273, 279, 279-A, 279-D, 279-G, 280, 281, 303-B, 303-C, 307, 307-A, 307-B, 317-A, 317-B, 326 del Código Penal y en los delitos agravados de la Ley de Delitos Informáticos); y, finalmente, establece dos finalidades (obtener ventaja o beneficio económico y la prevalencia o hegemonía en la actividad criminal).

Ahora bien, se ha dicho que este esbozo de tipo penal es solamente una pretensión de un modelo mixto de regulación de terrorismo, porque, al sincerar sus elementos típicos constitutivos –sobre todo sus finalidades−, es posible concluir que ninguno de ellos cuenta con una connotación política, propia del delito de terrorismo; pues, las dos finalidades recogidas en su tipo penal, en vez de reflejar propósitos políticos, se circunscriben a reflejar propósitos económicos o de prevalencia en el hampa; tergiversando, de esta manera, la naturaleza de este delito.

De la misma manera, observa el Ministerio Público cuando se pronuncia por uno de los proyectos de ley motivadores del dictamen analizado −Proyecto de Ley N° 06912/2023-CR−, señalando expresamente lo siguiente:

Si bien el concepto de delito de Terrorismo propiamente dicho se encuentra en evolución, se tiene en claro que se trata de un delito pluriofensivo cuya acción es la comisión de otros delitos, y que busca como finalidad la subversión del orden político constitucionalmente establecido; y siendo que el delito de terrorismo urbano en sí, no busca una aspiración de poder político, ni busca crear alarma, miedo y zozobra, razón por la cual no podría estar relacionado con el delito de terrorismo propiamente dicho. Adicionalmente, debemos de poner énfasis en el hecho de que no es necesario regular el delito de terrorismo urbano; por cuanto, lo que pretende incorporar ya se encuentra regulado independientemente dentro del ordenamiento penal; sus elementos constitutivos, objetivos y subjetivos son totalmente diferentes al delito de terrorismo el mismo que ha sido cotejado con el derecho comparado. Asimismo, debe precisarse que un acto terrorista tiene un objetivo político, a diferencia de la delincuencia organizada que siempre busca obtener un beneficio económico u otro beneficio material (objetivo lucrativo).

(…) Incorporar una norma penal, que NO reúne ninguno de los requisitos del delito de terrorismo, resulta ilógico, más aún denominado terrorismo urbano. En ese orden de ideas, debemos indicar que cualquier acto delictivo NO debe ser catalogado como delito de terrorismo, se requiere que sea cometido por una organización terrorista como “Sendero Luminoso o MRTA”; así como cualquier otra agrupación terrorista que puede surgir en un futuro, pero que cumpla con una estructura jerárquica, una temporalidad de la organización y que tenga como fin la subversión del régimen político, resultando como consecuencia que no resulta pertinente la modificación de artículo 2. (pp. 61-62)

Finalmente, resulta oportuno recordar que esta no es la primera vez que se pretende extrapolar el concepto de terrorismo a la delincuencia común –en orden de sobrecriminalizarla− pues, hace veintiséis años se emitió el Decreto Legislativo N° 895 y la consecuente Ley N° 27235, que regularon el delito de “terrorismo especial” como la integración de una organización criminal que utiliza armas de guerra, granadas y/o explosivos para perpetrar delitos de secuestro, robo, extorsión u otro delito contra la vida, el cuerpo, la salud, el patrimonio, la libertad individual o la seguridad pública.

Así, en vez de justificar la regulación como terrorismo de la delincuencia común en su reiteración comisiva –como hace el dictamen analizado del terrorismo urbano− el otrora terrorismo especial intentaba justificar el plus de antijuricidad de su regulación en el uso de armas de guerra, granadas o explosivos; manteniendo, no obstante, como común denominador a la prescindencia del fin subversivo.

Precisamente, en ese entonces, el Tribunal Constitucional del Perú, en el Expediente N° 005-2001-AI/TC, declaró inconstitucional dichas normas, en el extremo en que regularon este mal llamado terrorismo especial; señalando expresamente lo siguiente:

Como el delito de terrorismo implica la violencia contra el Estado y afecta el sistema político de una nación, al pretender sustituir o debilitar al gobierno constitucional, causando terror en la población, es precisamente por amenazar el orden político estatuido, que la Constitución procesa aún y sancionaba antes al terrorismo, con severidad única –la pena de muerte– equiparable sólo al delito de traición a la Patria, pero no extensible a otros delitos de naturaleza común (…). En otros términos, no es constitucionalmente admisible que, a fin de aplicar a las bandas armadas las normas procesales, sustantivas y ejecutivas penales, rigurosas y severas que la Constitución reserva al terrorismo, al tráfico ilícito de drogas y al espionaje –y que prohíbe para los demás delitos– se pretenda “etiquetar” como terrorismo a conductas delictivas que no lo son (…). No es constitucional, entonces, utilizar el tipo penal del terrorismo como factor legitimador de la actuación del poder estatal destinados a combatir otro tipo de delitos y, en consecuencia, es inconstitucional el artículo 1 del Decreto Legislativo N° 895.

Como se puede apreciar, los fundamentos citados bien podrían evocarse en orden de sostener la inconstitucionalidad de la actual pretensión legislativa de incorporar al Código Penal el terrorismo urbano; pues, precisamente, el fin del dictamen objeto de estudio no es otro que “etiquetar” como terrorismo a conductas delictivas que no lo son, en orden de sobrecriminalizarlas, así ello implique desnaturalizar o, lo que es lo mismo, vaciar de su fin político al delito de terrorismo.

Entonces, de lo expuesto hasta este momento, es posible colegir que, sea desde un modelo objetivo o desde un modelo mixto subjetivo-objetivo de regulación penal del delito de terrorismo, resulta inadecuado prescindir por completo de la finalidad política en la configuración de su injusto; y que, si bien, la legislación antiterrorista nacional respeta esta condición –a pesar de objetivizarla en la idoneidad de los medios−, no se puede decir lo mismo de la pretensión legislativa de regular el “terrorismo urbano”, el cual, al prescindir del fin político, desnaturaliza a este delito con el único fin de utilizar su nomen iuris como una patente de corso para sobrecriminalizar la delincuencia común.

CONCLUSIONES

La criminalidad terrorista en el Perú se desarrolló dentro de la tercera oleada del terrorismo moderno global; habiendo tenido como principal protagonista al autodenominado Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso, organización criminal que tuvo la calidad de terrorista –por sostener objetivos políticos− desde 1980 hasta el año 2000, fecha a partir de la cual sus remanentes prescindieron, en la realidad, de sus fines políticos en orden de mantener una finalidad económica circunscrita al narcotráfico, aunque manteniendo una fachada política con el fin de camuflar su verdadero y exclusivo fin lucrativo.

Las agencias del sistema penal peruano, lejos de erigirse como víctimas de la estrategia de camuflaje descrita, la asimilan con complacencia, en orden de mantener un discurso de lucha contra el terrorismo, que no solo les permite mantener una legislación penal de excepción en las zonas afectadas por el narcotráfico; sino que, además, les permite contar con narrativas de etiquetamiento terrorista (llamado “terruqueo”) en contra de la disidencia política –e incluso de la protesta ciudadana− en orden de legitimar su sobrecriminalización primaria, secundaria y terciaria.

En cuanto al análisis de las cifras de inseguridad del terrorismo genuino se puede concluir que no existe, desde el plano objetivo, un contexto de inseguridad generado por este tipo de criminalidad; pues, si bien, las estadísticas oficiales del Estado peruano se encuentran distorsionadas por un fraude de etiquetas que califica como terroristas a acciones propias del narcotráfico, las mismas no dejan de reflejar una exigua y decreciente presencia de supuestas acciones terroristas entre los años 2020 y 2022 en comparación con la totalidad de criminalidad registrada a nivel de denuncias; y, desde un plano subjetivo, que existe un regular o alto porcentaje de percepción de inseguridad en cuatro de los cinco departamentos con presencia de “acciones terroristas”, lo cual, lejos de tener un fundamento objetivo –que no existe−, puede encontrar explicación en el fraude de etiqueta advertido, que inexorablemente influye en la percepción ciudadana, más aún si esta puede ser robustecida por los medios de comunicación y grupos de presión que repliquen dicha distorsión.

En cuanto al análisis de las cifras de inseguridad del pretendido terrorismo urbano se puede concluir, desde un plano objetivo, que no existe un contexto de inseguridad reciente generado por este tipo de criminalidad; pues, si bien, se presenta una ligera fluctuación porcentual durante este intervalo temporal –regresiva o progresiva− no existe un incremento considerable que permita afirmar objetivamente el acrecentamiento de la inseguridad; y, desde un plano subjetivo, que, si bien se tiene un elevado porcentaje de percepción de inseguridad (más del 80 % de peruanos habitantes de zonas urbanas), el mismo carece de un fundamento objetivo (en un 50 % que, a pesar de percibir inseguridad para los próximos doce meses, nunca ha sido víctima de algún crimen), lo cual puede encontrar explicación en la alarma generada por las propuestas legislativas, como la que es objeto de estudio, y en la actuación de los medios de comunicación que sobredimensionan las cifras de la criminalidad urbana.

Si la Constitución peruana establece el modelo de Estado social, entonces, en respeto a los límites de exclusiva protección de bienes jurídicos y de lesividad, la política criminal que vierta (reflejada para este caso, en la legislación antiterrorista genuina o en la pretensión legislativa de incorporar el terrorismo urbano) no puede sustentarse en la existencia de indicadores meramente subjetivos de inseguridad; sino que resulta estrictamente necesaria la presencia de índices objetivos que evidencien la existencia real de una amenaza de lesión a los bienes jurídicos protegidos; no obstante, al ser actualmente ausentes (en cuanto al terrorismo genuino) o no significativos (en cuanto a la criminalidad urbana propia del terrorismo urbano), carecen de la aptitud necesaria para justificar la política criminal vigente –en cuanto al primero− o pretendida – en cuanto al segundo–.

La alegada inseguridad se erige como un pretexto para justificar el endurecimiento de la política criminal antiterrorista –en cuanto al terrorismo genuino− o su extensión hacia la criminalidad común –en cuanto al pretendido terrorismo urbano− ; no obstante, este pretexto no es gratuito, pues, si bien carece de una legitimación jurídica –desde el plano constitucional− sí cuenta con una explicación política –desde el plano fáctico del poder económico y político−, que no es otra que la pretensión de atribución de todos los problemas estructurales a un “enemigo común”; pues, antes de verter políticas sociales que reduzcan brechas socioeconómicas y conjuren la desigualdad estructural, el Estado prefiere valerse de una política criminal maniqueísta en la que el etiquetado como terrorista (trasuntado ahora a la criminalidad urbana) funja de chivo expiatorio de las taras socioeconómicas que en el país abundan.

La definición jurídica del terrorismo debe asumir un modelo subjetivo-objetivo, que, desde un punto de vista de lege ferenda, combine dos elementos objetivos, relativos a la pertenencia del sujeto activo a una organización terrorista –como elemento estructural− y a la comisión de delitos graves con aptitud para causar terror en la población –como medio comisivo− con un elemento subjetivo relativo a la finalidad política de subversión del orden constitucional democrático, como su elemento configurativo consustancial.

Tanto de una interpretación conforme al bien jurídico protegido como a la experiencia propia del Perú, resulta necesario que una acción terrorista, para ser tal, sea realizada en el marco de una organización criminal; más aún si la consideración de este elemento objetivo permitirá distinguir al terrorismo de la violencia social o de la violencia espontánea no organizada con finalidad política; como, por ejemplo, la correspondiente a protestas estudiantiles, laborales y sociales en general, cuestión que resulta manifiestamente útil en un país con niveles considerables de injusticia social y de represión estatal como es el Perú.

El terror en la población no debe ser entendido como un elemento subjetivo –es decir, como una finalidad del sujeto agente−, sino que el mismo debe ser trasuntado a la idoneidad de los concretos delitos realizados por el autor; de tal manera que los medios regulados tengan una idoneidad ex post para causar terror o zozobra en la población, adquiriendo esta cualidad un carácter meramente objetivo derivado de los delitos concretos cometidos por el sujeto agente, así como del contexto y circunstancias que rodearon al mismo.

La dimensión subjetiva del delito de terrorismo está conformada por la finalidad del sujeto agente de subvertir −socavar o debilitar− el orden constitucional democrático; propósito que, al corresponder tan íntimamente con el bien jurídico protegido, se erige como el elemento constitutivo que, por antonomasia, caracteriza a este delito y permite distinguirlo de otras formas de criminalidad; pues, el terrorismo es violencia política, esto es, el ejercicio de violencia como mecanismo para hacer efectivos unos determinados objetivos políticos; violencia que se manifiesta mediante la comisión de delitos comunes que resultan cualificados precisamente por la finalidad política por la que se han realizado, sin que se puede renunciar a dicho elemento, ni a la hora de definir el terrorismo, ni a la de plasmarlo legislativamente.

Sea desde un modelo objetivo o desde un modelo mixto subjetivo-objetivo de regulación penal del delito de terrorismo, resulta inadecuado prescindir por completo de la finalidad política en la configuración de su injusto; y que, si bien, la legislación antiterrorista nacional respeta esta condición –a pesar de objetivizarla en la idoneidad de los medios−, no se puede decir lo mismo de la pretensión legislativa de regular el terrorismo urbano, el cual, al prescindir del fin político, desnaturaliza a este delito con el único fin de utilizar su nomen iuris como una patente de corso para sobrecriminalizar la delincuencia común.

Referencias

Cancio, M. (2010). Los delitos de terrorismo: estructura típica e injusto. Reus.

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[1] Proyectos de Ley 05525/2022-CR, 05838/2023-CR, 05969/2023-CR, 05972/2023-CR, 06014/2023-GL, 06051/2023-GL, 06206/2023-CR, 06842/2023-GL, 06912/2023-CR, 06972/2023-GL, 07179/2023-CR, 07761/2023-CR, 07774/2023-CR, 08029/2023-CR, 08043/2023-CR, 08051/2023-CR y 08061/2023- CR.

[2] Para el 7 de octubre del presente año, se mantiene en cuarto intermedio la propuesta legislativa que incorpora el delito de terrorismo urbano en el Código Penal (Centro de Noticias del Congreso, 2024).

[3] Rapoport (2004) define “oleadas” como un ciclo de acontecimientos en un determinado periodo de tiempo, caracterizado por fases de contracción y expansión, en las que una serie de grupos terroristas de diferentes estados comenten acciones terroristas con un patrón e incentivo similar.

[4] El presente acápite se focalizará, ante todo, en la organización terrorista “Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso”, por haber sido la que mayor impacto generó en el país – por la cuantía y gravedad de sus crímenes−; soslayando a la organización terrorista “Movimiento Revolucionario Tupac Amaru− MRTA−“.

[5] La presente cronología fue realizada por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), creado por Decreto Supremo N° 065-2011-PCM, de fecha 2 de junio del 2001, durante el Gobierno de Transición del expresidente Valentín Paniagua Corazao. Informe Final, Capítulo I. Recuperado en: https://www.cverdad.org.pe/ifinal/.

[6] – que, lejos de haber sido una alianza narcoterrorista, era, más bien, una relación extorsiva de los subversivos hacia los narcotraficantes, a quienes obligaban a pagar fuertes suma de dinero a cambio de protección frente a las fuerzas del orden− (Dreyfus, 1999, p. 23).

[7] “Los subversivos fijaron tasas de entre $10.000 a $15.000 a los narcotraficantes para cada avión que despegara con pasta de coca o base de cocaína hacia Colombia. También impusieron la “quinta revolucionaria” un impuesto de 1/5 de lo producido en coca que los campesinos debían pagar en efectivo o en hojas de coca. Se estima que las ganancias anuales de Sendero Luminoso provenientes de la protección a traficantes y campesinos era entre 20 a 100 millones de dólares” (Dreyfus, 1999, p. 23).

[8] “La dinámica de detenciones de altos miembros senderistas fue progresiva. Así, en 1995 se capturan a dos líderes muy relevantes, Pedro Quinteros Ayllón y Jenny Rodríguez Neyra, ambos mandos políticos y militares de nivel nacional; también fue significativa la captura de Marge Clavo Peralta y de su esposo Olivares del Campo40; incluso, en el día posterior a la captura de Feliciano, en julio de 1999, fueron detenidos relevantes cuadros como Olga, Rita y Raquel. En suma, este seguido de detenciones nos muestran que el debilitamiento de Sendero Rojo era una realidad. Si en 1992 el PCP-SL quedó muy debilitado pese a ser un partido extremadamente organizado, las detenciones de líderes de ‘proseguir’, en un contexto desfavorable y de defensiva, no podían más que significar un debilitamiento consumado, teniendo en prisión, de forma progresiva, a gran parte de sus dirigentes principales” (Jiménez, 2019, p. 185).

[9] Carlos Tapia García, analista político peruano, sostiene que si los Quispe Palomino atentan contra las bases policiales y militares del VRAEM es con el fin de hacerse necesarios para los narcotraficantes. “Entregaron a Feliciano y se entregaron a la droga. Ya no hay terroristas”, dice el analista. Agrega que “‘repiten mecánicamente una ideología, pero sus atentados no tienen objetivos políticos, como sí los tenía Sendero’” (Pighi, 2015).

[10] Sobre esta práctica, y en el contexto de protesta social acaecido en el Perú, entre los meses de diciembre y marzo del 2023, en el que la población, generalmente de los departamentos del sur del país – con mayoría andina− formulaba una serie de demandas vinculadas a una nueva Constitución, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) constató lo siguiente: “un deterioro generalizado del debate público con una fuerte estigmatización por factores étnicos-raciales y regionales, mediante mensajes que aluden a las personas indígenas y campesinas como ‘terroristas’, ‘terrucos’, ‘senderistas’, ‘cholos’ o ‘indios’, entre otras formas despectivas. Estos mensajes no son inocuos, por el contrario, contribuyen a la creación de un ambiente de permisividad y tolerancia hacia la discriminación, estigmatización y violencia institucional en contra de esta población” (CIDH, 2023, p. 101).

[11] Fernández (2007) señala que las encuestas de victimización tienen la virtualidad para cubrir la laguna que dejan las cifras oficiales; pues, no sólo se ciñen a los sistemas y/o procedimientos oficiales de la justicia criminal, sino que, además, carecen de sesgos institucionales (pp. 76-80).

[12] Art. 43 de la Constitución Política del Perú: “la política criminal –reflejada en la legislación antiterrorista genuina o en la pretensión legislativa de incorporar el terrorismo urbano− no debe contradecir el contenido de este principio”.

[13] Gómez (2010) apunta que, ante la imposibilidad de elaborar un concepto supranacional de terrorismo que funja de base para las distintas legislaciones nacionales, surge como inexorable la necesidad de elaborar un concepto funcional del terrorismo de acuerdo a la legislación y experiencia de cada Estado.

[14] Capítulo derogado por el Decreto Ley N° 25475, publicado el 6 de mayo de 1992, que trasladó la regulación del terrorismo a una ley penal especial.

[15] Artículo 43 de la Constitución Política del Perú: “La república del Perú es democrática, social, independiente y soberana”.

[16] Una de las funciones del bien jurídico es la de carácter teleológico, “en el sentido de constituir un criterio de interpretación de los tipos penales que condicionará su sentido y alcance conforme a la finalidad de protección de un determinado bien jurídico” (García, 2022, p. 4).


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