Coautoría en casos de órdenes dictadas por el superior en organizaciones criminales. El elemento estructural normativo, el sistema de responsabilidad penal de transferencia, la exclusión social y el debilitamiento del Estado-Nación como factores favorecedores de la criminalidad organizada*
Co-authorship in cases of orders issued by the superior in criminal organizations. The normative structural element, transfer criminal liability system, social exclusion and the weakening of the Nation-State as factors favoring organized crime
David A. ALAN-CASTILLO**
“¿Cómo podemos enfrentarnos al crimen organizado? Junto con la corrupción y el narcotráfico, ha constituido una fuerza que no es paralela al Estado, es realmente un Estado dentro de él”.
Rigoberta Menchú
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Resumen: El autor analiza la imputación que puede realizarse al alto mando de una organización criminal, con base en pronunciamientos jurisprudenciales y doctrinales. Asimismo, analiza cómo dichas organizaciones repercuten negativamente en la lucha contra la corrupción y la estabilidad estatal en el país, por lo que plantea que, para mitigar este problema, se debe fortalecer la institucionalidad del país. Abstract: The author analyzes the imputation that can be made to the high command of a criminal organization, based on jurisprudential and doctrinal pronouncements. Likewise, it analyzes how these organizations have a negative impact on the fight against corruption and state stability in the country, for which reason it proposes that, to mitigate this problem, the country’s institutionality must be strengthened. |
Palabras clave: Organización criminal / Corrupción / Estructura / Coautoría Keywords: Criminal organization / Corruption / Structure / Co-authorship Marco normativo: Código Penal: arts. 23 al 25, 36 y 317. Recibido: 10/11/2022 // Aprobado: 25/11/2022 |
I. Aspectos generales
Un aspecto de la imputación penal es la intervención en el delito. Así pues, es en el tipo penal donde se determina quién puede realizar la conducta típica, la cual, por lo general, está en referencia a un autor individual “ya sea de manera general (‘el que’), concretándolo en determinado contexto de actuación o con una calidad especial (ascendiente, juez, funcionario público, deudor, etc.)” (García Cavero, 2008, p. 553). Así, “criminológicamente hablando, las formas de intervención criminal se sitúan en un amplio ámbito de actuación delictiva, donde el comportamiento humano se estructura de forma diferente para cometer el ilícito en calidad de autor”[1].
Sin embargo, un primer problema surge cuando varias personas intervienen en la comisión de un hecho ilícito[2]; así pues:
(…) para resolver el problema que plantea la intervención de varias personas en la realización de un delito, tradicionalmente la dogmática jurídico penal distingue entre autoría y participación. La distinción entre una y otra categoría se lleva a cabo utilizando distintos criterios, entre los que predomina la teoría del dominio del hecho, según la cual autor de un delito es el que domina objetiva y subjetivamente la realización de ese delito, hasta el punto que sin su intervención y decisión, el delito no se podría cometer. El partícipe, en cambio, es solo, como su propio nombre indica, alguien que favorece, ayuda, induce o coopera en la comisión de un delito, cuya realización, sin embargo, depende la voluntad de otra persona que es el verdadero autor. (Muñoz Conde, s/f).
Así pues, la coautoría requiere la presencia de dos requisitos: i) plan común previo a la ejecución del delito y ii) ejecución del plan mediante la división del trabajo (Zaffaroni, 2002, p. 785); sin embargo, la problemática continúa en los casos en donde la concurrencia de partícipes en un hecho delictivo se da en un nivel idéntico en cuanto a dominio y decisión, pero donde ninguno de estos realiza la totalidad del tipo penal; al respecto, el profesor Villavicencio Terreros (2009) señala que el dominio del hecho funcional:
(…) se basa en la división del trabajo y sirve de fundamento a la coautoría. Se establece en qué medida un individuo, sin realizar la acción típica ni tener el poder de voluntad sobre el actuar de otros, solo con su colaboración puede llegar a ser considerado como elemento central en la comisión del delito.
II. La coautoría en los delitos cometidos por organizaciones criminales: el modelo de responsabilidad penal de transferencia y el elemento normativo estructura
El auge de la criminalidad organizada y la consecuente comisión de delitos a través de estructuras organizadas, en cuyo seno y en los que otros miembros del grupo han diseñado un plan conjunto o decidido la realización de diferentes acciones delictivas, ha supuesto todo un replanteamiento de la dogmática jurídico-penal en lo que autoría y participación se refiere, pues, como se ha mencionado, las formas de responder en calidad de autor no se agotan con la realización de la conducta típica individual y de propia mano ni con la realización del tipo penal a través de otra persona que actúa como instrumento y que lleva a cabo la voluntad delictiva del hombre de atrás “ni en los supuestos de participación activa en la realización del delito en los que la acción típica la lleva a cabo otro” (Villavicencio Terreros, 2009). Por lo tanto, la aplicación de dichas categorías tradicionales suponía un quiebre en la construcción dogmática de ciertas instituciones penales o, lo que es peor, llevaban a soluciones que promovían la impunidad en estos casos[3].
El profesor Muñoz Conde (s/f) señala:
En estos casos, no se plantea solo la necesidad de castigar a todos los miembros del grupo por su pertenencia al mismo, cuando este ya de por sí constituye una asociación criminal, sino el problema de cómo hacer responsables a los miembros de esos grupos que no intervienen directamente en la ejecución de los delitos concretos que solo llevan a cabo otros, sino que simplemente los diseñan, los planifican, asumen el control o dirección de su realización.
Por lo tanto, una primera cuestión problemática a dilucidarse es la relativa a cuál sería el título de imputación que le corresponde, además de los ejecutores materiales, a quien no es autor directo porque no ejecuta por mano propia el acto delictivo, sino que, en su condición de dirigente o líder de una organización criminal, ejerce influencia respecto de sus miembros, ordena la ejecución de víctimas o traza líneas de actuación a los integrantes de la organización.
Existe una clara diferenciación entre el delito de organización criminal y cada uno de los delitos que este grupo organizado pretenda cometer o bien llamados delitos-fin; teniéndose que, a nivel doctrinario, se ha llegado al consenso de que la agrupación criminal tiene un injusto propio, que es independiente de los injustos concretos de aquellos delitos que se pretenda cometer o que realmente se comentan por obra de la agrupación. Por ello, cada una de las actuaciones realizadas en los distintos ámbitos en que desarrollan sus actividades ilícitas son parte de un todo, en atención a la división del trabajo, en función al aporte de cada quien y conforme al rol que desempeñaba cada uno de sus miembros.
En ese sentido, tal como lo precisa el profesor Silva Sánchez (2005):
(…) la aportación favorecedora de un miembro determinado, que puede haberse efectuado de modo genérico (para la organización) y con mucha antelación, es actualizada y concretada por la organización al momento de la ejecución, por parte de otro u otros de sus miembros, de uno o varios hechos delictivos determinados. La organización, por tanto, cumple una doble función de garantía (delictiva); por un lado, garantiza la pervivencia del riesgo creado por un miembro; por el otro, garantiza la conexión de dicho riesgo creado por un miembro; por el otro, garantiza la conexión de dicho riesgo con el generado por los intervinientes en un hecho delictivo concreto. (p. 102)
Respecto del modelo o sistema de atribución de responsabilidad penal a miembros de organizaciones criminales, nuestro ordenamiento jurídico penal ha adoptado el denominado sistema de transferencia, conforme a la naturaleza y contenido del injusto del delito de organización criminal, cuyo fundamento es el peligro permanente para la paz, tranquilidad y seguridad públicas, al ser considerado este tipo penal –por parte de la doctrina y la jurisprudencia especializada– un delito de pertenencia o de mero status. Por consecuencia, se reprime bajo el supuesto de la sola integración o pertenencia a un determinado grupo concertado criminalmente con el objetivo de cometer ilícitos penales en calidad de coautores; es indiferente para su consumación la materialización de los delitos-fin, es decir, su fundamento se encuentra bajo el peligro y la inestabilidad social que pueda generar la sola existencia de un concierto criminal expresado en la conformación de colectivos cuya finalidad ha de ser infringir normas de contenido penal.
La razón de la sanción penal de sus miembros se hallaría en el peligro permanente para la paz y seguridad públicas que se atribuye a la organización en sí, en tanto sistema de distribución estable y racional de papeles en orden a la comisión de un número indeterminado de delitos. Bajo esta premisa, el delito imputado a un miembro determinado de la organización consistiría en la asunción estable, por su parte, de un rol o competencia (de una función del sistema de injusto) con respecto a la hipotética comisión de delitos. Ello podría darse en la mera declaración de estar dispuesto a intervenir en la referida serie indeterminada de delitos. Desde este punto de vista, el delito se convierte, básicamente, en un delito de adhesión o de pertenencia en sentido estricto[4].
Así, queda claro que el modelo de atribución de responsabilidad de transferencia resulta adecuado para imputar responsabilidad individual a cada uno de los intervinientes en calidad de miembros de una organización criminal, tal y como lo establece la teoría de dominio del hecho[5] –ya sea para los líderes o dirigentes que no intervienen física y materialmente en la fase ejecutiva de los delitos-fin o para los ejecutores directos–, puesto que, para que se configure una organización criminal, de acuerdo con el tipo penal de organización criminal establecido por el Código Penal peruano[6], es necesario que en ella tomen parte al menos tres o más personas; se trata de uno de aquellos delitos en los que el tipo solo se realiza cuando varias personas pretenden el resultado sumando sus esfuerzos, y la dinámica superior de los esfuerzos sumados es la que fundamenta o cualifica el comportamiento delictivo frente a otros comportamientos posibles (Zifer, 2005, p. 137).
De otro lado, la problemática que supuso la tipificación de los nuevos tipos penales de organización criminal y banda criminal, incorporados a nuestro ordenamiento sustantivo a través Decreto Legislativo N° 1244, no fue ajena al quehacer jurisdiccional de nuestros tribunales de justicia, especialmente al de la Sala Penal Nacional, encargada del juzgamiento por la especialidad del crimen organizado en nuestro país. Así, a través de la suscripción del Acuerdo Plenario N° 01-2017-SPN, emitido por la Sala Penal Nacional y Juzgados Penales Nacionales, se pretendió superar las diversas disyuntivas dogmáticas que la casuística relacionada con este tipo de criminalidad evidenciaba, sobre todo con relación al elemento normativo estructura, cuya concurrencia es una exigencia objetiva del tipo en cuestión; así, a decir del fundamento 13 del referido documento jurisdiccional vinculante:
la estructura corresponde a la forma como se configuran materialmente las organizaciones criminales, en ese orden, debe atenderse a la forma –vertical, horizontal, etc. como se estructuran esas organizaciones criminales–, la utilización de determinados medios, etc. En síntesis, podemos adscribir la definición de Requena & De la Cruz Corte Ibáñez consistente en que: “(...) El conjunto de actividades necesarias para el desarrollo del negocio generado por una organización criminal requiere de una infraestructura que proporcione los recursos materiales y personales adecuados. Estos recursos, a su vez, estarán condicionados por el tipo de negocio del que se trate, la capacidad económica de la organización o los contactos disponibles”.
Seguidamente, en su fundamento 16 señalan que:
(...) la configuración de una organización criminal necesita de una estructura, la cual proviene de los elementos normativos reparto de tareas o roles, así como de la propia exigencia de organización el actuar de manera organizada. Esto es, el concepto organización denota una estructura funcional.
En ese mismo sentido, una de las notas esenciales que requiere la existencia de una organización criminal es su estructura, la cual, según los fundamentos 17 y 21 del citado acuerdo plenario, debe contener los siguientes elementos:
(...) 1. Elemento personal: Esto es, que la organización esté integrada por tres o más personas. 2. Elemento temporal: El carácter estable o permanente de la organización criminal. 3. Elemento teleológico: Corresponde al desarrollo futuro de un programa criminal. 4. Elemento funcional: La designación o reparto de roles de los integrantes de la organización criminal. 5. Elemento estructural: Como elemento normativo que engarza y articula todos los componentes (...) Una organización criminal puede presentar una estructura vertical y funcionalmente adoptar otras formas flexibles; como cuando se usan las estructuras de las sociedades anónimas. En ese orden, la organización criminal necesita una estructura adecuada al fin delictivo.
Finalizando con afirmar en el fundamento 21 que:
(…) una organización criminal puede presentar una estructura vertical, horizontal y funcionalmente adoptar otras formas flexibles; como cuando se usan estructuras de las sociedades anónimas. En ese orden, la organización criminal necesita una estructura adecuada al fin delictivo.
De esta manera, el aporte de la Sala Penal Nacional a la discusión dogmática sobre los problemas que se presentan en la configuración del tipo de organización criminal es positiva. Ahora sabemos que el criterio jurisdiccional se decanta por afirmar que el elemento estructura tiene el carácter de elemento normativo del tipo penal de organización criminal y que la sola enunciación de esta sin identificar un mínimo de organización y estructuración interna no es suficiente para calificar como tal a un colectivo humano, además de aprobar que estas pueden presentar formas flexibles de estructuración –vertical, horizontal u otras formas funcionales a su fin delictivo–.
De otro lado, la jurisprudencia comparada arroja luces respecto de cuándo nos encontramos ante una organización criminal. En efecto, la Sala Penal del Tribunal Supremo de España, en la Resolución N° 906/2014 de fecha 23 de diciembre de 2014, en su fundamento jurídico sexto, señaló:
(…) no puede negarse que en la descripción de hechos que sirve de origen a las conclusiones jurídicas de la audiencia observamos que se relata: a) la actuación conjunta de un grupo de hasta siete personas, participando en la comisión del delito enjuiciado, por el que son condenados por la propia Audiencia. b) el que esa actuación hubiere sido perfectamente planeada con diversos y numerosos contactos entre los partícipes, viajes, preparación de los medios para el transporte y posterior almacenamiento de la substancia, etc., dentro de un plan perfectamente coordinado y previsto con antelación. c) La existencia de ese concierto y coordinación con un carácter meramente esporádico sino extendiéndose durante bastantes meses, en cuyo transcurso discurrieron también las distintas diligencias de investigación de la Policía, y proyectándose sobre dos diferentes envíos de sustancia prohibida que, si bien han sido agrupados por el Tribunal a quo a efectos de construir una sola infracción delictiva, no dejan de constituir dos acciones diferentes e individualizables, indicativas de la durabilidad de la conducta, incluso sin que pueda en modo alguno excluirse la posible continuación de la misma, caso de no haber sido descubiertas estas operaciones. d) La distribución de funciones entre los partícipes, con una concreta jerarquía, en la que uno de ellos ocupaba el lugar de dirigente, con un “segundo escalón” de ayudantes y otros meros ejecutores e, incluso alguno de ellos, efectuando tareas de simple auxilio que llevan su calificación como complicidad. Pero en cualquier caso suponiendo todo ello una asignación de cometidos dentro de un diseño general constitutivo de una verdadera organización dedicada al tráfico de drogas (…).
III. Criminalidad organizada y política: coautoría por orden del superior y el integrante ejecutor
En los años de la Guerra Fría, el protagonismo mundial lo llevó el terrorismo, principalmente de izquierdas. Luego de la caída del muro de Berlín, se inicia un período histórico caracterizado por el triunfo ideológico del capitalismo y la consiguiente liberalización de los mercados. Esto supone un renacer de la criminalidad organizada, pues el tinte mercantil de maximización de los beneficios, el aprovechamiento de los adelantos tecnológicos y la prevalencia del mercado le permitirá dar un salto cualitativo. Hoy en día, tanto los estudios especializados como los congresos internacionales y los operadores de la justicia internacional comprenden en el término criminalidad organizada a las grandes organizaciones criminales (y sus satélites) que utilizan los métodos de la mafia: extorsión, secretismo, violencia, búsqueda de impunidad, corrupción pública y privada, para conseguir beneficios ilícitos (Zúñiga Rodríguez, s/f., p. 159).
Para nadie es novedad que el crimen organizado subsiste fácticamente gracias a sus vínculos con el poder político. Las grandes organizaciones mundiales dan cuenta de esto, en tanto que sus alianzas con los poderes públicos y la economía legal les permiten coexistir, en algunos casos, hasta el día de hoy: la cosa Nostra siciliana, la Camorra napolitana, la N’dranghetta calabresa y la Sacra Corona Unita en Italia, la mafia estadounidense, los cárteles de la droga colombianos (de Medellín y de Cali), la mafia mexicana de Tijuana, las redes criminales nigerianas, los yakuzas japoneses, las tríadas chinas, las diversas mafias rusas, los traficantes de heroína turcos, las cuadrillas armadas jamaicanas, las maras centroamericanas, Odebrecht y una miríada de organizaciones criminales por todo el mundo (Castells, 2001, p. 200) que se interconectan y potencian sus actividades al fragor de las libertades del comercio, de la comunicación y con el apoyo del poder político.
La estrategia general de la criminalidad organizada consiste en ubicar sus funciones de gestión y producción en zonas de bajo coste y bajo riesgo, controlando de manera relativa el entorno institucional, fundamentalmente por medio de la corrupción, mientras busca los mercados preferentes en las zonas de demanda más rica, a fin de cobrar precios más altos. Este es el mecanismo por el que logran ganancias descomunales en el mercado de la droga principalmente; por ejemplo, ya sea los cárteles colombianos que procesan y comercializan la coca que producen los campesinos peruanos y bolivianos o el tráfico de opio/heroína proveniente del Triángulo Dorado del sudeste asiático, o de Afganistán o de Asia central. Siempre el mecanismo es el mismo: identificar un bien o servicio ilícito, su demanda y su oferta en el mercado mundial, para comercializarlo con redes de personas, funcionarios, profesionales, empresas, instituciones y hasta Estados a su servicio (Zúñiga Rodríguez, s/f., p. 164).
En el caso peruano, el Ministerio Público, como ente tutelar de persecución del delito, viene investigando, desde mucho antes de la promulgación de la Ley N° 30077 - Ley contra el Crimen Organizado, a diversas organizaciones criminales; sin embargo, no fue hasta la aparición de casos de corrupción vinculados con el universo empresarial y político que nuestra institución asumió la complicada labor de investigar a grandes conglomerados empresariales del rubro de la construcción e infraestructura y el poder político: una simbiosis delictiva que nos ha presentado grandes retos que, como institución, hemos sabido enfrentar. En ese sentido, la circunstancia particular materia de análisis se presenta cuando, dentro de estas agrupaciones jerarquizadas internamente, se identifican órdenes emitidas por el líder o dirigente dirigidas a los miembros ejecutores de la estructura asociativa, con la finalidad de cometer delitos de corrupción de funcionarios, lavado de activos y otros similares propios de organismos criminales de esta naturaleza –delitos-fin–, por lo que corresponde establecer si es posible imputar a este líder, a título de coautor, aquellas conductas en las que tan solo imparte una orden, es decir, no interviene en la fase ejecutiva del hecho.
Como ya adelantamos, se vienen construyendo diversas teorías que pretenden determinar la forma de sancionar penalmente, al margen de la jerarquía y del aporte, tanto a los líderes o cabecillas que dan las órdenes como a los ejecutores de estas dentro del marco de una organización criminal de trasfondo político; por lo tanto, se reconoce que:
(…) en los casos en los que el ejecutor material actúa con plena responsabilidad y conocimiento de la naturaleza delictiva de su accionar, si es posible sancionar al superior jerárquico que dio la directiva respectiva a través de la teoría de la coautoría. (Chanjan Document, s/f.)
En ese sentido, García Cavero (2006) señala que:
(...) en la medida que estos miembros de la organización aportan la decisión y los ejecutores la ejecución, no tendría que haber problemas para sustentar una coautoría (...) [ya que], en una teoría normativa que sustenta la imputación en el sentido social del hecho, la participación en la ejecución del hecho no es esencial para la fundamentación de la coautoría. En ese sentido, no apreciamos ninguna razón de fondo para negar la posibilidad de sustentar una imputación en grado de (co)autor a quien se encarga de decidir sobre la realización de un delito ejecutado por un sujeto también responsable.
Siguiendo a Jakobs y su tesis de la responsabilidad del superior a título de coautor, Caro Coria (2010) sostiene que el actuar de los intervinientes que se asocian en vínculos organizacionales para cometer los ilícitos penales constituye un hacer común ya que “solo mediante la conjunción de quien imparte la orden y quien la ejecuta se puede interpretar un hecho singular del ejecutor como aportación a una unidad que abarque diversas acciones conjuntivas” (p. 143). En ese sentido, “la solución de la coautoría para los casos de estructuras organizadas es mucho más transitable; así pues, existen múltiples razones para admitir la autoría no ejecutiva” (Robles Planas, s/f.) que, al margen de la jerarquía y del aporte, tanto los líderes que dan las órdenes como quienes las ejecutan responden a título de coautores.
Por lo tanto, el título de imputación por intervención que corresponde tanto al líder de la organización criminal como a cada uno de sus integrantes es el de coautoría. Al respecto, la jurisprudencia nacional ha tenido la oportunidad de asumir una postura respecto de los alcances de la coautoría. Así, en el Recurso de Nulidad N° 828-207, caso Cártel de Tijuana, se estableció:
(...) la intervención de los imputados –en el presente caso– debe apreciarse desde la coautoría. Así: son coautores los que de común acuerdo toman parte en la ejecución del delito co dominando el hecho, los agentes intervienen en la co realización de la acción típica. Salvo muy contentas excepciones, los condenados en general, adoptaron una decisión conjunta al hecho típico, que es lo que permite vincular funcionalmente los distintos aportes al mismo que llevaron a cabo; cada aportación objetiva al hecho en el estadio de la ejecución está conectada a la otra mediante la división de tareas acordada en la decisión conjunta, y sus aportes fueron tales que sin ellos el hecho no hubiera podido concretarse. Su aporte durante la realización del delito, en su fase ejecutiva, tuvo carácter necesario, difícilmente reemplazable, esencial o imprescindible; bien condicionó la propia posibilidad de realizar el hecho, o bien redujo de forma esencial el riesgo de su realización. Es de insistir, por lo demás, que lo decisivo para la coautoría, como apunta Muñoz Conde, no es la importancia del aporte de todos los miembros de la organización en el momento de la ejecución, sino la importancia de su contribución, ejecutiva o no, en la realización del hecho.
En ese sentido, apelar a la figura de la coautoría para revelar e identificar la trascendencia penal de un determinado aporte o comportamiento –en un contexto social organizacional– proveniente de aquel miembro que se encuentra en la cúspide dirigencial de una estructura criminal da cuenta de la posibilidad de atribuirle responsabilidad penal individual por la concreción de los delitos-fin cometidos bajo sus órdenes, sin que este necesariamente intervenga en su fase ejecutiva. Así pues, conforme lo detalla García Cavero, la intervención de aquel que, encontrándose en la capacidad de decidir sobre la ejecución del plan criminal, ordena un determinado acto o actos, no se limita a una esfera netamente decisoria y exógena al hecho en sí, sino que, con dicha decisión, integra globalmente el dominio que ha de requerirse para la configuración material de la lesión del bien jurídico y, por consiguiente, de la infracción normativa, por lo que la exteriorización del poder decisorio –propia de la fase no ejecutiva– del líder o dirigente de una organización criminal, en conjunción con el aporte material directo de parte de los ejecutores de dicha decisión –fase ejecutiva–, componen en su totalidad el dominio del hecho y, en consecuencia, responden suficientemente en calidad de coautores por la infracción penal correspondiente.
El status de aquel que no ejerce o exterioriza por su cuenta alguna conducta que permita advertir un determinado aporte típico para la realización del plan criminal, como es el caso del líder o dirigente, no lo excluye de la posibilidad de responder penalmente por las infracciones que se cometan a través del grupo criminal que dirige. Tanto lo que este aporta a modo de decisión o planeamiento como lo que aportan los miembros ejecutores del plan a modo de conductas lesivas con un resultado típico específico deben considerarse como parte de un todo antijurídico resuelto al logro de sus fines delictivos, por lo que, en un contexto de organización criminal, atribuirle mayor desvalor de acción a la conducta del ejecutante que a la del dirigente que emite la orden –por el solo hecho de no intervenir en el espacio ejecutivo– no es congruente con la teoría del dominio del hecho y, además, sería contrario a las posturas hartamente aceptadas que permiten punir este tipo de comportamientos mediante la coautoría, específicamente la coautoría no ejecutiva.
La condición dirigencial de un grupo criminal que ostenta el líder o dirigente solo representa una circunstancia fáctica transitable que, de ningún modo, enerva la capacidad material de hacerlo responsable penalmente por las infracciones que se materialicen por la sola existencia de la organización criminal –delito de pertenencia– y, sobre todo, por los resultados lesivos a consecuencia de los delitos que a través de ella se cometan. Así, se debe tener en cuenta que la ejecución es un concepto normativo y significa comienzo de injerencia en una esfera jurídicamente garantizada. El paso de la fase preparatoria a la ejecutiva, incluso, puede no decidirla el autor, sino un tercero. Y ese tercero puede, a su vez, obrar de forma típica y entonces ser coautor o partícipe o bien obrar de forma atípica, esto es, amparada por el riesgo permitido, neutral, o en error. Lo anterior significa que la ejecución es un concepto que vincula a todos los intervinientes, si hay pluralidad de ellos; además, es en la ejecución donde se exterioriza la relevancia jurídico penal de sus aportaciones. La distancia espacio temporal entre una y otra cosa no debería ser obstáculo para una perspectiva normativa (Robles Planas, s/f.).
Incluso, desde un enfoque de imputación objetiva, la creación desaprobada de un riesgo por parte del líder –representado por la constitución y dirección de la organización criminal o por ordenar la comisión de determinados delitos a través de ella– puede llevarse a cabo mediante acciones naturalísticamente alejadas de la ejecución de estos delitos, pero de ninguna manera dicha circunstancia debe ser impedimento para considerar a este –por su aporte decisorio en la fase no ejecutiva– como responsable a título de coautor de la objetivización de sus órdenes y, por consecuencia, de la infracción normativa de los delitos-fin que los ejecutores –también coautores– de sus órdenes materialicen típicamente. En consecuencia, el líder de una organización criminal –sea esta de estructura horizontal, vertical o flexible– que ordena a sus subordinados tal o cual actividad ilícita cuyo desenlace se objetiviza en un determinado resultado típico es tan responsable penalmente como sus miembros ejecutores bajo la teoría de la coautoría.
IV. Exclusión social y debilitamiento del Estado-Nación como factores favorecedores de la criminalidad organizada
En este proceso de redes de capital, trabajo, información y mercados enlazados por la tecnología llamado globalización, se han interconectado funciones, personas y localidades valiosas del mundo, a la vez que se han desconectado de sus redes a aquellas poblaciones y territorios desprovistos de valor e interés para la dinámica del capitalismo global. Ello ha conducido a la exclusión social y a la irrelevancia económica de segmentos de sociedades, áreas de ciudades, regiones y países enteros, que constituyen “el Cuarto Mundo”[7]. Pobreza y exclusión social son los agujeros negros del capitalismo informacional que se encuentran en todas partes: grupos de personas sin protección social, enfermos, menores, mujeres, desempleados, marginales. La desigualdad está inscrita en la partida de nacimiento de la globalización, pues el sistema se caracteriza por una tendencia a aumentar la desigualdad y la polarización sociales[8].
Así, uno de los principales rasgos del capitalismo informacional es el predominio de las fuerzas económicas sobre la acción política. La desregularización llevada a cabo a partir de los noventa ha llevado al viejo Estado-Nación a perder sus atribuciones tradicionales de generador de riqueza para un pueblo (Nación), dentro de un territorio determinado. La globalización del mercado, la transnacionalización de la economía y el dominio de los flujos de capital sobre las reglas nacionales ha supuesto el predominio de la razón del mercado sobre cualquier otro tipo de razón, moral o política[9] . El protagonismo de la razón económica neoliberalizadora, impuesta como “estado natural”, ha privado al Estado de su capacidad de creación de riqueza y de protección de sus ciudadanos, quedando residualmente solo su función de seguridad[10]. Los propios responsables políticos, al favorecer el monetarismo, la desregulación, el libre cambio comercial, el flujo de capitales sin trabas y las privatizaciones masivas, han posibilitado el traspaso de decisiones capitales de la esfera pública a la esfera privada[11].
Hoy mismo, en nuestro país, somos testigos del resultado de este frenesí neoliberal que, bajo el impulso –o imposición– de las reglas de la globalización, ha permitido el crecimiento exponencial no solo del delito común, sino de la criminalidad organizada, sobre todo de aquella vinculada con el poder político y económico –corrupción de funcionarios y lavado de activos–. Hemos entrado a formar parte del conjunto de países cuyos expresidentes y de un presidente en funciones han sido acusados o son acusados actualmente de formar parte de organizaciones criminales dedicadas a cometer delitos de alta lesividad socioeconómica, con medidas de coerción personal cautelar incluidas. El caso de los expresidentes de la República Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, de una candidata –Keiko Fujimori– y del presidente en funciones, Pedro Castillo Terrones, dan cuenta de ello.
Esta realidad nos lleva a preguntarnos si realmente nuestras agencias de administración de justicia, nuestro sistema, está en las condiciones no solo de procesar penalmente a los responsables conforme a las reglas del Derecho y a responder con una drástica sanción penal, sino, además, si está en la condición de asimilar e interiorizar el sentido de lo que esto significa en la cotidianidad de nuestra vida republicana. En palabras de Alfonso Quiroz (2013, p. 287 y ss.), el modelo o sistema que utiliza la corrupción y el poder político para estos fines pueden rastrearse desde nuestros primeros pasos como República, hasta llegar al momento en que Alberto Fujimori ingresó al poder de manera democrática para luego pasar a detentarla indiscutible mediante un auto golpe de Estado en el año 1992. Este nuevo modelo económico y político impuesto según la opinión de varios estudiosos de la historia económica reciente del Perú, es el responsable de la flexibilización y relajación de todas las estructuras económicas, políticas, judiciales, institucionales y sociales del país, tal y como se ha podido identificar en numerosos estados de occidente luego de hacer suyo este modelo económico y, claro, a decir de la profesora Laura Zúñiga, gracias a las virtudes del capitalismo globalizado.
La falta de modernización de la regulación normativa del entorno social conforme a la dinámica colectiva actual –específicamente el relacionado con el control formal del crimen como instrumento de política pública–, como efecto de la flexibilización de las normas de contrapeso del flujo económico nacional e internacional, trajo consigo una variedad de fenómenos delictivos que, en el Perú, veíamos lejanos y solo apreciables en países del primer mundo: narcotráfico, sicariato, corrupción de funcionarios, lavado de dinero, minería ilegal, trata de personas, etc., teniendo como rasgo fundamental, para su materialización, el crimen organizado. Y no es que haya sido un paquete adherido al modelo capitalista de producción que, por inercia, arrastró cual consecuencia lógica e inevitable, pues la imposibilidad de que el Estado evitara de cualquier forma que esta surgiera responde a una relación funcional entre el núcleo del sistema neoliberal y el contexto ideal que exige para reproducirse: exclusión social y debilitamiento del Estado-Nación. La falta de actualización de las normas punitivas, de control y reproche, a la par del nuevo modelo social y económico tuvo un rol fundamental en la aparición del crimen organizado.
No es novedad en la región: la corrupción está instalada desde hace tiempo en América Latina como una de las principales preocupaciones de la población, tanto por su incidencia cotidiana como por sus consecuencias económicas y políticas. La percepción de corrupción en la región es ligeramente superior al promedio mundial y bastante mayor que la media de los países desarrollados, según instituciones internacionales como Transparencia Internacional. Además, el Reporte de Economía y Desarrollo (RED 2019) de CAF encuentra que el 51 % de los latinoamericanos consideran que la corrupción es el principal problema de sus países (por encima de las condiciones económicas, el acceso a la vivienda y a servicios o la inseguridad) y que el 23 % de los ciudadanos reporta que un funcionario le solicitó una coima en los últimos doce meses.
Existen razones de peso que justifican esa preocupación. El fenómeno delictivo de organizaciones criminales, enlazadas con la corrupción de funcionarios de todos los niveles, disminuye la capacidad del Estado para proveer bienes y servicios públicos de calidad, a la vez que limita el crecimiento económico. Pero, quizás, más importantes sean las consecuencias sobre las instituciones de gobierno; es decir, cuando los ciudadanos sienten que la corrupción es generalizada, se deteriora la confianza en la democracia. Esta realidad ha provocado que los gobiernos latinoamericanos reaccionaran, en su mayoría, implementando instrumentos legales y fortaleciendo los órganos de justicia y, complementariamente, varios países están llevando a cabo iniciativas para aumentar la transparencia y mejorar la rendición de cuentas. De todas formas, todavía existe un largo camino por recorrer para llenar vacíos legales y asegurar la efectividad de muchas de las medidas que se están implementando[12]; aun así, el Ministerio Público viene dando muestras de su inagotable espíritu de lucha frontal contra la corrupción y todas las versiones de crimen organizado que amenazan la institucionalidad de nuestro país.
Referencias
Cancio Meliá, M. (s/f.). El injusto de los delitos de organización. Lima: Ara Editores.
Capella Hernández, J. R. (1997). Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio del Derecho y del Estado. Madrid: Trotta.
Caro Coria, D. C. (s/f.). Sobre la punición del ex presidente Alberto Fujimori Fujimori como autor mediato de una organización criminal estatal. Revista Institucional de la Academia de la Magistratura, (9).
Castells, M. (2001). La era de la información. Fin de Milenio. (3a ed.). Madrid: Alianza.
García Cavero, P. (2006). La imputación jurídico-Penal a los miembros de la empresa por delitos de dominio cometidos desde la empresa. Recuperado de: <https://www.unifr.ch/ddp1/derechopenal/obrasportales/op_2009100503.pdf>.
García Cavero, P. (2008). Lecciones de Derecho Penal. Parte general. Lima: Grijley.
Muñoz Conde, F. (s/f.). ¿Cómo imputar a título de autores a las personas que, sin realizar acciones ejecutivas, deciden la realización de un delito en el ámbito de la delincuencia organizada y empresarial? Recuperado de: <https://www.unifr.ch/ddp1/derechopenal/articulos/a 20080526 42.pdf>.
Quiroz, A. W. (2013). Historia de la corrupción en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
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Villavicencio Terreros, F. (2009). Derecho Penal. Lima: Grijley.
Zaffaroni, R. E. (2002). Derecho Penal. Parte general. Buenos Aires: Ediar.
Zifer, P. S. (2005). El delito de asociación ilícita. Buenos Aires: Ad-Hoc.
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* Artículo que obtuvo el primer puesto en el concurso de artículos jurídicos organizado por la Coordinación Nacional de las Fiscalías Especializadas en Delitos de Corrupción de Funcionarios del Ministerio Público, en el marco del XXII aniversario de creación de las mencionadas Fiscalías (Disp. Adm. Nº 662-2022-MP-FN-FSNC-EDCF de 15/11/2022).
** Fiscal adjunto provincial de la Fiscalía Supraprovincial Corporativa Especializada en Delitos de Corrupción de Funcionarios - Segundo Despacho.
[1] Recuperado de: <https://es.scribd.com/document/92389490/coautoria-en-organizaciones-criminales>.
[2] “Nuestra legislación penal no sigue un criterio unitario de autor, sino que se alinea a la tendencia dominante, que asume una visión diferenciado de la intervención punible. (...) [P]uede ser principal o secundaria. A la intervención principal se le conoce como coautoría, mientras que a la intervención secundaria se le ha venido a llamar participación en sentido estricto. Dentro de la autoría se incluye no solo al que realiza directamente la acción delictiva, sino también a aquel que se vale de otro para realizar un delito y a aquellos que se distribuyen el trabajo con la finalidad de cometer el delito (artículo 23 del Código Penal). Por su parte, la participación está referida a los actos de complicidad (artículo 25 del Código penal), así como a los actos de inducción (artículo 24 del Código Penal)” (García Cavero, 2008, p. 554).
[3] La preocupación, no reciente, por el título jurídico en virtud del cual se deban responder los dirigentes de organizaciones criminales de estructura jerarquizada o aparatos organizados de poder se ha acrecentado especialmente en la última década. Ello puede obedecer, naturalmente, a que cada vez aparecen o se conocen más casos de actuaciones criminales de esas organizaciones, pero, sin duda, a la vez, debido a la falta de consenso doctrinal en el tratamiento de estos casos. Desde luego, no se presentan dudas respecto de la responsabilidad en la que incurren los que directamente ejecutan los crímenes de esas organizaciones, que son calificados como autores directos o coautores. En cambio, existen tanto propensión como reticencia a que dirigentes y ejecutores respondan por el mismo título de intervención en el delito, esto es, como autores.
[4] Este modelo, según el profesor Silva Sánchez (2008), parte de entender que la sanción de los miembros de las organizaciones criminales debe alejarse de cualquier consideración de la organización como articulación institucionalizada de aportaciones favorecedoras de los concretos delitos-fin. Este es el modelo [de transferencia] del que se sirven aquellas propuestas que contemplan los delitos asociativos como infracciones autónomas que lesionan un bien jurídico supraindividual [paz, seguridad pública, orden público]. En realidad, como se ha indicado, si se reconstruye la argumentación de los defensores de este punto de vista, se observa que la afectación de la paz pública se produce por la mera existencia de la organización criminal. Dicha existencia es, en efecto, el estado de cosas lesivo (p. 103 y ss.).
[5] El miembro se integra en una organización, esa integración le es imputable: le hace partícipe del colectivo. Cancio Melía (s/f., p. 71 y ss.).
[6] Artículo 317 del Código Penal
El que promueva, organice, constituya, o integre una organización criminal de tres o más personas con carácter estable, permanente o por tiempo indefinido, que de manera organizada, concertada o coordinada, se repartan diversas tareas o funciones, destinada a cometer delitos será reprimido con pena privativa de libertad no menor de ocho ni mayor de quince años y con ciento ochenta a trescientos sesenta y cinco días-multa, e inhabilitación conforme al artículo 36 incisos 1), 2), 4) y 8).
La pena será no menor de quince ni mayor de veinte años y con ciento ochenta a trescientos sesenta y cinco días-multa, e inhabilitación conforme al artículo 36, incisos 1), 2), 4) y 8) en los siguientes supuestos:
Cuando el agente tuviese la condición de líder, jefe, financista o dirigente de la organización criminal. Cuando producto del accionar delictivo de la organización criminal, cualquiera de sus miembros causa la muerte de una persona o le causa lesiones graves a su integridad física o mental.
[7] Cfr. Zúñiga Rodríguez (s/f., p. 165).
[8] Las Naciones Unidas, en su Informe sobre Desarrollo Humano, señala: “Las diferencias en desarrollo humano entre ricos y pobres, ya de por sí importantes, están aumentando”, aunque “la pobreza extrema se redujo de 28 % en 1990 a 21 % en la actualidad, reducción que en cifras absolutas representa unos 130 millones de personas”. Después veremos cómo estas desigualdades son un factor importante en el desarrollo de la criminalidad organizada.
[9] Cfr. Zúñiga Rodríguez (s/f., p. 166).
[10] Recordemos que, según la construcción teórica de Max Weber, el Estado (Machtstaat) es la institución que ostenta el monopolio legítimo del ejercicio de la violencia y que, en todas las construcciones teóricas modernas sobre el Estado, desde Hobbes hasta Locke, se destaca la sublimación de la lucha por el poder. Por otro lado, hablamos de seguridad “residual” porque esta capacidad también está mermada. Por de pronto, todos los Estados operan como “actores celosos” de sus derechos territoriales y preocupados por defender las culturas nacionales. Ahora bien, hechos sociales como Auschwitz o el gulag del socialismo real, prueban que el ideal de seguridad de los de “dentro” del territorio no es alcanzable siempre en la realidad, y que la propia noción de seguridad es construida socialmente.
[11] De esta manera, los gobiernos y los parlamentos nacionales se encuentran sometidos a la estrategia general de la economía mundializada, en la que los verdaderos detentadores de la soberanía son un campo de poder: las grandes transnacionales, los conglomerados financieros y las instancias interestatales como el G7, la UE, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la OCDE o la OMC (Cfr. Capella, Fruta prohibida: una aproximación histórico-teorética al estudio del Derecho y del Estado, Madrid, Trotta, 1997, p. 257); esto es, un campo de fuerzas: “hay que prescindir de la idea de un único agente causal y pasar a hablar de un ámbito en el que se suscitan determinaciones, aunque éstas no puedan ser atribuidas linealmente a un solo agente generador”.
[12] Pablo Sanguinetti, exvicepresidente de Conocimiento, CAF. “4 formas de reducir la corrupción en América Latina”. En: https://www.caf.com/es/conocimiento/visiones/2019/11/4-formas-de-reducir-la-corrupcion-en-america-latina/