Invalidez material del delito de tráfico de influencias
Material invalidity of the crime of influence trafficking
Saúl Alexander Villegas Salazar*
“El derecho es la garantía de los más débiles frente a los más poderosos”
Luigi Ferrajoli
Resumen: El autor analiza la invalidez material del delito de tráfico de influencias regulado en el artículo 400 del Código Penal, y considera que este vulnera el principio de estricta legalidad o legalidad sustancial, debido a que dicha disposición normativa afecta gravemente los principios que limitan el ius puniendi, tales como el de legalidad, lesividad, fragmentariedad y mínima intervención; así también, precisa que actualmente existe una discusión respecto al bien jurídico que se tutela en este delito, por lo que menciona que es necesario analizarlo desde la perspectiva del garantismo penal. Abstract: The author analyzes the material invalidity of the crime of influence peddling regulated in article 400 of the Código Penal, and considers that this violates the principle of strict legality or substantial legality, because said normative provision seriously affects the principles that limit the ius puniendi , such as legality, injury, fragmentation and minimal intervention; Likewise, it states that there is currently a discussion regarding the legal right that is protected in this crime, for which it mentions that it is necessary to analyze it from the perspective of criminal guarantees. |
Palabras clave: Garantismo penal / Estricta legalidad / Tráfico de influencias / Bien jurídico. Keywords: Criminal guarantees / Strict legality / Influence peddling / Legal good Marco normativo: Constitución Política del Perú: arts. 2, inc. 24, lit. d) y 200, inc. 6. Código Penal: arts. II, IV, VII y 400. Recibido: 10/08/2021 // Aprobado: 12/08/2021 |
Nuestro Código Penal (en adelante, CP) regula en el artículo 400 el delito de tráfico de influencias como una modalidad de delito en contra de la Administración Pública; sin embargo, dicha regulación genera ciertos problemas desde su ubicación sistemática al encontrarse posicionado dentro del Capítulo II –delitos cometidos por funcionarios públicos– del Título XVIII –delitos contra la Administración Pública– del CP, así también, a nivel doctrinario se ha generado discrepancia al establecer si efectivamente se protege el correcto funcionamiento de la Administración Pública como bien jurídico tutelado, puesto que desde un análisis del mismo no se aprecia lesión o puesta en peligro alguno que nos permita encontrar utilidad por parte del Derecho Penal.
En este sentido, cabe preguntarnos si el simple hecho de que una norma se encuentre positivizada siguiendo los parámetros establecidos para su creación es indicador suficiente para su aplicación, o si, por el contrario, es necesario que esta se encuentre amparada por los principios que limitan y legitiman el ius puniendi; así pues, siguiendo la línea del pensamiento del garantismo penal debemos señalar que toda norma debe ser sometida a un control de estricta legalidad, en la cual se busque el respaldo de los principios que han cimentado nuestro ordenamiento penal; a partir de ello, lo que se busca es establecer que una norma no solo tenga una validez formal, sino que también encuentre validez material dentro del ordenamiento jurídico, respetando los principios de legalidad, necesidad, lesividad y proporcionalidad, sin perder de vista que la principal función del Derecho Penal es la protección de bienes jurídicos.
Siendo ello, en el presente artículo asumimos que los fundamentos iusfilosóficos para determinar la invalidez material de la disposición normativa contenida en el artículo 400 del CP son la afectación del pensamiento garantista y los principios que lo rigen, el adelantamiento de las barreras de punibilidad al tipificar actos preparatorios de delitos de corrupción.
Debemos recordar que dentro de la corriente iusfilosófica del positivismo, encontramos al garantismo, el mismo que conlleva a saber que, conforme explica Luigi Ferrajoli (2016):
El terreno sobre el que se ha producido la expansión del significado de “garantías” es el Derecho Penal. En particular, la expresión “garantismo”, en el sentido restringido de “garantismo penal”, aparece, en el ámbito, de la cultura jurídica italiana de izquierda de la segunda mitad de los años setenta, como respuesta teórica a la legislación y la jurisdicción de emergencia que, de aquel momento en adelante, han ido reduciendo, de diversas maneras, el ya debilitado sistema de garantías del correcto proceso. En este sentido, el garantismo enlaza con la tradición clásica del pensamiento liberal. Y expresa la demanda, propia de la ilustración jurídica, de la tutela de los derechos a la vida, a la integridad y a la libertad personal contra ese “terrible poder”, como lo denominó Montesquieu, que es el poder punitivo. (p. 22)
Siendo ello, diríamos que el garantismo penal es el fruto de la tradición jurídica ilustrada y liberal, básicamente el modelo de Derecho Penal liberal; por ello un Derecho Penal desde el paradigma garantista, necesariamente tiene que limitar la amenaza a los derechos del individuo, especialmente el derecho a la libertad personal, para lo cual se tendrá que limitar lo estrictamente necesario, ello con base en el respeto de los principios sobre los que se fundamenta el sistema penal, y que constituyen límites al ejercicio del ius punendi y del contenido de una norma penal.
Así pues, refiere Ferrajoli (1995) que:
El garantismo penal de matriz ilustrada no es solo el producto de su fragilidad epistemológica, sino también de la falta de claridad de sus fundamentos axiológicos. En los siglos XVII y XVIII el Derecho Penal constituyó el terreno en el que principalmente fue delineándose el modelo de Estado de Derecho con referencia al despotismo punitivo como el iusnaturalismo ilustrado llevó adelante su batalla contra la intolerancia política y religiosa y contra el árbitro represivo del ancien régime. y fue sobre todo a través de la crítica de los sistemas penales y procesales cómo se fueron definiendo, los valores de la cultura jurídica moderna: el respeto a la persona humana, los valores “fundamentales” de la vida y de la libertad personal, el nexo entre legalidad y libertad, separación entre derecho y moral, la tolerancia, la libertad de conciencia y de palabra, los límites a la actividad del Estado y la función de tutela de los derechos de los ciudadanos como su fuente primaria de legitimación. (p. 24)
Sin embargo, en la actualidad vemos una crisis del garantismo penal, ello debido a que no existen políticas criminales que moldeen socialmente las actividades del Estado en cuanto a la formulación de nuevos tipos penales, evidenciándose de esta forma lo que Ferrajoli considera como hiperinflación legislativa, afectándose uno de los principales pilares que es el principio de legalidad.
Con relación a la crisis antes mencionada, el garantismo, como vertiente de la corriente del neopositivismo, específicamente centrada en lo que se conoce como constitucionalismo, trata de propugnar una solución desde su punto de vista, en el entendido que centra su atención en la configuración de los ordenamientos estatales democráticos con la generalización de la Constitución rígida y con sujeción al derecho internacional referente a la protección de derechos fundamentales; es por esto último que hablamos no solamente de un constitucionalismo, sino que se debe referir a una transformación del paradigma paleo-positivista a uno más moderno y actual.
Ferrajoli (1995) ha señalado que el modelo garantista del Derecho Penal y Procesal, tienen como principal fundamento a los principios axiológicos fundamentales, los mismos que derivan de la formulación de los siguientes términos: pena, delito, ley, necesidad, ofensa, acción, culpabilidad, juicio, acusación, prueba y defensa; siendo estos los que cumplen una función de garantía jurídica para la afirmación de la responsabilidad penal y para la aplicación de la pena.
Es a partir de estos términos, cuya función es de estricta garantía jurídica, sobre los cuales Ferrajoli (1995) ha establecido el sistema garantista o de estricta legalidad, que se trata de un modelo límite y cuya axiomatización resulta de la adopción de 10 axiomas o principios axiológicos fundamentales no derivables entre sí, las mismas que son:
- A1 Nulla poena sine crimine.
- A2 Nullum crimen sine lege.
- A3 Nulla lex (poenalis) sine necessitate.
- A4 Nulla necessitas sine iniuria.
- A5 Nulla iniuria sine actione.
- A6 Nulla actio sine culpa.
- A7 Nulla culpa sine iudicio.
- A8 Nullum iudicium sine accusatione.
- A9 Nulla accusatio sine probatione.
- A10 Nulla Probatione sine defensione.
Así también Ferrajoli (1995) llama a estos principios, además de garantías penales y procesales por ellos expresadas:
1) principio de retributividad o de la sucesividad de la pena respecto del delito; 2) principio de legalidad, en sentido lato o en sentido estricto; 3) principio de necesidad o de economía del Derecho Penal; 4) principio de lesividad o de la ofensividad del acto; 5) principio de la materialidad o de la exterioridad de la acción; 6) principio de la culpabilidad o de la responsabilidad personal; 7) principio de jurisdiccionalidad, también en sentido lato o en sentido estricto; 8) principio acusatorio o de la separación entre juez y acusación; 9) principio de la carga de la prueba o de verificación; 10) principio del contradictorio, o de la defensa, o de refutación.
Estos diez principios, ordenados y conectados aquí sistemáticamente, definen –con cierto forzamiento lingüístico– el modelo garantista de derecho o de responsabilidad penal, esto es, las reglas del juego fundamental del Derecho Penal. (p. 93)
En atención a lo ya señalado debemos resaltar que el garantismo penal ha generado en nuestro país el proceso de constitucionalización de todo el orden jurídico, especialmente el referido al Derecho Penal y a la justificación de esta desde las concepciones liberales y de la ilustración, lo que se viene conociendo como programa penal constitucional; ello en el sentido que, como señaló Ferrajoli (2016) referente a los fundamentos del Derecho Penal:
Este conjunto de constricciones constituye un coste que tiene que ser justificado. Recae no solo sobre los culpables, sino también sobre los inocentes. Si de hecho todos están sometidos a las limitaciones de la libertad de acción prescritas por las prohibiciones penales, no todos ni solo aquellos que son culpables de sus violaciones se ven sometidos al proceso y a la pena; no todos ellos, porque muchos se sustraen al juicio y más aún la condena; ni solo ellos, siendo muchísimos los inocentes forzados a sufrir, por la inevitable imperfección y falibilidad de cualquier sistema penal, el juicio, acaso la prisión preventiva y en ocasiones el error judicial. (p. 209)
Conforme hemos señalado, uno de los principios axiológicos fundamentales es el denominado convencionalismo penal, tal y como resulta del principio de estricta legalidad, el cual establece una determinación abstracta de lo que es punible; así pues, no solo debe ser entendido en el campo del Derecho Penal, con la famosa máxima de Von Feuerbach que consagra el principio de legalidad en lo penal: nullum crimen, nulla pœna sine lege praevia, (no hay delito ni pena sin ley previa); sino que dicho principio resulta fundamental de la corriente iusfilosófica del positivismo jurídico.
Esto último, pues, como se explicó, el positivismo jurídico clásico parte del supuesto de que el Derecho no es más que la expresión positiva de un conjunto de normas dictadas por el poder soberano. Estas normas, que constituyen el Derecho Positivo, son válidas por el simple hecho de que emanan del soberano, no por su eventual correspondencia con un orden justo y trascendental, configuración que era entendida como una mera legalidad que servía como metanorma de reconocimiento de las normas vigentes, fundamento que en el desarrollo histórico respaldaron graves atropellos como los cometidos por la Alemania nazi, pues el fundamento de este positivismo clásico es que: “una norma jurídica, cualquiera que sea su contenido, existe y es válida en virtud, únicamente, de las formas de su producción” (Ferrajoli, 2004, p. 66).
Así pues, Hart (1958) señalaba que en el pueblo alemán (nazi) la creencia de que el Derecho es tal aunque no concuerde con las condiciones mínimas de moralidad. Esta terrible etapa de la Historia incita más bien a indagar por qué el énfasis en el lema “la ley es la ley” y la distinción en el Derecho y la moral tomaron en Alemania un cariz tan siniestro, mientras en otros sectores, como entre los utilitaristas mismos, les acompañaron las actitudes liberales más ilustradas (p. 621).
Es en este orden de ideas es que el constitucionalismo (incluido dentro de esta al garantismo penal), como nuevo paradigma, es la resultante de la positivación de derechos fundamentales, como límites de la legislación postiva, pues hemos dejado de lado la idea de que el principio de mera legalidad era considerada:
(…) suficiente garantía frente a los abusos de la jurisdicción y de la Administración, se valore como insuficiente para garantizar frente a los abusos de la legislación y frente a las involuciones antiliberales y totalitarias de los supremos órganos desicionales. Es por lo que se redescubre el significado de “Constitución” como límite y vínculo a los poderes públicos establecidos hace ya dos siglos en el artículo 16 de la declaración de derechos de 1789. (Ferrajoli, 2004, p. 67)
En este sentido, el cambio de paradigma de un positivismo de mera legalidad, al cual lo que únicamente importa es la forma de producción de la norma jurídica, al positivismo constitucionalista que importa como límite a la legislación positiva el respeto de derechos fundamentales y principios, afirmamos que nos encontramos ante la revolución a la que Ferrajoli denomina “principio de estricta legalidad o de legalidad sustancial”, es decir:
Con el sometimiento también de la ley a vínculos ya no solo formales sino sustanciales impuestos por los principios y los derechos fundamentales contenidos en las constituciones. Y si el principio de mera legalidad había producido la separación de la validez y de la justicia y el cese de la presunción de justicia del derecho vigente, el principio de estricta legalidad produce la separación de la validez y de la vigencia y de la cesación de la presunción apriorística de validez del derecho existente. (Ferrajoli, 2004, p. 66)
En efecto, el sistema de normas sobre la producción de normas –habitualmente establecido, en nuestros ordenamientos, con rango constitucional– no se compone solo de normas formales sobre la competencia o sobre los procedimientos de formación de las leyes, incluye también normas sustanciales, como el principio de igualdad y los derechos fundamentales, que de modo diverso limitan y vinculan al Poder Legislativo excluyendo o imponiéndole determinados contenidos. Así, una norma –por ejemplo, una ley que viola el principio constitucional de igualdad– por más que tenga existencia formal o vigencia, puede muy bien ser inválida y como tal susceptible de anulación por contraste como una norma sustancial sobre su producción (Ferrajoli, 2016).
En cuanto a la vigencia y validez de la norma, Ferrajoli (2004) explica que:
Se trata, pues, de dos conceptos asimétricos independientes entre sí: la vigencia guarda relación con la forma de los actos normativos, es una cuestión de subsunción o de correspondencia de las formas de los actos productivos de normas con las previstas con las normas formales sobre su formación; la validez, al referirse al significado, es por el contrario una cuestión de coherencia o compatibilidad de las normas producidas con las de carácter sustancial sobre su producción. en términos kelsenianos: la relación entre normas producidas y normas sobre la producción es, en el primer caso, de tipo nomodinámico y, en el segundo, de tipo nomoestático; y la observancia (o la inobservancia) de las segundas por parte de las primeras se configura en el primer caso como aplicación (o inaplicación) y en el segundo como coherencia (o contradicción). (p. 21)
Entonces, de lo antes señalado podemos concluir que la ley penal debe tener por objeto la protección del contenido constitucionalmente protegido de un derecho fundamental, lo que llevado a la teoría del delito, específicamente a la tipicidad objetiva, vendría a ser el bien jurídico protegido, que conforme señala Roxin (2010), son circunstancias o finalidades útiles para el individuo y su libre desarrollo en el marco de un sistema social global estructurado sobre la base de esa concepción de los fines o para el funcionamiento del propio sistema (p. 56).
Conforme apunta Mir Puig (2004), la función punitiva del Estado social y democrático de Derecho se origina en su soberanía a fin de determinar y catalogar qué conductas son consideradas como lesivas para el ordenamiento jurídico y, por tanto, merecen ser sancionadas, en estricta atribución del ius puniendi (Derecho Penal subjetivo); sin embargo, como consecuencia de la Revolución francesa y el pensamiento de la Ilustración del siglo XVIII, se gestó la idea de que esta facultad sancionadora del Estado debería ser limitado. Así, pues, esta función limitadora del poder sancionador del Estado se encuentra fundamentada y justificada en la Constitución Política[1], como en tratados internacionales, de los que se desprende que: “políticamente el Estado es su único titular y pueden diferenciarse matices en el ejercicio del poder penal: función legislativa, judicial y ejecutiva” (Villavicencio Terreros, 2006, p. 87).
La discusión se genera en cuanto a qué principios legitimarían el poder sancionador del Estado, así, su legitimación extrínseca proviene de la Constitución y los tratados internacionales; pero su legitimación intrínseca se basa en una serie de principios específicos. Aun así, todos son igualmente importantes en la configuración de un Derecho Penal respetuoso con la dignidad y libertad humana, meta y límite del Estado social y democrático de Derecho y, por tanto, de todo su ordenamiento jurídico (Muñoz Conde y García Arán, 2002). Así pues, estos límites al poder penal van a tener incidencia tanto en la creación de las normas penales (criminalización primaria) como en su aplicación (criminalización secundaria), los que se suelen clasificar como límites materiales (garantías penales) y formales (garantías procesales).
Conforme explicábamos precedentemente, uno de los principales límites a la facultad sancionatoria del Estado (ius puniendi) es el principio de legalidad. Este es el principal límite de la violencia que el sistema penal del Estado ejercita, se trata de un límite típico de un Estado de Derecho (Villavicencio, 2006, p. 90).
Este principio es conocido por la expresión latina acuñada por Paul Johann Anselm Von Feuerbach en su libro Lehrbuch des gemeinen in Deutschland gültigen peinlechen Rechts (Tratado del Derecho Penal común vigente en Alemania), publicado en 1801; aunque este principio tuvo su génesis en el pensamiento liberal plasmado en el libro de Dei delitti e delle pene (De los delitos y las penas) escrito por Cesare Bonesana, marqués de Beccaría.
Así pues, Alberto Binder (2004) ha referido acerca de este principio que se clarifica y fortalece a través del tipo penal, el mismo que constituye una fórmula sintética que expresa el conjunto de límites que surgen del principio de legalidad para circunscribir con absoluta precisión la conducta prohibida o mandada respecto de la cual está enlazado el ejercicio del poder punitivo (p. 133).
Así pues, el principio de legalidad ha sido plasmado normativamente en el artículo 2, inciso 24, literal d) de la Constitución, el cual prescribe: “nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible; ni sancionado con pena no prevista en la ley”.
De igual forma, y al ser el principio de legalidad un pilar fundamental sobre el que se cimienta el Derecho Penal, se ha establecido en el artículo II del CP lo siguiente: “nadie será sancionado por un acto no previsto como delito o falta por la ley vigente al momento de su comisión, ni sometido a pena o medida de seguridad que no se encuentre establecidas en ella”.
Por el principio de legalidad tenemos que la principal fuente del Derecho Penal es la ley, la cual debe cumplir con tres requisitos: nullum crimen sine lege scripta (debe ser escrita), nullum crimen sine lege previa (debe ser previa) y nullum crimen sine lege certa (debe ser estricta).
Este principio incide en la obligación de establecer la responsabilidad o culpabilidad del autor, debiendo este haber actuado ya sea por dolo o por culpa, a fin de poder establecer la imposición de una pena, apartando de esta manera la responsabilidad objetiva en cuanto a la comisión de delitos.
Así pues, sobre este principio Gimbernat (1981) sostiene que:
Hay que llamar la atención sobre el doble significado del principio de la culpabilidad, entendiendo al segundo como exclusión de la responsabilidad por el resultado, o sea, “la exclusión de la punibilidad cuando el resultado típico causado por el autor no era previsible”. (p. 108)
Este principio se encuentra consagrado en el artículo VII del Título Preliminar del CP, el cual establece que: “la pena requiere de la responsabilidad penal del autor, queda proscrita toda forma de responsabilidad objetiva”. Por ello, a este principio se lo conoce por la máxima “nulla poena sine culpa”.
Recuérdese que algunos prefieren usar el término “responsabilidad” al de “culpabilidad”, debido a cualquier vinculación con el criterio retributivo, aun cuando otros consideran innecesario esto, pues la culpabilidad se puede fundar en criterios preventivos.
De acuerdo con el principio de lesividad, para que una conducta sea considerada ilícita no solo requiere una realización formal, sino que además es necesario que haya puesto en peligro o lesionado un bien jurídico determinado.
Se le identifica con la máxima nullum crimen sine iniuria, la misma que fue empleada por Ferrajoli al señalar los diez axiomas del Derecho Penal; en nuestro ordenamiento encontramos a este principio en el artículo IV del Título Preliminar del Código Penal el cual declara que: “la pena, necesariamente, precisa de la lesión o puesta en peligro de bienes jurídicos tutelados por la ley”.
El Estado solo puede emplear la pena cuando está en situación de explicar su necesidad para la convivencia social (Gimbernat Ordeig, 1981, p. 122). Es decir, si bien el Derecho Penal es una forma de control social formal que va a permitir proteger bienes jurídicos indispensables para el desarrollo de las personas en la sociedad, es necesario precisar que esta intervención por parte del Estado encuentra legitimidad solo cuando la intervención es útil, pues la utilización del Derecho Penal como instrumento de violencia del Estado ante todo evento genera afectación a la idea de un Estado constitucional de Derecho.
Así pues, Quintero Oliva (2000) refiere que este principio:
De la necesidad de la intervención estatal es, pues, un limite importante, porque permite evitar las tendencias autoritaras. La ley no se transforma en un instrumento al servicio de los que tienen el poder penal, sino que las leyes penales, dentro de un Estado social y democrático de Derecho solo se justifican en la tutela de un valor que necesita de la protección penal. (p. 93)
Se trata de ultima ratio o extrema ratio en el sentido que solo debe recurrirse al Derecho Penal cuando han fallado todos los demás controles sociales (García-Pablos de Molina, 2000).
En este sentido, al lesionarse o ponerse en peligro con la sanción punitiva derechos fundamentales como la libertad, por el carácter sancionador del Derecho Penal debe ser el último recurso que utilice el Estado, debiendo, por ende, emplear otras ramas del Derecho cuando el ataque a los bienes jurídicos sea leve.
El carácter fragmentario del Derecho Penal consiste en que no se le puede utilizar para prohibir todas las conductas. El Derecho Punitivo no castiga todas las conductas lesivas de bienes jurídicos sino las que revisten mayor entidad (Velásquez Velásquez, 2002, p. 42).
Este principio, conforme señala Roxin (1999), es una directriz político-criminal, ya que determina en el legislador hasta qué punto puede transformar determinados hechos punibles en infracciones o no hacerlo, por lo tanto, muy útil para la criminalización primaria (p. 67). Para determinar la fragmentariedad de la selección penal, Muñoz Conde y García Arán (2002) señalan que se puede partir de los siguientes fundamentos:
Primero, defendiendo al bien jurídico solo contra aquellos ataques que impliquen una especial gravedad, exigiendo, además, determinadas circunstancias y elementos subjetivos, segundo, tipificando solo una parte de lo que en las demás ramas del ordenamiento jurídico se estima como antijurídico. Tercero, dejando, en principio, sin castigo las acciones meramente inmorales. (p. 80)
El antecedente más claro se presenta en el Derecho romano, donde el tráfico de influencias era conocido como la venta de humo, tal como nos narra Rojas Vargas (2007): “el Derecho romano no desarrolló legislativamente el tema, no obstante que ya en tiempo de Alejandro Severo, este mandó a quemar vivo a un sujeto que había vendido favores e influencias a su nombre” (p. 774). Así fue como se castigó el perjuicio hecho en nombre del príncipe que quedaría grabado como la “venta de humo romana”, frase metafórica que implica recibir dinero para influenciar ante los magistrados con el objeto de favorecer intereses particulares.
Así, la venta de humo romana fue la base de la noción francesa del du trafic d’influence, la misma que consistía, durante la época revolucionaria, en el hecho de recibir dinero a cambio de influenciar ante los magistrados a fin de que favorezcan un proceso judicial que venían conociendo, lo que vendría a ser una ofensa contra ellos (Delahaye, citado por Rojas Vargas. 2007).
Por otro lado, referente a la definición podemos señalar que:
Esta vieja figura es obra de los prácticos y de los glosadores; habiendo sido en el Derecho intermedio clasificado entre la injuria y la corrupción y limitado a los intereses judiciales. Era reprimido entre los romanos, y cuya conducta consistía en jactarse de obtener favores y beneficios, de las autoridades engañando de esa forma a diversas personas. Venditio fumi era el nombre empleado, indicándose con ello la acción del delincuente, que no pasaba de “fumar” jactancia, mixtificación, etc. Los italianos denominaron el delito millanto crédito que equivale en idioma español la influencia jactanciosa. (Hugo Álvarez y Huarcaya Ramos, 2018, p. 445)
Para muchos el tipo legal de tráfico de influencias es llamado comúnmente como la “venta de humo”. En la legislación peruana, el tráfico de influencias ha sufrido considerables cambios en su desarrollo legislativo; así pues, este delito fue integrado al catálogo penal de 1924 en su artículo 353-A, mediante Decreto Legislativo N° 121 del 12 de junio de 1981, que señalaba lo siguiente:
El que invocando influencias reales o simuladas reciba, o haga dar, o prometer para sí o para un tercero, un donativo, o una promesa, o cualquier otra ventaja, con el fin de interceder ante un funcionario o servidor público, que esté conociendo o haya conocido un caso judicial o administrativo, será reprimido con prisión no mayor de 2 años y multa de la renta de 20 a 40 días.
Si el agente fuere funcionario público, será reprimido además con inhabilitación conforme a los incisos 1, 2 y 3 del artículo 27, por doble tiempo de la condena.
Anterior a esta fecha no se encontraba tipificado en nuestra legislación; dicha incorporación no sufrió modificación alguna hasta la reforma total del CP, dada en el año 1991.
Posteriormente, el CP tipificó en su artículo 400 el delito de tráfico de influencias; no obstante, su contenido inicial ha sido objeto de modificación por el artículo 1 de la Ley N° 28355, luego fue modificado por Ley N° 29703 (excluye del catálogo a la figura simulada), la que fue derogada en parte por la Ley N° 29758; esta ley volvió al texto impuesto por la Ley N° 28355. Finalmente, modificada por Ley N° 30111, de fecha 26 de noviembre de 2013, que adicionó como sanción la pena de multa en delitos contra la Administración Pública, incluido el tráfico de influencia (Moreno, 2018, p. 2). Así, pues, mediante Ley N° 29703 se descriminaliza la figura de tráfico de influencias simulada, no obstante, ante la oposición unánime de la opinión pública, a través de la Ley N° 29758 se volvió a criminalizar el comportamiento denominado “venta de humo”.
En esta línea de razonamiento, el propósito de la reforma a través de la Ley N° 29703, de corta vigencia, estuvo orientado a promover una interpretación restrictiva de los delitos contra la Administración Pública en oposición a la interpretación extensiva de los supuestos prohibidos contenidos en el tipo penal. El legislador buscó, a través del empleo de una mejor técnica legislativa, un nuevo tipo bajo parámetros de racionalidad, signo material de un garantismo fuerte. No obstante, amplios sectores de opinión pública susceptibles e influenciados por el enorme poder mediático de los medios de comunicación social hicieron retroceder tales propósitos de reformulación en varios aspectos del delito de tráfico de influencias construido sobre las bases del garantismo liberal (Hugo Álvarez y Huarcaya Ramos, 2018, p. 442).
Sin embargo, en la exposición de motivos de la Ley N° 29758, Proyecto de Ley N° 4187/2017-PJ del Poder Judicial, se sostiene que el hecho punible debe mantenerse, ya que no se considera oportuno destipificar la venta de humo pues, desde una perspectiva de prevención general positiva, esta modalidad fraudulenta de tráfico mantiene importancia en el ámbito social.
Como se mencionó, en cuanto al delito de tráfico de influencias en la legislación peruana, es recién tipificado en el Código de 1924, cuando el 12 de junio de 1981 se introdujo el artículo 353-A mediante Decreto Legislativo N° 121, con fuerte influjo de la regulación colombiana, de esa forma lo describe Abanto (s/f.):
Pero ya en ese momento el modelo peruano, al cambiar la terminología del texto que empleaban sus fuentes (por ejemplo, en cuanto a la fuente colombiana, “invocar” en vez de “aparentar” o “con el ofrecimiento de interceder en lugar de “con el fin de obtener cualquier beneficio”, “donativo, promesa o ventaja” en vez de “dinero o dádivas”) había generado a su vez, una nueva versión de la figura penal. En efecto, a diferencia de la fuente colombiana, el tipo peruano siempre fue un delito común, pues no exigía que el sujeto activo tuviera la condición de funcionario público (o “servidor público” en la fuente colombiana), pareciéndose en esto más a la fuente italiana del millantato crédito (…). (p. 95).
Ese “millantato crédito” es en el modelo italiano a como se llama a la fanfarronería que suele hacer el sujeto que ofrece influencias simuladas.
Ahora, en el CP, con relación al anterior código derogado, simplemente sustituyó el tiempo futuro de los verbos típicos complementarios “reciba, o haga dar” por verbos construidos en tiempo presente “recibe, hace dar”, reemplazando, además, la frase “con el fin de”, por la de “con el ofrecimiento de”, manteniendo inalterables los demás componentes.
Por su parte Hassemer (1984) señala que:
(…) para declarar una conducta como delito, no debería bastar que suponga una infracción de una norma ética o divina, es necesario ante todo la prueba de que lesiona intereses materiales de otras personas, es decir, de que lesiona bienes jurídicos. (p. 37)
Por su parte, Zaffaroni (1989) señala que el: “bien jurídico penalmente tutelado es la relación de disponibilidad de un individuo con un objeto, protegida por el Estado, que revela su interés mediante la tipificación penal de conductas que le afectan” (p. 289).
El bien jurídico en general viene a ser el normal desarrollo de la Administración Pública, que solo puede desenvolverse en el marco de la confianza de los administrados para con los representantes de la administración de justicia, esto último viene a ser el bien jurídico protegido específico.
El tráfico de influencias afecta a la imparcialidad de la Administración, condicionando sus decisiones en beneficio de quien posea la influencia. El agente hace creer a los particulares que la Administración se mueve por medio de intrigas, protecciones y dinero.
Nos encontramos ante actos de que implican un tráfico real o simulado de influencias que tiene como objeto la función pública. Muchas veces, los funcionarios desconocen que el sujeto activo del delito está sacando provecho de una influencia irreal en las decisiones o ejecuciones que conllevan la realización de actos administrativos (Frisancho Aparicio y Peña Cabrera, 2002).
Para algunos doctrinarios el bien jurídico protegido ofrece algún nivel de debate para llegar a un consenso sobre cuál sería este, ya que lo que se castiga no es un entendimiento pecuniario e intelectivo entre los funcionarios y el traficante, pues de darse esta situación los actos de este último serían absorbidos por el cohecho del primero, y por lo mismo la tipicidad de tráfico de influencias en el del cohecho pasivo, supuesto en el cual es fácil inferir que será el principio de imparcialidad del vulnerado. Esta peculiar configuración normativa del artículo 400 del CP llega incluso a colisionar con la ubicación de tráfico de influencias dentro del capítulo de “los delitos cometidos por funcionarios públicos”.
Sin embargo, respecto al bien jurídico específico, señala Abanto Vásquez (2003) que:
Aquí, más bien, también existe un atentado, aunque lejano, contra la imparcialidad del funcionario, el carácter público de la función; y, en el supuesto de la “influencia simulada”, el “patrimonio individual”. Por cierto, que, en relación con los dos primeros “objetos” el tipo penal peruano presupone, en realidad, un “peligro” (que según el caso puede ser abstracto o concreto); mientras que en el caso del “patrimonio individual” (en la modalidad de “influencia simulada”) podría existir una “lesión” en la modalidad de “recibir” o “hacer dar”, y un peligro en la modalidad de “hacer prometer”. (p. 415)
De ello podemos afirmar que es especialmente complicado definir cuál sería el interés tutelado en este delito, y las posturas en la doctrina también se presentan bastante debatibles; por lo que podemos esbozar de manera general que el bien jurídico en este delito es, por su sistemática, una afectación a la Administración Pública, y la confianza que tiene el administrado, en específico, y el ciudadano, en general, de la imparcialidad en la toma de decisiones. No obstante, a la hora de verificar una afección al bien jurídico protegido es difícil relacionarlo con el correcto funcionamiento de la Administración Pública.
No se podría establecer el bien jurídico tutelado sobre la base de proteger el honor de la Administración Pública, en los casos en el que se simulan traficar influencias, ya que la defensa de este supuesto honor iría en contra de los principios que sostienen este Estado de Derecho, en específico del hecho de que no cabe hablar de honor y prestigio de la Administración Pública, si no que su correcto funcionamiento está sujeto a la legalidad.
Así lo explica de la siguiente manera Abanto (s/f.):
Si se centra la atención penal en el pacto injusto entre privados, cuyo contenido (el futuro ejercicio de influencia) equivale a una compra de la función pública, es explicable cuál es el objeto que en última instancia y en todos los supuestos debe ser realmente lesionando: el carácter público de la función. A través de esto resalta el peligro para la imparcialidad y, eventualmente, la legalidad del ejercicio funcionarial.
El sujeto activo es el particular que solicita influencias reales o simuladas, también el que recibe hace dar o promete para sí o para un tercero, donativo o promesa o cualquier otra ventaja o beneficio con el ofrecimiento de interceder ante un funcionario público.
Es el Estado como el titular del bien jurídico en su imparcialidad y objetividad, aunque es cuestionable percibirlo de este modo, ya que en este delito no hay una injerencia en estricto en las labores administrativas. También es muy cuestionado el hecho de que el que solicita las influencias podría ser víctima, cuando la actividad funcionarial está bajo una red de corrupción fuerte atribuyéndole adecuación social, que, a nuestro parecer, no podría ser sustentable, ya que se utilizarían argumentos muy rebuscados para justificar conductas bastante repetitivas pero que siguen afectando bienes jurídicos.
Es un delito compuesto por varios actos que se inician o parten de los actos de invocar influencias. Recibir, hacer dar, hacer prometer son verbos rectores que, configurando modalidades delictivas y pese a su enorme importancia, pues definen la consumación del delito, no expresan, sin embargo, la singularidad del ilícito penal de tráfico de influencias, ya que son comunes a otros tipos penales de infracción de deber; la diferencia radica en la redacción “invocando influencias con el ofrecimiento de interceder”, lo que hace un delito más de dominio que de infracción.
Sobre la base de ello podemos guiarnos en el iter criminis:
a. Acto preparatorio: atribuirse la posesión de influencias ante un funcionario o servidor público.
b. Actos ejecutivos: tráfico de la propia mediación, es decir, el efecto de interceder a nivel de ofrecimiento.
c. Acto consumativo: recepción del dinero, utilidad o promesa.
En cuanto a las modalidades típicas, especial problema se genera al resolver la siguiente interrogante: ¿A qué nos referimos con invocar influencias reales o simuladas? Para Rojas Vargas (2007): “(…) es la capacidad-posibilidad de orientar la conducta ajena en una dirección determinada, utilizando ascendientes de distinto origen y naturaleza sobre el influenciado” (p. 788).
El contenido de esta influencia está referido a la sugestión que se puede tener sobre una tercera persona en cuya voluntad se incidirá para parcializarla y obtener un curso decisorio distinto o modificado al que debería ser correcto. Estas influencias pueden basarse en nexos familiares o amicales con el funcionario o servidor, en relación de trabajo o favores debidos por dichos sujetos especiales al agente del delito, situación de prestigio o autoridad del sujeto activo del delito.
La influencia real o simulada invocada se constituye, así, en el objeto del delito que vincula en su estructura ideal a un sujeto que la posee con otro que la requiere para dirigirla o destinarla sobre un tercero intraneus a la Administración Pública, sobre el cual se pretende inducir o ganar su voluntad hacia el ámbito de decisiones deseables para el interesado.
Como ya íbamos mencionando, sobre la intercesión puede concretar también con el empleo de terceras personas, quienes se hallan en situación de cercanía para influir sobre el funcionario o servidor público, lo que incluso, a la luz de este tipo, podría generar una cadena enorme de traficantes de influencias que constituirá una posible asociación ilícita.
Otro tema que vale la pena mencionar es sobre la influencia justa o que se mueve dentro de lo lícito, que incluso en la doctrina se puede resolver desde la imputación objetiva, como el uso de la categoría jurídica del fin de protección de la norma, en la que entra un pedido justo que no daña la correcta función de la Administración Pública. Aparte es necesario que el funcionario o servidor público sobre quien trate de influenciarse esté en contacto con casos judiciales en su sentido amplio que también incluiría el procedimiento administrativo y el fuero militar.
a. Recibir: es obtener y tomar lo que se le entrega, cobrar, tomar posesión, aprender.
b. Hacer dar: es la acción de lograr que se entregue algo a cambio de una supuesta influencia. Es decir, es lograr que se le entregue donativo o cualquier otra ventaja, a cambio de interceder ante un funcionario público para los fines descritos en el tipo.
c. Prometer: es la acción de la voluntad de dar o hacer en el futuro. Es el ofrecimiento o propósito de hacer o dar algún donativo o cualquier otra ventaja.
Este donativo promesa o cualquier otra ventaja debe hacer, dar, recibir o prometer algo para sí o par a un tercero como precio de la mediación ante el funcionario o servidor público que está conociendo o haya conocido un caso judicial o administrativo con un ofrecimiento de interceder. La última frase “haya conocido un caso judicial” no dificulta a la hora de interpretar, ya que es difícil en la práctica poder concebir una sugestión en la decisión en un funcionario público sobre un caso en el que ya se resolvió
El tipo penal exige por lo menos dolo directo, creemos que un elemento adicional al dolo en este caso es el ánimo de lucro que debería ser interpretado como un provecho en sentido amplio, ya que quien pide u ofrece las influencias lo hace con el objetivo de generar alguna ventaja. Difícil es formular un error de tipo en este delito, ya que no podríamos aceptar que una persona crea que el tráfico de influencias no está prohibido.
Habría diferentes escenarios de consumación:
a. Al hacer dar para sí o para un tercero un donativo o cualquier otra ventaja.
b. Al recibir directamente el donativo.
c. Al hacer prometer para sí o para un tercero un donativo o cualquier otra ventaja.
Se trata, pues, de un tipo compuesto de consumación instantánea y de puesta en peligro al bien jurídico Administración Pública, que difícilmente admitiría la omisión como realización típica.
Partiendo de la filosofía analítica del Derecho, desde la óptica del garantismo penal, la concepción del Derecho Penal ha abandonado una concepción de teoría pura o formal del Derecho, en la cual únicamente se entendía a la norma como una institución social, que presuponía que solo las normas promulgadas o elaboradas dentro de tal institución son verdaderas, toda vez que, con posterioridad a la segunda guerra mundial, nos encontramos frente a un nuevo paradigma de estricta legalidad, la cual señala que se tiene que limitar la amenaza de los derechos de los individuos, especialmente el derecho a la libertad, por lo que únicamente se tiene que limitar lo estrictamente necesario; ello con base en el respeto de los principios que fundamentan el Derecho Penal y que limitan el ius piniendi estatal.
Así pues, conforme señala Ferrajoli (2011), referente a la validez formal y material, aun ambas son independientes entre sí: una decisión válida formalmente puede no serlo materialmente y viceversa (p. 506); a partir de ello se desprende que para que una norma sea válida necesita una congruencia entre la validez formal y material.
Partiendo ello, se analiza si la configuración normativa prescrita en el artículo 400 del CP es acorde con los principios fundamentales sobre los cuales se cimienta nuestro sistema penal, específicamente el principio de lesividad –que tiene sustento constitucional en el artículo 2, inciso 24, literales b) y d) de la Constitución Política; principio de mínima intervención, principio de proporcionalidad (artículo 200, inciso 6 de la Constitución Política).
Así pues, prima facie, la disposición normativa del artículo 400 del CP es válida desde el punto de vista formal, ya que ha sido dada por el órgano legislativo competente cumpliendo las formalidades establecidas para la elaboración y promulgación de una norma; sin embargo, existe discordancia conforme a lo establecido en la norma superior desde el pensamiento del neopositivismo garantista, pues en la ejecución de este delito no se afecta o se pone en peligro el bien jurídico protegido Administración Pública.
Conforme se ha señalado la corriente positivista neoconstitucional, desde la óptica de la filosofía del Derecho y crítica de la política, el garantismo:
Designa una filosofía política que impone al Derecho y al Estado la carga de la justificación externa conforme a los bienes e intereses cuya tutela y garantía constituye precisamente la finalidad de ambos. En este último sentido, el garantismo presupone la doctrina laica de la separación entre derecho y moral, entre validez y justicia, entre punto de vista interno y punto de vista externo en la valoración del ordenamiento, es decir, entre “ser” y “deber ser” del derecho. Y equivale a la asunción de un punto de vista únicamente externo a los fines de la legitimación y desligitimación ético-política del derecho y del Estado. (Ferrajoli, 2015, p. 853)
A partir de ello se establece si el delito de tráfico de influencias contenido en la disposición normativa del artículo 400 del CP sea legitimado o deslegitimado desde el punto de vista ético-político del Derecho.
En cuanto a lo expuesto, podemos concluir que el paradigma del constitucionalismo garantista conlleva a que un modelo de Derecho Penal, cuyo cimiento se encuentra en la Constitución Política del Perú que limita lo estrictamente necesario, respetando los principios sobre los que se erige el pensamiento del Derecho Penal liberal, los que constituirán límites al ejercicio del ius puniendi y del contenido de una norma penal.
Asimismo, la producción de normas –habitualmente establecido en nuestros ordenamientos, con rango constitucional– no se componen solo de normas formales sobre la competencia o sobre los procedimientos de formación de las leyes, incluye también normas sustanciales, como el principio de igualdad y el respeto de los derechos fundamentales, que de modo diverso limitan y vinculan al poder legislativo, excluyendo o imponiéndole determinados contenidos.
El delito de tráfico de influencias, conforme a su estructura típica, adolece de invalidez material, en cuanto entra en conflicto con los principios que limitan y legitiman el ius puniendi estatal, específicamente el principio de legalidad, mínima intervención, lesividad y proporcionalidad, los mismos que sirven de directrices al momento de crear las conductas delictivas, asimismo, estos principios fundan el Derecho Penal liberal y pensamiento garantista.
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* Abogado egresado de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Cajamarca; maestro en Ciencias con mención en Derecho Penal y Criminología. Estudios concluidos de doctorado en Derecho por la Universidad Nacional de Cajamarca. Estudios de Máster en Cumplimiento Normativo en Materia Penal por la Universidad de Castilla-La Mancha (España). Docente de pre y posgrado de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Cajamarca y de la Universidad Privada del Norte. Miembro de la Sociedad Peruana de Derecho - Capítulo de Cajamarca. Miembro del Instituto de Derecho Penal Económico y Empresarial. Socio y director del área Penal del Estudio Mejía, Céspedes & Villegas Abogados.
[1] En la Constitución Política de 1993: artículo 43, artículo 44, artículo 45, artículo 108, artículo 139, artículo 139 numeral 22.