Coleccion: Gaceta Penal - Tomo 143 - Articulo Numero 11 - Mes-Ano: 5_2021Gaceta Penal_143_11_5_2021

Los principios éticos como presupuesto en los delitos contra la Administración Pública

Laurence CHUNGA HIDALGO*

RESUMEN

El autor analiza el fenómeno de la corrupción enquistado en las contrataciones públicas y la manera en la que afecta a todo el aparato estatal. Siendo así, refiere que la corrupción entendida como el abuso de un cargo o función pública con fines de beneficio o aprovechamiento privado viene a ser una anomalía estructural en la percepción del peruano promedio, la cual reduce las posibilidades de desarrollo personal y colectivo. Finalmente, propone que los principios ético-sociales se conviertan en objeto de protección penal.

MARCO NORMATIVO

Constitución: arts. 97, 98, 139 y 200.

Código Penal: arts. 384 y 387.

PALABRAS CLAVE: Corrupción / Principios ético-sociales / Sistema ético / Sistema jurídico penal / Bien jurídico / Contratación pública / Recursos públicos

Recibido: 13/03/2021

Aprobado: 23/03/2021

I. Introducción

La corrupción en la Administración Pública afecta a los recursos económicos del Estado, al sistema democrático (porque expone el bien común), a la institucionalidad y, a su vez, genera desaliento moral respecto a la clase política. La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción defiende que “la transparencia, la competencia y los criterios objetivos de adopción de decisiones sean eficaces”, mediante el cual se construye los cimientos de las relaciones contractuales de los Estados.

El desarrollo humano, entendido como “la expansión de libertades individuales o de capacidades humanas” (Sen, 2000, p. 198), es el fundamento de las relaciones contractuales públicas. Cuando la Ley N° 30225, Ley de Contrataciones del Estado, recoge en su artículo 2 un catálogo de principios, los enuncia para cumplimiento material de los instrumentos y compromisos supranacionales, pero también los expone, primero, como reglas de conducta, y, segundo, como verdaderos criterios de interpretación desde los que se evalúan los hechos que se pretenden regular y se definen las conductas de los intervinientes.

Las exigencias de libre acceso y participación de proveedores, la equivalencia de oportunidades para formular ofertas, la transparencia en la información, la igualdad de condiciones de competencia, la sostenibilidad ambiental, la integridad de las conductas de los participantes y la proscripción de prácticas indebidas se convierten en el catálogo de principios sobre los que se debe construir el comportamiento de los ciudadanos y de los funcionarios. Si revisamos la Ley N° 27815, Ley del Código de Ética de la Función Pública, podemos advertir como exposición de motivos el genérico reconocimiento de las consecuencias nefastas de la corrupción y la expresión de la necesidad de conducir la Administración Pública desde las exigencias de la transparencia de la gestión de los bienes colectivos.

Sobre el particular, el conocimiento de las millonarias pérdidas que la Contraloría de la República da cuenta en sus informes anuales es fundamental para evitar la corrupción. No es suficiente enunciar el postulado ético, dado que en la población dice poco; en cambio, si por ejemplo, denunciamos que en el Ministerio de Transporte se ha perdido en un determinado periodo cierta cantidad de millones por corrupción y que con ese dinero se pudo construir muchos kilómetros de carretera que pudieron mejorar el transporte de un determinado lugar a otro, entonces, el ciudadano, en razón a esa pérdida que ahora se puede visualizar, estará en la disposición de comprometerse en la lucha contra la corrupción. La visualización de la corrupción permite también entender el grado de afectación de los valores que son defendidos por el sistema democrático y la tipificación de tales conductas afirman que es por la ética profesional de los funcionarios que se asegurará la transparencia en la gestión pública (Ramón Ruffner, 2014, p. 61). Así, las reglas éticas se convierten en un tema de importancia capital para gestionar suficientemente los mecanismos de prevención y de control de la corrupción.

La ética pública es el conjunto de principios, criterios y guías que inspiran la actuación del poder público de cara a la consecución del bienestar ciudadano. Se realiza a través del Derecho y posibilita la racionalidad del ejercicio del poder, de modo tal que el funcionario asume que la única forma de ejercer sus competencias es a través de la ética. La ética, por tanto, debe ser el sustento de la cultura organizacional pública, de tal modo que el conjunto de convicciones, creencias y sentimientos que se recogen en el conjunto de funcionarios públicos incluya un entorno ético[1] que asegure los valores del servicio colectivo y que a su vez es la fuente de la legitimidad del poder ejercido. De hecho, se asume que el límite de ejercicio discrecional del poder se encuentra en la interiorización de dichos principios éticos.

El asunto es encontrarles sentido a dichos principios, o mejor: definirlos desde la posibilidad y pluralidad de opciones teóricas. ¿Cuáles son los valores éticos que impulsan la función pública nacional? El hecho mismo de reflexionar y de sujetar nuestra actuación –o de no sujetar– a los mandamientos de la ética nos remite no solo a la dignidad humana como su fundamento, sino también a la libertad humana como su explicación. No se puede hablar de ética sin libertad, dado que no puede haber acto humano sin voluntad libre y en ese sentido se es ético porque hay una decisión personal que lo justifica. Se asumen conductas porque nuestra capacidad de reflexión nos permite deducir la bondad de las mismas, las cuales son congruentes con nuestra dignidad humana.

El anuncio de los derechos humanos como exigencia y fundamento de la ética pública nos remite a la vieja discusión acerca de la interdependencia de la moral y el Derecho, sin embargo, más allá de ella, de la contraposición ideológica de iusnaturalistas y positivistas, lo que no se puede negar es la existencia de lo moral como realidad. Es un hecho que los hombres admiten verdades morales, así como se admite la existencia de verdades matemáticas, físicas, religiosas y filosóficas. La capacidad de aprobación y de censura nos obliga al reconocimiento de una relación con un punto de referencia que justifica dicha valoración. Así como el Derecho tiene su espejo en la justicia, la ética tiene su referente en la bondad (Leclercq, 1956, pp. 9-11), la que a su vez le impone parámetros, por lo que es precisa la reflexión teórica sobre los fundamentos o principios en los que se inspiran las normas morales concretas[2].

El punto de partida es la persona y, al trasladarse al lenguaje jurídico, permite hablar de dignidad humana y de derechos humanos. En ese espacio, interactúan preceptos éticos y derechos humanos. Los alcances normativos de la reflexión ética suponen la necesidad de la universalización de parámetros de actuación, la búsqueda de mínimos necesarios, un conjunto de principios éticos universales que aseguren el respeto de la dignidad y garanticen la libertad de los individuos de la colectividad. Esta perspectiva expone, en realidad, una maduración ética y democrática de la sociedad porque pone en el tapete el sentido de respeto de las diferencias y la necesidad de establecer condiciones básicas (léase, derechos humanos) que comprendan las tres o cuatro generaciones de derechos humanos.

La pretensión de esta ética de criterios básicos[3] es asegurar no solo la convivencia pacífica, sino también el máximo de justicia, la que se materializa con el ejercicio ciudadano de sus derechos contenidos en las declaraciones de derechos humanos. El Tribunal Constitucional precisa que la Constitución es una norma jurídico-política sui géneris, en la que el Estado “organiza a los poderes públicos, les atribuye sus competencias y permite la afirmación de un proyecto sociopolítico, que es encarnación de los valores comunitarios”. En conclusión, es en la Constitución donde debemos identificar los principios fundamentales para construir la ética pública funcionarial, dado que, al fin de cuentas, la carta fundamental es “expresión de todo lo que la nación peruana fue, es y aspira a alcanzar como grupo colectivo”[4].

De los enunciados constitucionales podemos anotar algunas proposiciones sobre las que se construye la ética de la función pública. El primer tema es la del reconocimiento del funcionario al servicio del ciudadano: “Todos los funcionarios y trabajadores públicos están al servicio de la Nación” (artículo 39 de la Constitución), y si esta está conformada por el conjunto de ciudadanos, entonces el funcionario público debe sujetar su actuación a ofrecer un servicio eficiente en favor de la persona, conforme al artículo 1 de la Constitución. El segundo principio de actuación es el de obediencia a la ley: “La ley regula el ingreso a la carrera administrativa y los derechos, deberes y responsabilidades de los servidores públicos” (artículo 40 de la Constitución) y el tercero se relaciona con la transparencia, la objetividad y la publicidad: no se puede desempeñar más de un empleo público, las remuneraciones de los funcionarios son de interés de la colectividad, los bienes y rentas de los funcionarios se sujetan al escrutinio público, incluyéndose los procesos judiciales que ventilan su responsabilidad por el ejercicio del cargo. El cuarto pilar de la ética pública es el mandato del servicio eficiente: “La administración económica y financiera del Estado se rige por el presupuesto aprobado anualmente” y, “su programación y ejecución responden a los criterios de eficiencia, de necesidades sociales básicas y de descentralización” (artículo 77 de la Constitución). Sin embargo, si queremos resumirlo a muy pocas palabras, la ética pública se reconduce hacia el servicio del ciudadano y en favor de la expansión de sus derechos humanos (González Pérez, 1996, pp. 33-40)[5].

Desde otra perspectiva, en su artículo 9, la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción establece que los Estados deben adoptar “las medidas necesarias para establecer sistemas apropiados de contratación pública, basados en la transparencia, la competencia y los criterios objetivos de adopción de decisiones, que sean eficaces, entre otras cosas”, en muchas oportunidades dichos mecanismos de control administrativos son superados dando paso al Derecho Penal como mecanismo de control para que sancione tales conductas.

Siendo así, el Tribunal Constitucional, en la Acción de Inconstitucionalidad N° 0017-2011/AI-TC, del 3 de mayo del 2012, reconociendo que la transparencia de las operaciones contractuales, la imparcialidad de la gestión, la libre competencia entre los postores y el trato justo e igualitario frente a los posibles proveedores son los principios que traslucen la actividad contractual pública, precisa que al existir un mandato constitucional (artículo 39 de la Constitución) todos “los funcionarios y servidores públicos están al servicio de la Nación”, entonces el deber de estos es proteger el interés general en cuyo contenido se encuentra la buena administración, la que exige que se sancione los pactos anómalos de los funcionarios, independientemente de su resultado, puesto que atentan contra los principios constitucionales que informan la contratación pública.

II. Contratación pública y corrupción

Los Estados se relacionan con los particulares por medio de la contratación pública con el propósito de asegurar los bienes y los servicios que permitan el bienestar de sus ciudadanos. En el cumplimiento de estos objetivos y metas, dicha contratación ha de asegurarse por normas sustantivas y de procedimiento que intentan garantizar, además de unos fines mediatos que responden a los principios en los que se inspira, entre otros: la transparencia, la igualdad de trato, la eficacia, la eficiencia y la competitividad. En el contrato de administración, en cuanto a su preparación, suscripción y ejecución, muchas veces se consigue atentar contra las reglas del procedimiento previsto por la ley generando perjuicios en contra de la gestión estatal, tanto en el ámbito administrativo y social como en materia económica.

En el Perú, aproximadamente el 20 % del presupuesto nacional del año 2020 estuvo destinado a la consecución de bienes y servicios, como se advierte del D.U. N° 014-2019, Presupuesto del Sector Público para el año fiscal 2020, y el mayor problema es el riesgo de corrupción y el aumento persistente de la percepción ciudadana respecto de alguna actuación irregular que posibilite beneficios personales a favor del funcionario público responsable de dichas contrataciones y/o de proveedor seleccionado.

El portal de información periodística “Ojo Público” señala que entre los años 2015 y 2018, del total de contrataciones estatales, 110 000 de estas fueron entregadas a proveedores que no cumplían con las exigencias mínimas con las que la ley pretende asegurar la transparencia y la competitividad. Este número de contratos equivale a S/ 57 000 millones sobre los que es altamente probable que haya existido alguna corruptela. Esta cifra, a su vez, equivale al 40 % del total del dinero destinado a obras y servicios dentro del periodo evaluado por la citada institución. La forma ordinaria de salirse del estándar es la utilización de mecanismos que la ley prevé como excepcionales, por ejemplo, modos de exoneración y/o contratación directa que posibilitan que la entidad elija a una empresa específica sin el requisito del concurso administrativo previo, pero también hay aquellos otros casos en los que la exigencia de la competencia queda salvada a partir de requerimientos insalvables, incluso de tiempo, que solo son cumplidos por el proveedor de la preferencia del funcionario. En cualquier caso, queda asegurada la realización de contrataciones públicas con procesos en los que el denominador común es la inexistencia de la competencia[6].

Ante la corrupción, el Estado se enfrenta a un monstruo de dos cabezas: por un lado, la persistente sospecha de corrupción deriva en un permanente estado de desconfianza del ciudadano para con la autoridad y las instituciones; de otro lado, ese mismo ciudadano está en la disponibilidad de realizar conductas corruptas o de soportarlas con el ánimo de asegurar la satisfacción de una necesidad. A pesar de la dicotomía, es necesario que el Estado y la ciudadanía sumen esfuerzos conjuntos para hacer frente a la corrupción. La XI Encuesta Nacional Anual sobre Percepciones de Corrupción[7] –realizada entre el 31 de octubre y el 12 de noviembre de 2019, en la que se entrevistó a 1857 personas de distintas regiones del país– reconoce que el segundo problema más grave del país es la corrupción, después de los problemas de inseguridad ciudadana y seguido del desempleo y la falta de trabajo. El tema no queda allí, pues a pesar de las constantes campañas de información, facilitación de denuncia y los programas de recompensas, el 78 % de encuestados consideran que en los últimos cinco años el problema ha aumentado.

Uno de los problemas más graves y menos tolerados por la ciudadanía es que una autoridad elegida entregue contratos de grandes obras públicas a empresarios que financiaron su campaña. A la vez, los encuestados consideran que no es un acto de corrupción el no pagar impuestos desde las economías particulares –lo mismo se atiende como permisible–, no presentar las declaraciones de ingresos a Sunat o no exigir la entrega de comprobantes de pago por servicios cotidianos –dígase la boleta de venta luego de adquirir el servicio del restaurante o en la gasolinera después de llenar combustible al vehículo–. Aun con ese reconocimiento, tan solo el 13 % de encuestados reconoció haberse involucrado en algún acto de corrupción, como entregar dádivas a favor de alguna autoridad para conseguir un servicio. Dentro de las instituciones estatales afectadas por este fenómeno tenemos la Policía Nacional del Perú (8 %), las municipalidades (5 %), el servicio de salud (4 %), la administración de justicia (3 %) y el servicio de educación (3 %).

En el ámbito de las contrataciones estatales, en los últimos tiempos, las denuncias a distintas autoridades regionales o nacionales vinculadas a la empresa Odebrecht han generado una discusión pública respecto de lo que debe hacerse frente al problema. La citada encuesta recoge el sentimiento de rechazo de la ciudadanía, pero también su interés por mejorar los sistemas de gestión y transparencia a partir de la rendición de cuentas funcionarial y la entrega de información institucional. Se suma la necesidad de garantizar al ciudadano la posibilidad de incorporar mecanismos eficientes de denuncia, puesto que el 91 % de los que dicen haber conocido actos de corrupción afirman no haber denunciado en razón a la poca efectividad de las instituciones encargadas de los controles.

Debe precisarse también el desconocimiento social de los mecanismos de participación y control, puesto que en la misma encuesta así viene reconocido: lo más visible para el encuestado como mecanismo de lucha es la labor efectuada por los fiscales del sistema anticorrupción en el conocido caso Lava Jato y los discursos presidenciales sobre la materia. El conocimiento de la actuación de la Contraloría General de la República apenas es anunciado por un escaso 16 %, precisando que el 40 % de las personas (las que afirman que no denuncian los hechos) señalan su desconfianza o su desconocimiento de las instituciones y mecanismos de control y denuncia[8].

En la memoria colectiva reciente, los actos de corrupción de gran escala comprometen a todos los presidentes de la República de los últimos 30 años, todos ellos con investigaciones penales, a los dos últimos alcaldes de Lima y cuanto menos siete gobernantes regionales, según la Defensoría del Pueblo el 92 % de los alcaldes (1699 de un total de 1841) eran investigados por delitos contra la Administración Pública, entre otros: peculado en cualquiera de sus modalidades, malversación de fondos, negociación incompatible y colusión (Defensoría del Pueblo, 2017).

Conforme a la información brindada por la Procuraduría Especializada en Delitos de Corrupción, al 31 de diciembre del 2016 se contaba con 32 925 casos en trámite ante el Ministerio Público y el Poder Judicial vinculados a delitos contra la Administración Pública. Si bien las formas de actuación son abundantes[9], el contubernio entre el funcionario público y el proveedor para defraudar a la Administración Pública equivale al 14 % de casos en los que se ven involucrados, de ordinario, los gobernadores regionales y los alcaldes. Si al delito de colusión le sumamos otro en el que están de por medio los caudales del Estado, dígase el delito de peculado, el porcentaje se eleva al 50 % del total de expedientes tramitados por la Procuraduría Especializada en Delitos de Corrupción. En el 2018, la carga procesal se eleva correspondiendo un total de 40 759 casos de corrupción, 13 947 corresponde al delito de peculado y 5838 procesos son tipificados como delito de colusión, con lo que el nivel porcentual si bien llega al 14.3 %, el número sigue siendo mayor[10].

Si ponemos la lupa en el 14 % de casos de corrupción que corresponden al delito de colusión, en la retina ciudadana resaltan los casos relacionados a la empresa Odebrecht[11]. Empero, si lanzamos la pregunta al ciudadano de qué entiende por colusión, las respuestas se reconducen hacia generalizaciones que no pueden ser explicadas más que con expresiones muy amplias en su contenido que pueden comprender expresiones como la asignación de “contratos de grandes obras públicas a empresarios que financian las campañas electorales de las autoridades políticas” y con la necesidad imperiosa de meter presos a los responsables, reconociéndose como tales tanto a la autoridad corrupta como al empresario corruptor[12].

III. Corrupción: definición y contrasentido en la Administración Pública

El término “corrupción” expone una anomalía. El ciudadano identifica una utilización indebida, en la que se presume que el político actúa para aprovecharse de la cosa pública en su propio beneficio antes que a favor de la ciudadanía. Desde allí es atendible conceder la ejecución de las obras públicas al financista de la campaña electoral, asignar los puestos públicos más importantes y de confianza a simpatizantes, amigos y conocidos de la autoridad sin importar la calificación para el cargo[13] y hasta las prebendas de la microcorrupción a favor del policía de tránsito, del encargado del expediente administrativo o del que asigna los cupos de atención en los hospitales. Todas estas conductas se reconocen como corruptas y a pesar de ello muchas de ellas son aceptadas o en el mejor de los casos se admiten como males necesarios, lo que evidencia que la corrupción es finalmente una anomalía estructural en la percepción del peruano promedio.

No obstante, tras esas vagas descripciones se esconde un conjunto cerrado de conductas que se identifican como delito y que de ordinario se asumen como formas de soborno (te pago para que cumplas o incumplas tus deberes), peculado (aprovechas tu función para utilizar los recursos públicos en tu beneficio) o tráfico de influencias (utilizas la función pública para alcanzar beneficios que de otro modo no alcanzarías), que al fin de cuentas se reducen al “abuso del poder por parte del funcionario público en detrimento del ciudadano”[14]. Sin embargo, el espectro de conductas se amplía hacia la extorsión (obligar a proveedor a pagar una coima), el nepotismo (exigir la contratación de personas allegadas sin importar su capacidad para el puesto), la malversación del dinero público (el destino de fondos a otras actividades distintas a las aprobadas por la organización)[15] y todas ellas con el afán de copar el mercado de los bienes y servicios requeridos por el Estado.

En principio, hay uniformidad en decir que la corrupción es el abuso de un cargo o función pública con fines de beneficio o aprovechamiento privado[16] y, en particular, asumimos tal definición. Empero, si la relacionamos con la contratación pública tendrá que reconocerse que este espacio aparece como más lucrativo en razón a la patrimonialidad de la necesidad social. El Estado requiere satisfacer una demanda social (la construcción de una escuela, por ejemplo) y frente a ella hay tres o más postores que están dispuestos a satisfacerla en la medida en que el giro de su actividad comercial les permita, incluyendo como adicional la posibilidad de jugar sucio en contra de sus competidores. La idea es ganar la licitación por los lucros que le permiten al proveedor, pero a la vez, también tenemos a un funcionario que está en la disponibilidad de desatender sus deberes en la medida en que reciba algún beneficio particular.

Desde esa perspectiva, en la relación corrupción y contratación estatal no solo se involucra la voluntad personal de los individuos de alejarse o mantener su fidelidad a unas formas éticas específicas o el mantenimiento de un actuar conforme a la virtud, sino que en ese juego también influye una evaluación de costo-beneficio en el que la ética queda excluida por el interés mutuo –del funcionario y del privado– de asegurar la demanda social, pero a la vez satisfacer un beneficio personal, en el que la ventaja (por ejemplo, de no ser descubierto) aparece valorada positivamente respecto del riesgo de ser sancionado (dígase, perder la libertad) en caso de descubrimiento del ilícito, sumándole el costo procesal de sujetarse a una investigación pública. En principio, ningún funcionario público –y tampoco ningún privado– reconocerá como verdad que ser corrupto sea una opción correcta, empero, en los hechos ocurre que se hace lo opuesto en muchas ocasiones. Al contrario, se reconoce que la corrupción es una actuación negativa en la medida en que desatiende la igualdad de oportunidades de los interesados. Y de otro lado, la percepción colectiva es que dicha actividad va en aumento sin mayor explicación.

Rose-Ackerman y Palifka (2019) sostienen que esa percepción tiene pie en las proyecciones de crecimiento de las economías nacionales (p. 125), y lo mismo Daly y Darío Navas (2015) cuando sostienen que el crecimiento del mercado hace que la capacidad de control y de vigilancia de los órganos fiscalizadores sea lenta y tardía, más si los valores éticos de la sociedad son cada vez menos firmes (p. 5). Contribuye en esta opción la capacidad de memoria colectiva que suele inclinarse hacia el olvido, la normalización de determinadas prácticas corruptas, la incapacidad de indignación y/o la ausencia de motivación suficiente para involucrarse en el control de la cosa pública. Súmese a ello que se asume como cierta y determinante la existencia de factores que posibilitan la corrupción, en el caso del Perú, tenemos: el entorno cultural; la deshonestidad de los funcionarios públicos; los sueldos magros de los funcionarios públicos; la disponibilidad del Sector Privado para el soborno; la aptitud de los privados para conseguir favores. Por ende, si la cultura –en el caso peruano– explica la corrupción, entonces es muy fácil justificarla desde esa posición: ser corrupto es parte de nuestra formación cultural[17].

Tal reconocimiento de la corrupción como elemento inherente a la sociedad[18] y consustancial con el comportamiento humano exige la aparición de pautas normativas regulatorias que aseguren su control. Cocciolo (2008) afirma que las legislaciones no tienen como objeto la erradicación de la misma, sino tan solo su prevención y control, para cuya ejemplificación resalta a la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción en la que por detrás de su tenor existe el reconocimiento de la existencia del fenómeno como ineludible en los comportamientos sociales (p. 40). El asunto no parece ser baladí, pues, tal como ya viene anotado desde las encuestas nacionales, la ciudadanía reconoce la corrupción como un mal endémico, pero a la vez exige que sea controlada de forma eficaz y eficiente, en tanto que su existencia reduce las posibilidades de desarrollo personal y colectivo.

Así, el control de la corrupción como necesidad de las sociedades políticamente organizadas es más que una exigencia de los colectivos sociales mayoritarios que las integran. Desde ese interés común se han suscrito instrumentos jurídicos y éticos que intentan asegurar el compromiso de los Estados en el combate a la corrupción. Así tenemos, entre otros, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, la Convención Interamericana contra la Corrupción, la Convención para Combatir el Cohecho de los Servidores Públicos Extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales, la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional. Uno de los puntos álgidos de la Administración Pública es el de las contrataciones, por lo que se insiste en recomendaciones de providencia y prevenciones que tienen como objeto asegurar el control eficaz de los actos de corrupción en las contrataciones administrativas.

IV. La contratación pública como actividad de riesgo

En la “Encuesta de opinión ejecutiva de 2005 del Foro Económico Mundial” se expuso como evidencia que el soborno es la moneda de cambio de las empresas transnacionales en las contrataciones públicas, superando esta opción a la coima en los servicios públicos, régimen de impuestos y en el sistema judicial y ello queda explicado en las grandes cantidades de dinero que se destinan a las obras públicas[19]. Según la Contraloría General de la República, el Estado peruano pierde 23 000 millones de soles en las contrataciones estatales, lo que obliga a atender la relación del funcionario con el empresario y obliga a atender a los órganos oficiales de supervisión (Shack Yalta, Pérez Yalta, y Portugal Lozano, 2020, p. 53)[20].

Esas pérdidas remiten al desplazamiento dinerario desde las arcas públicas hacia las cuentas de los privados, y se traducen en una afectación real y concreta de las personas: el primer asunto palpable es la disminuida calidad de las obras y servicios que prontamente se convierten en objetos de refacción; pero el segundo grado de afectación se relaciona con las reglas de juego, pues no necesariamente compiten para la realización de las obras públicas los mejores; empero, sí aquellos que están dispuestos a desatender las reglas de la competencia, trasgredir los criterios de trasparencia contractual, que a su vez se convierte en factores de deslegitimación de la autoridad y de discriminación contra el ciudadano al que se le impide un acceso justo a los servicios básicos estatales, dígase, para el caso nacional, salud, educación y transporte (Díaz Castillo, 2016, p. 14).

Las oportunidades de corrupción tienen sus propias lógicas de acción, en las que las motivaciones de los intervinientes son distintas y, en muchas ocasiones, hasta contrarias entre sí. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) identifica, en primer término, a los sujetos intervinientes con el objeto de establecer sus propósitos.

El sobornador expone la intención de conseguir algo que considera que no podrá obtener sin el soborno y hace un cálculo de la ganancia obtenida: comprende el rédito económico y la relación de confianza a futuro. El margen de oportunidad es un tercer factor de motivación que se relaciona con el objetivo, por ejemplo, conseguir los planes de contratación para tener ventaja temporal sobre los posibles competidores, introducir o retirar condiciones contractuales que faciliten la elección, asegurar la contratación misma, conseguir el pago de una obra ya ejecutada. Es necesario precisar que la ganancia económica no necesariamente se traduce en dinero, puede ser: propiedades inmuebles, regalos costosos (joyas, licores y/o relojes de marca), viajes de placer, favores sexuales, participación en acciones, etc. El porcentaje del soborno respecto de la contratación corresponde a índices que varían desde el 5 % hasta el 25 %, según el sector en el que se realiza la transacción ilícita. Existen ocasiones en las que el soborno responde a circunstancias no controlables o medianamente controlables como la demora de las decisiones administrativas que muchas veces motivan a los actores privados a entregar incentivos ilegales. En este caso, la desatención de los plazos y la carga administrativa se convierten en el pretexto; empero, también lo puede ser la voluntad del funcionario, como cuando el pago de servicio prestado se retrasa dolosamente con la intención de ganar una coima para realizar una gestión eficiente del gasto público (Morales Quiroga, 2009, p. 210).

El segundo agente de la corrupción es el funcionario público. Es la parte que asume el mayor riesgo, pues el solo hecho del descubrimiento de la acción le supone la destitución del cargo, desprestigio y la posibilidad de la inhabilitación para el ejercicio de tareas semejantes en otras instituciones públicas. Incluso se hace referencia al debilitamiento de sus futuras contraprestaciones previsionales. Entonces, ¿qué incita al funcionario a participar en una actuación que le genera tanto riesgo? Tenemos varias posibilidades: primero, la escasa remuneración estatal; la segunda –pero muy ligada a la primera– es el sentido de insuficiencia de la remuneración frente al mérito (que el propio funcionario se atribuye) de su labor; y una tercera explicación son las aspiraciones sociales del funcionario, como el relacionamiento y roce con personas de distinto nivel económico.

La OCDE reúne todas esas justificaciones bajo el término “voracidad del funcionario público” que decide por la posibilidad de enriquecimiento fácil, asegurado en el ocultamiento de la actividad corrupta que facilita la complicidad de la contraparte[21]. Sin perjuicio de la posibilidad de distinguir las motivaciones, el funcionario evidencia en la actividad ilícita sus conocimientos particulares del sistema: maneja los protocolos, conoce la legislación y sus vacíos, así como sus ventajas, reconoce las asimetrías del sistema y esa posibilidad se puede convertir en otra opción motivacional: el solo hecho de exponer sus habilidades técnicas; con lo cual, se es corrupto porque se puede serlo.

Cada una de las opciones motivacionales, tanto del agente privado corruptor como del funcionario público corrompido, se explica desde la situación de crisis de valores que informa la vida social y política. Y desde esa óptica, los defectos de la Administración Pública son una muestra de la sociedad en la que se desempeña y explica las formas como la sociedad entiende a los principios en que funda su actuación. De un lado hay una decisión personal: la corrupción termina explicándose en la justificación volitiva de los que participan de ella; pero ello no disminuye la realidad colectiva: si –como ya hemos anunciado– la corrupción se anota en todos de gobiernos de todas las tendencias, también habría que concluirse que esa decisión ética del funcionario es también el reflejo de la ausencia de valores en la vida pública[22].

V. El objeto de protección de la norma penal

Detrás del reproche de una conducta humana hay un objeto que merece protección en la medida que su afectación genera malestar. Así, si una persona maltrata a un indigente de la calle, lo más probable es que se castigue así mismo en razón a su deber de no dañar a otro. En el plano jurídico penal se identifica al objeto de protección y se le conoce con el nombre de “bien jurídico”, sobre el que los académicos coinciden en señalar que existe una diversidad de definiciones[23]. Nosotros nos limitaremos a reconocer que las distintas definiciones reconocen notas comunes en las que se distingue, por un lado, el objeto de protección: “valores trascendentes”, “intereses sociales”, “condiciones de relacionamiento de las personas con valores concretos aceptados socialmente”, “situaciones y relaciones importantes” (Abanto Vásquez, 2006, p. 4), etc., y de otro lado, la capacidad del concepto para limitar el ejercicio del poder en tanto que define el ámbito de lo que legítimamente debe ser entendido como delito. Se reconoce como premisa de hecho que el ejercicio del poder estatal es una oportunidad de amenaza para la libertad de los individuos[24].

Dice Bustos Ramírez (1997) que los bienes jurídicos son relaciones sociales concretas (la libertad, la salud, la vida, el patrimonio) que adquieren significancia normativa (al tiempo en que lo reconoce la norma) que simplifica los procesos interactivos y dinámicos de la sociedad (p. 57). Y desde esta definición operacional conviene reconocer que esas relaciones sociales son preexistentes al ordenamiento, lo que hace esto no es más que admitirlas y darles la calificación de “bienes jurídicos”. Este reconocimiento, a su vez, nos remite a la idea de que es la norma la que crea los bienes jurídicos en tanto que reconoce esas relaciones sociales que son relevantes para la convivencia colectiva[25] y, finalmente, desde los procesos interactivos y dinámicos es posible colegir que la definición e identificación de esos bienes jurídicos es fluctuante en atención a las mutaciones de la historia.

El o los objetos de protección de la norma penal suponen una política específica del Estado, que en un momento dado define qué relaciones sociales concretas o intereses vitales definidos merecen protección. Incluso es preciso señalar el grado de protección ofrecido, por lo que corresponde visibilizar los intereses estructurales de la sociedad políticamente organizada para ordenar los bienes jurídicos importantes para el Derecho Penal en mérito de las libertades que se pretenden asegurar a los ciudadanos. El Derecho Penal no es la rama del Derecho que los define, sino que esta tarea le compete al Derecho Constitucional que expone “un orden de valores prejurídicos preexistentes” y a las demás ramas del Derecho que le ofrecen forma y contenido a dichas relaciones sociales (Kierszenbaum, 2009, p. 189). La tarea del Derecho Penal se limita a la descripción de las conductas que afectan gravemente al bien jurídico con el objeto de darle protección. ¿Hasta dónde la Constitución Política tolera restricciones a la libertad?, desde esa perspectiva se le asignan específicas funciones. Con lo cual la interrelación del Derecho Penal y el Derecho Constitucional se resume en la respuesta a la pregunta.

La más importante es la función político-criminal, por la que se le asigna la tarea de limitar la acción desmedida del poder, pues la definición (tipificación) de conductas delictivas es el modo por el cual se controla el uso exagerado del Derecho Penal. Una segunda función es la función crítica, con la que el operador jurídico está en la capacidad de discutir si los tipos penales creados por el legislador se adecuan a una real protección del bien jurídico. La tercera tarea es la sistemática o instrumental, la cual permite ordenar los delitos en relación con los distintos bienes jurídicos reconocidos; y la función interpretativa o dogmática permite la atención del tipo penal solo desde las características fundamentales del bien jurídico que pretende proteger: ofrece contenido a las descripciones físico normativas de los tipos penales. Finalmente, la función sistematizadora posibilita distinguir entre bienes jurídicos individuales, identificados como aquellos denominados personalísimos y que se identifican, de ordinario, con los derechos de primera generación: vida, salud, patrimonio y, de otro, los bienes jurídicos colectivos, que son aquellos que ofrecen garantía a los primeros, como por ejemplo, seguridad pública o salud pública; mientras que existe un tercer grupo que se relaciona con realidades institucionales o idealización de realidades no específicas: administración de justicia, soberanía nacional, interés superior del niño, correcto y adecuado flujo de la economía conforme a las reglas del libre mercado, etc.[26].

VI. ¿Los principios ético-sociales son bienes jurídicos?

El objeto de protección del Derecho Penal no necesariamente es un objeto concreto. El bien jurídico, incluso en el momento de su materialización, es siempre un concepto, una idea (Díaz Castillo, 2016, p. 135), que en su definición siempre requiere una valoración del operador jurídico. Así, por ejemplo, en el aborto si bien se precisa que el bien jurídico es la “vida”; no necesariamente se tiene claridad respecto del momento en que se inicia la vida. Este asunto ha motivado que desde la doctrina se reconozca la distinción entre “bien jurídico” y “objeto de la acción”[27], cuya diferencia pasaremos a describir, por ejemplo, en el delito de lesiones, el bien jurídico es la salud humana, pero el objeto de la acción puede ser alguna de las partes del cuerpo humano o la psicología de la víctima, lo mismo que con el bien jurídico “libertad sexual”, el cual puede ser afectado por distintas conductas en las que podemos distinguir aquellas que exigen contacto físico, como el caso de la violación sexual y aquellas otras donde no necesariamente se exige que el agresor toque a la víctima, como los actos contra el pudor en los que se obliga al agraviado a tocarse a sí mismo. Sin embargo, aun con esa distinción, al Derecho le interesa tanto el bien jurídico –como conceptualización de ese “algo merecedor de protección”–, así como la concreción de la acción dañosa como substrato material del hecho delictuoso. Lo interesante es que existe mayoritaria coincidencia en decir que desde el concepto de bien jurídico nos hemos puesto de acuerdo en la determinación de aquellas conductas que ponen en peligro o lesionan intereses, bienes, funciones, condiciones valiosas que son calificadas como fundamentales para la vida social. La identificación de esos bienes vitales supone necesariamente un juicio de valor.

El asunto es que ese juicio de valor no es del ciudadano, sino más bien de quien detenta el poder de dictar leyes penales y, en ese espacio, el legislador –independientemente del tiempo y lugar– en el momento de dictar leyes no se puede deshacer de sus ideas personales, de sus propios prejuicios, de la carga ideológica, de sus conocimientos adquiridos, por eso es que se insiste en decir que en la Constitución Política de los Estados reposa el catálogo de valores sobre los que se construyen las relaciones humanas en territorio y tiempo específicos. La carta fundamental, por tanto, es el punto de partida para identificar los bienes jurídicos, reconociéndose además que no todos los bienes jurídicos allí anotados son penalmente protegidos y ello nos conduce hacia el principio de mínima intervención, que desde el plano de la subsidiariedad obliga a reconocer que solo los bienes jurídicos más importantes merecen protección penal y, a la vez, se reconoce –desde la fragmentariedad del Derecho Penal– que de todas las conductas que pueden afectar a esos bienes jurídicos más importantes, solo serán punibles aquellas conductas que sean calificadas como “muy graves” (García Cavero, 2008, p. 92). La Constitución Política, por tanto, es –también– el catálogo de bienes jurídicos trascendentes para la vida social, aunque no todos ellos merecen el mismo nivel de protección ni todas las conductas que los afectan merecen ser colocadas en el catálogo de delitos.

Nuestra Constitución peruana reconoce aquellas relaciones funcionales importantes para la vida común y en más de una oportunidad hace referencia a la moralidad y a la ética como límite de actuación ciudadana. Así, en el artículo 2, inciso 3 se reconoce el derecho a la libertad de religión y se precisa: “El ejercicio público de todas las confesiones es libre, siempre que no ofenda la moral ni altere el orden público”, mientras que a la religión católica se le reconoce importancia por sus aportes “en la formación histórica, cultural y moral del Perú”. En el artículo 58 se reconoce el derecho a la libertad de trabajo y libertad de empresa, imponiéndose nuevamente el deber de no ser lesivo “a la moral, ni a la salud, ni a la seguridad pública” al momento de su ejercicio. Cuestión semejante, aunque en lenguaje propositivo, se establece para el ejercicio de las libertades propias de los medios de comunicación, como se puede leer en el artículo 14, el cual señala que la formación ética y cívica se relaciona con el contenido de la Constitución y los derechos humanos. Desde esta anotación, bien cabe concluir que es posible atender la importancia de las directrices y pulsiones constitucionales en la definición de los bienes jurídicos penalmente relevantes (Tiedemann, 2003, p. 21), en cuyo juego es importante las decisiones de los más altos tribunales del Estado, en particular del Tribunal Constitucional.

Se trata, en el entendimiento de Tiedemann (2003), de que el Derecho Penal identifique los valores objetivos de la Constitución y los plasme en forma de bienes jurídicos, en cuyo caso, el legislador queda autorizado a la creación de “nuevos bienes jurídicos” para cubrir aquellas lagunas de protección penal, siempre que exista adecuada proporcionalidad entre el delito y los elementos y criterios que pretende proteger, en particular, identificando su relación con otras áreas del Derecho que pudieran ofrecer satisfactoria protección. En cualquier caso, deberá entenderse que detrás de cada decisión del legislador penal siempre hay una estimación de conformidad con el catálogo de los valores éticos sociales que se esconden en la Constitución.

Si el asunto va así, entonces corresponde atender si los principios éticos sociales son bienes jurídicos que merecen atención del Derecho Penal. Si bien nuestro Tribunal Constitucional no ha efectuado ninguna valoración relacionada con el Derecho Penal, sí que le ha merecido atención la ética del funcionariado público con relación a los valores que la Constitución consagra. En la demanda de inconstitucionalidad de la Ley N° 30057, Ley Servir, Expedientes N° 0025-2013; N° 0003-2014-PI/TC; N° 0008-2014-PUTC y N° 0017-2014-P1/1C se cuestionaba el artículo III del Título Preliminar de la citada ley en el que se recogían los principios del servicio civil, en ella se anotaba que la ley “promueve una actuación transparente, ética y objetiva de los servidores civiles. Los servidores actúan de acuerdo con los principios y valores éticos establecidos en la Constitución y las leyes que requieran la función pública”. El supremo intérprete de la Constitución señaló que los principios anotados no ponen en riesgo los derechos laborales de los trabajadores del Estado ni tampoco pretenden ofrecerle preeminencia a aquellos otros que impulsan la protección del Estado, sino que por el contrario, la pretensión es armonizar ambos conjuntos de principios, en tanto que la labor de los servidores estatales solo puede ser entendida desde la precisión constitucional de que los servidores públicos tienen como deber fundamental prestar los servicios públicos a los ciudadanos, por lo que la inspiración de la ley en específicos principios, como por ejemplo, el de la ética pública, busca promover el desarrollo de las personas que lo integran y de este modo lograr que las entidades públicas presten servicios de calidad[28].

Si tales principios éticos –recogidos en la Constitución– son exigibles en la función pública, cabe entonces que los mismos puedan convertirse en objeto de protección penal. De hecho, varios tipos penales recogen entre sus líneas contenidos de ética colectiva, como ocurre con los delitos de aborto, abandono de menores, omisión de socorro, trata de personas, exhibiciones obscenas, suministro indebido de droga, delitos contra la humanidad –que comprende genocidio–, desaparición forzada, tortura, discriminación y manipulación genética, aquellos otros que sostienen los sentimientos religiosos, el otorgamiento ilegal de derechos y varios de los delitos contra la Administración Pública. Los delitos antes mencionados se relacionan con reglas propias de la moral y la ética públicas; así, estas reglas de carácter moral –subyacentes en el sistema punitivo– no hacen más que establecer que entre el catálogo de principios éticos y el sistema jurídico penal se expone una relación muy estrecha la cual evidencia que cada sociedad sostiene un código de moralidad, que a la par que modula las conductas de las personas, es también inspiración de las reglas penales específicas.

Sobre el particular, más de un autor reconoce que ambos sistemas, el sistema ético y el sistema jurídico penal, bien podrían graficarse como dos círculos. Unos prefieren decir que se trataría de círculos concéntricos, de distinto diámetro, correspondiéndole el mayor al sistema moral, mientras que otros afirman que se trataría de dos círculos que se tocan parcialmente[29]. Lo interesante del asunto es que más allá de la disquisición académica, las transgresiones de los principios, deberes y prohibiciones señalados en las normas de ética y probidad de la función pública pueden ser objeto de protección, aunque al amparo del principio de legalidad penal se requiere de una concreción de las conductas punibles con el afán de no generar inseguridad.

Si como ya hemos anotado los bienes jurídicos son conceptos e ideas que expresan intereses vitales, entonces es posible que unos determinados principios éticos puedan convertirse en bienes jurídicos. Lo interesante del tema es ofrecerles una esfericidad de concreción que asegure que cuando se hable de ellos en un concreto tipo penal, los ciudadanos tengan una idea material, concreta y específica de lo que se está prohibiendo con la conducta y de qué modo la norma que subyace es efectivamente un bien jurídico atendible desde el sistema penal.

VII. Discusión nacional sobre la corrupción en la contratación pública como objeto de regulación penal

En la necesidad de calificar los principios éticos como bienes jurídicos es preciso atender a nuestras circunstancias y para eso es necesario remitirnos a nuestra historia reciente. El 14 de septiembre de 2000 se publicó un video en el que se advierte la corrupción del Gobierno de esos días. Se trataba de la compra de voluntades[30] –Vladimiro Montesinos le entrega 15 000 mil dólares al congresista Luis Alberto Kouri Bumachar con el objeto de que este se enrole en las filas del partido de Gobierno– y también se conoció de la compra de las líneas editoriales de los denominados diarios chicha[31], compra de medicamentos, armas, licitaciones públicas, etc. Según Quiroz (2014), la corrupción en el decenio fujimorista generó pérdidas anuales estimadas en 2038 millones (p. 39).

Dos años después, distintas organizaciones políticas, partidos políticos, organizaciones religiosas, instituciones cívicas y organismos de Estado firmaron el Acuerdo Nacional en el que se anota como política pública específica: “La promoción de la ética y la transparencia y erradicación de la corrupción, el lavado de dinero, la evasión tributaria y el contrabando en todas sus formas” (Acuerdo Nacional, 22 de julio de 2002). En este acuerdo se enfatizan los principios éticos en el ejercicio de la función pública, se establece la necesidad de conceder a la ciudadanía capacidad de vigilancia y, en tercer lugar, fortalecer el sistema nacional de control. Asimismo, se reconoce que la solidaridad y el compromiso con la transparencia son herramientas para evitar “las prácticas violatorias del orden jurídico, incluyendo el tráfico de influencias, el nepotismo, el narcotráfico, el contrabando, la evasión tributaria y el lavado de dinero”.

Posteriormente, se creó la Comisión de Alto Nivel Anticorrupción (D.S. N° 016-2010-PCM) la cual pretende asegurar el cumplimiento de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción a través de alianzas articuladas entre los poderes del Estado, los organismos constitucionales autónomos, los gobiernos regionales y locales, los gremios empresariales, los colegios profesionales, y demás representantes de la sociedad civil. Con este afán se convoca a las autoridades de distinto nivel para el mejoramiento de la normatividad, el seguimiento de los compromisos interinstitucionales y la ejecución de las tareas asignadas. Así, en 2016 –cuando se evaluó el Plan Nacional de Lucha Contra la Corrupción 2012-2016– se anotó los avances de las tareas realizadas, reconociéndose que la denuncia pública, la denuncia ciudadana y la denuncia periodística han sido el motor para el mejoramiento de la legislación penal en materia de corrupción, en particular, para adecuar la normativa nacional a las exigencias de los instrumentos internacionales. Asimismo, se resalta la intromisión de penas distintas a la privativa de libertad, el decomiso y el mejoramiento de la regulación de las reglas de la pérdida de dominio, la responsabilidad administrativa de las personas jurídicas, la prohibición de la aplicación de medidas alternativas a la privativa de libertad y la atención de los procedimientos penales abreviados en los delitos de corrupción. Junto a estos avances se advierte aun defectos que requieren ser atendidos, en particular, en materias procesales, como, por ejemplo, en la seguridad y protección requerida para denunciantes, testigos y peritos vinculados a estos delitos[32].

Es importante anotar los avances en la unificación del sistema disciplinario funcionarial, siendo así, la creación de la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir) como ente rector del sistema administrativo de gestión de recursos humanos se convierte en la plataforma sobre la que se asienta la manera de cómo es que han de interpretarse los principios éticos de la función pública. El mismo reconocimiento se realiza al Subsistema Penal Anticorrupción del Poder Judicial que posibilita una especialización, que a la larga asegura la uniformidad de la jurisprudencia, en tanto que su competencia alcanza a aquellos casos que sean de notable gravedad, complejidad o masividad y repercusión nacional, es decir, que sus efectos superen el ámbito de un distrito judicial o sean cometidos por una organización delictiva.

El vigente Plan Nacional de Integridad y Lucha contra la Corrupción 2018-2021 (D.S. N° 044-2018-PCM) insiste en la necesidad de superar las limitaciones de enfrentamiento a la corrupción, en particular, en las materias de obras de infraestructura, procesos de contrataciones y adquisiciones, captura de la política pública por parte de intereses particulares, y provisión de servicios públicos. Señala reglas claras para la instauración de una cultura de integridad en la que se comprenda, además de la sanción como último remedio, la supervisión adecuada, la participación ciudadana y la gestión de riesgos. El asunto es todavía una tarea pendiente. Así, por ejemplo, el Proyecto de Ley N° 4054/2014-PE pretendía mejorar la legislación penal anticorrupción en tres puntos: i) establecer el decomiso del valor del soborno, ii) aplicar sanciones pecuniarias; y, iii) considerar la responsabilidad autónoma de las personas jurídicas. La última propuesta encontró en el empresariado una fuerte oposición por la responsabilidad de la persona jurídica en materia penal, al punto de que al aprobarse la Ley N° 30424 (Ley de Responsabilidad Administrativa de las Personas Jurídicas), en un inicio, solo preveía el delito de cohecho activo transnacional previsto en el artículo 397-A del Código Penal, delito que tiene muy poca incidencia en la realidad nacional.

Según la Procuraduría Anticorrupción, a diciembre de 2018, el peculado, la colusión y la negociación incompatible venían a ser los principales delitos que cometían los funcionarios públicos. El primero tiene 13 947 casos, el segundo suma 5838 y el tercero expone 3734 casos, lo cual equivale porcentualmente al 34 %, 14 % y 9 % del universo de delitos de corrupción investigados[33]. La cuestión no parece distinta para el 2020, en el que en medio de la emergencia sanitaria por el COVID-19, a junio de 2020, se habían registrado 724 denuncias por corrupción, siendo que el peculado alcanza 261 denuncias, la colusión 149 denuncias y la negociación incompatible 65 denuncias[34].

Por su parte, el Tribunal Constitucional con ánimo de reforzar la necesidad de tener políticas públicas relativas con la “promoción de la ética y la transparencia y erradicación de la corrupción” ha señalado que desde la interpretación de la Constitución es posible identificar un programa normativo constitucional de prevención y lucha contra la corrupción, en tanto que desde el artículo 44 de la Carta Fundamental se promueve el bienestar general de la nación, mientras que desde el artículo 43 se enuncia nuestra elección como Estado democrático a la vez que enunciamos que el ejercicio del poder se ejerce por imperio soberano del pueblo, el que ha elegido que las contrataciones públicas se efectúen transparentemente como se lee en el artículo 76. Así, el denominado “principio de lucha contra la corrupción” (García-Cobán Castro, 2018) exige fundamentalmente la atención de cuatro conceptos: i) transparencia, ii) imparcialidad, iii) libre competencia y iv) trato justo e igualitario. Esto, a su vez, expone la elección nacional por la erradicación de la corrupción en tanto que “provocan el cuadro material de valores reconocido por la Constitución”[35].

En el Expediente de Inconstitucionalidad N° 00019-2005, el Tribunal Constitucional, cuando evalúa una norma procesal penal (medidas de coerción personal vs. pena efectiva), dice que tal regulación incide con el tratamiento de la corrupción, pues según la Ley N° 28586 se favorecía la impunidad respecto de funcionarios y empresarios estatales que se encontraban detenidos domiciliariamente y se reconocía que la reclusión domiciliaria se contabilizará como si ese mismo tiempo fuera semejante al hecho de estar recluido en un centro penitenciario. En este caso, el Tribunal Constitucional exige que los valores éticos deben prevalecer en todo Estado social y democrático de Derecho, los mismos que deben ser inculcados no solo en el Derecho Penal, que les ofrece protección, sino también por el programa educativo nacional.

VIII. A modo de conclusión

Los procesos posteriores al destape de la corrupción del régimen fujimorista, en realidad, dieron pase a una grave discusión sobre el modo de cómo afrontarla desde los distintos poderes del Estado. El Tribunal Constitucional ha resaltado la necesidad de proteger los principios éticos que subyacen en la tarea que ejercen los funcionarios públicos y, en particular, cuando se trata de contrataciones estatales, reconociendo el principio de proscripción de la corrupción y ofreciéndole contenido específico, en el cual, el ordenamiento constitucional exige combatir toda forma de corrupción, a través de los mecanismos de control político parlamentario (artículos 97 y 98 de la Constitución), del control judicial ordinario (artículo 139 de la Constitución), del control jurídico constitucional (artículo 200 de la Constitución) y el control administrativo, entre otros. Desde esa expresión es posible afirmar que nos encontramos ante un parámetro objetivo de verificación y fiabilidad constitucional de la actuación de los poderes del Estado que exige a estos tomar medidas constitucionales concretas a fin de fortalecer las instituciones democráticas, evitando con ello, un directo atentando contra el Estado social y democrático de Derecho, así como contra el desarrollo integral del país[36].

Lo interesante de los pronunciamientos del supremo intérprete de la Constitución, aun cuando la contratación pública es materia de relevancia constitucional, no reduce la lucha de la corrupción a aquellos casos en los que se encuentra en juego el patrimonio del Estado, sino que, por el contrario, sostiene con firmeza la necesidad de exigir de todos los funcionarios públicos la administración eficiente de la cosa pública. Con ello, el conflicto se encuentra en las obras y la adquisición de suministros con utilización de fondos o recursos públicos, lo cual se sujeta a unas normas especiales y distintas de la contratación entre privados que tiene como finalidad la mejor oferta económica y técnica, además de la atención de los principios de transparencia en las operaciones, la imparcialidad, la libre competencia y el trato justo e igualitario a los potenciales proveedores. El Tribunal Constitucional, en el Expediente N° 020-2003-AI/TC, señala que, en esos casos, su objeto final es “lograr el mayor grado de eficiencia en las adquisiciones o enajenaciones efectuadas por el Estado”[37]. Parece que ese viene a ser el bien jurídico que merece protección penal cuando hablamos de delitos contra la Administración Pública, en particular, cuando se trata de contrataciones.

Referencias

Abanto Vásquez, M. (2006). Acerca de la teoría de bienes jurídicos. Revista Penal, (18), pp. 3-44. Recuperado de <https://bit.ly/3luENwe>.

Adjuntía de lucha contra la corrupción, transparencia y eficiencia del Estado. (2019). Casos de corrupción de funcionarios en trámite por departamento en el 2016 y 2018. Lima: Defensoría del Pueblo. Recuperado de <https://bit.ly/2GEQiCh>.

Alonso, J. A. y García Martín, C. (2011). La corrupción: definición y criterios de medición. En: Alonso, J. A. y Mulas-Granados, C. (dirs.). Corrupción, cohesión social y desarrollo. Madrid: Fondo de Cultura Económica.

Bacigalupo Zapater, E. (2002). Conversaciones. Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, (4). Recuperado de <http://criminet.ugr.es/recpc/recpc_04-c1.html>.

Bautista, O. (2017). Ética pública. Su vinculación con el gobierno. Ciudad de México: Instituto Nacional de Administración Pública. Recuperado de <https://goo.gl/pXLmyn>.

Cocciolo, E. (2008). Las mutaciones del concepto de corrupción. De la ambigüedad de las sociedades arcaicas a la complejidad en la época del Estado regulador y de la sociedad del riesgo. Llengua i Dret, (50), pp. 17-51. Recuperado de <https://bit.ly/33w105V>.

Comisión de Alto Nivel Anticorrupción. (2016). Informe de la Evaluación Final de la Implementación del Plan Nacional de Lucha contra la Corrupción 2012-2016. Lima: Comisión de Alto Nivel Anticorrupción.

Compañía Peruana de Estudios de Mercados y Opinión Pública. (2017). Indicadores del grado de corrupción en el Perú - Personajes políticos e instituciones. Lima: Compañía Peruana de Estudios de Mercados y Opinión Pública. Recuperado de <https://bit.ly/3h9V6w2>.

Cortina, A. (1968). Ética mínima. Madrid: Tecnos.

Daly, J. y Darío Navas, O. (2015). Corrupción en el Perú: visión del Ejecutivo peruano. Lima: Centrum. Recuperado de <http://vcentrum.pucp.edu.pe/investigacion/wps/pdf/CERES_WP2015-07-0007.pdf >.

Décima Encuesta Nacional sobre percepciones de corrupción. (2017). Proética. Recuperado de <https://bit.ly/2Zgd2ib>.

Defensoría del Pueblo. (2001). El acceso a la información pública y la “cultura del secreto”. Lima: Defensoría del Pueblo.

Defensoría del Pueblo. (2010). Ética pública y prevención de la corrupción. Lima: Defensoría del Pueblo.

Díaz Castillo, I. (2016). El tipo de injusto de los delitos de colusión y negociación incompatible en el ordenamiento jurídico peruano (tesis doctoral). Salamanca: Universidad de Salamanca.

OECD. (2007). El cohecho en las adquisiciones del sector público. Métodos, actores y medidas para combatirlo. París: Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Recuperado de <https://bit.ly/35IZKPp>.

Ojo Público. (25 de noviembre de 2019). Funes: 40 % de las contrataciones con el Estado peruano tienen riesgo de corrupción. Ojo Público. Recuperado de <https://ojo-publico.com/1499/proyecto-funes-riesgos-de-corrupcion-en-contratos-publicos>.

García Cavero, P. (2008). Lecciones de Derecho Penal. Parte general. Lima: Grijley.

García-Cobián Castro, E. (2018). Lucha contra la corrupción y derechos fundamentales en el Perú: ¿transitar del principio constitucional de proscripción de la corrupción a un derecho fundamental a vivir libre de corrupción? En: Landa Arroyo, C. (ed.). Derechos fundamentales. Actas de las III Jornadas Nacionales de Derechos Fundamentales. Lima: Palestra, (pp. 33-47).

García Mexia, P. (2001). La ética pública. Perspectivas actuales. Revista de Estudios Políticos Nueva Época, (114), pp. 131-168.

Gobierno del Perú. (2002). Acuerdo Nacional. Lima: Gobierno del Perú. Recuperado de <https://bit.ly/3diazty>.

González Pérez, J. (1996). La ética en la Administración Pública. Madrid: Civitas.

Hassemer, W. y Muñoz Conde (1989). Introducción a la Criminología y al Derecho Penal. Valencia: Tirant lo Blanc.

Henao Zea, M. (2004). Moral, Derecho y bien jurídico en el concepto de autor por conciencia. Universitas, (108), pp. 839-852.

Hurtado Pozo, J. (s/f). Corrupción y Derecho Penal. Friburgo: Universidad de Fribourg. Recuperado de <https://bit.ly/3jOdnB9>.

Jarquin, M.; Cruz Vieyra, J.; Haro González, A. (2017). Rindiendo cuentas. La agenda del Banco Interamericano de Desarrollo en transparencia y anticorrupción (2009-2015). Banco Interamericano de Desarrollo. Recuperado de <https://publications.iadb.org/publications/spanish/document/Rindiendo-cuentas-La-agenda-del-Banco-Interamericano-de-Desarrollo-en-transparencia-y-anticorrupci%C3%B3n-(2009-2015).pdf >.

Kierszenbaum, M. (2009). El bien jurídico en el Derecho Penal. Algunas nociones básicas desde la óptica de la discusión actual. Lecciones y ensayos, (86), pp. 187-211. Recuperado de <https://bit.ly/2IdsI04>.

La corrupción en el Perú. (s/f). Lima: Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Recuperado de <https://bit.ly/3dhoUGy>.

Lacruz López, J. M. y Melendo Pardos, M. (Coords.). (2015). Tutela penal de las administraciones públicas. Madrid: Dykinson.

Landa Arroyo, C. (2016). La constitucionalización del Derecho Administrativo. Themis, (69), pp. 199-217. Recuperado de <http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/themis/article/view/16725>.

Leclercq, J. (1956). Las grandes líneas de la filosofía moral. (2ª ed.). Madrid: Editorial Gredos.

Leyva Estupiñán, M. y Lugo Arteaga, L. El bien jurídico y las funciones del Derecho Penal. Revista de Derecho Penal y Criminología, 36 (100), pp. 63-74. Recuperado de <https://bit.ly/2SLjbzn>.

Morales Quiroga, M. (2009). Corrupción y democracia. América Latina en perspectiva comparada. Gestión y Política Pública, XVIII (2), pp. 205-252. Recuperado de <https://bit.ly/35EmJuZ>.

Ojo Público. (s/f). Los millonarios pagos de Odebrecht en Perú. Ojo Público. Recuperado de <https://bit.ly/3iaxAAc>.

Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. (2011). Integridad en las contrataciones públicas. Buenas prácticas de la “A” a la “Z”. París: Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Recuperado de <https://bit.ly/3hHvFCp>.

Pérez-Sauquillo Muñoz, C. (2019). Legitimidad y técnicas de protección penal de bienes jurídicos supraindividuales. Valencia: Tirant lo Blanch.

Polo Santillán, M. (2004). La morada del hombre. Sobre la vida ética. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Procuraduría General del Estado. (2020). Corrupción en la emergencia sanitaria COVID-19. Recuperado de <https://bit.ly/3iQoWGG>.

Proética. (s/f). XI Encuesta Nacional Anual sobre percepciones de corrupción. Proética. Recuperado de <https://bit.ly/3i978qK>.

Quiroz, A. (2014). Historia de la corrupción en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.

Ramón Ruffner, J. (2014). Corrupción, ética y función pública en el Perú. Quipucamayoc, 22 (41), pp. 59-73.

Reporte de corrupción. Radiografía de la corrupción en el Perú. (2017). Lima: Defensoría del Pueblo. Recuperado de <https://www.defensoria.gob.pe/wp-content/uploads/2018/08/Reporte-de-corrupcion-DP-2017-01.pdf>.

Rose-Ackerman, S. y Palifka, B. (2019). Corrupción y gobierno. Causas consecuencias y reformas. (2ª ed.). Pou Giménez, F. (trad.). Madrid: Marcial Pons.

Roxin, C. (1997). Derecho Penal. Parte general. Luzón Peña, D. M.; Díaz y García Conlledo, M. y De Vicente Ramesal, J. (trads.). Madrid: Civitas.

Sánchez Bernal, J. y Carrillo del Teso, A. (Coords.). (2019). Corrupción: compliance, represión y recuperación de activos. Valencia: Tirant lo Blanch.

Sen, A. (2000). Desarrollo y libertad. Madrid: Editorial Planeta.

Shack Yalta, N.; Pérez Yalta, J. y Portugal Lozano, L. (2020). Cálculo del tamaño de la corrupción y la inconducta funcional en el Perú. Una aproximación exploratoria. Documento de Política en Control Gubernamental. Lima: Contraloría General de la República. Recuperado de <https://bit.ly/2E2ZkrG>.

Simón, R. (1968). Moral. Curso de filosofía tomista. Barcelona: Herder.

Szczaranski Vargas, F. (2012). Sobre la evolución del bien jurídico penal: un intento de saltar más allá de la propia sombra. Política Criminal, 7 (14), pp. 378-453. Recuperado de <https://bit.ly/33OnOPo>.

Tiedemann, K. (2003). Constitución y Derecho Penal. Lima: Palestra Editores.

___________________

* Juez superior de la Corte Superior de Justicia de Piura.



[1] Véase: García Mexia (2001, p. 133).

[2] Acerca de las diferencias entre ética y moral, los estudiosos no se han puesto de acuerdo; sin embargo, para los efectos de este trabajo, se entenderá que la ética es el estudio reflexivo de los fundamentos y principios de las normas morales, mientras que la moral sería el conjunto de normas concretas que llevan a la práctica real la reflexión ética. Simón (1968), por ejemplo, identifica ambos conceptos y define a la ética como la ciencia normativa de los actos humanos a la luz de la razón (p. 37).

[3] También denominada “ética de mínimos” y su objetivo es asegurar la justicia en las relaciones humanas, la ética de máximos, en cambio, pretende garantizar la felicidad. La primera está dirigida a la persona en cuanto ciudadano, la segunda, en cuanto persona. Cfr. Cortina (1986); Polo Santillán (2004, pp. 133-138).

[4] Véase: STC Expediente N° 014-2003-AI/TC, fundamento jurídico 2.

[5] En el mismo sentido: Hurtado Pozo (s/f) sostiene que: “El funcionamiento del Estado necesita un sistema de servidores públicos eficaces e íntegros. Entre las reglas básicas aplicables a estos servidores se encuentran la obediencia a las instrucciones, la neutralidad e imparcialidad, el deber de confidencialidad, la moderación en la manifestación pública de opiniones políticas, la prohibición de ejercer otras actividades, la lealtad y honestidad” (p. 3).

[6] Véase: Ojo Público (25 de noviembre de 2019).

[7] Véase: Proética (s/f). Con similares resultados, Compañía Peruana de Estudios y Mercados y Opinión (28 de enero de 2017).

[8] Con ocasión del préstamo N° L1132 al Banco Interamericano de Desarrollo, el Perú ha incorporado para el control de obras el denominado “Programa de mejora del Sistema Nacional de Control para la gestión pública eficaz”, en el que desde el 2013 se ha conseguido una plataforma electrónica para que cualquier ciudadano pueda tener acceso a información, destacando el aplicativo “Infobras” (https://apps.contraloria.gob.pe/ciudadano/), lo que a su vez activa la posibilidad de asegurar auditorías, mecanismo de control interno desde distintas instituciones del Ejecutivo, denuncias públicas, sea en medios de comunicación o ante el Ministerio Público. Dice el Banco Interamericano de Desarrollo que el resultado de este programa le ha permitido a la Contraloría General de la República una mayor cobertura de control, “con un incremento del 120 % en el número de entidades auditadas y mejora de la efectividad de la labor” posibilitando “103 393 recomendaciones de las cuales 40 586 fueron implementadas”. Cfr. Jarquin, M.; Cruz Vieyra, J.; Haro González, A. (2017).

[9] Se reconocen como formas típicas de corrupción la utilización de terceras personas para contratar con el Estado, el uso de empresas conformadas ex profeso para la ocasión, contratación de personal inexistente para puestos de confianza, manipulación de expedientes, solicitudes de coimas para tramitar con celeridad las causas, sustracción de combustible de vehículos públicos, documentación falsa para sustentar gastos, etc.

[10] Véase: cuadros elaborados por la institución sobre la base de los informes estadísticos de la Procuraduría Especializada en Delitos de Corrupción del 2017 y 2019 (Defensoría del Pueblo, 2019).

[11] Para mayor detalle de los casos más relevantes en los que se encuentran involucrados políticos de la esfera nacional en asuntos de corrupción con dicha empresa Odebrecht puede revisarse Ojo Público (s/f) <https://bit.ly/3iaxAAc>. Este reportaje anotó 16 casos ofreciendo detalles de cómo se han realizado las operaciones; empero, según información de la Defensoría Pública, dicha empresa se encuentra involucrada en 46 procesos penales, a mayo de 2017 (Defensoría del Pueblo, 2017, p. 18).

[12] Compárese las ilustraciones 12 y 36 de la XI Encuesta Nacional Anual sobre percepciones de corrupción (Proética, s.f.).

[13] En la encuesta de percepción de la corrupción del año 2017, por ejemplo, se reconoce como corrupción el hecho de poner a familiares y amigos en puestos públicos, pero el 71 % de los encuestados reconoce tolerancia hacía esa práctica. En el año 2019, esa tolerancia aumentó, pues el 77 % acepta esas prácticas como “permitidas”. Véase: Proética (2017). Cfr. Proética (s/f).

[14] Cfr. Sánchez Bernal y Carrillo del Teso (2019, p. 45).

[15] Otras formas de corrupción, en términos sociales, pueden verse en Rose-Ackerman y Palifka (2019, p. 42).

[16] Véase: Daly y Darío Navas (2015, p. 3), estos autores recogen las ideas de Robert Klitgaard (1991), André Shleifer y Robert Vishny (1993), Susan Rose-Ackerman (1996) y Transparency International (1995) quienes en sus respectivas obras recogen dicha posición. En el mismo sentido: Alonso y García Martín (2011, pp. 22-24).

[17] El Observatorio de la Justicia de la Escuela de Derecho de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en el Informe N° 4, denominado “La corrupción en Perú”, sostiene que la idea de que la corrupción es parte de la naturaleza humana es aceptada por el 63 % de entrevistados, mientras que, sobre la premisa de que la corrupción es propia de la cultura peruana, el 49 la aceptaba como cierta (Universidad Antonio Ruiz de Montoya, s.f.).

[18] Véase: Quiroz (2014, p. 39).

[19] Véase: Organización para la Cooperación y el Desarrollo (2011).

[20] Para el mejor entendimiento de los mecanismos de corrupción y la intervención de los distintos partícipes en dicha actuación, véase: Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (2007).

[21] Cfr. Bautista (2017, p. 157).

[22] La perspectiva de las definiciones, en las que se resalta el relacionamiento de ética del funcionario vs. la ética de la colectividad nos conduce a preguntas en las que debemos responder si la corrupción es la causa del resquebrajamiento ético o si –más bien– es una consecuencia de aquel. Cfr. Ramón Ruffner (2014, p. 59). Véase: Defensoría del Pueblo (2001, p. 29); Defensoría del Pueblo (2010, p. 6).

[23] Al respecto: Roxin (1997, p. 54); Kierszenbaum (2009, p. 188); Lacruz López (2015, p. 7).

[24] En ese sentido: Szczaranski Vargas (2012, p. 379); Henao Zea (2004, p. 846) y Bacigalupo Zapater (2002).

[25] Sobre este punto es posible distinguir la discusión entre los que afirman que cuando se habla de que la norma crea los bienes jurídicos en tanto que reconoce “aspiraciones, valores, ideales, que no existen independientes de la realidad, sino que son condicionados por ella, manifestándose en las fundamentales relaciones sociales que se producen” y, aquellos otros que sostienen que los bienes jurídicos son un producto derivado de las relaciones sociales de poder, en la que se tutelan los valores que imponen la clase económicamente dominante, en particular las trasnacionales. Véase sobre la materia: Hassemer y Muñoz Conde (1989, p. 111). También: Leyva Estupiñán y Lugo Arteaga (2015, p. 70).

[26] Independientemente de las clasificaciones, detrás del concepto, siempre subyace una elección de política criminal. Así, por ejemplo, después de los bienes jurídicos individuales, las expresiones: bienes jurídicos “universales”, “colectivos”, “sociales”, “comunitarios” hacen referencia a distinciones en las que preferimos no ahondar. Sobre el particular, para bibliografía respecto de cada uno de los términos utilizados, véase: Pérez-Sauquillo Muñoz (2019, p. 141).

[27] Véase: Hassemer y Muñoz Conde (1989, p. 105).

[28] Véase ampliamente: <https://bit.ly/3nHnRo8>.

[29] En el Leviatán de Hobbes se dice que todos los delitos son realmente pecados, pero no todos los pecados son delitos. Tal expresión no hace más que evidenciar que el sistema moral comprende y abarca el sistema punitivo penal; mientras Hart prefiere decir que “no toda acción sancionada con una pena es inmoral”. En este último enunciado hace referencia a dos ámbitos distintos, pero que en un momento tienen coincidencias. Para esta distinción, véase: Henao Zea (2004, pp. 843-845).

[30] Véase la sentencia por cohecho pasivo propio y enriquecimiento ilícito en contra de Luis Alberto Kouri Bumachar expedida por la Sala Penal Especial de la Corte Suprema en el Expediente 06-2001, <https://bit.ly/2SLm17v>.

[31] En la sentencia del 8 de enero de 2015 del Expediente N° 63-09, la Cuarta Sala Penal Liquidadora de Lima condenó a Alberto Fujimori por el delito de peculado en razón al desvío de 122 000 000 soles de fondos destinados a las Fuerzas Armadas del Perú hacia la compra de titulares de la prensa chicha durante el periodo 2000-2005, en particular, en tiempos de elecciones (véase: <https://bit.ly/30UW8Xr>) La sentencia fue anulada en razón a que Alberto Fujimori no cumplía las exigencias funcionariales que exige el tipo penal, empero ello no desvirtúa, en absoluto, el hecho de que efectivamente ese dinero fue desviado de su propósito ordinario para comprar la voluntad de los empresarios de los medios de comunicación, Véase: R.N. N° 615-2015 (<https://bit.ly/2GQB2Th>).

[32] Véase: Informe de la Evaluación Final de la Implementación del Plan Nacional de Lucha contra la Corrupción 2012-2016 (2016, p. 153).

[33] Véase: Información Estadística a Diciembre de 2018 (2019).

[34] Véase: Corrupción en la emergencia sanitaria COVID-19 (2020).

[35] Véase: STC Expediente N° 0019-2005-PI/TC, fundamento jurídico 59.

[36] Véase: STC Expediente N° 0009-2007-PI/TC y N° 0010-2007-PI/TC (acumulados), fundamento jurídico 56.

[37] La sentencia contenida en el Expediente Nº 020-2003-AI/TC, en su fundamento jurídico 12, incide en señalar que no basta reglas de procedimiento de contratación adecuadas, sino que también se requiere mecanismos de fiscalización eficientes, así como un régimen sancionatorio administrativo en contra de los proveedores, contratistas o postores cuando incumplan sus obligaciones con el Estado. En ese sentido, Landa Arroyo (2016, p. 212).


Gaceta Jurídica- Servicio Integral de Información Jurídica
Contáctenos en: informatica@gacetajuridica.com.pe