Coleccion: Gaceta Penal - Tomo 123 - Articulo Numero 10 - Mes-Ano: 9_2019Gaceta Penal_123_10_9_2019

La organización criminal*

Eduardo ORÉ SOSA**

Resumen

El autor analiza el tratamiento que le brinda la Ley contra el Crimen Organizado y la Convención de Palermo al delito de organización criminal; asimismo, estudia los aspectos típicos del mismo y muestra la problemática entorno a su relación con otros delitos, tal como el de banda criminal, concluyendo que la incorporación de este de tipo penal no resulta acertada por cuanto queda subsumido en el delito de organización criminal.

Marco normativo

Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional: art. 5.

Constitución Política: arts. 2 y 44.

Código Penal: arts. 22 y 317.

Ley N° 30077: arts. 2 y 3.

Palabras clave: Organización criminal / Banda criminal / Asociación / Crimen / Permanencia

Recibido: 01/08/2019

Aprobado: 15/08/2019

I. Introducción

Delincuencia galopante, inseguridad ciudadana y déficit punitivo forman una tríada por demás recurrente cuando los medios de comunicación hacen referencia al fenómeno criminal en nuestro país. Ciertamente, la criminalidad siempre ha existido, y no existen razones para pensar que esta situación vaya a cambiar; no obstante, desde hace algunas décadas se constata un incremento del ámbito penal, en especial, una exacerbación del rigor punitivo. Tal parece que la legislación penal, a los ojos de los ciudadanos, siempre aparecerá como benigna frente al delito, las políticas de tolerancia cero, en todas sus formas, han echado raíces, con lo cual, el garantismo penal es mal visto y ha perdido el brío de otras épocas.

Esto tiene consecuencias de importancia, pues, como señala Ferrajoli (2009, pp. 710-711), se constata:

Cómo la introducción de la lógica de la sospecha en la estructura misma del delito ha dejado sin contenido todas las garantías procesales, y no sólo las penales. Aquí interesa poner de relieve la extraordinaria expansión, más allá de los casos ahora recordados, de esta lógica en los grandes procesos de la época de la emergencia, donde los delitos asociativos, a menudo, se han interpretado y aplicado de hecho como tipos de sospecha, es decir, como delitos-marco y, por así decirlo, subrogatorios, utilizados como hipótesis de trabajo para la realización de las investigaciones y la detención preventiva de los sospechosos, e integrados por la simple sospecha de haber cometido otros –más graves y concretos– delitos, independientemente de la efectiva y comprobada realización de algún hecho[1].

El nuevo designio del sistema penal, esto es, el incremento de tipos penales, la anticipación de las barreras de protección del bien jurídico, la agravación de las penas, la limitación de las garantías del proceso, y la reducción o eliminación de beneficios penitenciarios, se ha establecido en nuestro ordenamiento sin mayor oposición de la doctrina nacional ni de aquellos que están investidos con cierta potestad de control de constitucionalidad sobre las leyes. En palabras de Silva Sánchez (2006, pp. 83-84):

Mi pronóstico es, en efecto, que el Derecho Penal de la globalización económica y de la integración supranacional será un Derecho desde luego crecientemente unificado, pero también menos garantista, en el que se flexibilizarán las reglas de imputación y en el que se relativizarán las garantías político-criminales, sustantivas y procesales. En este punto, por tanto, el Derecho Penal de la globalización no hará sino acentuar la tendencia que ya se percibe en las legislaciones nacionales, de modo especial en las últimas leyes en materia de lucha contra la criminalidad económica, la criminalidad organizada y la corrupción.

Por lo demás, no debe perderse de vista que la exacerbación de la respuesta punitiva, si bien se fundamenta en la complejidad y peligrosidad de ciertas formas de criminalidad, termina afectando al Derecho Penal en general[2], con lo que, a la larga, se perjudica a quienes siempre están más expuestos al sistema penal: aquellos que, excluidos de las ventajas del sistema económico, paradójicamente engrosan las cifras de cualquier índice de criminalidad.

Esto abona, desde luego, para proceder a una interpretación restrictiva o, si se quiere, a una reducción teleológica que legitime las normas –en lo que ahora nos ocupa– sobre organización criminal[3]; así lo parece exigir, al menos en lo que atañe al ámbito penal, el principio de proporcionalidad, dado el elevado marco punitivo que caracteriza a los tipos penales que abordan este fenómeno –bien sea como un tipo autónomo o como agravantes específicas de algunas figuras delictivas; es decir, cuando se agrava la pena a quien perpetra el delito en calidad de integrante de una organización criminal–.

Lo dicho adquiere más importancia en sociedades que, caracterizadas por la fragilidad institucional, no han sabido consolidar el Estado de Derecho, y en las que el recurso a las normas sobre crimen organizado se orienta a la prevención y control –incluso anticipadamente, esto es, previo al inicio de la ejecución– de las formas más graves y complejas de criminalidad organizada[4], pero so pretexto de ello, puede servir a la vez para eliminar al adversario político o a todo aquel que, por la razón que fuere, sea considerado peligroso[5]. Como señala Quintero Olivares (1999, p. 179), la asociación ilícita constituyó tradicionalmente una infracción contra la seguridad del Estado, con tintes claramente políticos en coherencia con un sistema político que no reconocía el derecho a asociarse con la intención de participar en la vida política; un delito que sirvió de instrumento represivo contra las más variadas formas de disidencia.

Dicho esto, también debe señalarse que la interpretación restrictiva no puede llegar al punto de interpretar un tipo penal fuera del sentido literal posible de manera que vulnere el principio de legalidad; en otras palabras, interpretar no puede significar crear una nueva norma, pues, por reserva de ley, esa no es una potestad del juez[6].

Con esto, se alude a la consideración realizada por algunos operadores, de que el tipo penal del delito de organización criminal, contra lo que aparece del artículo 317 del Código Penal, queda limitado a aquella agrupación de personas que, bajo una estructura de carácter permanente, orienta su actividad a la perpetración de delitos graves y solo en la medida en que dichos delitos-fin estén taxativamente señalados en el artículo 3 de la Ley N° 30077. Se suele argumentar, en apoyo de lo anterior, que así lo prevén tanto el artículo 2 de la Ley N° 30077, como la Convención de Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (en adelante, Convención de Palermo).

II. La ley contra el crimen organizado y la Convención de Palermo

Como se sabe, la Ley N° 30077 prescribe al respecto lo siguiente:

Artículo 2.- Definición y criterios para determinar la existencia de una organización criminal

1. Para efectos de la presente Ley, se considera organización criminal a cualquier agrupación de tres o más personas que se reparten diversas tareas o funciones, cualquiera sea su estructura y ámbito de acción, que, con carácter estable o por tiempo indefinido, se crea, existe o funciona, inequívoca y directamente, de manera concertada y coordinada, con la finalidad de cometer uno o más delitos graves señalados en el artículo 3 de la presente Ley.

2. La intervención de los integrantes de una organización criminal, personas vinculadas a ella o que actúan por encargo de la misma puede ser temporal, ocasional o aislada, debiendo orientarse a la consecución de los objetivos de la organización criminal.

A partir de aquí, algunos sostienen que esta norma prevalece y desplaza al tipo penal previsto en el artículo 317 del Código Penal por ser más favorable al imputado o por un –dudoso– criterio de especialidad. La corrección de esta argumentación tiene como presupuesto que el artículo 2 de la Ley N° 30077 contiene un tipo penal ¿Es esto así? Me temo que no. Prado Saldarriaga (2019, p. 344) lo señala claramente, al mencionar que no se trata de la “tipificación de un delito”, sino de una “operativización de conceptos”; asimismo, expresa que:

El artículo 2 es solo una definición de términos que explica lo que para la Ley N° 30077 debe entenderse como una organización criminal. Corresponde a lo que en ciencias sociales se denomina también una operativización de conceptos. No es, pues, la tipificación de un delito ni dicha disposición legal está destinada a integrar o esclarecer el contenido punitivo de una ley penal en blanco.

Por si fuera poco, resulta claro que no es propiamente una norma penal[7], pues esta supone una norma de conducta –que se dirige al ciudadano para prescribirle un determinado comportamiento bajo la amenaza de una pena– o una norma de sanción –que se dirige al juez para que imponga una pena a quien infringe la norma de conducta–; adicionalmente, su estructura requiere la presencia no solo de un supuesto de hecho –el delito–, sino también de una consecuencia jurídica –la pena–. Todo esto no se percibe en la Ley N° 30077, cuya única referencia a la sanción penal es cuando incorpora las agravantes especiales o cualificadas del artículo 22.

En cuanto a la Convención de Palermo, si uno la revisa detenidamente, cae en la cuenta de que sus disposiciones tampoco contienen normas de carácter penal, pues desde el mismo preámbulo se hace evidente que las normas de dicha Convención no tienen carácter imperativo.

En efecto, de una simple lectura del preámbulo se percibe claramente que la Convención no impone ni prescribe, sino que exhorta, recomienda o insta; es una norma internacional que se dirige a los Estados, no a los ciudadanos ni a los jueces; por lo demás, carece de sanciones, con lo cual, no tiene la estructura de una norma penal.

Si acaso esto no fuese suficiente, el artículo 5, inciso 1 de la Convención de Palermo señala:

Artículo 5.- Penalización de la participación en un grupo delictivo organizado

1. Cada Estado parte adoptará las medidas legislativas y de otra índole que sean necesarias para tipificar como delito cuando se cometan intencionalmente (…) (el resaltado es nuestro).

Es decir, la Convención misma reconoce que no contiene tipos penales, sino que insta a los Estados para que los creen. En consecuencia, la referida disposición de la Convención de Palermo –verbigracia la que define al grupo delictivo organizado– no es una norma penal ni, mucho menos –en atención al principio de reserva de ley–, directamente aplicable.

Con lo cual, si estas definiciones no son propiamente tipos penales, no existe conflicto de normas, ni concurso –aparente– de leyes entre el artículo 2 de la Ley N° 30077 y lo previsto en el artículo 317 del Código Penal.

Las definiciones de organización criminal contenidas en la Ley N° 30077 y en la Convención de Palermo, en verdad, sirven a los efectos de determinar el ámbito de aplicación de sus disposiciones. Esto parece una obviedad, pues el propio artículo 2 de la Ley Contra el Crimen Organizado señala precisamente eso: “[p]ara efectos de la presente Ley, se considera organización criminal (…)”. Lo mismo puede decirse de la definición de “grupo delictivo organizado” ofrecido por la Convención de Palermo, pues el artículo 2 precisa también que sirve “[p]ara los fines de la presente Convención”.

Y es que la globalización del crimen genera la necesidad de promover mecanismos de cooperación entre los Estados para afrontar, de manera conjunta, el problema de una criminalidad que, de manera individual, los desborda[8]; los Estados honran este compromiso cuando implementan políticas encaminadas a tal fin. La definición de estas políticas se hace en atención al fenómeno criminal que se busca prevenir, lo que exige homogeneizar un concepto lo suficientemente amplio como para activar las medidas de cooperación entre los Estados. Con ello se quiere evitar también la constitución de paraísos criminales; como dicen en la península ibérica, se busca impedir que lo que en España es delito, deje de serlo más allá de los pirineos.

En el ámbito nacional, como ha ocurrido en otros lugares, los instrumentos de los que se ha valido el legislador para enfrentar la criminalidad organizada han sido, por un lado, la creación de un tipo penal autónomo –artículo 317 del Código Penal– y, por otro, la previsión de agravantes específicas para quien perpetre determinados delitos en calidad de integrante de una organización criminal; con lo cual, la Ley N° 30077 habría tenido por cometido reforzar o complementar estos instrumentos para una mejor persecución y sanción de este fenómeno criminal. Más aún cuando parece existir consenso en cuanto a la magnitud lesiva[9] y la gran complejidad que ha llegado a adquirir la criminalidad organizada; lo que obedece, entre otros factores, al dinamismo de la sociedad, a la globalización y al empleo generalizado de las nuevas tecnologías[10].

En el ámbito procesal, se sigue compartiendo lo señalado hace buen tiempo por Prado Saldarriaga (2013, p. 91) cuando indica que como las disposiciones procesales o sobre cooperación judicial internacional de la Ley N° 30077 ya están contempladas por el Código Procesal Penal, resultan a todas luces innecesarias, y que lo más técnico hubiera sido desarrollar las normas del Código y adecuarlas a los cambios sugeridos en las normas de la Ley contra el Crimen Organizado.

III. Otros aspectos del injusto típico

Ahora bien, aunque resulte por demás controvertido, pero es lo que parece desprenderse de la naturaleza y configuración del tipo penal, constituye un error pensar que solamente a los imputados que hayan intervenido de modo material o concreto en los delitos-fin se les podría imputar el delito de organización criminal[11]; la razón: estamos ante un delito de peligro abstracto que anticipa la punición del delito. Más aún si se cae en la cuenta de que esta norma –la del artículo 317 del Código Penal– está configurada como un tipo alternativo que sanciona, entre otras conductas, la sola integración; de este modo, el injusto se ve también colmado con la sola “adhesión”, con la puesta a disposición del agente para los fines delictivos por los que se constituye la organización. En ese sentido, como señala Prado Saldarriaga (2019, p. 343):

[A] través de esta conducta el agente se somete a los designios del grupo criminal, a las líneas y competencias de sus órganos de dirección, comprometiéndose, además, de modo expreso o implícito, a realizar las acciones operativas que le sean encomendadas.

Ciertamente, postular –ya no digamos acreditar– la sola integración en organización criminal no es tarea fácil, como se desprende del Auto N° 22/19 de la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional –España–, de fecha 13 de mayo de 2019, que resolvió la solicitud de extradición del magistrado Hinostroza Pariachi:

Como elementos identificadores de una organización criminal se dice que trabajaban con palabras claves, señalando un elenco de las mismas; en segundo lugar se pone de manifiesto la relación de amistad que tenían los involucrados en estos hechos, lo cual se infiere del trato cariñoso que se daba en las diferentes conversaciones grabadas; en tercer lugar se cita a una serie de personas como empresarios, totalmente ajenos a los hechos tratados en el razonamiento anterior, los cuales podrían haber financiado almuerzos en los que se reunían los involucrados e incluso uno de ellos organizaba reuniones y cenas en su casa. En fin, no parece que tales notas identifiquen una auténtica organización criminal, más allá de la familiaridad con la que se trataban los implicados, lógica habida cuenta la amistad que existía entre ellos y que obviamente puede ser el origen del prevalimiento en el tráfico de influencias, pero nada más. Por otro lado, teniendo en cuenta la condición de altos integrantes del Poder Judicial peruano y la naturaleza de las conversaciones, no es plausible plantearse el uso de un lenguaje críptico en sus comunicaciones, y ello, por la más que probable confianza de los mismos ante la improbable intervención de las mismas, sino fuera por el hallazgo casual producido en otra investigación por un delito de tráfico de estupefacientes relacionados con otras personas; parece que tales palabras más que una suerte de lenguaje críptico suponen un uso coloquial.

Pasando a otro tema, no debería cuestionarse la imputación del delito de organización criminal en concurso real con otro delito en concreto; esto en la medida, claro está, de que el delito-fin por lo menos se haya comenzado a ejecutar. En efecto, este supuesto es tratado como un concurso de delitos hace más de una década; en ese sentido, el Acuerdo Plenario N° 4-2006/CJ-116, en su fundamento jurídico 12 señala que:

Así, queda claro que el indicado tipo legal sanciona el solo hecho de formar parte de la agrupación –a través de sus notas esenciales, que le otorgan una sustantividad propia, de (a) relativa organización, (b) permanencia o estabilidad y (c) número mínimo de personas– sin que se materialicen sus planes delictivos. En tal virtud, el delito de asociación ilícita para delinquir se consuma desde que se busca una finalidad ya inicialmente delictiva, no cuando en el desenvolvimiento societario se cometen determinadas infracciones; ni siquiera se requiere que se haya iniciado la fase ejecutiva del mismo.

(…) La asociación es autónoma e independiente del delito o delitos que a través de ella se cometan –no se requiere llegar a la precisión total de cada acción individual en tiempo y lugar–, pudiendo apreciarse un concurso entre ella y estos delitos, pues se trata de sustratos de hecho diferentes y, por cierto, de un bien jurídico distinto del que se protege en la posterior acción delictiva que se comete al realizar la actividad ilícita para la que la asociación se constituyó. (resaltado nuestro)

Asimismo, la organización criminal es un delito plurisubjetivo, requiere la existencia de un grupo de personas, pero no se configura con la mera pluralidad de agentes[12], ni tiene que confundirse con la simple coautoría[13]. Tal como se ha mencionado en el fundamento jurídico 6 del Acuerdo Plenario N° 8-2007/CJ-116, para establecer la diferencia entre ambas –entre coautoría y organización criminal– debe atenderse a ese elemento que configura y caracteriza a las organizaciones criminales: una estructura organizacional con un proyecto delictivo de ejecución continua.

Otro elemento consustancial a la organización criminal es la permanencia, lo que, según Yshií Meza (2013, p. 103), no implica necesariamente continuidad operativa, entendida esta como realización constante de la conducta criminal, sino más bien que la organización está apta para, en cualquier momento y oportunidad que el negocio lo amerite, activar su aparato estructural[14].

IV. Banda criminal

Sabemos que el Decreto Legislativo N° 1244 incorporó, en el artículo 317-B del Código Penal, el delito de banda criminal; haciéndolo del siguiente modo:

Artículo 317-B.- Banda criminal

El que constituya o integre una unión de dos a más personas; que sin reunir alguna o algunas de las características de la organización criminal dispuestas en el artículo 317, tenga por finalidad o por objeto la comisión de delitos concertadamente; será reprimido con una pena privativa de libertad no menor de cuatro ni mayor de ocho años y con ciento ochenta a trescientos sesenta y cinco días-multa.

Es verdad que parte de la doctrina sostenía que del concepto de organización criminal debían quedar excluidas las denominadas comúnmente “bandas”, pues estas carecían de entidad suficiente, o adolecían de una estructura estable y permanente, constituyendo más bien, como señala Zúñiga Rodríguez (2009, pp. 233-234), una mera conexión de personas para la comisión de delitos, con cierto grado de planificación y estabilidad que las distingue de la simple coautoría.

En el mismo sentido, Prado Saldarriaga (2013, p. 79) apuntaba que:

Para la mayoría de expertos estas estructuras –asociaciones ilícitas y bandas–, mayormente amorfas, no constituyen parte de la criminalidad organizada por poseer un modus operandi notorio y artesanal. Carecen de roles establecidos y de procesos de planificación complejos. Su dimensión operativa se restringe en función al escaso número y especialización de sus integrantes. Estas estructuras delictivas se ubican en un escenario común y coyuntural que las conecta generalmente con delitos convencionales violentos como el robo, la extorsión o los secuestros. Su influencia sobre el entorno es mínima lo que determina que sus integrantes sean frecuentemente intervenidos por la policía.

Esto resulta cierto si nos atenemos al concepto de organización criminal asociado a las formas más graves y complejas del fenómeno criminal, aquellas a las que se refiere Kofi Annan en el prefacio de la Convención de Palermo, es decir, a quienes:

Sacan ventaja de las fronteras abiertas, de los mercados libres y de los avances tecnológicos que tantos beneficios acarrean a la humanidad (…) [o a quienes] no tienen escrúpulos en recurrir a la intimidación o a la violencia. (…) Son poderosos y representan “intereses arraigados y el peso de una empresa mundial de miles de millones de dólares” (…).

No obstante, el tipo penal previsto en el artículo 317 del Código Penal, hoy denominado organización criminal, tiene un ámbito de aplicación amplio, tan amplio que las bandas quedan comprendidas en el supuesto de hecho de tal norma; con lo cual, si lo que se pretendía era evitar vacíos de punibilidad (Toyohama Arakaki, 2017, p. 98), debe mencionarse que la incorporación de esta nueva figura típica no es acertada. Lo señala Prado Saldarriaga (2019, p. 358), al mencionar que “la banda criminal es una forma anacrónica de organización criminal, por lo que ya está técnicamente cubierta por la previsión del artículo 317 del Código Penal”. Queda claro que a las bandas no le serán aplicables, como señala Toyohama Arakaki (2017, p. 103), las disposiciones de la Ley N° 30077 - Ley contra el Crimen Organizado.

Se trata de una norma indeterminada cuya –para colmo– confusa redacción constituye una afrenta al mandato de certeza; asimismo, genera inseguridad jurídica, pues en el afán de encontrar una interpretación razonable que la distinga, como tendría que ser, tanto de la coautoría o de la participación, como del delito previsto en el artículo 317 del Código Penal, lleva a que pueda ser interpretada como una simple conspiración para cometer cualquier clase de delitos[15]. Esto es así, pues, tanto la conspiración como la banda criminal supondrían, parafraseando a Quintero Olivares (1999, p. 187), proyectos de actuación futura que pueden llevarse a la práctica o no.

Consecuentemente, se aprecia aquí un componente simbólico o ilusorio, impulsado por mayores demandas de control sobre la criminalidad organizada (Anarte Borrallo, 1999, p. 14); con lo cual, lejos de prevenir de manera eficaz estos grupos criminales, incrementa las cuotas de inseguridad en la determinación del ámbito de lo punible. Así las cosas, es de esperar una nueva modificación del delito de banda criminal o, quizás mejor, su pronta derogación.

Referencias

Anarte Borrallo, E. (1999). Conjeturas sobre la criminalidad organizada. En: Ferré Olivé, J. y Anarte Borrallo, E. (coords.). Delincuencia organizada. Aspectos penales, procesales y criminológicos. Huelva: Universidad de Huelva.

Choclán Montalvo, J. A. (2001). Criminalidad organizada, concepto, la asociación ilícita, problemas de autoría y participación. En: Ferré Olivé, J. y Anarte Borrallo, E. (coords.). Delincuencia organizada. Aspectos penales, procesales y criminológicos. Huelva: Universidad de Huelva.

García Cavero, P. (2019). La lucha contra la criminalidad organizada en el Perú: la persecución del patrimonio criminal, el lavado de activos y la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Lima: Fondo Editorial del Poder Judicial.

Ferrajoli, L. (2009). Derecho y razón. Teoría del garantismo penal. 9ª edición. Madrid: Trotta.

Kuhlen, L. (2012). La interpretación conforme a la Constitución de las leyes penales (Pastor, N. trad.). Madrid: Marcial Pons.

Prado Saldarriaga, V. (2013). Criminalidad organizada y lavado de activos. Lima: Idemsa.

Prado Saldarriaga, V. (2019). Lavado de activos y organizaciones criminales en el Perú. Nuevas políticas, estrategias y marco legal. Lima: Idemsa.

Quintero Olivares, G. (1999). La criminalidad organizada y la función del delito de asociación ilícita. En: Ferré Olivé, J. y Anarte Borrallo, E. (coords.). Delincuencia organizada. Aspectos penales, procesales y criminológicos. Huelva: Universidad de Huelva.

Sánchez García de Paz, I. (2001). Función político-criminal del delito de asociación ilícita para delinquir: desde el Derecho Penal Político hasta la lucha contra el crimen organizado. En: Nieto Martín, A. (coord.) Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos. In memoriam. Volumen II. Cuenca: Ediciones Universidad de Salamanca.

Silva Sánchez, J. M. (2006). La expansión del Derecho Penal: aspectos de la Política Criminal en las sociedades postindustriales. 2a edición. Buenos Aires: B de F.

Toyohama Arakaki, M. (2017). El nuevo delito de banda criminal (artículo 317-B del Código Penal). Gaceta Penal & Procesal Penal (91), pp. 95-107.

Yshií Meza, L. A. (2003). Política criminal y regulación penal de las organizaciones criminales vinculadas al tráfico ilícito de drogas y al lavado de activos. A propósito de la Ley N° 30077. Gaceta Penal & Procesal Penal (51), pp. 92-126.

Zúñiga Rodríguez, L. (2009). Criminalidad organizada y sistema de Derecho Penal, contribución a la determinación del injusto penal de organización criminal. Granada: Comares.

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* Tal como menciona Ferrajoli (2009, p. 544): “[U]na actividad cognoscitiva, aunque incluya inevitablemente opciones, convenciones y momentos de decisión, no puede, por principio, someterse a otros imperativos que no sean los inherentes a la investigación de la verdad. Y cualquier condicionamiento de poder externo, por más acreditado que pueda estar ética o políticamente, no solo no contribuye al esclarecimiento de la verdad, sino que por el contrario se opone a ese fin. El principio de autoridad, aunque la autoridad sea ‘democrática’ y expresión de la mayoría o incluso la unanimidad de los asociados, no puede ser nunca un criterio de verdad. Pero hay una segunda razón (…) que está en la base de la división de poderes y de la naturaleza exclusivamente legal de la legitimación de la jurisdicción. Consiste en el hecho de que el ejercicio del poder judicial, tanto en sus funciones de enjuiciamiento como en las de acusación, incide sobre las libertades del ciudadano como individuo. Y para el individuo el hecho de que tal poder sea ejercido por la mayoría no representa en sí mismo ninguna garantía: ‘cuando siento que la mano del poder pesa en mi frente’, escribe Tocqueville, ‘me importa poco saber quién me oprime y no estoy más dispuesto a poner mi cabeza bajo el yugo porque un millón de brazos me lo presenten’. Si acaso, para (…) quien está sujeto a la justicia penal, (…) una legitimación mayoritaria del poder judicial puede incluso representar un peligro, por el riesgo permanente de imprimir al juicio –sobre todo si carece de bases rigurosamente cognoscitivas– una connotación partidaria que contrasta con la imparcialidad exigida a la actividad jurisdiccional”.

** Abogado egresado de la Pontificia Universidad Católica del Perú, magíster en Ciencias Penales por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, doctor por la Universidad de Salamanca. Profesor de Derecho Penal de la Universidad de Piura y de la Universidad San Ignacio de Loyola. Miembro del Estudio Oré Guardia.



[1] Más allá de la configuración de delitos de sospecha, se asiste también a una flexibilización de las garantías del proceso, pues se crea un escenario donde la imputación por organización criminal puede hacerse con el solo fin de acceder a mayores plazos de investigación o de promover medidas de coerción personal, afectando de esta manera los derechos y garantías del imputado.

[2] De ese mismo modo, Silva Sánchez (2006, p. 73) expresa lo siguiente: “Pues bien, llegados aquí, es posible retomar el discurso desarrollado más arriba sobre la criminalidad de los poderosos para constatar cómo la introducción en este punto de reformas contrarias a las garantías tradicionales del Derecho Penal redunda en su propia extensión a todo el conjunto del ordenamiento punitivo. Solo una firme persistencia en la necesidad de mantener escrupulosamente las garantías político-criminales del Estado de Derecho y las reglas clásicas de imputación también en la lucha contra la ‘antipática’ o incluso ‘odiosa’ macrocriminalidad podría evitar uno de los elementos determinantes en mayor medida de la ‘expansión’ del Derecho Penal”.

[3] Sin llegar al extremo planteado por Ferrajoli (2009, p. 479) quien, sin más, propone ya no la restructuración, sino la erradicación de este tipo de delitos, cuando menciona: “pero para alguno de estos delitos –como los de asociación, conspiración, instigación para ciertos delitos contra la seguridad interior del Estado, provocación, insurrección, guerra civil– es imposible una transformación en figuras de peligro concreto sin caer en esquemas normativos informados por el tipo de autor. Lo oportuno es, pues, su supresión porque (…) implican duplicar la responsabilidad por los delitos comunes de los que son solo un medio, o bien operan, de hecho, como delitos de ‘sospecha’ que ocupan el lugar de otros más concretos no sometidos a juicio por falta de pruebas, con la consiguiente violación de todas las garantías procesales”.

[4] Existe consenso en sostener que los delitos asociativos carecen de novedad, pero que el fenómeno delictivo al que se destina alcanza nuevas dimensiones. Como señala García Cavero (2019, pp. 16-17), “la globalización económica ha contribuido de alguna forma a la sorprendente expansión de la criminalidad organizada en los últimos tiempos, pues una economía globalizada y agilizada por el uso de modernas tecnologías facilita que la criminalidad organizada pueda realizar todas sus actividades de tráfico ilegal con mayor rapidez e impunidad –armas y materiales nucleares, drogas, personas, embriones, órganos, animales, obras de arte, autos robados, etc.–. Podría decirse que la existencia del fenómeno de integración económica y la generación de mercados supranacionales ha traído consigo que también la criminalidad organizada se haya no solo internacionalizado, sino incluso transnacionalizado”.

[5] Al respecto, Sánchez García de Paz (2001, pp. 649-651) señala que: “en la práctica, el Derecho Penal es utilizado por el poder en el Estado policial característico de los periodos absolutistas como arma de eliminación del adversario político. (…) Esta orientación expansiva de la asociación punible hacia el ámbito de la actividad política continúa en décadas posteriores y en coyunturas diferentes. Es utilizada como medio de eliminación de la oposición política en los regímenes totalitarios europeos de entreguerras, así como en la dictadura franquista en nuestro país. (…) Pero este uso del tipo penal como arma política también aparece profusamente en los regímenes de los países occidentales democráticos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de la ‘Guerra Fría’, en particular en los años 50, para reprimir actividades de grupos comunistas”.

[6] En otro sentido, Kuhlen (2012, p. 97) señala “que una reducción judicial de las leyes que rebase el tenor literal es fundamentalmente admisible, y en Derecho Penal en todo caso cuando es in bonam partem, es algo conforme con la doctrina y jurisprudencia hoy en día ampliamente dominantes, así como con la concepción débil, tomada aquí como base, de la vinculación judicial a la ley. Por tanto, dejando de lado las objeciones que se formulan a una reducción judicial de la ley en Derecho Penal, en lo que sigue se considerarán, sin más, admisibles la reducción teleológica así como la reducción conforme a la Constitución de las leyes penales, en la medida en que estas reduzcan en favor del ciudadano el ámbito del actuar punible”. Sin embargo, dicho autor es consciente de que lo que favorece a uno –al sujeto activo del delito– puede perjudicar a otro –al sujeto pasivo, esto es, a la víctima–. Por lo demás, una interpretación conforme a la Constitución también ha de tener en cuenta el derecho fundamental de toda persona a la tranquilidad –artículo 2, inciso 22 de la Constitución Política del Perú–, así como el deber primordial del Estado de proteger a la población de las amenazas contra su seguridad –artículo 44 de la Constitución Política–; son estos, también, fines del Derecho Penal.

[7] Nos referimos aquí a las normas de la parte especial del Código Penal, las que de modo específico regulan los mandatos o prohibiciones –tipos penales–; no a las disposiciones de la Parte General que les sirven de complemento.

[8] Según Anarte Borrallo (1999, p. 56): “una de las características más destacadas de la evolución de la criminalidad organizada es su globalización. A la misma, se entiende que solo es posible responder con la globalización de la Política Criminal. Esto ha traído experiencias de armonización y, sobre todo, el impulso e implementación de variados mecanismos de cooperación jurídica y policial internacional. Pero apunta más lejos: hacia la homogeneización de los sistemas jurídicos”.

[9] Choclán Montalvo (2001, p. 218) sostiene que: “[L]a política criminal de la globalización es agresiva con la criminalidad organizada, pues este nuevo riesgo derivado de la globalización política y económica, se caracteriza por la magnitud de sus consecuencias lesivas; no solo crea inseguridad ciudadana, como la tradicional delincuencia individual, sino inseguridad al propio Estado por su clara incidencia en el orden social, político y económico. Por ello, la reacción frente a la delincuencia organizada no solo se dirige a la tutela de bienes individuales, sino fundamentalmente a garantizar las condiciones o bases del propio funcionamiento del modelo social”. A lo que puede agregarse, como señala Zúñiga Rodríguez (2009, p. 138), a la criminalidad organizada no le interesa la comisión de delitos por sí mismos, sino como medios para la obtención de la mayor ganancia posible, apreciándose también un uso sistemático de la violencia; este uso sistemático de la violencia se manifiesta de distintos modos: violencia en la comisión de los delitos propios de la actividad ilícita –homicidios, robos, extorsiones, etc.–; violencia al interior del grupo para mantener la cohesión o resolver sus conflictos; la violencia entre organizaciones criminales para someter a los grupos competidores; violencia frente a autoridades y demás órganos de represión para favorecer la impunidad; y la violencia para la protección de sus aliados o clientes.

[10] En ese sentido, Zúñiga Rodríguez (2009, pp. 2-3) afirma que: “el aspecto más sobresaliente de los últimos tiempos es sin duda el carácter transnacional de la criminalidad organizada, cómo esta ha demostrado una extraordinaria capacidad de adaptación a los modernos fenómenos sociales, aprovechándose de las ventajas de la liberalización del comercio internacional y de los mercados financieros, de las facilidades de las comunicaciones propias de una sociedad de la información, potenciando su poder criminógeno en cuanto a calidad y cualidad en dimensiones nunca antes vistas”.

[11] En el mismo sentido, Toyohama Arakaki (2017, p. 99), señala que: “[e]l hecho de integrar una organización criminal no significa que todos los integrantes de la misma tengan un trato intersubjetivo, es decir, que todos deban conocerse o relacionarse plenamente, ni que todos se encuentren presentes al momento de consumarse los delitos o tengan conocimiento detallado de los mismos, ya que lo único que realmente interesa, es que se pruebe la pertenencia a la organización criminal, las características propias de una organización criminal y que se hayan organizado dolosamente para cometer delitos”.

[12] Choclán Montalvo (2001, pp. 243-244) si bien se hace referencia a la “agrupación de una pluralidad de personas” y a la “delincuencia de grupo”, también alude, con más propiedad, a la organización, o estructura organizativa y jerarquizada.

[13] Este punto ya había sido absuelto por el fundamento jurídico 8 del Acuerdo Plenario N° 8-2007/CJ-116 al sostener que “en la organización criminal la pluralidad de agentes es un componente básico de su existencia, mas no de su actuación. Es decir, esta clase de agravante exige mínimamente que el agente individual o colectivo del robo sea siempre parte de una estructura criminal y actúa en ejecución de los designios de esta”.

[14] En el mismo sentido, Prado Saldarriaga (2019, p. 284) señala que la permanencia indica que la fundación y la vigencia operativa de los grupos criminales es por su propia naturaleza indefinida.

[15] Prado Saldarriaga (2019, pp. 355-356) señala que al no exigirse la comisión concreta de uno de los delitos para los que se constituye o integra la banda, se asemeja a una forma de conspiración criminal.


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