Coleccion: Gaceta Penal - Tomo 129 - Articulo Numero 1 - Mes-Ano: 3_2020Gaceta Penal_129_1_3_2020

Homicidio piadoso. ¿Podemos disponer de nuestras vidas?

Josefina Miró QUESADA GAYOSO*

Resumen

La autora analiza el tipo penal de homicidio piadoso, cuestionando la legitimidad de su represión con relación a la protección que pretende brindar al bien jurídico vida humana independiente, precisando que solo se justifica la intervención del Derecho Penal si es que se pone en riesgo o lesiona el proyecto de vida, no siendo ese el caso previsto en el citado artículo. Asimismo, sostiene que la vida es un bien jurídico disponible, cuyo consentimiento por parte del titular vuelve atípica la contribución de terceros que buscan materializar los derechos fundamentales de quien desea acceder a una muerte digna.

Marco normativo

Constitución Política del Perú: arts. 1, 2 y 3.

Código Penal: arts. 20, 112 y 113.

Ley General de Salud: arts. 15 y 118.

Palabras Clave: Homicidio piadoso / Eutanasia / Muerte digna / Libre desarrollo de la personalidad / Consentimiento

Recibido: 06/02/2020

Aprobado: 08/02/2020

I. Introducción

La Defensoría del Pueblo ha presentado una demanda de amparo contra una norma legal a favor de Ana Estrada, la primera peruana en solicitar públicamente el reconocimiento de su derecho a una muerte digna. Ella padece de polimiositis, una enfermedad muscular incurable, degenerativa y progresiva, que se encuentra en etapa avanzada y debilita sistemáticamente sus músculos, manteniéndola en un estado de dependencia muy alta.

Dadas las limitaciones físicas que tiene, el suicidio para ella no es una alternativa. Ella no quiere morir de manera trágica, triste y terrible[1]. Por tal motivo, es la muerte digna el derecho que solicita para poder controlar su proceso de muerte[2]. Para ello, sin embargo, Ana requeriría la contribución de terceros, en concreto, de un médico o médica, ya sea para entregarle el medio con el cual acabar con su vida para que ella misma lo ejecute (suicidio asistido), o para recibir directamente de aquel, a través de una inyección, la sustancia letal que la conducirá a la muerte (eutanasia). En cualquiera de estas dos vías, el Derecho Penal, a través del delito de auxilio (o instigación) al suicido –regulado en el artículo 113 del Código Penal (en adelante, CP)– o del homicidio piadoso –regulado en el artículo 112 del CP–, sanciona la actuación de ese tercero que cumple la voluntad de quien desea acabar con su vida. En el caso de Ana, ella solicita la eutanasia como opción para ejercer su derecho a la muerte digna, por ende, aplicaría este último supuesto.

En el Perú, según el Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público, entre enero de 2000 y diciembre de 2011, en Lima Metropolitana y Callao, con relación a los delitos contra la vida, el homicidio piadoso es el que menos denuncias tuvo, con solo once casos[3]. Si vemos la jurisprudencia nacional sistematizada del Poder Judicial[4], no hay sentencia alguna sobre este ilícito. Si bien estas cifras podrían dar a entender que se trata de una norma ineficaz, ello no es del todo cierto. Los efectos de esta norma penal no se activan recién cuando hay indicios de la comisión del delito, sino antes, desde que prohíbe penalmente todo tipo de regulación médica destinada a este propósito. Así lo indica el literal e), del inciso 15.3, del artículo 15 de la Ley General de Salud[5], que amenaza con la sanción penal a todo médico que no respete el llamado “proceso natural de la muerte”.

De ahí que la demanda de amparo considere que los efectos jurídicos desplegados por esta norma autoaplicativa (artículo 112 del CP) resultan, desde ya, una amenaza inminente y una lesión efectiva a una serie de derechos fundamentales de Ana, entre los que destaca el derecho a la muerte en condiciones dignas (derecho innominado construido a partir del artículo 3 de la Constitución Política), derecho a la vida digna, a la dignidad, al libre desarrollo de la personalidad y a no sufrir tratos crueles e inhumanos. La prohibición penal impide, a su vez, que exista una regulación sanitaria que materialice este derecho a decidir sobre la vida, con las debidas salvaguardas para garantizar que la decisión sea el resultado de una voluntad libre, expresa e informada.

Y es que cualquier persona, y en específico el médico o la médica, que acceda al pedido de una muerte digna, corre el riesgo de ser procesado penalmente por cometer este ilícito. Este supuesto pretende ser evitado con la demanda, ya que dicha participación no puede ser concebida en un Estado social y democrático de Derecho como un comportamiento de riesgo prohibido, al tratarse del medio a través del cual se garantizan una serie de derechos fundamentales.

Lo que subyace, entonces, a esta demanda es la legitimidad o no de una ley penal que sanciona la disponibilidad de la vida por parte de su titular. Detrás de este planteamiento está la interrogante de si somos o no las personas dueñas de nuestras vidas, o libres para disponer de ella. Este artículo pretende sustentar la ilegitimidad de la prohibición absoluta de la eutanasia a través del delito de homicidio piadoso, el cual niega la libre disponibilidad de la vida por parte de su titular. Si bien el debate sobre la disponibilidad o no de la vida no está cerrado, dada la limitación del espacio, estas líneas buscan brindar insumos a favor de la tesis de la libre disponibilidad del bien jurídico “vida”, cuando su titular actúa libre de presiones o de cualquier contexto que pueda viciar su voluntad.

En ese orden de ideas, en primer lugar, analizaré el bien jurídico que el delito de homicidio piadoso pretende proteger, donde se plantea qué “vida” es la que el Estado debe salvaguardar, acorde al principio de lesividad y con base en una interpretación teleológica del mismo. En segundo lugar, cuestionaré el rol del consentimiento del titular de la vida en esta ecuación, en función de si se trata de una causa de justificación o de atipicidad, para luego resolver si este vuelve el acto descrito en el tipo penal en un comportamiento de riesgo permitido. Todo ello me permitirá responder a la pregunta de si la intervención de un profesional médico para materializar la voluntad de una persona que, estando en plena capacidad jurídica para decidir sobre su vida, decide disponer de la misma, resulta lesiva para un bien jurídico merecedor de la protección estatal.

II. El bien jurídico “vida”

Parece una pregunta de sentido común, pero es más compleja de lo que aparenta: ¿qué es la vida?, ¿desde cuándo hablamos de vida humana?, ¿vida de quién?, ¿vida biológica o biográfica?, ¿subsistencia o proyecto de vida?, ¿vida derecho u obligación? Todas estas interrogantes están detrás de esto que no es fácil dirimir y que, además, no compete únicamente al Derecho. Aunque sea importante lo que digan otras disciplinas sobre esta materia, el Derecho tendrá finalmente la última palabra para vincular el sentido y la dirección de nuestros actos bajo la amenaza de la fuerza estatal.

Entonces, a fin de determinar el bien jurídico legalmente protegido y la legitimidad o no de la represión penal vía el delito de homicidio piadoso, es importante primero interpretar teleológicamente la ley penal acorde con aquello que dice proteger el Estado; a partir de ahí, desarrollaré qué debe entender el Derecho por el concepto de “vida” (léase, vida independiente).

1. Interpretación teleológica y lesividad

La ley por sí sola no basta para entender su contenido[6]. Para determinar los alcances de una prohibición penal, la ley es apenas un punto de partida, debido a que, como dice Meini Méndez (2018), salvo los conceptos matemáticos, el resto de los enunciados son pasibles y requeridos de interpretación (p. 157). En ese sentido, lo que reprime el Derecho Penal trasciende a la ley y se manifiesta, más bien, en la “norma penal”, que es la pauta de conducta que pretende disciplinar nuestro comportamiento y que resulta de la interpretación del precepto penal. Interpretar significa, entonces, darle contenido a la ley.

En ese orden de ideas, el sentido de una ley penal se asigna, no se descubre como si fuese un ejercicio de traducción que desentraña el unívoco significado que carga. Por ello, identificar la razón de ser de la ley penal y su legitimidad solo se podrá lograr a través de una interpretación teleológica que se guíe por los fines de protección penal dentro de un sistema jurídico definido en virtud de determinados valores. Si para interpretar la ley es necesario resolver cuál es su finalidad, es fundamental, entonces, identificar el bien jurídico. El concepto de bien jurídico alude a toda condición imprescindible para que las personas puedan desarrollarse en libertad; condición que la sociedad (y con ello el ordenamiento jurídico) estima necesario proteger (Meini Méndez, 2014, p. 30).

Identificar el bien jurídico es una exigencia, además, que impone el mismo CP en su artículo IV del Título Preliminar, a través del principio de lesividad, en virtud del cual para que una conducta sea legítimamente prohibida y sancionada debe poner en riesgo o lesionar bienes jurídicos tutelados por ley. Se busca con ello identificar el daño social para legitimar la criminalización de una conducta.

Para que haya un delito no basta verificar que se cumpla el tipo legal, sino que es necesario un resultado (no en sentido naturalístico, sino valorativo), que se exprese en la lesión o puesta en peligro concreto de un bien jurídico (Bustos Ramírez, 1991, p. 4). Así lo ha dispuesto el mismo Tribunal Constitucional (en adelante, TC) al indicar que la actividad punitiva del Estado debe servir “para la exclusiva protección de bienes constitucionalmente relevantes”[7]. Así, este principio servirá como un criterio de legitimación para examinar el Derecho tal y como es a partir de cómo debería ser (Cancio Meliá, 2019, p. 73).

En ese sentido, la doctrina reconoce que el concepto de bien jurídico cumple las siguientes funciones: i) función crítica, en virtud del cual se sostiene que solo los comportamientos que atacan bienes jurídicos deben ser criminalizados; ii) función interpretativa, que permite establecer el alcance y los límites de la prohibición penal, con base en el bien jurídico que se pretende proteger; y, ii) función sistemática, que permite agrupar los delitos con base en el bien jurídico lesionado (Abanto Vásquez, 2006, p. 5).

Acorde a su función sistemática –al estar recogido en el Capítulo I: homicidio, del Título I sobre delitos contra la vida, el cuerpo y la salud, del CP–, el delito de homicidio piadoso busca proteger el bien jurídico “vida humana independiente”. Identificar este bien jurídico, entonces, permite también adoptar una función crítica para cuestionar la legitimidad de prohibir y sancionar conductas que en realidad representan una manifestación de la libertad, debido a que es el titular de ese bien jurídico quien decide disponer del mismo.

Como dice Cancio Meliá (2019):

[S]i el propio titular de un bien personal es el que decide de modo responsable –es decir, con conocimiento de causa y siendo una persona capaz– afectar a ese bien, no existe lesión de un bien jurídico, sino ejercicio de la autonomía que le corresponde en virtud del principio del libre desarrollo de la personalidad (…). (p. 77)

Esta mirada permite cuestionar la legitimidad de conductas que alguna vez fueron consideradas delitos, como la homosexualidad, el incesto, el adulterio (Abanto Vásquez, 2006, p. 6), y otros que lo siguen siendo, como por ejemplo, el aborto en casos de violación.

Por su parte, la función interpretativa permite excluir o no de la protección de la norma penal aquellos casos en los que no se afecta el bien jurídico que se dice proteger, en este caso la vida. Así, por ejemplo, si el Derecho dice que la vida empieza desde la anidación (cuando el óvulo fecundado es implantado en el útero de la madre), y no en la fecundación (cuando el esperma penetra el óvulo y forma un cigoto), antes de ese primer momento no es posible hablar de una lesión a la “vida dependiente” o de un supuesto delito de aborto.

Por lo tanto, el principio de lesividad permite graduar la intervención del Derecho Penal y excluir aquellas conductas que no representan un daño social o no ponen en riesgo o lesionan bien jurídico alguno. Asimismo, otro principio constitucional del Derecho Penal que contribuye en esta tarea legitimadora es el de proporcionalidad, en virtud del cual no es válido sacrificar más libertad que la que se preserva, razón por la que toda pena debe ser proporcional a la gravedad del hecho sancionado (Cancio Meliá, 2019, p. 51). En este caso, siendo el titular de la vida quien busca ponerle fin como manifestación de su libertad, existe, por ende, más libertad sacrificada que protegida con dicha represión.

2. Vida como “proyecto de vida”

El legislador penal ha decidido, entonces, proteger el bien jurídico “vida independiente” (en adelante, vida). Sin embargo, dado que el Derecho se sirve del lenguaje para comunicar la norma penal, por naturaleza, será indeterminado. Ningún conjunto de palabras emitidas por el legislador o juez, ofrecerá una definición clara y completa de todos los actos que entran dentro de la prohibición penal, mientras define claramente los que quedan fuera (Gallant, 2009, p. 32).

Aunque para determinar la conducta típica, la doctrina penal distingue entre elementos descriptivos y normativos, donde los primeros serían aquellos fáciles de percibir a través de los sentidos (por ejemplo, matar), mientras los segundos estarían determinados por una norma jurídica o social (por ejemplo, bien mueble) (Meini Méndez, 2014, p.70); la línea que divide uno de otro no es clara. Se podría pensar que la “vida” o “muerte” son elementos fáciles de percibir sensorialmente, pero volcados al Derecho, al final, estos términos siempre serán determinados por lo que digan las fuentes jurídicas vinculantes. Por ello, esta distinción no resulta útil para darle contenido al bien jurídico. Asimismo, el Derecho no se vincula estrictamente a un concepto puramente biológico sobre la muerte, sino a uno médico-legal, y ahí necesariamente entran a tallar consideraciones valorativas (Romeo Casabona, 2004, p. 19).

A fin de resolver qué vida es la que el Estado peruano debe garantizar, en este caso a través de la represión penal, abordo tres extremos que permiten englobar el bien jurídico y objeto de protección del Derecho Penal: i) la vida como algo más que un concepto físico-biológico; ii) la vida como derecho y no obligación; y, iii) la vida en condiciones de dignidad. Siendo así, en un Estado social y democrático de Derecho, los delitos contra la vida, en realidad, deben aspirar a proteger como bien jurídico el “proyecto de vida” de las personas como un concepto íntimamente vinculado a consideraciones de autonomía y de dignidad.

2.1. Más que biología

La vida es ciertamente un presupuesto para el ejercicio de los derechos humanos. No es posible hablar de derechos individuales a la integridad, a la libertad, al honor, si no hay una persona en vida que pueda disfrutar de los mismos; por lo que la importancia de la vida es un valor innegable en democracia. Sin embargo, para algunos es un concepto casi sacrosanto cubierto de un manto divino que la hace intangible. Esta mirada de la sacralidad tiene su explicación en la experiencia vivida a lo largo del siglo pasado, con regímenes totalitarios que, so pretexto de defender determinados ideales, procedieron a una masiva eliminación de vidas humanas, despojándolas de todo valor (Peñaranda, 2003a, p. 28)

En Alemania, las políticas del nacionalsocialismo hicieron surgir la idea de que hay “vidas que no merecen la pena ser vividas”, ello con el vil propósito de practicar un exterminio contra personas con discapacidad, en lo que se conoce como la práctica eugenésica nazi que acabó con la vida de unas 300 000 personas[8]. Esto explica la marcada tendencia de proclamar la tutela de la vida como existencia física per se, bastando que se cumplan los presupuestos fisiológicos para que todos los seres merezcan igual protección por parte del Estado, sea niño, niña, padre, madre, anciano, etc. (Peñaranda Ramos, 2003a, p. 27).

Esta visión puramente naturalística desplazó todo intento por concebir la vida en función de un criterio de “calidad”. Curiosamente, el concepto de dignidad también surgió en este contexto, producto de los horrendos crímenes internacionales perpetrados en la Segunda Guerra Mundial, al reivindicar aquel valor como una cualidad inherente al ser humano que exige de por sí el respeto y protección de todo Estado frente al mismo. Esta es la base que permite sostener un conjunto de derechos fundamentales caracterizados por ser iguales a todas las personas, universales, indivisibles y prepolíticos, que fundan, a su vez, ordenamientos políticos y jurídicos, nacionales e internacionales (Sosa, 2017, p. 67).

Aunque la vida como algo dependiente de criterios biológicos y fisiológicos fue concebida como un valor independiente que todo Estado debía proteger, esta mirada fue apenas un punto de partida. La perspectiva naturalística constituye en realidad una base sobre la cual el Derecho proyecta su ámbito de protección, tomando necesariamente en consideración valoraciones ético-sociales presentes en una determinada sociedad (Romeo Casabona, 2004, p. 7). Por esa razón, el acto de poner fin a la vida de una persona puede tener desvaloraciones distintas dependiendo del contexto. De hecho, en determinados supuestos podría incluso estar libre de todo reproche penal, como pasa con la legítima defensa, el cumplimiento de un deber o el estado de necesidad, al ser conductas atípicas.

La vida, entonces, no puede reducirse a un aspecto naturalista. Como dice la Corte Constitucional de Colombia en el fundamento 3 de la Sentencia C-239/97, “no se trata de restarle importancia al deber del Estado de proteger la vida sino, como ya se ha señalado, de reconocer que esta obligación no se traduce en la preservación de la vida solo como hecho biológico”. En la misma línea, el Tribunal Constitucional del Perú precisa, en el fundamento 7 de la sentencia recaída en el Expediente N° 00925-2009-HC, que:

[L]a vida no es un concepto circunscrito a la idea restrictiva de peligro de muerte, sino que se consolida como un concepto más amplio que la simple y limitada posibilidad de existir o no, extendiéndose al objetivo de garantizar también una existencia en condiciones dignas (...).

Esto último se condice con la definición del fin de la vida –muerte–, que no se corresponde con el fin de la existencia biológica. Hasta hace no mucho, se consideraba que la vida cesaba con la detención de la respiración y de la circulación sanguínea; sin embargo, hoy se sabe que el cuerpo humano va muriendo por funciones u órganos y que la muerte ocurre cuando se destruye el órgano más importante: el cerebro (Bustos Ramírez, 1991, p. 17).

Así lo reconoce el artículo 108 de la Ley General de Salud al señalar que una persona muere “en el momento a partir del cual cesa de manera definitiva la actividad cerebral de una persona, por más que algunos de sus órganos o tejidos mantengan actividad biológica”. Esto ratifica la tesis de que la “vida” que pretende proteger el Estado no puede reducirse a un aspecto natural o biológico. Tanto es así que, en los casos de trasplante de órganos, en los donantes se mantienen temporal y artificialmente otras funciones vitales como la respiración o circulación sanguínea para que el órgano que se va a trasplantar conserve su viabilidad biológica (Romeo Casabona, 2004, p. 20).

Entonces, limitar la vida a la existencia biológica sin preocupación por las condiciones mínimas que le permitan a todo ser humano desarrollar sus potencialidades implicaría vaciar el derecho a la vida de contenido. Bien destacan Siverino y Mujica (2012), que asumir una postura contraria implicaría:

[U]na concepción casi parasitaria del individuo que debe sostener este valor biológico superior a sí mismo, a su biografía, su identidad, su humanidad misma, debido a que es el antecedente material que lo soporta, desconociendo las condiciones de humanidad que le dan sentido a esta existencia, que no solo es biología sino fundamentalmente biografía. (p. 92)

Más allá de la materia que da sustento a la vida fisiológica, el Estado debe tutelar el derecho a la vida en condiciones materiales de dignidad.

2.2. Derecho a la vida

El inciso 1, del artículo 2 de la Constitución Política del Perú declara que “toda persona tiene derecho a la vida”. Esto se condice con la protección internacional que recoge el artículo 3 de la Declaración Universal de Derecho Humanos, el artículo 4 de la Convención Americana de Derechos Humanos (en adelante, CADH) y el artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Las obligaciones internacionales del Estado peruano a partir de la ratificación de estos tratados se incorporan a la normativa interna y gozan de rango constitucional por la materia sobre la que versan. Entre tales obligaciones están el deber de respetar (abstenerse de interferir en el disfrute del derecho), proteger (impedir que otras personas intervengan en el disfrute del derecho) y garantizar (adoptar las medidas para que las personas gocen con plena efectividad del derecho) los derechos recogidos por el mismo (Facio, 2009, p. 69).

Ya vimos que la realidad biológica no es suficiente para dar contenido a la vida como bien jurídico legítimo de tutelar, por eso hay autores que defienden la tesis de que en realidad lo que aquí se protege es el conjunto de facultades de decisión y disposición que el sujeto tiene sobre su vida, antes que la vida per se (González Rus, 2005, p. 70). Bajo esa mirada, en esta ecuación también entraría a tallar el derecho a la libertad y dignidad de la persona, donde la vinculación con la libertad radica en que solo la vida libremente deseada puede tener el calificativo de bien jurídico protegido (Beltrán Aguirre, 2010, p. 59), pues de lo contrario, se estaría avalando un “deber de vivir” en nombre de un interés ajeno al titular de esa vida. La vinculación, por su parte, con la dignidad radica en la obligación del Estado de brindar las condiciones mínimas para que las personas puedan desarrollarse realmente en libertad.

El reconocimiento del derecho a la vida implica, asimismo, como contracara, el deber estatal de preservarla. Así, parte de su obligación de protección implica tomar medidas para sancionar las conductas que representen una privación arbitraria de la vida por parte de terceros. La gran pregunta frente a supuestos como el de la eutanasia o suicidio asistido es, si este deber estatal puede sobreponerse incluso a la autonomía del sujeto al que le pertenece esa vida. La postura que se tenga sobre este punto tiene, sin duda, un correlato moral que se manifiesta en el modelo de Estado en el que se enmarcan estas libertades.

Así, un modelo de Estado perfeccionista que impone a sus ciudadanos ideas o planes de vida no elegidos, bajo la premisa de que estos son moralmente virtuosos, en el que, como dice el Tribunal Constitucional, en el fundamento 50 del Expediente N° 00032-2010-AI/TC, “se coacciona a la persona para que este, supuestamente por su propio bien, se adecúe a un concreto ideal de vida o patrón de excelencia humana”, tenderá a priorizar el principio de la beneficencia sobre el de la autonomía. Este principio supone una preocupación por el bienestar del otro cuando sus elecciones son o parecen autodestructivas, lo que autoriza al Estado a realizar limitaciones a su capacidad de decidir sobre su vida, por encima de su libertad de decidir sobre sí mismo (González Rus, 2005, p. 71).

Sin embargo, una argumentación de esta naturaleza no solo desconocería a los seres humanos como sujetos autónomos con capacidad de decidir sobre sí, sino además implicaría, en casos excepcionales, imponerle a las personas que solicitan tener acceso a una muerte digna, la condena de seguir viviendo en condiciones de sufrimiento físico y/o psicológico (o de trato cruel e inhumano) a pesar de su voluntad, lo que podría interpretarse como una vulneración al derecho a vivir en condiciones dignas hasta los últimos momentos de su vida. Paradójicamente, criminalizar el derecho de una persona de disponer sobre su vida con la asistencia de terceros, cuando prolongar su existencia es fuente de dolores físicos y/o psicológicos insoportables, antes que ser una lesión a la vida biológica, sería una vulneración al derecho a la vida digna.

Cabe preguntarse entonces, si el Estado justifica la criminalización del delito de eutanasia o suicidio asistido en su obligación de preservar el derecho a la vida de sus ciudadanos, ¿en qué consiste específicamente este deber? ¿Disponer de la propia vida con la participación autorizada de un tercero vulnera acaso las obligaciones internacionales de protección del derecho a la vida?

Si nos remitimos a la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte IDH), acerca del artículo 4 de la CADH, vemos que esta se divide en dos extremos: una obligación internacional negativa consistente en la prohibición de que una persona sea arbitrariamente privada de su vida y, otra positiva, que incluye el deber estatal de adoptar todas las medidas apropiadas para “proteger y preservar el derecho a la vida, conforme al deber de garantizar el pleno y libre ejercicio de los derechos de todas las personas bajo su jurisdicción[9]”.

En esa línea, sobre lo primero, cabe precisar en el caso de Ana, que no estamos ante un supuesto de privación arbitraria de la vida. Si bien la Corte IDH no precisa qué debe entenderse por este concepto, sí sostiene ciertos ejemplos para medirlo. Por ejemplo, las muertes que resultan del uso desproporcionado de la fuerza de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley en el desempeño de sus funciones, o la privación de la vida por parte de agentes estatales contraria al Derecho Internacional Humanitario en contextos de conflicto armado. Ninguno de estos es el caso de Ana, por lo que es posible sostener que el supuesto solicitado de eutanasia no es una privación arbitraria de la vida.

Sobre lo segundo, tal como lo señalo líneas arriba, es importante entender que la obligación del Estado de proteger y garantizar la vida no se limita a una existencia “biológica”, sino a una vida en condiciones de dignidad. Sobre este punto, la Corte IDH ha precisado, en los párrafos 162 y 163 de la sentencia recaída en el caso comunidad indígena Yakye Axa vs. Paraguay, de fecha 17 de junio de 2005, que:

[U]na de las obligaciones que ineludiblemente debe asumir el Estado en su posición de garante, con el objetivo de proteger y garantizar el derecho a la vida, es la de generar las condiciones de vida mínimas compatibles con la dignidad de la persona humana y a no producir condiciones que la dificulten o impidan.

En otras palabras, esta obligación positiva del Estado exige brindar condiciones para el desarrollo de potencialidades de las y los individuos bajo su jurisdicción, pero a su vez, no generar obstáculos para que estos accedan a una vida digna. De hecho, podría sostenerse que la prohibición penal de la eutanasia lesiona este derecho en su acepción positiva, dada la creación de barreras por parte del Estado para hacer valer el derecho de uno de decidir cómo desenvolverse conforme a su plan de vida, en todo momento.

Entonces, siguiendo este razonamiento, se sostiene que la vida, conforme lo disponen tratados internacionales, es un “derecho” de las personas, y no una obligación en nombre del interés del Estado o de la comunidad donde se desarrolle. Asumir lo contrario implicaría despojarlo de su individualidad e instrumentalizarlo con base en las contribuciones sociales que genere en sociedad, vulnerando groseramente su derecho a la dignidad. En todo caso, si existe una obligación de preservar la vida no corresponde esta al titular de la misma, sino al Estado, en tanto y en cuanto sirva para proteger el libre ejercicio de su derecho.

Cabe agregar que la creencia religiosa de determinadas personas de concebir que solo “un Dios es capaz de quitar la vida, pues este es quien la da”, no tiene cabida en un Estado que se rige bajo el principio de laicidad, acorde al artículo 50 de la Constitución Política del Perú. Si bien se respetan tales ideas en democracia, la actuación del Estado debe mantener una relación de “independencia” y “autonomía” respecto a cualquier autoridad religiosa; en palabras del Tribunal Constitucional, se requiere un “distanciamiento” del Estado frente al discurso doctrinal de las confesiones religiosas[10].

En ese sentido, el deber de preservar la vida consiste en prohibir privaciones “arbitrarias” de esta por parte de terceros y brindar las condiciones adecuadas, así como eliminar los obstáculos para que todo ser humano pueda vivir en condiciones de dignidad. En esa línea, la conducta descrita por el delito de homicidio piadoso no supone una puesta en riesgo o lesión al derecho a la vida como bien jurídico protegido, pues es el mismo titular de la vida quien, en situaciones extremas, pretende con su decisión, vivir hasta el último día de su existencia conforme a su idea de dignidad. En todo caso, es la prohibición penal de este derecho la que supone entender la vida como una obligación de vivir, lo que a mi consideración representa una lesión del derecho a la vida digna.

2.3. Vida y dignidad

No solo los tratados internacionales protegen el derecho a una vida digna. Nuestra Constitución también lo ha reconocido producto de una interpretación conjunta del artículo 1 de la Constitución que consagra la dignidad como valor supremo del Estado, y el inciso 1, del artículo 2 de la misma Constitución, que reconoce el derecho fundamental a la vida. En la línea de identificar el bien jurídico que el Estado debiera tutelar con esta represión penal, vimos que la vida no puede reducirse a una apreciación netamente biológica o concebirse como una obligación de vivir. En todo caso, la obligación del Estado sí debe dirigirse a garantizar la vida en condiciones que le permitan a todo ser humano optimizar su vivencia conforme a sus ideales a fin de desarrollar su plan de vida.

La dignidad es, sin duda, un componente imprescindible en esta ecuación. Aunque se trata de un concepto complejo de definir, por lo general, utilizado como un “cajón de sastre”, considero que podrían resumirse en cuatro sus expresiones: i) como mandato de no instrumentalización de las personas, lo que supone que “ninguna persona puede ser tratada como mero medio para lograr fines ajenos, ni ser rebajada a la condición de objeto” (Gutiérrez Camacho y Sosa, 2013, p. 40); ii) como condición inherente al ser humano, que sustenta la universalidad e igualdad de derechos que derivan de este; iii) como autonomía personal, lo que implica la capacidad de todo ser humano de decidir racional o moralmente sobre sí mismo; y, iv) como aspiración política que exige al Estado garantizar a todos los seres humanos condiciones dignas de existencia.

En esa línea, siendo la “muerte digna”, como dice la Corte Constitucional de Colombia, una garantía compuesta de dos aspectos básicos: la dignidad humana y la autonomía individual[11], detrás de la criminalización de la eutanasia o el suicidio asistido, estos dos conceptos se entrelazan. En estos escenarios, la obligación del Estado de proteger el derecho a una vida digna impregna los alcances del bien jurídico merecedor de tutela penal en los delitos contra la vida, donde el respeto a la dignidad humana exige que el Estado respete también la autonomía de la persona de decidir libremente sobre su vida, incluso si ello implica disponer de la misma.

En estos escenarios, las consideraciones perfeccionistas (o incluso, paternalistas)[12] deben ceder ante una obligación moral y jurídica de respetar la decisión individual de las personas a las que el Estado sirve. Como dice González Rus (2005), “la opción del sujeto habrá de ser tolerada aunque desde una perspectiva social o estatal se estime perjudicial para los intereses del afectado” (p. 71). Claro está que esta decisión debe ser expresión de la libre manifestación de la voluntad, lo que permite descartar los supuestos en los que esta se encuentre viciada por razones de error o de presión de terceros.

La dignidad humana es, por ende, expresión también de la autonomía personal, y esto implica la libertad de decidir la forma de vida que cada uno desee, siempre y cuando esta no transgreda ni violente la dignidad y la forma de vivir de otro (Aguilera Portales y González Cruz, 2012, p. 161). La vida digna, asimismo, no es solo el derecho que le asiste a cada persona de contar con condiciones mínimas de dignidad para garantizar la existencia, sino que estas son instrumentales para un fin ulterior, que es el desarrollo pleno de la misma en situación de libertad. Por ese motivo, la vinculación entre vida digna y reconocimiento del ser humano como ser autónomo para tomar sus decisiones y ser soberano del manejo de su vida es clara (Nino, 1997, p. 80).

2.4. Proyecto de vida

Dicho esto, es posible sostener, en primer lugar, que la determinación típica del homicidio piadoso del artículo 112 del CP como un comportamiento de riesgo prohibido (o permitido), exige una interpretación teleológica por parte de los operadores del Derecho que permita identificar si aquello que el Derecho Penal busca proteger con esta represión penal es legítimo o no, en función principalmente del principio de lesividad.

Si bien el legislador ha pretendido con ello proteger el bien jurídico “vida” (independiente), considero que no se justifica esta prohibición penal, pues no hay bien jurídico lesionado. Interpretar qué entendemos por “vida” como objeto de protección penal por parte del Estado es fundamental, de cara a las obligaciones que tiene en su deber de garante de proteger la vida más allá del sentido biológico y de conformidad con el derecho fundamental a la vida que debe respetar, proteger y garantizar.

En ese sentido, solo es posible hablar de una lesión al bien jurídico vida si esta es entendida en términos de dignidad y autonomía, partiendo de la premisa de que el Estado no busca salvaguardar el soporte material de la vida, sino la facultad y autonomía de cada individuo de poder hacer realidad su proyecto de vida, teniendo la posibilidad de desarrollarlo en condiciones de dignidad que lo reconozcan como un sujeto capaz de gobernarse a sí mismo conforme a sus creencias, valores e ideales personales.

III. Consentimiento sobre la disponibilidad del bien jurídico

Al abordar las causas que eximen o atenúan la responsabilidad penal del artículo 20 del CP, la Exposición de Motivos señaló sobre el consentimiento lo siguiente:

[L]a coincidencia de voluntades, entre el sujeto activo y el sujeto pasivo de un delito, no tiene penalmente el significativo valor que ostenta el acuerdo ajustado por las partes en el área del Derecho Privado. Sin embargo, teniéndose en consideración que en el campo penal no siempre son públicos los intereses ofendidos, el Proyecto de la Comisión Revisora admite, entre otras causas de exención de responsabilidad penal, el actuar con el consentimiento válido del titular de un bien jurídico, siempre que este sea de libre disposición (artículo 20, inciso 10).

Es así como el inciso 10, del artículo 20 del CP regula el “consentimiento válido del titular de un bien jurídico de libre disposición” como una causa que exime de responsabilidad penal al sujeto que incurre, en principio, en una conducta típica que estaría “autorizada” por el sujeto pasivo. Llevado esto al delito de homicidio piadoso, basta leer el tipo penal para identificar el consentimiento de la pretendida “víctima”, esto es, del “enfermo incurable” que solicita a otro “de manera expresa y consciente” poner fin a sus dolores intolerables a través de la eutanasia. En este caso, el sujeto pasivo es el titular del bien jurídico que se pretende proteger con esta represión penal: la vida. Lo que habría que preguntarse es si este consentimiento es “válido”, dado el bien jurídico que está en juego.

Para ello, es necesario resolver si este consentimiento opera como una causa de justificación, donde a pesar de que existe una conducta típica y una lesión al bien jurídico, este desvalor es desplazado o ponderado por la expresión de libertad del particular; o si, por el contrario, es una causa de atipicidad que indica que si hay consentimiento, no existe lesión alguna al bien jurídico (Roxin, 1997, p. 517). Esto me dará pie luego para abordar una discusión en doctrina sin punto final sobre la disponibilidad o no de la vida, que habilite al consentimiento operar como una causa de atipicidad.

1. ¿Causa de atipicidad o de justificación?

La doctrina no es uniforme sobre cómo interpretar el consentimiento del titular del bien jurídico. Pero se divide en dos grandes bloques. Por un lado, la tesis dualista, que es la tradicional y dominante, considera que el consentimiento eficaz puede ser, en ciertos casos, una causa de justificación y en otros de atipicidad; y la tesis monista o unitaria que concibe que esta solo opera como una causa de atipicidad (Pérez López, 2011, p. 139).

En el primer grupo están quienes consideran que el consentimiento del titular del bien jurídico excluye la antijuricidad del acto, pues no habría motivo para que el ordenamiento jurídico proteja el interés de quien ha decidido libremente renunciar al mismo. Así, destaca la teoría de la renuncia al interés, que concibe que el contenido de todo injusto implica necesariamente la lesión de intereses, y cuando su titular renuncia al mismo, no hay interés lesionado, por ende, la acción queda justificada (Mezger, 1955, p. 414).

En este mismo grupo están también quienes señalan que la razón por la cual el acto consentido no es antijurídico radica en una ponderación de valores, donde el consentimiento es válido como causa de justificación si la libertad del titular de disponer sobre sus bienes es un valor preponderante a la afectación de los mismos (Villavicencio Terreros, 2006, p. 340). Esta mirada parte de la premisa de que hay bienes de tal importancia que el Derecho no podría dejarlos a la libre determinación de su titular. En ese caso, el consentimiento solo excluiría la ilicitud plena del acto, si el principio de autonomía de la voluntad prima sobre el valor representado por el bien jurídico (Pérez López, 2011, p. 142).

En el segundo grupo están, entonces quienes consideran que el consentimiento es una causa de atipicidad, pues el acto no lesiona bien jurídico alguno. Como dice Roxin (2016):

[S]i los bienes jurídicos deben servir para el libre desarrollo del particular, no puede existir una lesión al bien jurídico cuando una acción se basa en una disposición del portador del bien jurídico que no afecta su libre desarrollo, sino por el contrario, constituye su expresión. (p. 268)

En este punto, hago un paréntesis para precisar la distinción que hace la doctrina mayoritaria entre “acuerdo” y “consentimiento”. El primero sería un elemento del tipo penal que exige actuar expresamente en contra de la voluntad del sujeto pasivo, motivo por el cual, la aceptación de este último excluye la lesión al bien jurídico (por ejemplo, el delito de violación que exige el “no consentimiento”), y vuelve atípico el acto. El segundo, por su parte, recoge los casos donde el precepto penal no exige que la conducta típica se realice contra la voluntad de la víctima, pero si el bien jurídico es de libre disponibilidad, el acto será típico, pero no antijurídico dado el consentimiento (por ejemplo, el delito de daños). No obstante, esta distinción obvia que, si hay consentimiento consciente y libre sobre un bien individual, no hay necesidad de que el Derecho Penal intervenga para prohibir una conducta que solo se justifica para proteger las libertades que prevalecen sobre el interés social de conservar su “sustrato material”.

Asumir esta distinción conceptual, además, confunde el bien jurídico con el objeto material del delito en el que este se representa. Esto último refiere a la cosa concreta en la que recae la acción, que per se no tiene por qué ser desvalorada, en tanto puede ser expresión de una libre decisión (Cancio Meliá, 2019, p. 74). Así, por ejemplo, el acto de donar un bien mueble, aunque pueda significar una reducción de mi patrimonio, no es una lesión a mi libertad patrimonial, sino una expresión de esta.

Por otro lado, si uno desea someterse a una intervención quirúrgica de reasignación sexual, por ejemplo, por más de que exista una disminución de la integridad corporal, sin sentido terapéutico, esto no constituye un delito de lesiones, pues dicho acto es expresión del libre desarrollo de la personalidad. Sostener lo contrario significaría decir que, en principio, se prohíbe donar bienes o practicarse intervenciones quirúrgicas, pero en ciertos casos “se justifica”. Con esta misma lógica, entonces, es posible sostener que el legislador con la prohibición penal del homicidio piadoso parece confundir el bien jurídico con el objeto material, queriendo salvaguardar el soporte material de la vida, antes que la relación que este mantiene con su titular, que es expresión de una libertad.

La integridad, la libertad de movimiento, la propiedad y otros bienes jurídicos individuales reciben protección del orden jurídico por la relación que mantienen con el titular de estos. La propiedad solo puede ser ejercida por voluntad del propietario, la libertad de movimiento presupone la libertad de quien quiere desplazarse, y la integridad se protege no por ser esta una amalgama de carne y huesos, sino por su vinculación con el sujeto que lo domina. En el caso de la salud personal, por ejemplo, esta no consiste simplemente en su sustrato material o en un determinado estado del cuerpo o de la mente, sino que comprende la relación de ese sustrato con su titular (Peñaranda, 2003b, p. 366).

Desde que la Constitución Política del Perú reconoce el derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad en el inciso 1, de su artículo 2, no hay inconvenientes para afirmar que si la decisión de una persona de disponer de un bien jurídico es voluntaria, en el sentido de que no está viciada por presión de terceros, error o contextos de vulnerabilidad, el tercero que contribuye a materializar dicha voluntad no realiza un comportamiento de riesgo prohibido, sino por el contrario, actúa de conformidad con el derecho de respetar y contribuir con la libre autodeterminación del titular del bien jurídico (Meini Méndez, 2014, p. 326).

Afirmar lo contrario significaría sustraer al sujeto de su autonomía y capacidad de decisión y, legitimaría, asimismo, un modelo de Estado paternalista, o perfeccionista que condiciona la libertad de las personas a la contribución que estas hagan a la colectividad, solo si esta se asemeja a la imagen que el Estado busca trazar de esta personalidad. La gran pregunta en estos casos será si es posible trasladar estos argumentos del consentimiento como causa de atipicidad al campo de los delitos contra la vida, dada la relevancia del bien jurídico, permitiendo así sostener que la conducta eutanásica es, en realidad, un comportamiento de riesgo permitido que no lesiona bien jurídico alguno, siendo así un acto de naturaleza atípica.

2. Libre disponibilidad de la vida

Un importante sector de la doctrina penal considera que, en los delitos contra la vida, dada la importancia del bien jurídico a tutelar y lo que representa para el ejercicio de los derechos fundamentales, el consentimiento del titular, carece de eficacia justificante para terceros, pues se trata de un bien jurídico indisponible (Bajo Fernández et. al., 2003, p. 128). Se afirma así, que el consentimiento solo tendría validez en las normas protectoras de los bienes jurídicos disponibles y este no lo sería (Muñoz Conde, 2007, p. 64).

Por su parte, la doctrina es unánime en respaldar que solo son disponibles los bienes jurídicos individuales, excluyendo los de naturaleza colectiva o supraindividuales. Los delitos contra la seguridad nacional o el medio ambiente no serían, por ejemplo, disponibles por un particular. En el caso del delito de homicidio piadoso que regula el contexto de la eutanasia, el legislador ha considerado que el consentimiento es inválido en estos casos, partiendo de la premisa de que la vida es tan importante, que debe protegerse, incluso en contra del interés y autonomía del interesado de ponerle fin.

La lógica detrás de considerarlo así implica asumir que la justicia penal acoge el carácter irrenunciable del derecho a la vida, como un bien dotado de un valor social que trasciende al interés particular de su titular (Pérez López, 2011, p. 157). En esa línea, el deber del Estado de preservar el derecho a la vida de sus ciudadanos no sería exclusivamente frente a ataques ajenos, sino incluso frente a la voluntad de uno de morir. Bajo esa tesis, la razón por la cual no se sanciona la tentativa del suicidio no sería por ser la vida un bien disponible, sino por razones político-criminales, dada la ineficacia e inoportunidad que tendría una eventual pena al suicida frustrado (González Rus, 2005, p. 72).

Desde esta postura, el derecho a la vida no implicaría un derecho a morir. Tal como dijo la Corte Suprema de Canadá en el caso Carter vs Canadá de 2015, la prohibición absoluta para disponer de la vida, sea a través del delito de eutanasia o el suicidio asistido, parte de la premisa de que las personas que desean acabar con su vida están en una situación de vulnerabilidad que las induce a querer suicidarse en un momento de debilidad, y siendo este un momento transitorio, necesitan la protección del Estado para evitar que terceros interfieran en aquella situación de fragilidad[13]. Se teme, así, que pacientes que en realidad quieren vivir, sean presionados para morir al sentirse una carga para sus familiares, culpándose del gasto invertido en mantenerlos vivos (Dworkin, 1994, p. 190).

Sin embargo, si ese es el objetivo de la prohibición penal, resulta desproporcional para los casos en los que una persona, en plenas facultades mentales, con capacidad jurídica para decidir sobre sí misma, no estando en una situación transitoria de vulnerabilidad y habiendo reflexionado y ponderado durante un tiempo considerable sobre esta opción, desea, en ejercicio de su autonomía, tener control sobre su proceso de muerte para así evitar dolores intolerables producto de la enfermedad que padece.

Esto tiene aún más sentido en los casos en los que la persona que solicita el acceso a una muerte digna vía la eutanasia tiene limitaciones físicas que le impiden disponer por sí misma de su vida, con lo cual, necesitaría de una u otra manera la participación de un tercero para hacer valer su autodeterminación. Esta situación podría incluso resultar, discriminatoria (Martínez Sampere, 2000, p. 22). La vulnerabilidad, en todo caso, es una situación que las y los médicos pueden y deben descartar a través de la implementación de salvaguardas debidamente diseñadas que garanticen procedimientos rigurosos de consentimiento informado y capacidad de decisión médica sobre el final de la vida.

Quienes compartimos la tesis de que la vida es un bien jurídico de libre disposición consideramos que la base constitucional está en reconocer a la misma como un derecho fundamental, y no una obligación. Asimismo, en el caso de la eutanasia entran en juego otros derechos fundamentales que se ven lesionados con una prohibición penal absoluta como el derecho a la dignidad, al libre desarrollo de la personalidad, a la vida digna (entendida en los términos antes desarrollados) y a no sufrir tratos crueles e inhumanos, que hace inclinar la balanza en favor de la protección de estos últimos, por encima del deber del Estado de preservar la vida.

Ese fue el sentido expresado en 1991 por el Grupo de Estudios de Política Criminal, que a través del “Manifiesto a favor de la disponibilidad de la propia vida”, sostuvo que no es punible la provocación de la muerte “a petición expresa y seria del afectado para poner fin a una situación de sufrimiento o dolor, grave e irreversible, no soportable ya por el sujeto, que no pueda ser suprimida por medios distintos[14]”.

Como dice González Rus (2005):

[N]egar la disponibilidad de la vida significa reconocer que intereses de naturaleza social (cumplimiento de deberes con el Estado, cargas económicas que asumir o que evitar, etc.) o moral (mantenimiento del tabú de la vida, interpretación paternalista desde el Estado de bienestar individual o de qué es lo mejor para el individuo, etc.) son más importantes que la libertad individual, hasta el punto de que deben sobreponerse y anular la capacidad personal para decidir lo que se quiere hacer con la propia existencia. (p. 72)

La postura aquí sostenida está respaldada también en el reconocimiento legal del derecho al rechazo al tratamiento médico que tiene toda persona, según la Ley N° 26842 - Ley General de Salud. Así, nadie puede ser sometida a tratamiento o procedimiento médico o quirúrgico que no desea, habiéndosele explicado las consecuencias de esa negativa (artículo 4 y, literal g, del inciso 2 del artículo 15 de la Ley N° 26842). Ocurre de este modo pues se trata de una manifestación en su faz negativa del derecho de cada uno de brindar un consentimiento informado en todo acto médico que le involucre, lo que sustenta el deber del personal médico de respetarlo, salvo los casos en donde este rechazo suponga un riesgo debidamente comprobado para la salud de terceros o la salud pública (inciso 3, del artículo 15 de la Ley N° 26842).

En esa línea, aun si este rechazo implica una afectación a la salud o conlleva a la muerte súbita, el Estado con esta disposición reconoce legalmente la autonomía individual y el espacio de libertad de cada uno como paciente de decidir de manera informada sobre sí. Esta lectura representa una transición del modelo de ética médica de la beneficencia, en virtud del cual, las y los médicos deben hacer lo posible para hacer el bien y eliminar el daño, por tanto, preservar la vida a toda costa, hacia un modelo que prioriza la autonomía, donde la persona es el eje central del cuidado y la más capacitada para decidir sobre sí, con base en sus valores y creencias personales (Atienza, 1998, p. 75). En una sociedad democrática, el respeto a la libertad y autonomía de la persona –no ya del médico o del entorno familiar– han de mantenerse durante la enfermedad y alcanzar plenamente el proceso de la muerte (Gimbel García, 2016, p. 354).

Este aparente conflicto entre el deber del Estado de preservar la salud o vida de sus ciudadanos, y el rechazo de una persona a recibir tratamientos vitales aparece con frecuencia en casos donde una persona, por motivos religiosos (testigos de Jehová), rechaza transfusiones de sangre determinantes para salvar su vida. En este escenario, el respeto a la libertad, tanto religiosa como de actuación del paciente, debe ser observado por la o el médico, a fin de no incurrir en delitos contra la integridad moral o de coacciones (Romeo Casabona, 2004, p. 142). Sin embargo, si este cumple con su deber de informar al paciente sobre las consecuencias de su negativa, y el primero persiste en el rechazo, desaparecerá su posición de garante respecto a aquel bien jurídico, y con ello, excluirá la posibilidad de un delito de omisión de deber de socorro, pues el paciente no estará en una situación de desamparo (Romeo Casabona, 2004, p. 143).

Otro caso que respalda el reconocimiento de la disponibilidad del bien jurídico bajo estudio radica en los supuestos donde la vida o integridad de una mujer se encuentra en grave riesgo por su embarazo, en cuyo caso, se le brinda la posibilidad de interrumpirlo, a través del acceso a un aborto terapéutico. En estos casos, la gestante tiene el derecho, pero no la obligación, de practicarlo. Podría, por ende, optar por no hacerlo, disponiendo en esos casos de su vida para salvar la del feto que lleva dentro, ya que se trata del ejercicio de su autonomía y es, finalmente, una decisión personal. Lo mismo sucede en los casos de autopuesta en peligro de la propia vida o integridad, en donde asumir, por ejemplo, deportes o actividades de alto riesgo carece de relevancia penal, por tratarse de manifestaciones del libre desarrollo de la personalidad.

Por tanto, en un Estado social y democrático de Derecho, los bienes jurídicos individuales, incluso la vida, son de libre disponibilidad por parte de su titular. Lo que habría que resolver, por consiguiente, es si esta facultad puede ser trasladada a un tercero para que contribuya con el titular a ponerle fin a su vida. Un sector importante de la doctrina sostiene que la disponibilidad solo quedaría restringida al propio titular, por lo que el suicidio en tentativa, es lícito, pero la ayuda de cualquier otra persona en dicha tarea no lo es (González Rus, 2005, p. 73); en otras palabras, en la ejecución de esta disponibilidad no podría intervenir ningún extraño.

A mi juicio, esta distinción no solo no resuelve los supuestos en los que una persona no puede físicamente poner fin a su vida y requiere de la contribución de un tercero, sino que, además, supondría un desvalor sociojurídico diferente en función del despliegue físico de dos comportamientos que representan la misma voluntad de quien dispone de un bien jurídico del que es titular. Y es que lo determinante al evaluar un comportamiento típico es el significado que este adquiere en sociedad para legitimar su prohibición y sanción, siendo irrelevante, desde una perspectiva naturalística, la forma en la que este se exprese o los esfuerzos físicos que realiza el sujeto para perpetrar el delito (Meini Méndez, 2014).

Así, mientras en un caso, es el titular del bien quien ejecuta la acción, en el otro, lo hace un tercero (en el caso de la eutanasia, motivado por razones piadosas), a pedido expreso del primero, teniendo este la capacidad legal de hacerlo como si aquel fuera el brazo ejecutor de su voluntad. Dicho en otras palabras, en ninguno de los dos supuestos se vulnera bien jurídico alguno, pues la disposición de este sigue siendo una expresión de un derecho al libre desarrollo de la personalidad del titular de la vida. En este punto, sí es importante precisar que este consentimiento deberá ser brindado por quien tiene capacidad legal para emitirlo, lo que excluiría, en principio a los menores de edad.

Esa fue la argumentación que desplegó el Tribunal Constitucional alemán en su más reciente fallo del 26 de febrero de 2020, en el que declara inconstitucional la prohibición penal del suicidio asistido comercial por ser contrario al derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad. En su sentencia estableció que este derecho no solo comprende la facultad de cada uno de poner fin a su vida, sino que protege también la libertad de buscar y si, ofrecida, utilizar la asistencia de un tercero para alcanzar este propósito[15]. Así, indica que aquellos casos en donde el ejercicio de este derecho dependa de la participación de aquel tercero, dicha protección abarcará incluso las limitaciones que puedan impedirles a aquellas personas brindar este tipo asistencia.

Como así lo reconoce este tribunal, habrán supuestos en los que el ejercicio efectivo de un derecho fundamental, como es el libre desarrollo de la personalidad o el derecho a la dignidad, requerirá de la participación de un tercero que haga valer la voluntad de quien busca poner fin a su vida de una manera compatible con su dignidad y no puede. No se trata de buscar la muerte a escondidas, en la clandestinidad o en la incertidumbre de una muerte lenta y dolorosa, sino de garantizar que toda persona pueda disfrutar del derecho a decidir en qué condiciones ponerle fin a su vida, cuando prolongarla resulta incompatible con su forma de pensar y sobrellevar una enfermedad. Todo comportamiento que signifique una materialización de estos derechos debe ser, por tanto, igualmente protegido por el Derecho Penal como un comportamiento de riesgo permitido, mas no reprimido como sucede en la actualidad.

IV. Conclusiones

La ley penal por sí sola no basta para determinar si una conducta es merecedora de sanción penal. Para ello, es fundamental interpretarla teleológicamente en función de los fines de protección penal para identificar qué es aquello que se pretende salvaguardar a través de la prohibición de determinados actos, y si ello resulta legítimo en un Estado social y democrático de Derecho.

En este caso, queda claro que el legislador con el delito de homicidio piadoso ha pretendido proteger la vida como un soporte material, antes que, como un derecho fundamental a la vida, entendido este más allá de lo biológico, y conforme a la dignidad y autonomía personal de los individuos. Ello a pesar de que el Estado se encuentra obligado a preservar la vida en términos de “proyecto de vida’, no siendo la eutanasia una conducta contraria a tales deberes. De hecho, podría sostenerse que la prohibición penal es contraria a la obligación de garantizar el derecho de cada uno a decidir cómo desenvolverse hasta el último momento de su existencia conforme a su plan de vida.

Esta mirada reduccionista de entender el bien jurídico, al punto de confundirlo con el objeto material del delito, obvia que la existencia de los bienes jurídicos debe ser instrumental al libre desarrollo de la personalidad de los individuos en un Estado creado para servirles; no viceversa. Por eso, carece de sentido que un Estado como el nuestro busque preservar este bien como un concepto ontológico, desconociendo plenamente la voluntad del titular del bien en su decisión de disponer libremente de su vida, siempre y cuando, claro está, dicha decisión sea el resultado de la manifestación de la autonomía de una persona con plena capacidad para decidir sobre sí misma. Por ello, se sostiene que no existe lesión al bien jurídico “proyecto de vida” detrás de la conducta de un tercero de poner fin a la vida de una persona que así lo solicita debido a los dolores intolerables que padece producto de una enfermedad incurable.

La actuación de un tercero a través de la conducta descrita por el delito de homicidio piadoso busca materializar los derechos fundamentales de quien solicita el acceso a una muerte digna. Resulta, por ende, desproporcional la prohibición absoluta de esta conducta de cara al objetivo que teóricamente pretende perseguir de salvaguardar la vida de aquellas personas que, estando en una situación de vulnerabilidad transitoria, se sienten inducidas a acabar con su vida. Sostener que todos los casos de eutanasia son así desconoce la autonomía de cada persona para decidir sobre su proyecto de vida; pero, además, obvia que existen medidas menos lesivas para garantizar que todas las personas que accedan a este derecho tengan la capacidad plena para decidir sobre sí mismas y lo hagan en función de un consentimiento libre e informado.

Finalmente, es importante reiterar que la vida es un bien jurídico individual de libre disponibilidad. Como tal, el consentimiento del titular opera como una causa de atipicidad que genera que la conducta descrita en el tipo penal sea una de riesgo permitido, pues, como se dijo antes, no hay lesión al bien jurídico al tratarse de un acto que es expresión de la libertad. La intervención de un tercero en la esfera de disponibilidad del titular de dicho bien no cambia en absoluto esta figura; pues, aunque la conducta de uno de acabar con su vida pueda parecer diferente a la de un tercero de cumplir su voluntad, ambos tienen el mismo sentido en tanto representan el ejercicio del derecho al libre desarrollo de la personalidad, independientemente de quién los realice o cuánto esfuerzo físico se despliega para concretarlo.

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* Abogada por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Adjunta de docencia en los cursos de Derecho Penal y Criminología. Miembro del Grupo de Investigación de Derecho Penal y Criminología (Gripec) y del Grupo de Investigación sobre Protección Internacional de los Derechos de las Personas y los Pueblos (Pridep - PUCP). Asesora de la Alta Dirección de la Defensoría del Pueblo e integrante del equipo que conduce la defensa legal del caso de la Sra. Ana Estrada Ugarte.

[1] Hildebrandt en sus trece. Edición de la semana del viernes 11 al jueves 17 de octubre de 2019, p. 38.

[2] Sentencia de la Corte Constitucional de Colombia T-970/14, fundamento 5.3. Recuperado de: <https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2014/t-970-14.html>.

[3] Boletín semanal del Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público del Perú respecto a los delitos de homicidio doloso en Lima Metropolitana y Callao, de fecha abril de 2012.

[4] Esta búsqueda se restringe a las sentencias dictadas por cortes superiores y supremas a nivel nacional.

[5]Artículo 15.-

Toda persona, usuaria de los servicios de salud, tiene derecho:

3. Atención y recuperación de la salud. (...).

e) A que se respete el proceso natural de su muerte como consecuencia del estado terminal de la enfermedad. El Código Penal señala las acciones punibles que vulneren este derecho”.

[6] Por “ley”, entiéndase, el precepto penal o el conjunto de signos lingüísticos volcados en la misma ley (Mir Puig y Gómez Martín, 2011, pp. 59-62).

[7] Tribunal Constitucional del Perú en la sentencia recaída en el Expediente N° 0012-2006-PI/TC, fundamento jurídico 30.

[8] Información según el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en su Informe de la Relatora Especial sobre los derechos de las personas con discapacidad, de fecha 17 de diciembre de 2019.

[9] Corte IDH en el caso Pacheco León y otros vs. Honduras. Fondo, reparaciones y costas, sentencia de fecha 15 de noviembre 2017, serie C, N° 342, párrafo 144.

[10] Sentencia del Tribunal Constitucional del Perú recaída en el Expediente N° 00007-2014-PA/TC, fundamento jurídico 19.

[11] Sentencia de la Corte Constitucional de Colombia. Sentencia N° T-970/14, fundamento 5.2. Recuperada de: <https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2014/t-970-14.htm>.

[12] De acuerdo con el Tribunal Constitucional, en el fundamento jurídico 50 de la sentencia del Expediente N° 000322010-AI/TC, el paternalismo “impone la adopción de ciertas conductas por el bien de la propia persona coaccionada, alegando que, en caso contrario, ella se autogenerará de manera cierta o razonablemente cierta, un daño objetivo a sus propios derechos fundamentales, limitando la posibilidad del ejercicio de su autonomía moral”. Por su parte, el perfeccionismo o “moralismo legal”, “coacciona a la persona para que esta, supuestamente por su propio bien, se adecúe a un concreto ideal de vida o patrón de excelencia humana, que la mayoría social considera moralmente virtuoso”.

[13] Se ha señalado en el caso Carter vs. Canadá (Attorney General), de fecha 6 de febrero de 2015, que: “[a]plicando este enfoque, llegamos a la conclusión de que la prohibición de muerte asistida es demasiado amplia. El objeto de la ley, como se discutió, es proteger a las personas vulnerables de ser inducidas a suicidarse en un momento de debilidad. Canadá admitió en juicio que la ley comprende a personas que están fuera de esta clase: ‘Se reconoce que no todas las personas que desean suicidarse son vulnerables, y que puede haber personas con discapacidades que tengan un deseo considerado, racional y persistente de terminar con su propia voluntad. (razones de prueba, en el párrafo 1136). El juez de primera instancia aceptó que la Sra. Taylor era esa persona: competente, plenamente informada y libre de coerción o coacción’. (para. 16) (Fundamento 86, p. 46)”. Recuperado de: <https://scc-csc.lexum.com/scc-csc/scc-csc/en/item/14637/index.do>.

[14] Recuperado de: <https://www.boe.es/publicaciones/biblioteca_juridica/anuarios_derecho/abrir_pdf.php?id=ANU-P-1992-30121901224>.

[15] Federal Constitucional Court. Criminalisation of assisted suicide services unconstitucional, de fecha 26 de febrero de 2020. Recuperado de: <https://www.bundesverfassungsgericht.de/SharedDocs/Entscheidungen/DE/2020/02/rs20200226_2bvr234715.html>.


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