Coleccion: Gaceta Penal - Tomo 118 - Articulo Numero 6 - Mes-Ano: 4_2019Gaceta Penal_118_6_4_2019

La determinación de la pena en los delitos sexuales. Comentarios críticos a la Sentencia Plenaria Casatoria N° 1-2018/CIJ-433 (que se desvincula de la Cas. N° 335-2015-El Santa)

Alonso R. PEÑA CABRERA FREYRE*

RESUMEN

El autor examina los pros y los contras de la Sentencia Plenaria Casatoria N° 1-2018/CIJ-433, sobre la determinación de la pena en los delitos sexuales. A su juicio, pese a los rigurosos marcos penales que establece el delito de violación sexual de menores, el juzgador aún dispone de un espacio de valoración para atenuar la sanción penal sobre la base de principios esenciales de un Derecho Penal democrático (proporcionalidad, lesividad, culpabilidad, humanidad, resocializador, etc.).

Marco normativo

Constitución Política del Estado: art. 139.5.

Código Penal: arts. VIII, IX, 29, 32, 44, 45 y 173.

Palabras clave: Violación sexual de menores / Determinación de la pena / Principio de proporcionalidad / Cadena perpetua / Fines de la pena

Fecha de envío: 25/02/2019

Fecha de aprobación: 11/03/2019

I. Introducción

En el presente artículo se abordará –desde diversas aristas–, la Sentencia Plenaria Casatoria N° 1-2018/CIJ-433, referida a la aplicación e interpretación de los marcos penales conminados en los delitos sexuales en agravio de menores de edad (tipificado en el artículo 173 del Código Penal), jurisprudencia de gran importancia porque a través de ella la Corte Suprema de Justicia deja sin efecto el carácter vinculante de los criterios establecidos en la Casación N° 335-2015-El Santa, y establece como doctrina legal:

• Que el artículo 173 del Código Penal no contempla una pena inconstitucional, por lo que no existen razones definitivas o concluyentes, desde el principio de proporcionalidad, para estimar que la pena legalmente prevista para el delito de violación sexual de menores de edad no puede ser impuesta por los jueces penales.

• Que corresponde al juez penal ser muy riguroso en la determinación e individualización de la pena.

• Que no son aplicables los denominados “factores para la determinación del control de proporcionalidad de la atenuación” porque no se corresponden con las exigencias jurídicas que guían la aplicación, determinación y aplicación de las penas.

• Que la pena de cadena perpetua debe ser aplicada en sus justos términos, aunque siempre es posible una opción individualizadora y de menor rigor en situaciones excepcionales.

Como se sabe, los marcos punitivos en este ámbito de la delincuencia se han ido elevando de forma progresiva, producto de un incremento notable de esta criminalidad que, en su faz más repudiable, tiene como sujetos pasivos a menores de catorce años de edad. Ante este mensaje de excesiva punición, basado en el fin preventivo-general de la pena, queda un espacio de valoración por parte del juez, conforme los principios esenciales de un Derecho Penal democrático. A continuación, realizaremos algunos comentarios críticos a la referida sentencia plenaria respecto a cómo se aplica el principio de proporcionalidad en la determinación de la pena privativa de libertad en los delitos sexuales en agravio de menores de edad.

II. El fin preventivo y la naturaleza retributiva de la pena de los delitos sexuales en agravio de menores de edad

La Corte Suprema, siguiendo el criterio de Díaz Gómez y Pardo Lluch (2017), desarrolla el sustento criminológico detrás de los delitos de carácter sexual en agravio de menores de edad, señalando que “constituyen una de las manifestaciones criminales más censuradas por la sociedad y, cuando se involucran a niños, el reproche social es aún mayor, pues existe la conciencia común de que las personas menores de edad requieren una protección mayor por su especial vulnerabilidad y que los autores de tales delitos actúan movidos por propósitos aún más abyectos”.

No estamos seguros de si el término adecuado es “censura”, porque toda manifestación delictiva, al significar una latente afectación a los bienes jurídicos más esenciales de la sociedad, merece una reprobación social cualificada que, llevada a términos sancionadores del Derecho Penal, genera marcos penales de alta intensidad. Las estadísticas criminológicas muestran una sociedad desgarrada en sus elementos estructurales, donde los menores tienen altas probabilidades de ser víctimas de delitos sexuales, lo cual –en su proyección y extensión–, desborda el mero examen jurídico-penal. Empero, ello no puede hacer perder la objetividad en el marco de la valoración jurídica, sobre todo cuando otros delitos son objeto también de gran repulsión social, como la corrupción funcional (política), de modo que los principios garantistas de un Derecho Penal democrático no pueden ser desgajados por consideraciones de estricta política criminal.

En el caso de los menores, el ejercicio de la sexualidad con ellos se prohíbe en la medida en que puede afectar el desarrollo de su personalidad y producir en ella alteraciones importantes que incidan en su vida o su equilibrio psíquico en el futuro (Muñoz Conde, 2010, p. 201). De ahí que, mientras la edad de la víctima vaya en descenso, los efectos perjudiciales en el bien jurídico protegido serán de mayor magnitud, lo que se debe tomar en cuenta al momento de la determinación e individualización de la pena. Sobre el particular, en el Recurso de Nulidad N° 624-2013-Apurímac, la Sala Penal Transitoria señaló que:

(...) cabe destacar que la sanción impuesta respeta la pena básica para el delito instruido, la magnitud de su culpabilidad por el injusto cometido –el mismo que reviste gravedad al haberse vulnerado la indemnidad sexual de una menor de edad de ocho a nueve años, a la que se causó consecuencias psicológicas dañinas, que marcarán su desarrollo como persona–. Por otro lado, la conducta del procesado fue particularmente grave, por el hecho de que la menor agraviada solo tenía entre ocho y nueve años de edad, cuando fue abusada sexualmente, por lo que este se aprovechó de tal condición para ultrajarla, con lo que se perjudicó su proyecto de vida y su normal desarrollo sexual. En consecuencia, si bien la pena tiene una finalidad rehabilitadora y resocializadora; sin embargo, ello no es óbice para que la sanción penal responde a la gravedad del ilícito, en virtud del principio de proporcionalidad. (fundamento 8)

Existe, pues, una exigencia legal y constitucional de que los niños y adolescentes reciban una protección acorde a sus legítimos intereses, sobre todo por el Derecho Penal, cuando son objeto de una agresión sexual; de esta forma, mientras la edad cronológica de la víctima sea más baja, la pena debe ser más grave; y ello al margen de que se intente paliar este flagelo social[1] con otros medios de control, con una labor estatal que, en realidad, pueda tener efecto preventivo y no solo represivo. La efectiva protección y tutela de los niños y adolescentes ante agresiones de toda índole (no solo sexuales) debe ser una política del Estado no solo desde el plano judicial.

Sin duda, los fines de la pena no solo se orientan hacia el utópico fin preventivo-especial, o de rehabilitación social, sino también al fin de prevención general, al lanzar, por un lado, el mensaje disuasivo y amenazador hacia todo el colectivo de que la pena que se está imponiendo al culpable se le puede también cargar a todo aquel que cometa una igual conducta antijurídica; y, por otro lado, de afirmar la vigencia de la norma, que no es solo mero simbolismo normativo, sino que adquiere realidad fáctica en los casos concretos. La pena debe servir al hombre como tal, debe estar a su servicio, de manera que este no se convierta en un instrumento. Así, el principio de humanidad de las penas importa que la sanción punitiva se despoje, primero, de cualquier viso de tormento estatal, proscribiéndose las penas inhumanas y, segundo, que cumpla con su finalidad primordial, que es hacer todo lo institucionalmente necesario para que el sujeto infractor de la norma no vuelva a delinquir.

Por su parte, el Tribunal Constitucional peruano, en la sentencia recaída en el Expediente N° 803-2003-HC/TC, sobre el principio resocializador sostuvo que:

10. Este principio constitucional-penitenciario, que no por su condición de tal, carece de eficacia, comporta, por el contrario, un mandato de actuación dirigido a todos los poderes públicos comprometidos con la ejecución de la pena y, singularmente, al legislador, ya sea al momento de regular las condiciones de cómo se ejecutarán las penas o, por lo que ahora importa rescatar, al establecer el quantum de ellas y que los jueces pueden aplicar para sancionar la comisión de determinados delitos.

11. Desde esa perspectiva, el enunciado constitucional constituye per se un límite al legislador, que incide en su libertad para configurar el quantum de la pena. En efecto, cualquiera sea la regulación de ese quantum o las condiciones en la que esta se ha de cumplir, ella debe necesariamente configurarse en armonía con las exigencias de “reeducación”, “rehabilitación” y “reincorporación” del penado a la sociedad. Finalidad que es atribuible a toda clase de penas, llámense estas privativa de libertad, de multa, limitativa de derechos, pena restrictiva de libertad y por tanto, aplicable a las diversas clases de penas.

12. En tal sentido, las exigencias de “reeducación”, “rehabilitación” y “reincorporación” como fines del régimen penitenciario se deriva la obligación del legislador de prever una fecha de culminación de la pena, de manera tal que permita que el penado pueda reincorporarse a la vida comunitaria. Si bien el legislador cuenta con una amplia libertad para configurar los alcances de la pena, sin embargo, tal libertad tiene un límite de orden temporal, directamente relacionado con la exigencia constitucional de que el penado se reincorpore a la sociedad.

En este orden de ideas, la denominada “cadena perpetua” –conforme lo enunciara este Supremo Tribunal en la STC Exp. N° 010-2003-AI– en su regulación legal actual, es intemporal; es decir, no está sujeta a límites en el tiempo, pues si tiene un comienzo, sin embargo, carece de un final y, en esa medida, niega la posibilidad de que el penado en algún momento pueda reincorporarse a la sociedad.

En ese sentido, no puede admitirse que, para atemorizar a los ciudadanos, se deba emplear la máxima dosis de energía sancionadora punitiva, olvidando que estos marcos penales no guardan armonía garantista con los principios de culpabilidad, lesividad, razonabilidad y proporcionalidad.

III. La pena a la luz del principio de proporcionalidad

No sabemos a ciencia exacta si el principio de proporcionalidad puede resolver todos los problemas que se suscitan en la judicatura criminal, pero lo que sí podemos aseverar es que resulta un instrumento corrector de primera línea en el marco de la interpretación judicial normativa, máxime ante coyunturas de especial conmoción pública, donde se hace del Derecho Penal un receptáculo de intereses ajenos a su intrínseca legitimidad. El principio de proporcionalidad es una pieza clave de empleo valorativo por parte de los tribunales al momento de definir si la norma legal se adecua o no a los principios penales y constitucionales, por lo que no debe ser una mera abstracción, sino una realidad concreta de materialidad aplicativa, que debe poner freno al legislador ordinario para que su discrecionalidad regulativa en materia penal no se convierta en pura arbitrariedad.

Por ello, disentimos respetuosamente de la posición de la Corte Suprema respecto a que tanto la frecuencia delictiva del hecho punible como la alarma social que genera en el colectivo, puedan considerarse criterios válidos para configurar el marco penal aplicable. Siguiendo tal lógica, los hurtos, que pueden cometerse en mayor escala que los robos, deberían recibir una pena igual o mayor que estos últimos.

Podemos consentir que la incidencia criminológica de un hecho disvalioso pueda ser fundamento para su tipificación o para la elaboración de una circunstancia agravante, mas no para sustentar un aumento de pena, por respeto a los principios de culpabilidad, lesividad, proporcionalidad y razonabilidad. Si sostenemos los fundamentos solo en estadísticas criminológicas, llegaríamos al absurdo de que un hecho punible meridianamente grave, como el hurto agravado, conlleve una mayor pena que, por ejemplo, el delito de apología al terrorismo, de incidencia o frecuencia delictiva mucho menor, lo cual resulta inaceptable desde diversas de garantías.

Dicho esto, ¿qué significarían las referidas “necesidades sociales”?, ¿que la violación sexual de una mujer fuertemente publicitada por la prensa y que genera notable conmoción social, o que el acto de corrupción funcional no muy grave, pero altamente repudiado en una localidad, deban ser sancionados con penas desproporcionadas para colmar las aspiraciones sociales punitivas? De ser así, tal panorama evidenciaría un total y abierto despropósito porque el Derecho Penal solo se encamina a proteger preventivamente bienes jurídicos, no a restablecer los lazos de convivencia social.

En esta línea, no resulta jurídicamente admisible que se quieran establecer penas “tasadas” para ningún delito, como se ha terminado por hacer en el delito de violación sexual de menores, donde se prevé una pena de cadena perpetua. Ello resiente y contraviene los principios antes anotados, principalmente el de culpabilidad, que recae en un reproche estrictamente individual. Ejercer una mayor protección a los niños y adolescentes frente a estos repudiables actos es algo a lo cual nuestra civilización debe apostar por entero, sin embargo, no todos los actos sexuales que tienen como sujetos pasivos a menores de catorce años de edad revisten el mismo nivel de antijuridicidad material (contenido material del injusto).

Una agresión sexual a una niña de cuatro o cinco años por su propio padre no es igual que el acto sexual realizado entre una adolescente de trece años y su enamorado de dieciocho años. El primero acto merece la pena más grave –treinta y cinco años de pena privativa de libertad–, pero, en el segundo caso, debe prevalecer un grado de valoración diferente, por la menor lesividad que implica, que debe incidir en una pena privativa de libertad significativamente atenuada, inclusive, de ejecución suspendida. Esto es algo a lo que tampoco puede renunciarse.

El problema no está, pues, en la proporcionalidad abstracta, que la sentencia vinculante examinada ha destacado de modo absoluto y que, por las razones ya esgrimidas, no puede aceptarse. La proporcionalidad debe ser medida tanto en abstracto como en concreto.

El modelo de política criminal propio de un Estado constitucional tiene a un legislador apegado al principio de legalidad tanto al momento de definir la tipificación de la conducta como al momento de decidirse por su despenalización. Pero el juzgador no es un operador o aplicador autómata de la norma, lo primero que debe hacer es interpretarla y, para ello, debe hacer uso de los principios y valores consagrados en el texto iusfundamental.

Sobre el particular, en el fundamento 11 de la sentencia plenaria bajo comentario, la Corte Suprema expresa lo siguiente:

(...) las normas que se crean, o la interpretación que se realiza de aquellas, deberán encontrarse conforme a la Ley Fundamental, dada su posición en la base del ordenamiento jurídico. En segundo lugar, existe una razón de validez material, según la cual la norma es concebida como una expresión, específicamente una concreción, de los principios o los valores que la Constitución recoge. La actividad interpretativa del juzgador lo obliga a que su razonamiento no sea puramente legal, sino –y, ante todo– un razonamiento constitucional. Desde este enfoque, el primer análisis que debe realizarse no es el de la aplicación inmediata de la norma, sino la evaluación de su validez al interior del sistema jurídico; esto es, de su conformidad con la Constitución.

El legislador, en la actual coyuntura sociopolítica de inseguridad ciudadana, no deja de apelar al discurso comunicador de la violencia punitiva, atendiendo a la demanda penalizadora de los ciudadanos. Esto incide en una reforma permanente en la redacción de los tipos penales, en especial, agravando drásticamente los marcos penales, sin atender a los principios de proporcionalidad y de razonabilidad.

La proporcionalidad de la pena se constituye en un motivo de equilibrio para la reacción represiva del Estado, que insufla racionalidad y evita que se produzca un castigo excesivo allí donde este no es estrictamente necesario (Peña Cabrera Freyre, 2018, p. 12).

Así, la Corte Suprema, a través del Recurso de Nulidad N° 752-2008-Lima, señaló sobre la aplicación del principio de proporcionalidad en la determinación de la pena, que esta se realiza a través de los juicios de (i) idoneidad, que va de la mano con el principio de culpabilidad; (ii) necesidad, que sirve para determinar si se aplica una pena privativa de libertad, restrictiva de libertad o limitativa de derechos; y (iii) proporcionalidad en sentido estricto, según el cual la pena impuesta debe corresponder con la gravedad del delito concreto.

IV. La determinación e individualización de la pena acorde a la debida motivación de las resoluciones judiciales

El artículo 45, literal a), del Código Penal exige que el órgano jurisdiccional fundamente y explique, lícita y suficientemente, los motivos de la determinación cualitativa y cuantitativa de la pena. Adviértase que la fundamentación de las resoluciones judiciales es una exigencia de orden constitucional, siempre vigente en los ordenamientos legales. Las sentencias penales requieren de un exigente rigor argumentativo, al estar de por medio la libertad de una persona, y un bien jurídico ubicado en el listado de valores de primer rango constitucional. Asimismo, no puede dejarse de lado que la sociedad, representada por el Ministerio Público, tiene legítimo derecho de conocer las razones por las cuales se le ha impuesto tal o cual pena al acusado.

Así, para Velásquez Velásquez (2008), dicha garantía reafirma la exigencia según la cual se deben cimentar adecuadamente las resoluciones judiciales, de tal manera que el condenado no se le sorprenda con tasaciones de pena caprichosas que, por lo demás, también contravendrían la Constitución, en cuanto consagra como modelo de convivencia comunitaria un modelo estatal fundado en la dignidad de la persona humana (p. 8). Entonces, estamos ante un sistema que le otorga discrecionalidad al juzgador en la etapa de la determinación e individualización de la pena, mas no a su puro arbitrio, en la medida en que tiene el deber de exponer las razones de su decisión[2].

Dicho lo anterior, el artículo 45, literal a), de la norma adjetiva dispone en su primer párrafo que: “Toda condena contiene fundamentación explícita y suficiente sobre los motivos de la determinación cualitativa y cuantitativa de la pena”. Por ello afirmamos que la norma en cuestión recoge un modelo mixto, al hacer alusión a aspectos de orden “cualitativo” y “cuantitativo” a la vez (Peña Cabrera, 1993, p. 628). Es decir, primero debe fijar la clase de pena a imponer (nuestro texto punitivo no solo cuenta en su seno con la pena privativa de libertad), las cuales pueden ser de aplicación alternativa (sustitutiva), autónoma, conjunta o accesoria, tal como se desprende de los artículos 32 y 44 del Código Penal. Luego ya la norma se encarga de definir el plano cuantitativo, esto es, la duración de la pena en términos temporales, considerando el artículo 29 del Código Penal y otros dispositivos legales pertinentes.

En este punto, el tema a destacar es lo concerniente a la fundamentación de la pena, factor desatendido y traído a menos por los operadores jurídicos, en virtud del cual se deben expresar las razones por las cuales a un determinado acusado se le impone tal o cual pena, así como el margen temporal de la misma. Se tiene que la exigencia de las decisiones judiciales motivadas, conforme al artículo 139, inciso 5, de la Constitución Política, garantiza que los jueces –cualquiera sea la instancia a la que pertenezcan– expresen el proceso mental que los ha llevado a decidir una controversia, asegurando que el ejercicio de la potestad de impartir justicia se realice con sujeción a la Constitución y a la ley. En la sentencia recaída en el Expediente N° 1230-2002-HC/TC, el Tribunal Constitucional lo expuso en los siguientes términos:

La Constitución no garantiza una determinada extensión de la motivación, por lo que su contenido esencial se respeta siempre que exista fundamentación jurídica, congruencia entre lo pedido y lo resuelto y, por sí misma, exprese una suficiente justificación de la decisión adoptada, aun si esta es breve o concisa (...). Tampoco garantiza que, de manera pormenorizada, todas las alegaciones que las partes puedan formular dentro del proceso sean objeto de un pronunciamiento expreso y detallado. En materia penal, el derecho en referencia garantiza que la decisión expresada en el fallo sea consecuencia de una deducción razonable de los hechos del caso, las pruebas aportadas y la valoración jurídica de ellas en la resolución de la controversia. En suma, garantiza que el razonamiento empleado guarde relación y sea proporcionado y congruente con el problema que al juez penal corresponde resolver.

En consecuencia, el derecho a la motivación de las resoluciones judiciales implica la exigencia de que el órgano jurisdiccional sustente de manera lógica y adecuada los fallos que emita en el marco de un proceso. Ello no supone en absoluto una determinada extensión de la motivación, sino que, fundamentalmente, exista: a) fundamentación jurídica, lo que supone que se exprese no solo la norma aplicable al caso, sino que también se explique y justifique por qué el hecho investigado se encuentra enmarcado en los supuestos que la norma prevé; b) congruencia entre lo pedido y lo resuelto; y, c) que por sí misma exprese una suficiente justificación de la decisión adoptada, aun cuando esta sea sucinta o se establezca el supuesto de motivación por remisión, tal como precisó la sentencia recaída en el Expediente N° 00268-2012-PHC/TC[3].

Por su parte, la Corte Suprema a través de la Ejecutoria Suprema contenida en el Expediente N° 879-2000, sostuvo lo siguiente:

Las exigencias que plantea la determinación de la pena no se agotan en el principio de culpabilidad, ya que no solo es preciso que se pueda culpar al autor del hecho que es objeto de represión penal, sino que además, la gravedad de esta debe ser proporcional a la del delito cometido; ello implica el reconocimiento de que la gravedad de la pena debe estar determinada por la trascendencia social de los hechos que con ella se reprimen, de allí que resulta imprescindible la valoración de la nocividad social del ataque al bien jurídico, por tanto para los efectos de la graduación de la pena se debe tener en cuenta la forma, circunstancias y peligrosidad con que el encausado perpetró el ilícito, conforme el artículo cuarenta y seis del Código Penal.

V. La invocación de circunstancias supralegales de atenuación de la pena

Si bien el artículo 45, literal a), del Código Penal regula los pasos a seguir en el proceso de determinación e individualización de la pena, no es menos cierto que el mismo artículo en el párrafo in fine fija otros criterios para “fundamentar y determinar la pena”, factores de orden personal del agente; asimismo, se hace alusión a los “intereses de la víctima”. En ese sentido, ¿no es acaso un interés del sujeto pasivo no verse afectado con la sanción de su pareja, que muchas veces es el padre de sus hijos?

Por otro lado, considerar la diferencia de edad entre victimario y víctima[4] incide en una valoración de índole personal, que permite establecer si existió o no algún tipo de aprovechamiento o ventaja.

Asimismo, dar cuenta de la mínima afectación psicológica de la víctima es realizar un primer nivel de análisis del principio de lesividad, por cuanto no es la penalización legal de la conducta lo que legitima la intervención del Derecho Penal, sino la lesión o puesta en peligro de un interés jurídico tutelado. El principio de lesividad es sustancial al momento de la determinación e individualización de la pena y, para el caso que nos ocupa, como principio basilar, posibilita reducir la pena por debajo del mínimo legal, cuando las características, modos y formas de la comisión del hecho punible así lo aconsejen.

Sin embargo, una cosa es la creación de eximentes de responsabilidad penal –basadas en el injusto penal, en el reproche personal de culpabilidad o causales supresoras de punibilidad–, no previstas en la ley penal y, por lo tanto, no susceptibles de aplicación por el principio de taxatividad legal, y otra muy distinta que el órgano jurisdiccional se ampare en un principio fundamental del Derecho Penal, para poder ajustar la pena aplicable a una mínima dosis de razonabilidad y racionalidad. No se puede postular una ciencia del Derecho Penal alejada de la base legitimadora que la soporta o divorciada de los principios que construyen y diseñan todo su edificio regulador.

Además, desde hace un tiempo atrás, las mismas salas penales de la Corte Suprema vienen sosteniendo válidamente penas muy por debajo del mínimo legal en los delitos sexuales, basándose en el interés superior del niño, en los principios de lesividad, proporcionalidad, razonabilidad, de prevención especial positiva, etc.

El culto exacerbado al legalismo –que caracteriza a muchos operadores jurídicos– es caldo de cultivo de violencia extrema, se olvida que la ley no agota el Derecho. Detrás de todo el andamiaje normativo existe un listado principista que penetra en el núcleo vital de un Derecho Penal democrático, cuyo contenido formal y material lo encontramos en las constituciones políticas, en los tratados y convenios internacionales sobre la materia, en los títulos preliminares de los textos legales, así como en el desarrollo doctrinal y jurisprudencial que sirve de guía al operador jurídico al momento de decidir por la especie y magnitud de la sanción punitiva.

¿De qué sirve la cárcel para aquellas personas que, de forma ocasional y causal, se vieron envueltas en la comisión de un hecho punible y se encuentran en algunas ocasiones vinculados sentimentalmente con la presunta víctima del delito sexual? De nada. Solo sirve como ejemplificación de que las normas se cumplen a cabalidad por pura intimidación y terror hacia la aflicción del castigo. El Estado con esto deja de ser garante de los derechos fundamentales del condenado y se convierte únicamente en gendarme y verdugo. En la siguiente Ejecutoria Suprema, la Sala Penal Permanente enfatiza la racionalidad de la pena, al señalar que:

Imponer al acusado una sanción muy drástica como la cadena perpetua significaría entender al Derecho Penal como un instrumento de venganza para inocuizar de manera casi definitiva al agente, sin considerar que la pena tiene como finalidad la recuperación la reinserción del sentenciado a la sociedad; por lo que, en virtud al carácter preventivo-especial positivo de la pena, se le debe dar una oportunidad –aunque sea potencial– de que enmiende sus actos. El Derecho Penal debe buscar la reincorporación del agente infractor al seno de la sociedad, no destruirlo física y moralmente. (Recurso de Nulidad N° 4088-2011-Lima)

Estas expresiones del neorretribucionismo[5] [6] auspiciadas por la doctrina del Derecho Penal del enemigo son habituales de las reformas político-criminales de nuestro país desde hace más de dos décadas, con la dación de los “delitos agravados”, que a su vez supusieron la inclusión de la pena de cadena perpetua en nuestra legislación. Así, se dio comienzo a una corriente que arrastra al legislador hacia el punitivismo o incremento progresivo de los marcos penales de los tipos legales, asegurando con ello la aplicación de penas efectivas de privación de la libertad, a la par que se pretende reducir los márgenes de discrecionalidad judicial, como algunos creen que sucede en el caso del sistema de los tercios. Pero este sistema no ha supuesto la derogación de ningún principio fundamental del Derecho Penal democrático y garantista, conforme se estatuye en los principios del Título Preliminar del Código Penal, estos están incólumes.

Parafraseando a Álvarez Alcivar (2008), diremos que la ideología de un Derecho Penal garantista no es en modo alguno la impunidad e insensibilidad ante el dolor de las víctimas. Formular un Derecho en el que se respete la estricta legalidad, la necesidad y proporcionalidad de las penas es buscar una verdadera seguridad ciudadana. Pero sobre todo reconocer que la dignidad de la persona y sus derechos humanos no son concesiones estatales y, por tanto, su vigencia es absoluta e inderogable (p. 132).

VI. Dos circunstancias atenuantes privilegiadas

El reconocimiento a la pluralidad étnica, racial, cultural, etc., y a la diversidad en todo sentido y extensión, se erige como rasgo elemental de un orden democrático de Derecho. En ese contexto, figuras como el “error de comprensión culturalmente condicionado” puede significar la exención de pena del presunto autor del delito, siempre que forme parte de una comunidad campesina o nativa, que la conducta realizada constituya una práctica consuetudinaria, una actividad transmitida de generación en generación, y que no resulte atentatoria a los derechos humanos, como precisamente lo ha definido la Corte Suprema en los Acuerdos Plenarios del 1-2009 y 1-2015.

Es en el marco de los delitos sexuales, donde esta expresión de análisis de culpabilidad cobra sustancia y materialidad, ante prácticas sexuales tempranas de adolescentes (de doce años de edad en adelante), siempre que exista una relación afectiva entre los sujetos, con aquiescencia de los miembros de la comunidad. Es importante también que no exista el aprovechamiento de un entorno de coacción que le otorgue especial ventaja al autor sobre su víctima.

Claro está que esta institución eximente de responsabilidad penal –en algunos casos solo disminuyente de culpabilidad personal–, no puede aplicarse de forma indiscriminada y desproporcional por parte de los órganos de justicia, al estar de por medio el interés superior del niño y del adolescente, a quien no se le puede obligar a realizar actos sexuales tempranos, cuando aún no tiene un desarrollo personal mínimo, ni cuenta con capacidad para comprender la naturaleza del acto y las consecuencias del mismo, máxime si subyace un factor de superioridad entre el agente y el sujeto pasivo.

Por otro lado, el interés superior del niño y el adolescente, plasmado en los convenios y tratados internacionales sobre la materia, importa una pauta de especial valoración cuando existe prole de por medio entre el autor y la supuesta víctima del delito sexual. De ahí que resulte desproporcional, inhumano y carente de toda razonabilidad que se pretenda imponer penas altísimas, de 20 años de pena privativa de la libertad al agente, por haber tenido relaciones sexuales consentidas[7] con una mujer de trece años de edad, con quien tiene una relación de convivencia e hijos de por medio.

Los citados principios e instituciones han sido concebidos como circunstancias atenuantes privilegiadas o argumentos jurídicos –válidamente sostenidos– para graduar la pena a un mínimo, que sea proporcional y razonable, con el objetivo de paliar el oscurantismo punitivo al cual ha sido arrastrado el legislador y el Poder Judicial en los últimos tiempos.

El interés superior del niño, el criterio de mínima lesividad antijurídica, el error de comprensión culturalmente condicionado, el principio de dignidad humana y el fin resocializador de la pena, deben funcionar a manera de bloque principista de obligatoria valoración por parte de la judicatura al momento de la determinación e individualización de la pena, sobre todo en planos delictivos como los sexuales, donde la fijación abstracta de los marcos penales es producto de razonamientos legales desprovistos de racionalidad ética, material e instrumental.

De ahí que el principio de proporcionalidad, en concreto, debe ser asumido por entero por el juzgador, en armonía con los sentimientos de justicia de la comunidad y con los fines preventivo-generales de la pena. Pero si es que en realidad se quiere endilgar la pena, con criterios de humanidad y dignidad, sobre la base de la pena proporcional a la gravedad del injusto y a la culpabilidad del autor, deben priorizarse los fines preventivo-especiales de la pena, lo cual supone, en estos casos, necesariamente ir muy por debajo del mínimo legal. Y esta labor no debe ser entendida como una respuesta blanda y dúctil frente al crimen, sino como la posibilidad de revestir a la sanción punitiva con una mínima dosis de razonabilidad (Ferrajoli, 2009).

VII. Los efectos jurídicos de las dilaciones indebidas en el cómputo de la pena

No es, característica de nuestro sistema judicial la prontitud y celeridad en el procesamiento penal. La emisión de sentencias judiciales (sea de condena o de absolución) en un plazo razonable quedó como una de las tantas promesas del nuevo modelo acusatorio. La experiencia judicial enseña que los procesos penales siguen siendo sumamente extendidos en el tiempo, sobre todo en persecuciones que tienen que ver con investigaciones complejas o integrantes de organizaciones criminales, lo cual ha incidido en reformas legales tanto en el plazo de la investigación preparatoria como en el plazo de la prisión preventiva, siempre a favor de la persecución penal (Peña Cabrera Freyre, 2018).

Estas deficiencias procesales o entrampamientos procedimentales pueden obedecer a muchos factores, como la práctica de la defensa de interponer recursos inoficiosos, maliciosos y carentes de todo amparo legal, con el único fin de dilatar el proceso, lo que ha sido denominado por el Tribunal Constitucional como “defensa obstruccionista”. Así también, se debe a los actos dilatorios excesivos, omisiones funcionales y excesivas ritualidades burocráticas por parte de la fiscalía y los órganos judiciales, lo que ha sido tomado en cuenta por el legislador, por ejemplo, al momento de la prolongación de la prisión preventiva (artículo 275 del Código Procesal Penal).

Al respecto, el Tribunal Constitucional ha hecho suyos los criterios de la Corte Interamericana de Derechos Humanos establecidos en el caso Kawas Fernández vs. Honduras (Corte IDH, 2009) para la determinación de la razonabilidad del plazo: a) la complejidad del asunto, b) la actividad procesal del interesado, c) la conducta de las autoridades judiciales, y d) la afectación generada en la situación jurídica de la persona involucrada en el proceso (STC Exp. N° 05350-2009-PHC/TC, fundamento 22).

Asimismo, sobre la imputación de una probable conducta “obstruccionista” del procesado, el Tribunal Constitucional en la STC Exp. N° 00295-2012, siguiendo la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, indicó que cuando la actividad o conducta procesal del interesado no ha sido diligente y ha provocado retrasos o demoras en el proceso, no cabe afirmar la existencia de una dilación indebida. En ese sentido, habrá que distinguir entre el uso regular de los medios procesales que la ley prevé y la actitud obstruccionista o la falta de cooperación del interesado, la cual estaría materializada en la interposición de recursos que, desde su origen y de manera manifiesta se encontraban condenados a la desestimación; no ha de atenderse al menor o mayor grado de amparo judicial, sino a lo inútil de su incoación y reiterancia interpositiva.

Sobre las consecuencias de la infracción de las autoridades judiciales y fiscales del plazo razonable, debemos descartar de plano aquella que significaba el sobreseimiento del proceso, al importar una causal no prevista en la ley, atentatoria a las garantías esenciales del debido proceso; así, el Tribunal Constitucional en la sentencia recaída en el Expediente N° 295-2012-PHC/TC señala que “(...) el órgano jurisdiccional debía emitir y notificar, en el plazo máximo de 60 días naturales, la sentencia que defina la situación jurídica, bajo apercibimiento de darse por sobreseído el proceso penal, no pudiendo ser nuevamente investigado ni procesado por los mismos hechos, por cuanto ello conllevaría la vulneración del principio ne bis in idem”.

Entonces, si lo que se está afectando es el derecho a un “plazo razonable”, la solución es que precisamente se resuelva de inmediato esta situación de incertidumbre prolongada, tomando las decisiones que legalmente correspondan. Se postula de esta manera, por parte del Tribunal Constitucional, que:

(...) en el caso de un proceso penal, no puede establecerse por ejemplo, la exclusión del procesado, el sobreseimiento del proceso el archivo definitivo del proceso penal como si fuera equivalente a una decisión de absolución emitida por el juez ordinario, sino que, actuando dentro del marco constitucional y democrático del proceso penal, el órgano jurisdiccional debe emitir el pronunciamiento definitivo sobre el fondo del asunto en el plazo más breve posible, declarando la inocencia o responsabilidad del procesado, y la consiguiente conclusión del proceso penal. En cualquier caso, como es obvio, tal circunstancia no exime de las responsabilidades a que hubiere lugar para quienes incurrieron en ella, y que deben ser dilucidados por los órganos competentes. (STC Exp. N° 3689-2008-PHC, fundamento 10).

Cabe recordar que el proceso penal no solo debe tutelar las libertades fundamentales sino también el interés social en la persecución del delito y los intereses indemnizatorios de la víctima.

VIII. El consentimiento de la víctima y la proximidad al umbral cronológico de la libertad sexual

El consentimiento –visto como causal de atipicidad o de ausencia de antijuridicidad penal–, opera como una eximente de responsabilidad penal, dependiendo de la naturaleza del bien jurídico penalmente tutelado. En el caso de la intangibilidad sexual, el consentimiento del ofendido no tiene validez jurídica alguna, pues los menores de catorce años de edad no tienen aún disposición de esa esfera de su personalidad. No en vano, según la descripción típica del artículo 173 del Código Penal, no es necesario que el agente haya hecho uso de violencia física o psicológica, amenaza grave o del aprovechamiento de un entorno de coacción sobre el sujeto pasivo.

Sin embargo, ese asentimiento –ineficaz jurídicamente hablando– no puede quedar desprovisto de toda valoración, al momento de la determinación e individualización de la pena, cuando la víctima está muy cerca de alcanzar su emancipación sexual, cuando teniendo trece años, realiza el acto sexual con su pareja. Cuando el autor accede carnalmente a su víctima impúber, mediando violencia o grave amenaza, el juzgador está plenamente legitimado para alcanzar el mayor umbral punitivo, al margen de la rigurosa determinación sancionadora que este tipo legal ostenta (pena de cadena perpetua). Sin embargo, existen desde hace un tiempo propuestas de lege ferenda para incluir en el artículo 46 del Código Penal la edad de la víctima en delitos como los sexuales, como una circunstancia atenuante genérica.

Obviamente, esta posibilidad de poder otorgar cierto premio punitivo al consentimiento del acto sexual, de un hombre o una mujer de trece años de edad, tiene que importar el descarte total de todos los medios comisivos que se describen en el artículo 170 del Código Penal, así como de aquellos entornos que definen prácticas sexuales tempranas del adolescente, que afectan su dignidad y perturban su desarrollo personal, tal como la misma Corte Suprema esbozó en el Acuerdo Plenario N° 1-2015 sobre la aplicación del error de comprensión culturalmente condicionado. Ningún sometimiento de poder, de coerción u otra relación que le asemeje, puede dar algún tipo de tratamiento penal privilegiado al agente. Lo dicho importa colocar en un alto nivel de la valoración la autonomía de la libertad, consustancial a un Estado constitucional de Derecho. Todos estos factores, circunstancias, situaciones y particularidades de la víctima, han de ser tomadas en cuenta para definir si ese “consentimiento” del menor de trece años de edad puede o no incidir en una rebaja de la penalidad aplicable.

Que la diferencia de edad por sobre los cinco años entre el agente y el sujeto pasivo sea, necesariamente, una condición de desigualdad es algo a discutir, dependiendo del caso concreto. A nuestro entender, al hecho de la diferencia de edad entre el autor y su víctima, debe ser aparejado el examen de las particularidades y características individuales de esta última. Por consiguiente, la edad próxima a la emancipación sexual de la víctima es un dato importante, que nos remite al criterio de lesividad material, de manera que la afectación a una menor de trece años de edad, que implica una dosis mínima de antijuridicidad, debe tener como consecuencia la rebaja de la pena.

Cabe señalar también que estamos completamente de acuerdo con la postura de la Corte Suprema sobre el hecho de que eliminar la aplicabilidad de la “responsabilidad restringida” considerando la naturaleza del injusto penal cometido por el agente, resiente los principios de igualdad y de razonabilidad de una institución construida sobre el estricto análisis del juicio de reproche personal, esto es, de la culpabilidad.

IX. La pena de cadena perpetua

Como hemos expresado líneas arriba, a la alarmante situación de violencia sexual contra menores de edad se pretende darle un correctivo solo punitivo, por lo que la pena de cadena perpetua simboliza el máximo retributivo. Si bien puede ser justo que a delincuentes que agreden sexualmente a las personas más indefensas de la sociedad, se les reprima de tal manera, nos olvidamos de lo programático y filosófico del sistema sancionador, donde el fin preventivo especial de la pena se oscurece en todo su contenido para dar paso a la simbología normativa de la drasticidad punitiva, ante un público que lo que reclama es “castigo”. Así, se reduce la política criminal a pura criminalización, dejándose de lado los otros medios de control social, que sí podrían contener estos repudiables actos. “Prevenir” la comisión de delitos en sociedades democráticas es hacer algo más que hacer uso del Derecho Penal, sin que ello signifique desautorizar su legítima intervención en este plano de la criminalidad.

Claro que la pena de cadena perpetua no es afín ni compatible con el texto iusfundamental, y resulta ser una respuesta sancionadora estrictamente represiva ante una mediatización de los derroteros de la política criminal, que está más cerca del aplacamiento de la sed de venganza de la población, que a una respuesta atemperada acorde a Derecho. Los crímenes horrendos deben ser severamente sancionados, pero el marco penal debe ser acorde con la importancia del bien jurídico tutelado –conforme al compendio de valores comprendidos en la Constitución–, y según el principio de proporcionalidad.

La revisión de la pena de cadena perpetua es un mero simbolismo normativo, pues fácticamente no es viable alcanzar el fin resocializador después de tanto tiempo en una prisión altamente contaminante. No se puede afirmar que esta ilusoria revisión pueda cumplir con el programa resocializador previsto en nuestro ordenamiento jurídico. Responder con firmeza extraordinaria no puede significar, de ningún modo, dejar de lado el principio de jerarquización del bien jurídico tutelado, que la vida humana es el bien jurídico más importante, por lo que los delitos de asesinato y sus derivados deben tener la represión más alta. La intangibilidad sexual es de hecho muy importante, pero de menor jerarquía que la vida humana, por lo que no resulta razonable y proporcional que el delito previsto en el artículo 173 del Código Penal tenga una pena más grave que el propio asesinato.

La excelsa labor de emitir precedentes vinculantes, acuerdos plenarios y doctrina jurisprudencial vinculante en materia penal, por parte de los altos tribunales de justicia en el país, no solo obedece a la finalidad de garantizar seguridad jurídica, según los postulados de un Estado constitucional, sino, sobre todo, cautelar un mínimo de proporcionalidad y razonabilidad de la reacción sancionadora del Derecho Penal, de ajustar la pena a los dictados del Derecho y la razón. Una postura en contra implicaría caer en el fatalismo de un legalismo ciego y obtuso, soslayando el diseño principista de un Derecho Penal democrático.

Referencias

Álvarez Alcivar, M. F. (2008). La ejecución de la pena: un acercamiento desde el Derecho Penal mínimo. Silva Portero, C. (ed.). Ejecución penal y derechos humanos: una mirada crítica a la privación de la libertad. Quito: Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, pp. 121-142.

Díaz Gómez, A. y Pardo Lluch, M. J. (2017). Delitos sexuales y menores de edad. Una aproximación basada en las personas privadas de libertad en la isla de Gran Canaria. Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología (19-11), pp. 1-51. Recuperado de http://criminet.ugr.es/recpc/19/recpc19-11.pdf

Feijoo Sánchez, B. (2014). La pena como institución jurídica. Retribución y prevención general. Buenos Aires: B de F.

Ferrajoli, L. (2009). Derecho y razón. Teoría del garantismo penal. Madrid: Trotta.

Muñoz Conde, F. (2010). Derecho Penal. Parte especial. Valencia: Tirant lo Blanch.

Oré Sosa, E. (2013). Determinación judicial de la pena. Reincidencia y habitualidad. A propósito de las modificaciones operadas por la Ley N° 30076. Gaceta Penal & Procesal Penal (51), pp. 11 y ss.

Peña Cabrera, R. (1993). Tratado de Derecho Penal. Parte especial. Lima: Ediciones Jurídicas.

Peña Cabrera Freyre, A. R. (2018). Estudios de Derecho Procesal Penal. Lima: Tribuna Jurídica.

Velásquez Velásquez, F. (2008). Los criterios de determinación de la pena en el Código Penal peruano de 1991. Recuperado de https://www.unifr.ch/ddp1/derechopenal/articulos/a_20080527_30.pdf

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* Profesor de la Maestría en Ciencias Penales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Docente de la Academia de la Magistratura. Fiscal Superior. Título de posgrado en Derecho Procesal Penal por la Universidad Castilla-La Mancha (Toledo, España).



[1] Unicef, en un reporte de julio de 2018, indicó lo siguiente: “La violencia sexual es uno de los problemas más graves que afecta a la infancia peruana y debe ser atendida con diligencia excepcional, sin importar el ámbito en el que ocurra. Las cifras reportadas por el Estado peruano, a través de la Enares, son contundentes al revelar que el 34,6 % de adolescentes entre 12 y 17 años reportó que alguna vez fueron víctimas de violencia sexual en la escuela o en la familia. En el 2017 los Centros de Emergencia Mujer reportaron 6593 casos de violencia sexual contra niñas, niños o adolescentes. Esta situación requiere una acción urgente del Estado como garante de los derechos de la niñez y la adolescencia peruanas. La escuela, por definición siempre debe ser un espacio de confianza en el que los estudiantes se sientan motivados para el aprendizaje y protegidos por todos los adultos que forman parte de ella. Por tanto, se requiere contar con estrategias efectivas para prevenir la violencia y cuando esta ocurra, detectarla oportunamente. Es preciso una respuesta eficaz para que las víctimas obtengan justicia y el daño pueda ser reparado. En el caso de la violencia sexual se requiere, además, garantizar la sanción efectiva y oportuna a los agresores”.

[2] Oré Sosa (2013) sostiene que la fase de concreción o individualización de la pena no se abandona al libre arbitrio judicial, pues dicha tarea debe respetar los límites legales establecidos (mínimos y máximos de la pena básica, y las circunstancias modificativas), así como valorar en el caso concreto los factores propuestos por el legislador para la dosificación de la pena (naturaleza de la acción, medios empleados, importancia de los deberes infringidos, extensión de los daños, etc.) (p. 12).

[3] Cfr. Expediente N° 4348-2005-PA/TC.

[4] Véase el Acuerdo Plenario N° 4-2008/CJ-116.

[5] No en vano la legislación penal nacional en todas sus expresiones no importa solo la exasperación gradual y sustancial de los marcos penales, sino también la tendencia a prohibir los beneficios penitenciarios, sobre todo en el ámbito de la peligrosidad delictual, como se observa en las figuras de la Reincidencia y la Habitualidad.

[6] Sobre la reafirmación de la vigencia fáctica de la norma como fin de la pena, señala Feijoo Sánchez (2014) que, si solo se entiende como una mera contradicción con la infidelidad del autor, se descuida un elemento esencial del fenómeno punitivo: el mal que supone la pena es una reacción a la lesividad del hecho delictivo para la sociedad que castiga y debe ser proporcional a dicha lesividad para alcanzar legitimidad como institución jurídica (p. 62).

[7] Planteado de forma hipotética ante una visión contrafáctica de la norma que no reconoce un consentimiento válido ante personas menores de 14 años de edad,


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