Coleccion: Gaceta Penal - Tomo 105 - Articulo Numero 3 - Mes-Ano: 3_2018Gaceta Penal_105_3_3_2018

El delito de colusión: análisis del elemento “concertación”

Raúl Ernesto MARTÍNEZ HUAMÁN*

RESUMEN

El autor precisa diversas exigencias del elemento “concertación” propio del delito de colusión. En ese sentido, aborda su configuración como delito de convergencia, la necesidad de que el acuerdo de voluntades entre el funcionario y el particular sea subrepticio e idóneo para poner en riesgo al proceso de la contratación pública, y la posibilidad de una concertación por omisión, objetando, por el contrario, las posturas que exigen que la concertación implique un engaño o sea clandestina.

Marco Normativo

Código Penal: arts. 196 y 384.

Palabras clave: Concertación / Contratación pública / Funcionario público / Administración Pública / Corrupción

Fecha de envío: 15/02/2018

Fecha de aprobación: 22/02/2018

I. Introducción

El delito de colusión, dentro del marco de los delitos contra la Administración Pública, que cada vez viene ocupando espacios más importantes en el tratamiento de la administración de justicia, no solo porque se establece como imputación en casos emblemáticos y de gran envergadura (solo por citar un ejemplo, el caso Odebrecht), sino porque la jurisprudencia viene dando mayores alcances sobre sus componentes típicos debido a la problemática sobre la interpretación de sus elementos constitutivos. Al respecto, el principal elemento del delito de colusión es la concertación, que constituye el punto central de la configuración del citado delito, por lo que resulta necesario analizar el radio y delimitación del mencionado elemento, a fin de poder direccionar de forma adecuada la lucha contra la corrupción en los delitos de colusión. Es así, que el presente trabajo buscará brindar mayores alcances sobre el mencionado componente.

II. Concertación

Como se mencionó, el verbo rector del delito de colusión, regulado en el artículo 384 CP, es el término concertar. Del mismo se deriva la relevancia que ha establecido el legislador a la conducta de dos sujetos (funcionario-particular interesado) que acuerdan una actividad contractual ilícita, no acorde con el derecho, en perjuicio de la Administración Pública como institución necesaria para el adecuado desarrollo social; por ello, dicha concertación tiene que revestir una serie de particularidades para llegar a tener relevancia jurídico-penal.

En principio, con la concertación ilícita se excluye de la tratativa formal del negocio a los otros competidores que buscan obtener la buena pro de la Administración, para la ejecución de obras, servicios, adquisición o venta de bienes, pues ya con el acuerdo ilícito se realiza el direccionamiento del proceso administrativo a favor del tercero o terceros interesados. Asume también la posibilidad de colusión en la venta de bienes por parte del Estado (Castro Moreno, 2015, p. 379). Igualmente, Quintero Olivares (2016, p. 431), al mencionar:

El concepto de contratación pública alcanza a todas las modalidades de selección de prestadores de servicios o suministros a la Administración o adjudicaciones de uso o contratos de cualquier clase (concurso, adjudicaciones directas, compras, venta de bienes públicos, o cualquier otra).

Asimismo, la concertación comprende la conjunción de voluntades entre funcionario y particular interesado en el marco de un contrato público. De esta manera, para la configuración del mencionado elemento, se requiere de la aceptación del funcionario competente, empero, también, del particular interesado (Carrión Díaz, 2010, p. 245; Crespo Barquero, 2002, p. 2424), de tal forma que nos encontramos ante una concertación, un acuerdo de dos sujetos que, con su conducta, envían un solo mensaje a la sociedad de no conducirse por las reglas del procedimiento administrativo, sino de obtener directamente un contrato público.

Lo antes mencionado se deriva de la configuración del delito de colusión como un delito pluripersonal, de participación necesaria, específicamente como delito de convergencia, donde tanto el funcionario como el particular interesado direccionan su actuar a la consecución de un mismo fin, desde posiciones similares dentro de un proceso de contratación (Martínez Huamán, 2016, p. 110), donde el interesado no es sujeto pasivo del delito y no se encuentra en una posición vulnerable respecto al funcionario. Es decir, se requiere necesariamente del aporte de cada uno de los sujetos, de tal forma que la conducta de ambos forma una unidad de sentido jurídico penal.

Esencialmente, encontramos que ambos sujetos, no solo el funcionario, resuelven realizar la comisión del delito de colusión, donde aportan, desde sus posiciones, hechos relevantes. Así, por ejemplo, el funcionario aportará a través de la infracción de su deber especial de custodiar los intereses del Estado, omitiendo controlar adecuadamente la documentación presentada, variando los requisitos a través de actos administrativos, etc.; y el particular aportará al hecho delictivo con el incumplimiento de la entrega de documentos o requisitos establecidos en las bases del concurso administrativo. Si alguno de los dos procura omitir algún aporte, es poco probable que pueda concretizar algún acuerdo para defraudar al Estado.

En tal sentido, un elemento central de la concertación ilícita es el acuerdo subrepticio, con lo cual se hace referencia a la direccionalidad del proceso a favor de un particular interesado, que es la finalidad central del pacto. Elemento que ha sido asumido por la Corte Suprema de Justicia, mediante el R. N. N° 1296-2007-Lima, de la Segunda Sala Penal Transitoria:

[la concertación] que implica ponerse de acuerdo con los interesados, en un marco subrepticio y no permitido por la ley, (…) determina un alejamiento del agente de la defensa de los intereses públicos que le están encomendados, y de los principios que informa la actuación administrativa.

De esta manera, el acuerdo siempre debe estar referido a la forma o modo del proceso contractual en cualquiera de sus fases, sin requerir de un beneficio para los funcionarios o terceros interesados. Así, la concertación se puede realizar en cualquier etapa (Martínez Huamán, 2017, p. 271), como lo menciona la Corte Suprema de Justicia, a través de la sentencia recaída en el R. N. N° 1527-2006-Del Santa:

[E]l concierto, en los marcos de una contratación pública, se puede producir durante todo el procedimiento de adquisición, que implica el acto de la toma de la decisión para adquirir determinados bienes, el acto de adquisición y celebración del contrato, el acto de consolidación de la misma, el acto de entrega y de control de lo adquirido y, finalmente, el acto de validación o confirmación de lo adquirido y ulterior pago final del producto; el ámbito de actuación es extenso y en cualquiera de esas fases de la contratación pública puede producirse el concierto punible.

De posición contraria es Pariona Arana (2017) sobre el particular, quien indica: “[e]l pacto ilegal entre el funcionario y el interesado tiene por cometido defraudar al Estado, a través del beneficio indebido otorgado al interesado que pone en riesgo los intereses económicos del Estado” (p. 50). Consideramos que dicha interpretación resulta errónea, debido a que el beneficio no forma parte del sentido del delito de colusión, más aún si el tipo penal no lo exige. Igualmente, Castillo Alva (2017) menciona que: “la concertación debe ser de manera tal que las condiciones de contratación se establezcan deliberadamente para beneficiar a particulares en detrimento del estado” (p. 243).

Cabe indicar que sin el consentimiento del funcionario y el particular interesado para realizar una actividad contraria al proceso regular de la actividad contractual, no se configurará el delito de colusión. Al respecto, tenemos, por un lado, al funcionario que con su conducta privatiza la actividad funcionarial, normalmente para beneficio de particulares o propios, en perjuicio del Estado (Montoya Vivanco, 2008, p. 97) y al particular que interfiere en la Administración Pública, generalmente para que salga favorecido con el contrato público.

De este modo, por más que uno de los dos sujetos activos presente una predisposición para direccionar el proceso administrativo a favor de uno de los concursantes, no se configurará el delito de colusión (Crespo Barquero, 2002, p. 2424; Rojas Vargas, 2007, p. 413). Es irrelevante jurídico-penalmente, como se señala, de quién haya nacido la propuesta concertadora; lo primordial es que ambos sujetos lleguen a un acuerdo ilícito (Vizueta Fernández, 2013, p. 278; Sánchez Melgar, 2006, p. 2285). Sobre el elemento antes señalado tenemos el pronunciamiento del Tribunal Supremo español N° 168/1994, citado por Sánchez Tomás (2010, p. 481), en el cual se ha reiterado que: “La acción típica del precepto cuestionado, es el concierto, el ponerse de acuerdo el funcionario con los interesados o especuladores, por lo que es preciso que efectivamente se haya producido el concierto”.

Cabe aclarar, con lo que respecta a este elemento, que no se penaliza toda tratativa entre funcionario y tercero interesado dentro del proceso de contratación pública, sino solo aquellas que no están estipuladas en el proceso administrativo.

Algunos autores consideran que el acuerdo debe contener un interés económico (en ese sentido, Martínez Arriera, 2007, p. 3175); sin embargo, el tipo penal no exige tal sentido en el pacto, pues conforme al bien jurídico penalmente protegido, lo primordial en dicho acuerdo es defraudar aquella expectativa que se tiene en el regular procedimiento dentro de un contrato público. De la misma forma, el acuerdo no requiere de una precisión sobre los actos a realizar que afectarán el proceso administrativo; no se requiere establecer los bienes, monto económico, acto administrativo que permitirán que el tercero interesado, o la empresa a la cual representa, obtenga la buena pro o el pago del bien o servicio establecido en el contrato.

Y es que la expectativa que se tiene sobre la actividad en el escenario de contratación no se encuentra relacionada a la protección del patrimonio, donde sí se tiene que establecer el bien o el beneficio económico que obtendrá el interesado, sino a la desviación en la conducta del funcionario público en el marco del proceso de contratación pública.

El siguiente elemento dentro de la concertación es la idoneidad del acuerdo para generar un riesgo al proceso de la contratación pública, lo que supone desviarse de la defensa de los intereses públicos encomendados (Salinas Siccha, 2011, p. 131) y de los deberes que informan la actuación pública en el contexto de las contrataciones. Tal idoneidad debe ser analizada desde una perspectiva ex ante; por lo que resultaría jurídico-penalmente relevante llegar a un acuerdo a fin de que el funcionario ejecute una actividad que perjudique el correcto desarrollo de sus funciones en el ámbito de las contrataciones públicas como, por ejemplo, actuar de forma menos ventajosa para los intereses del Estado en estas.

Así, la actividad funcional tiene que ser la más adecuada para su representado (el Estado) en la contratación, no solo en el sentido cuantitativo (económico), sino también en el sentido cualitativo (el mejor servicio). De acuerdo con lo dicho, cuando hacemos referencia al riesgo que la conducta tiene que englobar, aludimos a la capacidad para afectar la expectativa normativa protegida, cual es la expectativa sobre el adecuado comportamiento del funcionario en el ámbito de las contrataciones públicas, lo que genera la relevancia de la intervención del Derecho Penal, y en dicho contexto, se exige de los participantes –funcionario y particulares– que no defrauden la expectativa que pesa sobre ellos, nacida de los deberes inherentes que genera la actuación en los escenarios de contratación estatal.

Ingresar a dicho marco les genera una serie de deberes que tendrán que cumplirlas, siendo el primordial no coludirse ilícitamente. Por ejemplo, el funcionario y particular interesado que acuerdan direccionar el proceso de contratación pública a fin de otorgar la buena pro a la empresa que representa el particular, a pesar de no cumplir con las especificaciones técnicas, lo cual resulta idóneo para afectar el proceso administrativo de contratación.

Al respecto, debemos indicar que somos de la posición que la idoneidad del acuerdo no debe estar vinculada a la afectación del patrimonio del Estado, pues lo protegido por la norma penal es la expectativa que se tiene por parte de la sociedad en cuanto a los deberes que posee el funcionario en la contratación pública y no el patrimonio, por lo que la idoneidad tendrá que relacionarse con la afectación al adecuado desarrollo del proceso de contratación pública. De este modo, pesan sobre el funcionario público distintos deberes en el desarrollo de estas actividades (transparencia, imparcialidad, elegir la mejor propuesta técnica y económica, etc.).

De esta forma, la concertación será idónea si afecta a cualquiera de las normas que regulan el correcto desarrollo del proceso de contratación pública. Por ese motivo, no consideramos acertado que la idoneidad de la concertación se centre solo en el aspecto patrimonial de la contratación, sino que la concertación debe estar vinculada a la afectación del propio desarrollo de esta, lo cual parte de la comprensión del bien jurídico penalmente protegido (expectativa normativa).

Algunos autores estiman que la afectación necesariamente debe estar vinculada al patrimonio, pues ello se desprendería del segundo párrafo del artículo 384 del CP (defraudare patrimonialmente al Estado). Postura que consideramos poco acertada, pues no se puede partir de la agravante para establecer el sentido del injusto penal del tipo base del artículo mencionado, que para el delito de colusión se encuentra en el primer párrafo del artículo 384 del CP. La lógica de las agravantes, y por ende de su mayor reprochabilidad, se debe a la afectación de distintos ámbitos de protección de la norma, en el caso del delito de colusión agravada sería: i) la expectativa social que pesa sobre el actuar del funcionario en las contrataciones públicas, y ii) la expectativa de que no se afecte el patrimonio del Estado en el marco de las contrataciones públicas. En tal sentido, así como el legislador ha establecido el perjuicio patrimonial como forma agravada del delito de colusión, también pudo establecer como agravante que la contratación pública se circunscriba a fines asistenciales, programas de apoyo o inclusión social. En consecuencia, la agravante no puede determinar el sentido de protección de la norma penal de colusión.

De tal manera, lo que propiamente se protege es la expectativa de conducta de que los intervinientes (funcionario y particular) en el proceso administrativo de contratación no abusarán de las facultades que les son conferidas por su posición, para concertarse ilícitamente defraudando al Estado. De esta forma, el funcionario público tiene que procurar que dentro del cumplimiento de sus deberes, en el ámbito de una contratación estatal, no se derive ningún output que afecte al Estado (el adecuado y normal desarrollo de todas las fases del proceso de contratación pública), así como evitar que terceras personas pongan en peligro el regular desarrollo de este proceso a su cargo, fomentando la relación jurídica con el espacio institucional puesto a su disposición.

La posición especial que ocupa el funcionario lo obliga (deberes) a no dañar al objeto (contrato público) sometido a su esfera de protección, así como a fomentar o favorecer “la relación jurídica que une al funcionario con el segmento de la función pública confiado a su esfera personal” (Caro John, 2015, p. 30). En tanto que el particular tiene el deber de participar del proceso administrativo de contratación pública sin infringir los deberes que adquiere con la calidad de concursante, específicamente de no formar pactos ilícitos con los funcionarios para defraudar al Estado.

Vinculado a lo antes mencionado, tenemos que establecer la relación entre el pacto ilícito y la probabilidad de afectación al Estado, entendido como la desviación del normal desarrollo del proceso de contratación pública, para ello se tendrá que hacer uso de la imputación objetiva, y en tal sentido establecer si lo acordado por los sujetos activos genera un riesgo jurídico-penalmente relevante al Estado. Así, si del acuerdo entre las partes se establece una determinada acción por parte del interesado y este rebasa lo estipulado en el acuerdo, por ejemplo, a nivel de ejecución del contrato, hace entrega de bienes muy por debajo de lo pactado, en el cual se estableció que entregue un bien con valor o calidad de siete, y el interesado sobrepasa el mismo y entrega un bien con un valor de tres, solo le será imputable al funcionario, como delito de colusión, lo referente al valor de siete, lo demás será imputable al interesado por la comisión de otro delito. De opinión diferente y considera que en dicho ejemplo el funcionario no ha creado un riesgo jurídicamente relevante de la infracción de sus deberes especiales es García Cavero (2008, p. 49).

Otro ejemplo exagerado de la importancia de la imputación objetiva sería el caso en el cual el funcionario y el particular interesado llegan a un acuerdo para señalar que van a recurrir a un brujo para que los demás concursantes no se aparezcan en la presentación de las propuestas técnicas y económicas, y de esa forma obtener la buena pro con un precio muy elevado al establecido por el mercado. En tal ejemplo, como es evidente, no se configuraría el delito de colusión simple, aun cuando el fin de ambos sea perjudicial a los fines del Estado.

De esta manera, lo relevante es lo objetivo de la conducta, en cuanto a la idoneidad del acuerdo para afectar (posibilidad de poner en peligro) la expectativa que se tiene sobre el adecuado desarrollo de la Administración Pública vinculada a la contratación pública, con el conocimiento (como deber de conocer) de ambos sujetos sobre la relevancia de su conducta. Si no existe idoneidad en la concertación no será jurídico-penalmente relevante, sin menoscabo de que pueda serlo administrativamente. Otro ejemplo sería el acuerdo para que no se comunique adecuadamente a los otros concursantes sobre las fechas del proceso de contratación pública, de tal forma que no puedan remitir el día establecido las propuestas técnicas o económicas, afectando el normal desarrollo del proceso de selección, a fin de favorecer al particular interesado con quien se concertó.

Para culminar esta parte del análisis, muchas veces se puede apreciar –a nivel doctrinal y jurisprudencial– la exigencia de los siguientes componentes: “conducta colusoria que tenga como propósito defraudar” o “aptitud lesiva de la conducta”; los cuales no deben ser entendidos en un sentido volitivo o como elemento de trascendencia interna del sujeto activo, pues, conforme lo mencionado líneas atrás, lo determinante es la idoneidad (potencialidad) para afectar el desarrollo del proceso de contratación pública; la defraudación debe comprenderse en el contexto objetivo en el cual se desarrolla la conducta, el marco de ilicitud que la rodea y no un elemento subjetivo del injusto, no es la finalidad (tendencia) perjudicial que busque el autor lo que hace (y hará depender) la ilicitud de la conducta, sino el contexto ilícito en el que se desarrolla. Ya en la jurisprudencia peruana se ha establecido que no se requiere de ningún ánimo (de lucro) en el delito de colusión (Castillo Alva, 2008, p. 174). Así, del contenido de la sentencia emitida por la Corte Suprema de Justicia en lo penal, citado por Catalán Sender (1998), se desprende:

El sujeto activo en el delito de colusión, al concertarse, puede actuar con evidente codicia o con intencionalidad extraeconómica que buscan perjudicar al Estado. Si bien no se necesita acreditar el lucro o el provecho obtenido por el sujeto activo, sí deberá acreditarse el dolo directo del agente tanto del negociador público oficial como del interesado. Igualmente, tenemos la Sentencia del Tribunal Supremo español, del 16 de febrero de 1995, cuando señala: “no es necesario, pues, interés personal alguno en el sujeto activo, pudiendo actuar sin ánimo de beneficio propio, ya que es un delito de mera actividad que se consuma simplemente con que exista la concertación de voluntades (p. 83; en ese mismo sentido Sánchez Lázaro, 2016, p. 717).

Tal comprensión de la parte subjetiva plantea la posibilidad de que la conducta pueda configurarse como dolo en sus distintos grados, pues considerar que, además, debe estar presente un elemento adicional subjetivo del tipo, determinaría que no pueda establecer el delito en grado de dolo eventual. Al respecto, parte de la diferencia entre dolo eventual y culpa consciente desde la indiferencia como criterio determinante, Caro John (2010) cuando señala:

Significa que en el dolo eventual el autor se representa como probable un resultado, pero a causa de su indiferencia llega a realizarlo. Por su parte, lo que distingue a la culpa consciente es que el autor al representarse como probable un resultado, prosigue su ejecución con negligencia o descuido, mas no así con indiferencia. (pp. 178-179)

Consideramos que en el aspecto subjetivo (dolo) solo deben entrar a tallar –más allá de lo que quiso el agente o la voluntad final que tuvo el mismo con su conducta– los deberes de conocimiento del agente (lo que debía saber) sobre la relevancia de su conducta –en el contexto social en el cual se enmarcaba– para la afectación de la expectativa social penalmente protegido. Esta posición ha sido seguida por la jurisprudencia peruana, a través de la sentencia emitida por el Primer Juzgado Unipersonal de Lima, en el Exp. N° 0007-2011, citada por Huamán Castellares (2014, p. 134):

En cuanto al tipo subjetivo, esto es, se requiere que el sujeto activo del delito actúe con “dolo”. En el presente caso el tipo penal exige que la conducta sea dolosa y una de las características de la imputación subjetiva, es la atribución de sentido normativo del conocimiento, por lo que, el único conocimiento válido que interesa al derecho penal, no es otra cosa, que el actuante “debía saber”, “debía conocer”, en el contexto social de su acción, no lo que “sabía” o lo que “conocía”; cuando este es el criterio determinante, la imputación subjetiva completa su contenido como atribución de un sentido normativo al conocimiento configurador del tipo penal.

Ello va de la mano con la estructura del tipo penal, el cual se encuentra configurado como un delito de peligro abstracto (idóneo), por medio del cual no se requiere un daño material al objeto del delito, sino la afectación al bien jurídico penalmente protegido, que –como se mencionó– se enmarca en la expectativa sobre el adecuado comportamiento de los participantes (funcionario y particulares) en todas las fases de la contratación pública, es decir el cumplimiento de los deberes que se generan al ingresar en estos procesos, siendo la primordial la de no coludirse ilícitamente.

Esta interpretación ha sido en cierta parte respaldada por el Tribunal Constitucional peruano, que en su sentencia ante la demanda de Inconstitucionalidad Exp. N° 00017-2011-PI/TC, señaló en lo referente a la defraudación en el delito de colusión, que no es la afectación del patrimonio en concreto, sino el cumplimiento de los deberes del funcionario:

30. (…) debe quedar nula y sin efecto la referida disposición en cuanto menciona el término “patrimonialmente”, a fin de –sin alterar en lo sustancial el contenido de lo dispuesto por el legislado– orientar la interpretación de la disposición evitando vaciar de contenido los fines constitucionales que son de protección al sancionar actos contra los deberes funcionales en el ámbito de la contratación pública.

Además, ya a nivel de convenios internacionales se ha establecido que no es necesario que exista un perjuicio real al patrimonio del Estado, pues ello no colabora a una lucha eficaz contra la corrupción, así tenemos que en el artículo 3 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción se señalaba que: “Para la aplicación de la presente Convención, a menos que contenga una disposición en contrario no será necesario que los delitos enunciados en ella produzcan daño o perjuicio patrimonial al Estado”.

En lo que respecta a la colusión agravada, no es suficiente la concertación, sino que se requiere de una defraudación patrimonial al Estado, el cual desde luego debe formar parte de la creación de un riesgo jurídicamente desaprobado producto de la concertación entre funcionario público y particular interesado. Al respecto, si la defraudación patrimonial no puede ser atribuida a los participantes producto de la concertación, no se podrá establecer la colusión agravada, sino la colusión simple. Por tanto se entiende por defraudación en la colusión agravada el perjuicio económico para el Estado. Cabe señalar sobre este punto, que propiamente el perjuicio patrimonial no forma parte el centro de comprensión del delito de colusión, sino que, debido a su mayor lesividad, por su carácter pluriofensivo (el acuerdo ilícito y el patrimonio), genera un mayor grado de reprochabilidad sobre el autor, al no solo afectar la expectativa de no concertarse en el marco de una contratación pública, sino que además afecta al patrimonio estatal, generando un mayor grado de dañosidad social, y, por ende, la aplicación de una pena mayor.

Adicionalmente, debemos indicar que la defraudación patrimonial debe ser entendida no solo como la disminución del patrimonio estatal, sino, también, como la posibilidad de aumento del patrimonio del Estado, pues en los casos que el Estado venda un bien o realice una prestación (por ejemplo, una subasta) se busca el beneficio acorde con los parámetros que el mercado establezca. Es decir, también se configura el ilícito cuando el funcionario y el particular interesado hayan acordado la venta de un bien público donde el Estado ha dejado de obtener beneficios pertinentes, encontrándose en la posibilidad de obtenerlos (Salinas Siccha, 2011, p. 129). Esta línea de interpretación también es tomada en otras legislaciones que regulan una figura similar como el delito de colusión. Así, tenemos que la legislación chilena también ha señalado, para su artículo 239 del CP, la posibilidad de afectar al Estado cuando se acuerde sobre un perjuicio consistente en la privación de un lucro legítimo o cesante (Mayer Lux, 2007, p. 216; Rodríguez Collao & Ossandón Widow, 2008, p. 420).

Continuando con las características de la concertación, algunos autores (Paz Panduro & Rosas Ruiz, 2006, p. 174; Rodríguez Hurtado, 2007, p. 269; Abanto Vásquez, 2003, p. 313) y en un mismo sentido la jurisprudencia, consideran que la actividad colusoria debe realizarse en un espacio de clandestinidad, elemento que no compartimos, pues no necesariamente el funcionario y el particular tienen que ocultar el acuerdo ilícito ante los demás. Puede suceder que, como ocurre en algunos países, la corrupción sea tan usual en la Administración Pública –y hasta forma parte de funcionamiento de las estructuras sociales– que se tiene por conocidas a las empresas que van a resultar favorecidas con determinados contratos, pues ya se conoce previamente que han llegado a un acuerdo ilícito con los altos mandos. Incluso, puede suceder que el funcionario sea una persona temeraria o indiferente, y en ese sentido, haga público la concertación, y no por ello no se va a configurar el ilícito penal, ya que el Derecho Penal no premia a los temerarios con la impunidad. Establecer como elemento de la concertación la clandestinidad no hace más que limitar el radio de actuación de la norma para espacios que desde un inicio pretende regular, pues lo relevante es el acuerdo que direcciona o acomoda el proceso administrativo a favor de una persona natural o jurídica.

Si bien el acuerdo no requiere de clandestinidad, ello no implica que para razones de imputación penal se establezcan las circunstancias específicas en las que se desarrolló la concertación (tiempo, lugar y modo), pues normalmente (para cuestiones probatorias) estos casos se realizan de forma secreta, lo cual, como se ha mencionado, no es un elemento del tipo. Por ello, en la mayoría de casos el hecho se determina a través de prueba indiciaria, que permite establecer que efectivamente se ha realizado un acuerdo entre el funcionario público y el tercero interesado, debido a que se cuenta con que las bases han sido manipuladas a fin de direccionar el proceso de contratación o se ha otorgado la conformidad de servicios a pesar de que la empresa no ha cumplido con la entrega de los bienes establecidos en el contrato, etc.

Por otro lado, un elemento que tiende a ser incluido dentro de la concertación es el fraude (engaño); estableciendo con ello que dentro de la concertación debe desarrollarse una actividad engañosa para con la Administración, es decir un mise en scène (Castro Moreno, 2011, p. 31), la que permitirá tener al Estado en una situación de error, con la correspondiente posibilidad de perjudicarla económicamente. En tal sentido, señalan que en caso de que no se despliegue una conducta engañosa, no se configuraría el delito colusión. Sobre lo mencionado, somos de la posición de que se viene confundiendo el delito colusión como un subtipo de estafa, y por ello la exigencia de engaño, tanto es así que –determinados autores– consideran en España que de darse materialmente el perjuicio económico para el Estado producto de la concertación, se configuraría propiamente un delito de estafa. Algo totalmente alejado de lo que la norma penal busca proteger, debido a que lo único que hace es generar inefectividad de la norma, ya que con la misma no se pondría en práctica la actuación de la administración de justicia ante el incumplimiento de la norma, pues se exigiría el engaño para su configuración, algo que no se encuentra como elemento de la concertación; por lo que no cubre de forma adecuada los elementos constitutivos del delito de colusión.

Cabe precisar, siguiendo al profesor y maestro Díez Ripollés (2003, p. 95), que la diferencia entre efectividad y eficacia de la norma es que la efectividad persigue la puesta en práctica o vigencia de la norma, mientras que la eficacia busca la obtención de los objetivos de tutela perseguidos por la norma.

Como se sabe, para la realización de la conducta típica del delito de estafa se requiere que el sujeto activo haga caer en error al sujeto pasivo, utilizando como medio el engaño, haciendo que de forma “libre” le entregue el bien de carácter económico, lo cual desenlaza en un perjuicio patrimonial para el sujeto pasivo, y en un provecho ilícito para el agente delictivo o de un tercero. Conducta no desplegada por el funcionario en el delito materia de análisis, pues él no induce en ningún momento a error, por medio del engaño, al sujeto pasivo (Estado) para recibir de manera voluntaria su patrimonio; sino todo lo contrario, el funcionario dispone ya del patrimonio, que le ha sido entregado con base en una representación a nombre del Estado en el acto contractual. El funcionario –al hacer uso de las facultades concedidas– genera, de forma dolosa, un perjuicio para su administrada (Estado); pero no apropiándose del patrimonio, sino disponiendo ilícitamente del mismo a través del direccionamiento del proceso administrativo a favor de un tercero interesado.

Por lo tanto, no se aprecia en el delito de colusión una relación de engañador-engañado, necesario para la configuración del delito de estafa, sino que existe una relación jurídica, basada en la representación de funcionario en el acto contractual, que nace de manera unilateral por parte del sujeto pasivo (Estado) para que el funcionario administre de forma adecuada (cautelosa), y en interés de su administrada, los recursos patrimoniales en el contexto de los contratos públicos.

Aquí lo que se desarrolla es que el Estado pone de forma libre el patrimonio público en disposición del funcionario, para que este a su vez, dentro de sus deberes y funciones, realice la selección de una persona natural o jurídica para la prestación de un servicio o compra de bienes más beneficioso para el Estado. Por ello, el funcionario debe actuar –en el marco de las contrataciones– de forma parcializada, en interés del Estado, ya que su relación en la compra de bienes o prestación de servicios es la de ser una de las partes de la negociación.

En el mercado, el Estado es un sujeto más, que busca obtener un bien en buena calidad y a mejor precio. En tal sentido, resulta que no se puede exigir al funcionario actuar con imparcialidad, pues no se parte de una relación vertical con respecto a terceros, sino de una posición horizontal dentro del mercado. De esta forma, lo que propiamente acaece en el delito de colusión es un quebrantamiento de los deberes inherente al funcionario a través de un abuso del cargo en el contexto de la actividad contractual, elemento que no se encuentra en el delito de estafa.

Podríamos sintetizar en dos componentes la actuación del funcionario dentro del ámbito de las contrataciones públicas: i) actuar a favor de los intereses del Estado, y ii) dentro de su actuación, respetar los marcos legales establecidos.

Lo que sí se podría encontrar en la conducta del funcionario es una administración desleal (Martínez Huamán, 2009, p. 333) del patrimonio estatal, un untreue a nivel de la Administración Pública. Es decir, un abuso de las facultades de disposición delegadas por la Administración en el escenario de los procesos de contratación. Posición que viene siendo asumida cada vez más por la doctrina y jurisprudencia, ya que como se ha mencionado el funcionario actúa en nombre y en interés del Estado en las contrataciones públicas, algo muy similar a lo que sucede en las prácticas de la administración privada, donde muchas veces se observa cómo administradores direccionan la compra de bienes para sus administradas a favor de una empresa con la cual previamente se ha concertado, generando graves perjuicios a los accionistas de la empresa administrada.

La interpretación del delito de colusión como una gestión desleal ha tenido eco en la jurisprudencia española; así, en el Auto de Procesamiento de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife, del 12 de mayo de 2008, citada por Castro Moreno (2011, p. 34) se ha establecido que el delito de fraude funcionarial (colusión) es propiamente un delito de administración desleal: “Se pone nuevamente de manifiesto la deficiencia técnica legal para regular el problema de administración desleal: también aquí [fraude funcionarial] se trata de administración desleal”.

Sin embargo, lo que se puede observar, a diferencia de la administración desleal (art. 295 CP español y art. 198 CP peruano), es que en la colusión el legislador ha adelantado las barreras de punibilidad, por exigencias sociales, al acto de concertación, es decir al acto de acuerdo entre el funcionario y el particular; ello en un inicio por el rol que juega la Administración Pública en el desarrollo de los contactos sociales (la estabilidad social), específicamente en el marco de los contratos públicos. Consideramos que se legitima la intervención del Derecho Penal dentro del ámbito de las contrataciones públicas, y en tal sentido el adelantamiento de las barreras de punición, ello teniendo en cuenta nuestra realidad peruana, tanto estadísticamente como valorativamente (Martínez Huamán, 2015, p. 383 y ss).

III. Concertación por omisión

Un punto por demás debatible lo encontramos en la posibilidad de que bajo el concepto de concertación pueda encuadrarse una conducta omisiva (comisión por omisión). En la doctrina existe la posición mayoritaria de establecer que bajo la concertación no puede encajar un acto omisivo, debido a que la concertación lleva implícito un acuerdo entre las partes, acuerdo que solo puede darse de forma activa, expresando la voluntad de llegar a una meta común. Igualmente, la jurisprudencia peruana ha establecido la imposibilidad de que el acuerdo colusorio pueda cometerse por omisión.

Al respecto, y conforme a la metodología asumida por el autor (Martínez Huamán, 2016, p. 90), consideramos que no es relevante jurídico penalmente establecer una diferencia entre acción y omisión, sino que lo esencial es la expectativa que pesa sobre una determinada persona en un contexto social específico. Así, por ejemplo, el caso conocido del encargado ferroviario que ocasiona un accidente; la relevancia penal está determinada por el incumplimiento de sus deberes, siendo indiferente si el mismo colocó las agujas incorrectamente (acción) o dejó de colocar las agujas correctamente (omisión) para detener el avance del tren y arrollar a la persona que se encuentra adelante. Como señala Sánchez-Vera Gómez-Trelles (2002), la acción u omisión “no juega ningún papel en la valoración jurídica del suceso” (p. 73). Lo relevante son las expectativas que se tiene sobre una persona, es decir el cumplimiento de sus deberes. De esta manera, en el funcionario pesa un deber especial derivado de la posición en la que se encuentra, del cual se deriva una responsabilidad institucional. Esta posición ya ha sido asumida por la Corte Suprema de Justicia del Perú; así, tenemos que el R. N. N° 4564-2007, del 26 de marzo de 2008, estableció sobre el delito de colusión que es: “un delito de infracción de deber, integrado por un deber positivo o deber institucional específico que delimita el ámbito de competencia del actuante, circunscribiendo al rol especial de funcionario o servidor público”.

En nuestro caso, el deber específico del funcionario es el de no concertarse ilícitamente con el particular en el marco de las contrataciones públicas. Por consiguiente, el funcionario que por razón de su cargo interviene en una contratación pública deberá velar por el cumplimiento de sus deberes, no importando si el acuerdo ­(fenomenológicamente) se realizó mediante una acción u omisión. Por ejemplo, el funcionario encargado manifiesta al tercero interesado que las tratativas se harán con una persona que es de su confianza, y que el acuerdo a que llegue con esa persona será asumido en su plenitud por él. Al respecto, tenemos que si bien el funcionario no ha participado de forma personal en la tratativa, sí ha infringido sus deberes al permitir que lo representen y, por ende, sí se configura el hecho delictivo.

Consideramos que la doctrina nacional implícitamente establece que el delito de colusión es un delito de propia mano, lo cual sin lugar a dudas nos remite a un sentido naturalístico del acuerdo, algo fuera del contexto actual de nuestra sociedad, donde normalmente los funcionarios se valen de terceros (cómplices) para llegar a un acuerdo. En estos supuestos, el funcionario competente infringe su deber a través de la conformación de su ámbito de libertad para direccionar un proceso de contratación, nacido del acuerdo entre el cómplice con el tercero interesado, configurándose el delito de colusión. Ello es así, porque el funcionario creó un riesgo no permitido al delegar determinadas atribuciones al cómplice (creación de una fuente de peligro) para arribar a un acuerdo con el tercero interesado. Sobre esto último, véase el interesante artículo de Torres Mendoza (2016, p. 125), donde indica la posibilidad de responsabilidad penal fundamentada en un deber de vigilancia de una fuente de peligro, incluso cuando es un sujeto imputable, pero bajo la figura de la autoría mediata por omisión.

Otro ejemplo lo tenemos en los casos que el funcionario encargado del proceso de contratación delega sus atribuciones a un funcionario incompetente en el desarrollo del procedimiento administrativo, ejemplo clásico en de los delitos económicos, de tal forma que el funcionario al que se le delega facultades no tiene los conocimientos necesarios sobre el desarrollo del proceso de contratación o es un funcionario acostumbrado a la realización de pactos ilícitos, siendo que este último aprovecha de su posición y se colude con el particular, omitiendo el funcionario delegante supervisar el adecuado desarrollo de las actividades de este último (deberes de vigilancia y control) o instigando al funcionario a realizar actos, desconociendo este último el sentido ilícito de los mismos. Consideramos que en esos casos también se configura el delito de colusión, resultando responsable también el funcionario delegante, situación que es aceptada en los delitos económicos y que –consideramos– debe ser asumida en delitos contra la Administración Pública, a fin de no generar vacíos de impunidad.

Por otro lado, un ejemplo, a nivel de órganos colegiados en la Administración Pública (comité de selección) nos lo propone Rojas Vargas (2007), si bien con una metodología finalista distinta a la adoptada por nosotros:

En el caso de existir un colegiado de negociadores públicos para una operación contractual, el silencio o la omisión de denunciar que adopte uno o varios de ellos ante la conducta ilícita asumida por los demás, dada la especial posición de garante que asumen dichos funcionarios, puede configurarse un estado de coautoría en el delito con base en una omisión impropia o comisión por omisión, de conformidad con lo indicado en el artículo 13 del Código Penal. (p. 409)

Al respecto, consideramos que a nivel de los órganos colegiados (comité de selección) el sentido de la comisión de un hecho ilícito, como en el caso de la colusión, debe partir de la comprensión de la decisión como significado único que toma el colegiado, donde la responsabilidad sobre, por ejemplo, la decisión de otorgar la buena pro en un proceso de contratación púbica se comparte entre todos sus integrantes, por lo que sus obligaciones (ámbitos de competencia) se encuentran conectados.

Por consiguiente, si uno de los funcionarios del órgano colegiado puede apreciar que el marco de la decisión que viene tomando se encuentra direccionado, producto de un acuerdo ilícito de los otros funcionarios con el tercero interesado, y a pesar de ello vota a favor o en blanco, de tal forma que permite el otorgamiento de la buena pro, será responsable del delito de colusión, debido a que su conducta se encuentra enmarcada a favorecer dicho pacto. Sobre este último punto, el contexto marcadamente delictivo determinará el carácter ilícito de la omisión realizada por el funcionario al no salvaguardar el bienestar de la Administración Pública; y es que el contexto marcadamente ilícito trastoca el ámbito de los deberes que en un inicio tiene el funcionario, ampliándolos para no afectar el bien jurídico que se encuentra en su esfera de protección.

Los autores que no están de acuerdo con la posibilidad de que se pueda configurar una concertación mediante omisión, plantean en el ejemplo antes mencionado que nos encontramos, no ante un delito de colusión, sino ante un delito de omisión de denuncia u omisión de deberes funcionales, ya que fenomenológicamente no existe tratativa alguna entre en funcionario y el particular, sino que existe tratativa entre los otros funcionarios y el particular.

Al respecto, consideramos que el funcionario no solo tiene como deber no lesionar las expectativas que se tiene sobre su actuar en el ámbito de las contrataciones a través de un acuerdo en sentido comisivo, sino que además debe velar porque no se afecten las expectativas a través de actos omisivos. Así, el acuerdo puede tener vinculación a una tratativa comisiva, pero pueden existir tratativas tácitas, y por ende omisivas. Por ejemplo, si nos encontramos en el marco de una Administración Pública con un elevado nivel de corrupción donde las prácticas colusorias no acarrean necesariamente concertarse de forma directa y por medio de tratativas, sino que ya existe un “cuadro de precios” a pagar a los funcionarios para concederles los vistos positivos para que obtenga la buena pro de un proceso administrativo. En este caso consideramos que sí se configura el acto de concertación, por la posición especial que ocupa el funcionario, y los deberes especiales que emergen de esa posición.

IV. Conclusiones

Conforme se ha podido establecer en el presente trabajo, la concertación engloba una serie de elementos que resultan de vital importancia para la configuración del delito de colusión (subrepticio e idóneo). Además, determinadas características de la concertación, asumidas jurisprudencial y doctrinariamente, como el engaño y la clandestinidad, no son compartidas por nosotros, pues en nada se relacionan como el sentido del delito de colusión, cual es la conjunción de voluntades entre funcionario competente y particular interesado en un proceso de contratación pública.

Finalmente, se admite la configuración del delito de colusión mediante actos omisivos, tomando en cuenta que lo primordial en el delito es el deber (ámbito de competencia) que pesan sobre el funcionario, más allá de si la infracción se realice mediante un hacer u omitir.

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