El nuevo delito de sicariato y los esfuerzos político-criminales para sancionar los homicidios cometidos por lucro, precio, recompensa y codicia
Silfredo Hugo Vizcardo* **
El autor examina diversos aspectos relativos a los delitos de sicariato y de conspiración y ofrecimiento para el sicariato (artículo 108-C del CP), recientemente incorporados por el Decreto Legislativo N° 1181 (del 27 de julio de 2015); en tal sentido, examina cuestiones como el bien jurídico protegido, su tipicidad objetiva y subjetiva, modalidades, agravantes, así como las dificultades para diferenciar el delito de sicariato de los ya existentes asesinato por lucro y por codicia (artículo 108 inciso 1 del CP).
MARCO NORMATIVO
Código Penal: arts. 108, 108-A, 108-B y 108-C.
I. Fundamentos conceptuales generales
1. La seguridad e inseguridad ciudadana
“Se conoce como inseguridad a la sensación o estado que percibe un individuo o un conjunto social respecto de su imagen, de su integridad física y/o mental y en su relación con el mundo” (Instituto de Defensa Legal 2005, p. 46). Es una sensación de carácter psicológico ligada a un sentimiento de vulnerabilidad ante la posibilidad de ser víctima de un acto delincuencial, que suele estar íntimamente vinculada con la psiquis y el estado mental de un individuo (lo que está íntimamente aparejado con sus vivencias, experiencias, entorno relacional y aspectos de personalidad).
La inseguridad es a menudo producto del incremento en la tasa de delitos y crímenes, o del malestar, la desconfianza y la violencia generados por la fragmentación de la sociedad. La inseguridad ciudadana surge y se define en la actualidad como “un fenómeno y problema social en sociedades que poseen un diverso nivel de desarrollo económico, múltiples rasgos culturales y regímenes políticos de distinto signo, no se pueden establecer, por tanto, distinciones simplistas para caracterizar factores asociados a su incremento y formas de expresión” (Paternain y Rico 2012, p. 69)
La inseguridad afecta la esencia misma de la dignidad humana y la vida en sociedad, de tal manera que es posible afirmar que sin seguridad no hay ejercicio posible e igualitario de los derechos de las personas. Actualmente la temática de la inseguridad es una de las principales preocupaciones en las sociedades contemporáneas, ya que esta constituye una situación que viene presentándose y agravándose desde los últimos veinte años cada vez con mayor frecuencia.
Nuestra sociedad no es ajena a esta problemática, donde los niveles de inseguridad ciudadana se han disparado peligrosamente, denotando en la actualidad una sensación de casi absoluta indefensión del ciudadano con respecto a la criminalidad, que cada día se torna más violenta y trasgresora, y que de manera incontenible (por la desidia e ineficacia de nuestras instituciones de control penal) nos afecta cotidianamente, situándonos como víctimas de robos, extorsiones, secuestros, entre otros delitos violentos, como los referentes al sicariato (nos hemos convertido en “caseritos” del crimen).
Por lo dicho, es necesario, pues, recurrir al concepto de “seguridad ciudadana” que, por el contrario, hace referencia a la acción integrada que ha de desarrollar el Estado, con la colaboración de la ciudadanía y de otras organizaciones e instituciones privadas, destinada a asegurar la convivencia pacífica y la erradicación de la violencia, contribuyendo también a la prevención de la comisión de delitos y faltas. La seguridad ciudadana es una situación social en la que predomina la sensación de confianza, entendida como ausencia de riesgos y daños a la integridad física y psicológica, donde el Estado debe garantizar la vida, la libertad y el patrimonio ciudadano. Consiste en la condición necesaria para el funcionamiento de la sociedad y uno de los principales criterios para asegurar la calidad de vida de todos y cada uno de los habitantes de un país.
La seguridad ciudadana incluye la seguridad jurídica, la seguridad social, la defensa del principio de legalidad, la defensa del medio ambiente, la lucha contra la pobreza, el respeto a los derechos civiles y políticos y el derecho a tener condiciones económicas y sociales que permitan el desarrollo de todas las potencialidades; en síntesis, debe entenderse en su más amplio sentido y no restringirla al simple aspecto físico. La Organización de los Estados Americanos define la seguridad ciudadana como: “La inexistencia de violencia y delito, salvaguardada por el Estado: es aquella situación donde las personas pueden vivir libres de las amenazas generadas por la violencia y el delito, a la vez que el Estado tiene las capacidades necesarias para garantizar y proteger los derechos humanos directamente comprometidos frente a las mismas. Desde un enfoque de los derechos humanos, es una condición donde las personas viven libres de la violencia practicada por actores estatales o no estatales” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos 2009: “Informe sobre seguridad ciudadana y derechos humanos”) (La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 3 prescribe que todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona).
La Constitución Política del Perú consagra que “la persona humana es el fin supremo de la sociedad y el Estado (artículo 1). De esta manera el Estado, a través de sus gobernantes y autoridades, debe otorgar y garantizar la seguridad integral de sus habitantes (el artículo 44 establece: “Son deberes primordiales del Estado: defender la soberanía nacional; garantizar la plena vigencia de los derechos humanos; proteger a la población de las amenazas contra su seguridad; y promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación”).
Por otro lado, de conformidad con los postulados del Acuerdo Nacional, el Estado ha asumido como política: “la erradicación de la violencia y fortalecimiento del civismo y de la seguridad ciudadana y que por lo tanto, se busca consolidar las políticas orientadas a prevenir, disuadir, sancionar y eliminar aquellas conductas y prácticas sociales que pongan en peligro la tranquilidad, integridad o libertad de las personas así como la propiedad pública y privada; propiciando una cultura cívica de respeto a la ley y a las normas de convivencia, sensibilizando a la ciudadanía contra la violencia y generando un marco de estabilidad social que afiance los derechos y deberes de los peruanos”.
Así, en el marco de lo expuesto y con la finalidad de dar cumplimiento a la sétima política del Acuerdo Nacional, el Estado promulgó el 11 de febrero de 2003, la Ley del Sistema Nacional de Seguridad Ciudadana (Sinasec), Ley N° 27933, que en su artículo 2 define a la seguridad ciudadana como: “La acción integrada que desarrolla el Estado, con la colaboración de la ciudadanía, destinada a asegurar su convivencia pacífica, la erradicación de la violencia y la utilización pacífica de las vías y espacios públicos. Del mismo modo, contribuir a la prevención de la comisión de delitos y faltas”.
Como consecuencia de lo anterior, ya no es posible encarar los problemas que afectan a la sociedad compleja desde una sola estructura de toma de decisiones, o de intercambio económico en el mercado, o exclusivamente desde un punto de vista educativo o religioso. La inseguridad no puede reducirse únicamente a los problemas de criminalidad, esta es una problemática compleja: está atada a los problemas de sanidad, de medio ambiente, de urbanismo, de formación; es el resultado de desigualdades crecientes en el acceso a los recursos; pone en juego conflictos de intereses, sobre todo con respecto a la división y al uso del espacio y de los ritmos de la ciudad (tiempo libre por la noche, deportes, prostitución). La inseguridad es un riesgo urbano al que hace falta darle respuestas civiles.
No obstante ello, en los últimos tiempos (básicamente desde la década de los años 80 hasta la fecha), el Estado ha demostrado una absoluta incapacidad para frenar los efectos nocivos de la delincuencia, la que por el contrario se ha arraigado, evolucionado y perfeccionado, llevándonos a la situación actual de una sociedad sumamente violenta, casi al estándar mexicano, colombiano y brasilero. De tal manera que la tan ansiada “seguridad ciudadana”, es al momento más una quimera que una esperanza.
El Estado, denotando su ineficiencia histórica, ha pretendido “solucionar” el problema de inseguridad apelando siempre a la criminalidad primaria inorgánica y a políticas sobrecriminalizadoras indiscriminadas, que lo único que han revelado es incapacidad e inoperancia, arrastrándonos poco a poco a un Estado policial de tinte represivo, renunciando a su obligación preventiva y resocializadora conforme lo manda la Constitución (artículo 139.22), y orientándonos a la vigencia de un “Derecho Penal del enemigo” a ultranza, con desprecio de fundamentales principios penales reguladores del control penal, como el de legalidad y última ratio o mínima intervención. Y ello no es novedad, ya que como bien apunta Gustavo Arocena, “uno de los fenómenos más destacados en la política criminal de los últimos años es la expansión del Derecho Penal, tanto en el ámbito de la criminalización primaria, como en la esfera de las consecuencias jurídicas del delito” (2004, p. 19).
Es este justamente el marco histórico en el que aparece el denominado nuevo delito de “sicariato”, que sitúa su partida de nacimiento en el marco de la Ley N° 30336, mediante la que el Congreso de la República ha delegado en el Poder Ejecutivo la facultad de legislar en materia de fortalecimiento de la seguridad ciudadana, lucha contra la delincuencia y el crimen organizado, y que ha originado el Decreto Legislativo Nº 1181, que modifica el Código Penal, incluyendo ahora los artículos 108-C y 108-D, que incorporan los delitos de “sicariato” y “la conspiración y el ofrecimiento para el delito de sicariato” respectivamente. Nuevamente asistimos pues a la generación de más y más Derecho Penal inoperante, simbólico y completamente carente de una adecuada técnica legislativa; crítica que hiciéramos también cuando se tipificó el delito de feminicidio (artículo 108-B), el homicidio por la condición funcional del sujeto pasivo (artículo 108-A), entre otros, que no hacen sino reafirmar la necesidad de respetar el fundamental principio de reserva de la ley penal [al respecto véase: Hugo Vizcardo 2015].
2. Perspectivas y futuro del Derecho Penal
Para que el Derecho Penal pueda intervenir, con sus graves consecuencias, en la solución o manejo de los conflictos sociales, ha de ser absolutamente imprescindible, “necesario”, puesto que de otra manera la pena constituiría una lesión inútil de derechos fundamentales. Si el Derecho Penal se legitima solo en cuanto protege a la sociedad, perderá su justificación si su intervención se demuestra inútil, por ser incapaz de servir para evitar delitos. Así, el principio de necesidad conduce, pues, a la exigencia de utilidad, lo que plantea la controvertida cuestión de si realmente el Derecho Penal sirve para evitar delitos. Planteamiento que incluso ha llevado a algunos, como Mauricio Martínez, a propiciar la posibilidad de la “abolición del Derecho Penal” (“por abolicionismo se conoce una corriente de la criminología moderna o crítica, que como su nombre lo indica, propone la abolición no solo de la cárcel, sino de la totalidad del sistema de la justicia penal”: Martínez Sánchez 1990, p. 13).
“Si el Derecho Penal de una sociedad democrática se legitima en tanto en cuanto previene la realización de hechos delictivos, es lícito llegar a la conclusión de que el recurso al Derecho Penal (y a la pena) deviene en ilegítimo desde el mismo momento en que se demuestre que es inútil o innecesario en orden a alcanzar el fin que se le asigna” (Zugaldía Espinar 2004, p. 240).
La necesidad de orientar la intervención punitiva del Estado hacia un Derecho Penal mínimo (minimización de la respuesta jurídica violenta contra el delito) constituye una afirmación que, a fuerza de ser repetida por todos los sectores doctrinales, empieza a correr el riesgo de convertirse en un tópico desprovisto de contenido concreto. Sin embargo, existe consenso en torno a la idea de que el Derecho Penal debe ser la última ratio (el último recurso) de la política del Estado para la protección de los bienes jurídicos más importantes frente a los ataques más graves que puedan sufrir (Zugaldía Espinar 2004, p. 202).
El denominado Derecho Penal mínimo no significa que no deba haber Derecho Penal; no significa que debamos prescindir del poder punitivo del Estado. Es esta, ciertamente, una idea ya antigua, y fue Radbruch el que expresaba que lo ideal no era un “Derecho Penal mejor”, sino “algo mejor que el Derecho Penal”. Esto es, lo ideal sería asegurar las libertades sin restringir ninguna. Pero eso, hoy por hoy, no parece posible. Debemos, pues, contentarnos con aspirar al Derecho Penal mínimo, esto es, a las mínimas intervenciones posibles para conseguir tutelar el máximo de bienes jurídicos necesarios para asegurar las libertades de los ciudadanos.
En atención a lo dicho, sostiene García Cavero que, en el debate actual, acerca del destino del Derecho Penal, hay que atender al mismo fundamento del ius puniendi, el que según indica el autor presupone la necesidad del Derecho Penal en la sociedad actual, de manera tal que si el Derecho Penal no fuese necesario, entonces no habría manera de fundamentarlo materialmente. Si bien las tesis mayoritarias sostienen la necesidad del Derecho Penal, la discusión comienza al momento de precisar cuál es esa función social imprescindible. Podría decirse que, en esencia, las posiciones doctrinales discurren entre dos líneas de pensamiento. Por un lado está la corriente mayoritaria que entiende que el Derecho Penal debe proteger bienes jurídicos, entendidos estos como situaciones fácticas valoradas positivamente; o la vigencia de las expectativas normativas defraudadas por los hechos socialmente perturbadores. Con independencia de esta discusión sobre la legitimidad del Derecho Penal, el hecho es que ambas posturas, pese a sus diferencias, consideran necesaria la existencia del Derecho Penal en la sociedad actual (2008, pp. 72-73).
Sin pretender por nuestra parte, intentar vislumbrar el futuro del Derecho Penal (si acaso lo tuviere nos dice Polaino Navarrete 2005, p. 38), hay que apreciar su desarrollo en las últimas décadas a efecto de determinar su adecuación a las modernas sociedades de riesgo y las nuevas tecnologías (avances genéticos, energías, internet, etc.), que podría determinar la necesidad de un Derecho Penal de dos o más velocidades.
Desde la perspectiva del “Derecho Penal deseado”, nos dice Polaino Navarrete (2005, p. 38), puede decirse que el Derecho Penal se caracteriza por un anhelo o una tendencia progresiva a la “racionalización de la intervención penal. En este contexto, el programa que ofrece el Derecho Penal deseado (el sistema penal del futuro) puede resumirse, muy someramente, en las siguientes perspectivas de lege ferenda:
a) La necesidad de una intervención limitada y limitadora del sistema punitivo: minimización cuantitativa de la intervención penal (o sea, minimización de los costes sociales que la pena comporta).
b) La ampliación de las garantías para los ciudadanos: maximización de la prevención (es decir, maximización de los beneficios).
c) La eliminación de medios coercitivos inidóneos para la prevención del crimen.
3. Derecho Penal moderno y la expansión del Derecho Penal
Contemporáneamente, la tendencia generalizada de la doctrina abona por la necesidad de reconducir la intervención punitiva del Estado hacia un “Derecho Penal mínimo”, garantista y democrático. Pero como bien afirma Silva Sánchez, esta expresión empieza a correr incluso el riesgo de convertirse en un tópico desprovisto de contenido concreto, de modo similar a lo acontecido con la famosa –y deformada– frase de Radbruch relativa a la sustitución del Derecho Penal por algo mejor que este. En efecto, poco parece importar, a este respecto, que no se tenga muy claro donde se hallan los límites de tal Derecho Penal mínimo, que, en puridad, según algunas interpretaciones del mismo, conceptualmente tampoco se halla muy lejos de las propuestas que, entre otros, realizara Beccaria hace dos siglos (2006, p. 1-2).
La defensa del denominado “minimalismo penal” se ha asociado, en los últimos tiempos, sobre todo a las posturas defendidas por los seguidores de la Escuela de Frankfurt, quienes se orientan a la defensa de un modelo ultraliberal del Derecho Penal, propugnando su restricción a un “Derecho Penal básico”, cuyo contenido tendría que ver solamente con las conductas atentatorias contra la vida, la salud, la libertad y la propiedad; abogando siempre por el mantenimiento de las máximas garantías en la ley, la imputación de la responsabilidad y el proceso.
“No obstante, el citado proceso de racionalización del Derecho Penal y la acusada tendencia a la mínima intervención de este en los conflictos sociales que dicho proceso comporta, no es uniforme, homogéneo –lineal–, ni constante. Por el contrario, sufre toda suerte de vicisitudes, retrocesos, interrupciones y paréntesis, quiebras significativas” (García Pablos de Molina 2009, p. 166).
En efecto, es posible advertir en los últimos tiempos que la proclamada “retirada del Derecho Penal” hacia instancias minimizadoras no ha surtido el efecto esperado y, muy por el contrario, se aprecia en la actualidad una suerte de estrategia transformadora del control social, que se aparta de los postulados reduccionistas de la presión penal, y permite la intervención de otras instancias operativas del control social, las cuales pretenden suplir la mentada “ineficacia del control social formal” utilizando métodos y técnicas más opresoras, que operan dentro e incluso fuera de los márgenes de la justicia penal, lo que de hecho determina inexorablemente más presión penal, más control y más intervencionismo punitivo.
“Pero desde un análisis político-criminal puede inferirse también un creciente protagonismo de la intervención del Derecho Penal que poco tiene que ver con la proclamada ‘intervención mínima’ de este. Me refiero al inequívoco proceso neocriminalizador que se observa en el ámbito de lo que la criminología denomina ‘delincuencia expresiva’: medio ambiente, calidad de vida, ordenación del territorio, patrimonio artístico, histórico y cultural, salud pública, actividad socioeconómica y empresarial, mercado y consumidores, etc. De modo que mientras el ‘núcleo duro’ del viejo Derecho Penal de siempre sigue orientándose a una política criminal de mínima intervención –y, desde luego, no renuncia a su impronta garantista–, se observa un movimiento neocriminalizador de signo contrario, inspirado por el principio de máxima intervención, cuando se trata de proteger con figuras y técnicas de nuevo cuño, ciertos intereses y bienes jurídicos, por lo general supraindividuales, que emergen con fuerza arrolladora en la sociedad postindustrial” (García Pablos de Molina 2009, p. 167).
Esta situación ha dado cabida a la identificación, en el seno de la doctrina, de un movimiento de “modernización del Derecho Penal” que se muestra, en esencia, como un fenómeno cuantitativo de expansión de la parte especial del derecho punitivo formal, que tiene que ver con un notable incremento del catálogo delictivo en la legislación comparada (sea codificada o en leyes especiales), la sobrecriminalización de algunos tipos tradicionales y la ampliación del ámbito de la imputación.
Es así que, como bien dice Gracia Martín, “a partir de estos datos formales cabría, pues, entender por Derecho Penal moderno al conjunto integrado por las nuevas figuras delictivas añadidas a las legislaciones penales y por las modificaciones –o agravaciones– de las tradicionales, con el fin, en todos los casos, de extender la intervención penal a conductas y a ámbitos de la realidad social del presente que estaban excluidos de la punibilidad en el sistema tradicional de la Parte Especial, o bien, en su caso, para dispensar a determinados hechos tradicionalmente punibles un tratamiento penal más severo cuando concurren determinadas circunstancias a las que en el presente se atribuye un significado especialmente relevante desde el punto de vista penal” (2004, p. 723).
Se aprecia, pues, un evidente movimiento neocriminalizador, que privilegia la máxima intervención penal, en desmedro del garantismo y la mínima intervención, y que incluye un fuerte componente simbólico que sobredimensiona las exigencias de la prevención general, cuyo destinatario es la delincuencia expresiva de nuestro tiempo, que se expresa en la criminalidad organizada, delincuencia socioeconómica, contra el medio ambiente, tráfico ilícito de drogas, secuestro y extorsión, terrorismo, etc. En este contexto es de apreciarse que, como factor común, la nueva legislación se encuentra plagada de singularidades, que tienen que ver con: Imprecisa delimitación de la materia de prohibición, presencia desmedida de elementos normativos, sistemática anticipación de la tutela penal y del momento consumativo del injusto, proliferación de figuras de peligro, etc. “El desmedido afán intervencionista del legislador penal, conduce, por otra parte, a la creación de figuras delictivas innecesarias, e incluso contraproducentes; a la perturbadora superposición de tutelas, penales y extrapenales (mercantiles, administrativas, civiles, etc.), que olvida la subsidiaridad del Derecho Penal y la distinta naturaleza de uno y otro ilícito; y a un rigor penológico desproporcionado, que ya no podrán mitigar derogados beneficios penitenciarios” (García Pablos de Molina 2009, p. 168).
“Pues bien, frente a tales posturas doctrinales en efecto no es nada difícil constatar la existencia de una tendencia claramente dominante en la legislación de todos los países hacia la introducción de nuevos tipos penales así como a una agravación de los ya existentes, que cabe enclavar en el marco general de la restricción, o la ‘reinterpretación’ de las garantías clásicas del Derecho Penal sustantivo y del Derecho Procesal Penal. Creación de nuevos bienes jurídicos, ampliación de los espacios de riesgos jurídico-penalmente relevantes, flexibilización de las reglas de imputación y relativización de los principios político-criminales de garantía no serían sino aspectos de esta tendencia general, a la que cabe referirse con el término ‘expansión’ (Silva Sánchez 2006, p. 5).
En la determinación de las causas del expansionismo penal, nos dice Silva Sánchez, dicho proceso hunde sus raíces en actitudes y características paradigmáticas de la sociedad postindustrial: una sociedad del riesgo que sobrevalora la seguridad y se identifica con la víctima del delito; una sociedad “de clases pasivas” temerosa y exigente, con problemas de vertebración por la crisis del Estado del bienestar, que profesa una fe ciega en el Derecho Penal como instrumento eficaz para la solución de sus problemas , en buena medida por el descrédito de otras instancias de protección, el liderazgo de ciertos gestores atípicos de la moral, forjadores de la opinión pública, y nuevas concepciones ideológicas de izquierdas que propugnan convertir el viejo Derecho Penal clásico (que privilegia la “magna charta del delincuente”), en poderoso instrumento de persecución de los poderosos, instituyéndose así una “una magna charta de la víctima”, renunciando al garantismo de aquel en aras de una defensa eficaz de intereses y bienes jurídicos supraindividuales que emergen arrolladoramente (2006, p. 15 y ss).
El Derecho Penal moderno no es completamente homogéneo en sus contenidos nos dice Gracia Martín (2004, p. 724 y ss.). Como ámbitos particulares de manifestación de aquel, describe Hirsh, tenemos los relativos a los riesgos del progreso científico y técnico, a la protección de nuevos bienes jurídicos universales o colectivos, y a los nuevos contextos y formas de realización de la criminalidad tradicional. En ese contexto, y conjuntamente con los ámbitos mencionados, es posible identificar también como manifestaciones particulares del Derecho Penal moderno, el denominado Derecho Penal del riesgo y la inseguridad social, el nuevo Derecho Penal económico y del medio ambiente, el Derecho Penal de la empresa y el Derecho Penal como resultado de la globalización.
4. Uso político del Derecho Penal: El Derecho Penal simbólico
El Derecho Penal es una instancia más del control formal, que reacciona y se objetiviza frente a aquellos comportamientos desviados que afectan los más importantes intereses sociales mediante el instrumento de la sanción (penas) o las medidas de seguridad. Así, dado que el sistema penal pretende la seguridad y estabilidad del sistema social a través del sometimiento del individuo a ciertas pautas y modelos de conducta que impone coercitivamente, no puede extrañar que suela identificarse la función del Derecho Penal con la consecución y mantenimiento de dicha actitud individual; por ello afirma Stratenwerth, corresponde al Derecho Penal asegurar la conformidad de los ciudadanos hacia aquellas normas que persiguen, precisamente, la protección de bienes jurídicos.
Así, conforme lo aprecia García-Pablos de Molina (2009, p. 145), en doctrina suele distinguirse entre “función instrumental” y “función simbólica” del Derecho Penal. La primera es la genuina, la que legitima a la norma jurídico-penal, y consiste en la protección efectiva de los bienes jurídicos a través del efecto disuasorio que las conminaciones legales (y la eventual aplicación de estas) produce en los infractores potenciales. La segunda, la función “simbólica” es el efecto psicológico que la prohibición genera en la mente de los políticos, del legislador y de las personas en sociedad (autocomplacencia y satisfacción en los primeros; confianza, tranquilidad, en estos últimos), que nada tiene que ver con la pretendida defensa de los bienes jurídicos. Se trata pues, de política de gestos de cara a la galería y a la opinión pública (se produce así, en la opinión pública, la ilusoria impresión tranquilizadora de un legislador atento y decidido que satisface a todos, aunque realmente no se prevengan con eficacia los delitos que se tratan de evitar).
Al tratar el tema del Derecho Penal simbólico, abordamos el ámbito del lado oscuro de la utilización del Derecho Penal, que en este aspecto no se refiere al fin de prevención general, sino que se instrumentaliza para servir a la defensa de un sistema social (statu quo). En este sentido, el ordenamiento jurídico-penal se pone al servicio de los gobernantes, quienes lo utilizan para legitimar su desempeño, introduciendo en la sociedad la idea de que están cumpliendo con una eficaz actuación preventiva. En tal sentido, se distorsiona la finalidad del Derecho Penal, que de esta manera ya no se concibe como protector de bienes jurídicos, sino como instrumento legitimador del poder o la ocultación de deficiencias en la política social, que se pretende burlar mediante el amparo del Derecho Penal.
De acuerdo a ello, es de apreciarse que a través de esta manipulación política del Derecho Penal se trata de alcanzar un consenso de mayorías, la confirmación de una ideología de la “defensa social” y la posterior legitimación de determinadas medidas represivas (ejemplo de ello lo tenemos en las campañas desatadas con ocasión del fenómeno terrorista, la criminalidad organizada, etc.). En definitiva, el Derecho Penal simbólico se estructura con base en un engaño, en el que las funciones latentes prevalecen sobre las manifiestas y solo sirven para demostrar una pretendida “fortaleza del Estado”.
En tal sentido, afirma Serrano-Piedecasas, en contra de cualquier función simbólica debe exigirse el máximo respeto al principio de protección de bienes jurídicos evitando, asimismo, la llamada “función ideológica de los bienes jurídicos” (1999, p. 16). En respuesta a lo dicho, el profesor Cancio Meliá (2000, p. 20) anota que particular relevancia corresponde en este contexto, en primer lugar, a aquellos fenómenos de neo-criminalización respecto de los cuales se afirma que tan solo cumplen efectos “simbólicos”.
Como ha señalado Hassemer, quien pone en relación al ordenamiento penal con elementos “simbólicos” puede crear la sospecha de que no toma en cuenta la dureza muy real y nada simbólica de las vivencias de quien se ve sometido a persecución penal, detenido, procesado, acusado, condenado, encerrado. En este sentido hay que subrayar que la idea que ronda la cabeza al común de los ciudadanos, y también al común de los juristas, es que el Derecho Penal “sirve” para algo, es decir, que cualquiera que sea la teoría de la pena que se utilice, se parte de la base que se satisface con la existencia del sistema penal un fin, que se obtiene un resultado, aunque solo sea en el caso de las teorías retributivas la realización de la justicia.
Sin embargo, a pesar de esa imagen de un “fin” del ordenamiento penal en el sentido de que se persigue y alcanza un objetivo concreto con la legislación y aplicación de penas en el ámbito penal, los fenómenos de carácter simbólico forman parte de modo necesario del entramado del Derecho Penal, de modo que en realidad es incorrecto el discurso del “Derecho Penal simbólico” como fenómeno de algún modo negativo, y que habría de referirse, en todo caso, a normas con función meramente simbólica, es decir, dirigidas únicamente a “la producción en la opinión pública de la impresión tranquilizadora de un legislador atento y decidido”.
En efecto: desde una perspectiva crítica, por ejemplo, concretamente, desde la “criminología crítica”, se crítica precisamente toda existencia de un sistema penal, y, en particular, desde el así llamado enfoque del labeling approach, se han subrayado los elementos simbólicos presentes en el ordenamiento penal: la tesis central de esta definición es precisamente que el crimen no es una realidad preexistente, sino que se crea en un proceso de “interacción simbólica” (“conducta desviada” y “reacción social”), se atribuye socialmente la etiqueta de “crimen”. Pero también ciertas explicaciones más tradicionales, más “jurídicas” del fenómeno penal no pueden concebirse, en realidad, sin componentes de carácter que podemos denominar “simbólico”. Entonces ¿qué es lo que quiere decirse con la crítica al carácter simbólico, si toda la legislación penal necesariamente muestra características que podemos denominar simbólicas? (cfr. García Pablos de Molina 1999, p. 773 y ss.).
Para entender esta calificación es necesario tener en cuenta el trasfondo histórico de las legislaciones actuales, al menos en lo que es la idiosincrasia de los ideólogos (académico-críticos) de la disciplina: valgan aquí algunas palabras clave: Derecho Penal mínimo, que aún hoy se enseña como paradigma esencial del Derecho Penal moderno, origen de este en el Estado abstencionista-liberal. En suma, una imagen ideal: protección de la vida, de la integridad física, del patrimonio como “bienes jurídicos”. Son pocos y marginales los supuestos de delitos que no protegen intereses “tangibles” (traición, determinados intereses comunes como la seguridad del tráfico jurídico en las infracciones de falsedades, etc.).
Sin embargo, a cualquier observador mínimamente atento no se le escapa que el fenómeno de nuestros tiempos es la inflación penal (expansionismo). El Código Penal peruano es un ejemplo paradigmático. Cada vez aparecen más intereses difusos, menos tangibles. Estos “intereses” se siguen denominando bienes jurídicos (por ejemplo y de modo destacado: medio ambiente, humanidad, etc.), pero evidentemente están muy alejados de la que era la imagen original de un “bien” incluso físico. Son –valga la expresión– complicaciones derivadas de sociedades mucho más complejas, de un Estado que ya no se puede entender como mero guardián de los procesos sociales, sino que interviene en estos. En este sentido, la norma penal no es un medio para constituir la identidad de la sociedad –es decir, para marcar los mínimos de convivencia– o para resolver un determinado problema social en términos de prevención (instrumental) del delito, sino que la aprobación de la norma en sí y su publicitación son la solución evidentemente, aparente. Y aquí se muestran los supuestos de Derecho Penal “meramente simbólicos” como verdadera manifestación del esprit du temps.
La función simbólica que, de hecho desempeña el Derecho Penal, nos dice Antonio García Pablos de Molina (2009, pp. 148-149), resulta especialmente llamativa en momentos de crisis económica, social y política; y suele incidir, sobre todo, en la denominada criminalidad “expresiva” (narcotráfico, terrorismo, etc.), traduciéndose en la creación de tipos penales o mecanismos de agravación innecesarios y en la derogación de los principios generales que aseguran al Derecho Penal. En épocas de crisis y convulsiones sociales existe el riesgo de que se desvirtúe la función instrumental del Derecho Penal, porque la crisis genera miedo e inseguridad, y tales sentimientos colectivos suelen manipularse interesadamente. La política criminal es suplantada, entonces, por una ciega e inexorable política penal de inútil y desproporcionado rigor, que solo se sustenta en la “ira” de la ley y la “ejemplaridad” del castigo. “En momentos de crisis, todo Código Penal corre el peligro de cumplir más una función “simbólica” que “instrumental”: en lugar de reflejar y exteriorizar el consenso social cuya tutela le legitima, termina siendo un sutil e impropio mecanismo para recabarlo, para concitarlo” (ídem).
II. Política criminal peruana aplicada a la represión de los homicidios cometidos por lucro, precio, recompensa y codicia
1. El lucro como fundamento de la imputación penal
Nuestra legislación penal, desde el comienzo de la República, siempre ha tipificado como una modalidad de asesinato el denominado “homicidio por lucro”, que evidencia el reproche de la muerte a pedido fundamentada en la búsqueda de una retribución o beneficio económico, que es justamente la base de lo injusto en el delito de sicariato, por lo que nos preguntamos: ¿era necesario crear un nuevo delito? Consideramos que no y que lo único que apreciamos es la implementación expansiva y simbólica de una modalidad delictiva ya tipificada por nuestro ordenamiento penal y que solo se explica por las urgencias mediáticas y el desastre institucional que caracteriza al régimen que actualmente nos gobierna (lo propio decimos de la “conspiración y el ofrecimiento para el delito de sicariato”).
Al respecto, debemos precisar que esta modalidad agravada de homicidio por lucro tiene como fuente directa el artículo 152 del Código Penal de 1924, que a su vez, conforme precisa Luis Bramont Arias (CP anotado, 1966), fue recogido de fuente helvética, fundamentalmente de los proyectos Suizos de 1916 y 1918, que siguiendo los lineamientos legislativos francés y alemán de la época, insertaron como modalidad agravante en el homicidio el “lucro”, entendido como el afán de búsqueda de un provecho o ganancia económica.
Es así que el codificador penal peruano de 1924, se aleja de la fuente española que al respecto primo en la determinación de tal agravante en el Código Penal de 1863, en cuyo contexto normativo se señalaba como circunstancia agravante del homicidio, el hecho de matar “por precio recibido o recompensa estipulada (artículo 232.1); tendencia que incluso en la actualidad sigue primando en la legislación española: “Artículo 139.- Será castigado (…) como reo de asesinato, el que matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes: (…) 2º Por precio, recompensa o promesa”. En igual sentido, la legislación argentina sanciona con reclusión perpetua o prisión perpetua (artículo 80.3), a quien matare: “Por precio o promesa remuneratoria. Por precio o promesa remuneratoria sanciona el artículo 112.9 del CP de Costa Rica. Por premio o promesa remuneratoria tipifica el artículo 3911 refiere el Código Penal chileno.
Como podemos apreciar, la tendencia española estructura el tipo agravado sobre la base de que la muerte sea producida a una persona por mano de otra, que cumple un mandato pactado o contratado con un tercero, que es el verdadero interesado en la muerte y se obliga a una contraprestación económica en favor del autor material.
Pero, si realizamos una estricta interpretación del fundamento agravante, y no perdemos de vista que, en nuestro vigente texto punitivo, este se representa como un especial móvil inductor, debemos concluir que el término “lucro” se orienta más a ser entendido en su acepción de “codicia”, y que puede abarcar in extensu conductas en las que el móvil motivador del homicidio pueda ser el afán de obtener recompensa pecuniaria o remuneratoria; o el afán de obtener ventaja o provecho económico, como en el caso de matar a otro para sustraer sus bienes o privarlo de los mismos, o el del sobrino que mata al tío rico para heredarlo. En todos estos supuestos se presenta una conducta sumamente reprochable, de un agente que quita la vida a otro por el desmedido afán de obtener una ganancia o provecho económico, que es el fundamento del injusto sobrecriminalizado (apreciamos al respecto que el artículo 211 del Código Penal alemán actual hace referencia, como circunstancia calificativa del asesinato, a la “codicia”).
No obstante lo dicho, la tendencia jurisprudencial predominante en nuestro sistema (desde 1924 hasta la fecha) siempre se orientó a aceptar la tendencia española de “precio, recompensa o promesa económica”. Así, en la interpretación del Código Penal de 1924, con respecto al homicidio por lucro, Roy Freyre establecía: “Es conocido como con los nombres de homicidio venal, por mandato, precio, recompensa o promesa remuneratoria. La fórmula utilizada por nuestro CP es más restrictiva y solo comprende al homicidio por precio, tomada la expresión en su neto sentido económico, ya sea precio estipulado o recibido” (1974, p. 80). Por su parte, Peña Cabrera, citando a Carrara, indicaba que en la doctrina clásica se comprendía en el asesinato únicamente al homicidio por lucro. En el lenguaje de la escuela clásica, la palabra asesinato indica al homicidio cometido por orden y cuenta ajena, esto es, querido por una persona y ejecutado por otra persona, agregando que en el homicidio por lucro intervienen dos sujetos. Uno el ejecutor, que realiza el hecho bajo estímulo de una recompensa: y, otro, que asegura la impunidad con la mera disposición (1994, p. 103).
En relación al texto actual del CP de 1991, que tipifica esta modalidad de asesinato por lucro, Villavicencio Terreros se pronuncia en el sentido de que “debido a la influencia del inciso primero del artículo 232 del Código Penal de 1863 (“por precio recibido o recompensa estipulada”), la ciencia penal peruana ha venido interpretando al lucro como homicidio por precio, subrayando las relaciones entre los sujetos que intervienen en el acuerdo. “Creemos que esta figura de homicidio calificado se refiere a la codicia del sujeto activo. Es decir, el deseo inmoderado de riqueza, ganancia, provecho, dejándose de lado la interpretación restrictiva anterior” (1991, p. 51). Por su parte Villa Stein indica que “el homicidio por lucro, llamado también homicidio por mandato u homicidio por precio, es una forma premeditada de homicidio por la que el autor malévola y distanciadamente confía a otro el encargo de matar (…). En este tipo existen entonces dos sujetos: el mandante y el ejecutor que actúa motivado por una recompensa” (1997, p. 76).
Por lo dicho, nosotros ya nos hemos manifestado en reiteradas oportunidades (Hugo Vizcardo 2015, “Delitos contra la vida el cuerpo y la salud”), que la tipicidad del homicidio por lucro debería reestructurarse, y deberían especificarse normativamente sus reales contornos típicos, máxime si ahora, con la anterior modificación que introdujo el móvil de la codicia, se aprecia un posible concurso que le quitaría su identidad típica. Al respecto, dice Fontán Balestra que ambas modalidades no coinciden en su conceptualización, ya que “el primero consiste en la intención de obtener con el hecho delictuoso un beneficio apreciable económicamente, en tanto que la segunda quiere decir tanto como apetito desordenado de riquezas. Puede caracterizarse la codicia como un acrecentamiento del sentido de los beneficios, el provecho o la utilidad en una medida inusitada, malsana” (1994, p. 41).
Y esta situación se agrava hoy en día con la aparición del nuevo delito de sicariato, que fundamenta su tipicidad justamente en el hecho de “matar a otro por orden, encargo o acuerdo, con el propósito de obtener para sí o para otro un beneficio económico o de cualquier otra índole”. En tal sentido, habría vaciado el contenido típico del homicidio por lucro, determinando, nos parece, su derogatoria por subsunción.
Por lo dicho, consideramos que resultaría más adecuado desechar la modalidad de sicariato y que el tipo penal del homicidio por lucro se adscriba a la fórmula española de precio o recompensa recibida o estipulada. El legislador deberá precisarlo específicamente en la fórmula legal mediante una urgente modificación legislativa, ya que no estamos de acuerdo con la fórmula antitécnica asumida por el legislador patrio en la modificatoria introducida mediante Decreto Legislativo Nº 1181.
2. La codicia como fundamento de la imputación penal
De conformidad con lo ya dicho, y con los mismos fines político criminales prevencionistas (lucha contra la criminalidad organizada y la inseguridad ciudadana), mediante Ley Nº 30253 (24/10/2014) se introdujo como nueva modalidad calificada del homicidio, la motivación de “codicia”, conjuntamente con los ya conocidos móviles de ferocidad, lucro o placer. Generándose la distorsión ya señalada, por cuanto el texto legal no hace diferencia ni interpreta lo que debe entenderse por “lucro” y concomitantemente como “codicia”. Situación conflictiva que hoy, con la tipificación del “sicariato”, se renueva y enraiza, ya que bajo los mismos supuestos de matar a otro por precio o recompensa, colisionan tres clases de previsiones legales: el homicidio por lucro, el homicidio por codicia y el sicariato (¿acaso el legislador no tuvo en cuenta esta realidad?). Por eso es mala técnica dejar que el ejecutivo proponga legislación penal. Debe respetarse el principio de reserva y dejar que sea el legislativo, con todas sus imperfecciones, legisle sobre la base de la necesaria discusión y debate de todas las posiciones representadas en el parlamento y con el apoyo de técnicos calificados, que no respondan a los lineamientos que el ejecutivo les imponga cual corsé.
Esta modalidad agravante proviene de fuente alemana, que luego sirve de fundamento al legislador argentino (1960), que la tipifica como una modalidad agravada de homicidio en su artículo 80.4 (es posible apreciar que tanto el proyecto Suizo de 1916, así como su Código Penal de 1937, incluyen la modalidad de “codicia”). La actual norma punitiva teutona tipifica en el numeral 211 de su Código Penal, que “asesino es quien por placer de matar, para satisfacer el instinto sexual, por codicia, o de otra manera por motivos bajos, con alevosía, o cruelmente, o con medios que constituyen un peligro público, o para facilitar otro hecho o para encubrirlo, mata a un ser humano”. No encontramos otras referencias en el Derecho comparado a nivel de Latinoamérica, España o Francia. Nuestro derecho histórico informa que la “codicia” no ha sido objeto de agravante específica del homicidio en el Perú. No la encontramos en el Código Penal de 1863, ni en el de 1924, ni en la versión original del vigente código punitivo de 1991.
En su acepción castellana, se emplea el término “codicia” para identificar el deseo o apetito ansioso y excesivo de bienes o riquezas; o inclusive el ansia, avidez y deseo vehemente de poseer algo inmaterial de carácter positivo. Puede caracterizarse la codicia como un acrecentamiento del sentido de los beneficios, el provecho o la utilidad de una manera malsana e inusitada (que bien podría incluir el hecho de matar por precio o para obtener riqueza).
Para Sebastián Soler, el contenido de la expresión “codicia” es más amplio, en cuanto comprende no solamente la obtención de un beneficio positivo sino también la liberación de una carga (obligación alimentaria, suprimir a un acreedor, etc.) (1978, p. 37). De esta manera y en general, debemos interpretar el término “codicia”, de cara al tipo penal, como el afán desmedido de lograr beneficios económicos, ganancias o provecho material mediante la obtención de dinero, bienes o liberándose de obligaciones o cargas, u ocupando posiciones que puedan suministrar ventajas patrimoniales.
Por ello es que bien dice Creus, los autores han tratado de distinguir la codicia del simple ánimo de lucro, indicando que este (lucro) se agota en la finalidad de obtener un beneficio económico específico (el precio pactado), mientras que aquella (codicia) revela una característica espiritual del sujeto que importa “un apetito desordenado de riqueza”, una “inclinación exagerada al lucro” (1990, p. 37). Claro está que esta definición ajusta con precisión cuando se tipifica el lucro como promesa o recompensa estipulada, como lo es el caso argentino, mas en el caso peruano la perspectiva es diferente, ya que nuestro texto punitivo se refiere al “lucro”, que bien podría subsumirse en el concepto de codicia.
Como podrá apreciarse, en nuestro sistema la codicia es colocada como un especial móvil inductor, lo que revela un tipo de tendencia interna trascendente, que asume carácter de tipo penal abierto, donde debe ser el juez quien, en el caso objetivo, concrete la naturaleza del injusto sobrecriminalizado. Por ejemplo, cuando el sobrino mata al tío millonario para heredarlo o cuando se mata al socio para ampliar sus márgenes de ganancia en la empresa.
Conforme lo precisado por Fontán Balestra, no ha de pensarse que la codicia se determina únicamente por el monto del beneficio, apreciado objetivamente; juegan para apreciar la agravante las condiciones personales y económicas del autor, pues lo que para uno puede ser un beneficio sin mayor importancia, puede significar para otro haber obrado con apetito desordenado de riqueza. Típico ejemplo de matar por codicia lo constituye el hecho de matar a un hermano para constituirse en único heredero, aunque la herencia no sea cuantiosa. “Es, pues, una circunstancia de apreciación relativa” (1994, pp. 41-42).
Desde la perspectiva subjetiva, la codicia revela un estado espiritual especial del individuo, de características más estables y de logros indeterminados, que requiere ser indagado en el interior del sujeto (la concurrencia de otros móviles, como podrían ser la venganza o el odio, no excluyen la codicia); mientras que el ánimo de lucro, en cambio, denota una circunstancia que incluso puede ser causal, surgida en el caso concreto y frente a situaciones específicas. “La codicia, podríamos decir, es un estado de ánimo; el lucro, en cambio, una mera intencionalidad” (Buompadre 2014, p. 129).
Para algún sector de la doctrina, la codicia comprende un campo más amplio a la sola motivación económica. Incluso manifiestan (como así lo hace el legislador patrio en la exposición de motivos de la ley) que la codicia no solo abarca la apetencia de riquezas, sino otras de beneficio para el agente. Es decir, no solo consiste en obtener bienes materiales, sino también –por ejemplo– una posición mejor en el empleo o los favores carnales de una mujer. Para lograrlo el autor puede matar a quien está usufructuando esa posición laboral o esos placeres eróticos, también puede matar por codicia para lograr una distinción honorífica que hubiera correspondido al muerto, para casarse con la viuda o para lograr una estampilla rara y antigua que le faltaba en su colección (si fuera filafelista) o también un cuadro famoso para su pinacoteca.
Por lo dicho, concordando con Creus (1990, p. 37), las ventajas sin contenido económico en sí mismas (por ejemplo, un título honorífico), no quedan comprendidas por la tipicidad (a menos que el agente haya obrado teniendo primordialmente en cuenta los beneficios de esa índole que ellas puedan suministrarle como, por ejemplo, el aumento de su crédito, el acceso a sociedades comerciales exclusivas, etc.). Para esta posición, por lo tanto, todo otro objetivo que no evidencie finalidad o sentido económico, debería quedar fuera del concepto típico de codicia. En todo caso, si la motivación es diferente a la económica, y resulta insubsistente, nimia o desproporcionada, la conducta podría tipificarse en la modalidad de homicidio por ferocidad.
Por ello bien dice Buompadre, que los argumentos utilizados para ampliar el alcance de la agravante a otros bienes o beneficios que no tienen una caracterización patrimonial, a saber, que la ley no hace ninguna distinción y que, por otra parte, ya ha reprimido por separado el móvil económico en el homicidio por precio (según refiere López Doblado), no le parecen convincentes (2014, p. 130). “La expresión codicia, en su sentido semántico o técnico, equivale solo a dinero u otras ventajas que puedan ser traducidas económicamente, concepto que no permite su interpretación extensiva a otras situaciones diversas, menos aun cuando tal interpretación desmejora la situación del reo” (ídem).
3. El sicariato como nueva modalidad de homicidio agravado
3.1. Fundamentos del injusto sobrecriminalizado
En la antigua Roma, sicarium (cuyo plural es sicarius), significaba hombre-daga, pues hacía referencia al asesino que usaba la sica, que era una daga pequeña y fácil de esconder bajo los pliegues de la túnica, para apuñalar a los enemigos políticos (y es que esta forma homicida estuvo inicialmente vinculada a los crímenes políticos que se realizaban en las asambleas populares y, especialmente, en el peregrinaje al templo). La particular crueldad en que se conducían estos asesinos determinó la expedición de la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficis (Ley Cornelia sobre Apuñaladores y Envenenadores) en el año 81 a.C.
En Judea, en el siglo I de nuestra era, algunos insurrectos se propusieron luchar contra los invasores romanos y sus partidarios; ellos recibieron el nombre de sicarii, por emplear una especie de espada corta oculta en sus túnicas. El grupo de los sicarii era conocido por ser el más violento de entre los judíos, pues a menudo cometían asesinatos y ataques contra las autoridades romanas. Esta especie de guerra se debía a la rebelión del pueblo judío en contra de los romanos; se dice que si bien los sicarios eran vistos como asesinos a sueldo, no siempre llevaban a cabo sus crímenes por estas razones (a cambio de un pago o remuneración), sino que también los cometían debido a esta guerra. Según la historia, fueron incluso responsables de entorpecer labores esenciales del imperio, tales como abastecer de alimento a las comunidades judías, para crear la impresión de que los romanos no se preocupaban por ellas y de esta manera conseguir que toda la comunidad judía se levantara contra el Imperio. Esta resistencia persistió hasta el año 73, en que los soldados romanos lograron irrumpir en la fortaleza de Masada, donde los sicarios se habían refugiado, por lo que se suicidaron para evitar ser atrapados.
A partir de lo anterior podemos interpretar que el concepto de asesino a sueldo no ha sido siempre una manera unívoca para referirse al sicario, es decir, no siempre este término hizo referencia a una persona que mata por una promesa o precio remuneratorio en el sentido o connotación que actualmente le damos. Con el paso del tiempo y la evolución de la humanidad, el concepto se fue moldeando, fue mutando en el tiempo y espacio hasta llegar a lo que hoy tenemos. Es decir, el término sicario hace referencia en estricto sentido a aquel que mata a cambio de una retribución económica; a cambio de un pago remuneración (en la actualidad sicario es quien asesina por encargo a cambio de una compensación económica).
La práctica de asesinatos por encargo, en la que una persona es pagada para llevar a cabo el homicidio de otro ser humano, no es exclusiva de la historia contemporánea ni tampoco de América Latina. El fenómeno del sicariato no es nuevo en el mundo ni ha estado ausente del Perú, lo cual quiere decir que no es un hecho delictivo que “llega desde afuera”, ni tampoco que es reciente. En el país existe sicariato desde tiempos inmemoriales, aunque desde principios de los años noventa se ha incrementado y ha cambiado sustancialmente, debido a la influencia del terrorismo, el narcotráfico, la criminalidad organizada, las bandas de extorsionadores, etc., que nos han colocado actualmente al nivel de otras realidades sociales sumamente violentas, como la colombiana, mexicana y brasileña (en estos países no existe legislación específica que reprima el sicariato, solo constituye una forma homicida agravada a modo de asesinato. Solo en la legislación venezolana encontramos una tipificación alusiva a tal modalidad delictiva; así, el artículo 12 de la Ley de Delincuencia Organizada establece: “Quien dé muerte a alguna persona por encargo o cumpliendo órdenes de un grupo de delincuencia organizada será penado con prisión de veinticinco a treinta años. Con igual pena será castigado quien encargue la muerte, y los miembros de la organización que ordenaron y tramitaron la orden”).
El desarrollo del sicariato a nivel nacional se produce con el crecimiento del narcotráfico en Colombia (a mediados de los años ochenta) cuando el negocio de la droga requiere de una fuerza irregular que enfrente las amenazas del Estado (jueces y policías que reprimen), del sistema político (parlamentarios que dictan leyes de extradición) y de la sociedad (periodistas que denuncian). Los sicarios se convierten así en elementos necesarios para el desarrollo del narcotráfico, convirtiéndose en un acompañante del itinerario de la droga y de su transnacionalización. En Medellín, a influjo de Pablo Escobar, se ofertan los precios por las cabezas de policías, políticos y jueces. Se crean las “oficinas de cuentas de cobro” y se desarrolla toda una estructura orgánica, primero, vinculada a los carteles de la droga, y luego, independizada bajo la modalidad de la tercerización o intermediación.
El sicariato es, en la actualidad, un fenómeno económico que mercantiliza la muerte, en relación al mercado –oferta y demanda– en que se desarrolla, porque está referido a un tipo específico de víctima y a la motivación personal del contratante. El sicariato no es solo un fenómeno de unos sujetos aislados que usan la violencia para cometer homicidios por encargo, es algo mucho más complejo que ello, debido a que su realidad está asentada sobre la base de un conjunto de redes sociales que permean la sociedad y sus instituciones, y de una construcción valórica en términos económicos (toda vida tiene un precio) y culturales (el vértigo, el ascenso social).
Es un “servicio” por encargo o delegación (a la “carta”), es el clásico evento de la formación de una justicia mafiosa, donde la violencia se convierte en el mecanismo de resolución de conflictos propios de la rutina de la vida cotidiana. Así, la violencia termina legitimada por los resultados, tan es así que se busca al sicario para resolver diferencias en negocios, propiedades de tierras, acosos sexuales, infidelidades conyugales, apuestas, deudas, celos o venganzas políticas y cualquier problema que requiera intimidación o, incluso, la eliminación del otro.
De esta manera el “servicio del sicariato” asume dos modalidades: a) free lance, es decir, una oferta personal e independiente que opera en el mercado ante el mejor postor bajo la forma de un “vengador social”; y b) tercerización, que cuenta con una organización para actuar en cualquier lugar, aunque privilegiando la demanda de alto nivel (narcotráfico, extorsión, secuestro, etc.).
El sicariato encierra un conjunto de relaciones sociales particulares, donde operan dos actores identificables, explícitos y directos, producto de una “división del trabajo” que establece funciones, entre ellos están: a) el contratante, que puede ser una persona aislada que busca solventar un problema por fuera de la ley (celos, odios o deudas, tierras); una organización delictiva formal (limpieza social, eliminación enemigos); o una informal que requiere imponer su lógica del negocio ilícito (narcotráfico o crimen organizado); b) el sicario, que es el ejecutante final del objetivo de asesinar o escarmentar a alguien. Entre ellos puede concurrir un tercer interviniente, que en este caso es c) el intermediario, que es el actor que opera como mediador entre el contratante y el victimario, es un personaje clave que hace invisible al sicario frente al contratante (y viceversa).
Lo relevante del sicariato no estriba solo en el número de homicidios cometidos o en los grados de violencia explícita que encierra, sino en el impacto que produce en las instituciones tutelares del sistema penal clásico (policía, cárcel y justicia), en las instituciones de la sociedad civil (medios de comunicación, institutos académicos) y en la vida cotidiana (cultura de resolución de conflictos al margen del Estado). El sicariato resulta de lo más abyecto y vil, ya que conforme a su lógica insana, toda vida adquiere un precio y todo ser humano está sujeto al escrutinio de una persona que puede definir el valor que tiene su muerte.
Nadie desconoce que el sicariato desinstitucionaliza y genera una cultura del éxito rápido, amparada en el advenimiento de una nueva élite poderosa sustentada en el poder del temor (es un mecanismo oscuro de ascenso delincuencial). Además, este crimen se caracteriza por tener una gran caja de resonancia en los medios de comunicación, porque les llama poderosamente la atención el grado de violencia de las ejecuciones y lo espectacular que resultan sus acciones. Por otro lado, el sicariato es uno de los delitos donde se percibe la mayor cifra negra dentro de la violencia y revela un alarmante nivel de impunidad por el número de casos no resueltos que desnuda la inoperatividad del sistema penal en conjunto.
El sicariato ha pasado a convertirse en un fenómeno social tanto por su origen y los dilemas que implica para las políticas públicas, las legislaciones y las campañas para su control, como por el hecho de que este no es un fenómeno aislado. No debemos perder de vista las condiciones estructurales y materiales que condicionan la incursión de personas, especialmente adolescentes y jóvenes, como sicarios dentro de bandas de crimen organizado, e incluso como agentes libres que se contratan con el mejor postor. Por ello, una comprensión adecuada del fenómeno del sicariato debe analizar y presentar una visión crítica de los modos en los que la sociedad lidia con él; pues en esos modos se revelan o se encubren responsabilidades que vinculan a la familia, al sistema educativo y a la atención social, así como las formas en las que la sociedad trata a las diversas identidades juveniles, la inserción a los mundos del trabajo y el empleo, los procesos de reinserción social, etc.
La demanda del sicariato se está ampliando de manera preocupante, de manera tal que está pasando de ser un mecanismo de control de una determinada organización delictiva, para convertirse en una modalidad usual de resolver de manera violenta diferentes tipos de conflicto que pueden incluir problemas conyugales, luchas entre mafias sindicales y de construcción civil, e incluso procesos judiciales. Ello gracias a la existencia de mecanismos que ofertan estos “servicios” de manera virtual y a “precios muy accesibles”.
No se debe dejar de considerar que el crecimiento del sicariato responde también a la falta de control que ha existido en el mercado ilegal de armas en el país, descontrol que –como se sabe– también facilita el acceso de armas a otras organizaciones delictivas. Mientras el Estado no realice un adecuado control, más aún si parte de este mercado ilegal es alimentado por personal corrupto de la Policía Nacional o de las Fuerza Armadas, lo cierto es que el sicariato y otras modalidades delictivas tendrán las herramientas necesarias para asegurar la muerte y la violencia en nuestras ciudades.
3.2. El bien jurídico protegido
Como ya se ha expresado, el sicariato resulta de lo más abyecto y vil, ya que conforme a su lógica insana, toda vida adquiere un precio y todo ser humano está sujeto al escrutinio de una persona que puede definir el valor que tiene su muerte. Es un “servicio” a la carta, por encargo o delegación, que tiene por objeto extinguir la vida de un semejante. En tal sentido, el bien jurídico que se protege es la vida humana.
3.3. Tipicidad objetiva del sicariato
Conforme a la redacción del artículo 108-C, introducida por Decreto Legislativo Nº 1181 (27 de julio de 2015), el tipo básico del denominado delito de “sicariato”, reseña la conducta de quien “mata a otro por orden, encargo o acuerdo, con el propósito de obtener para sí o para otro un beneficio económico o de cualquier otra índole”.
Su conceptualización permite apreciar que, como ya se ha manifestado, corresponde a la muerte producida a una persona por mano de otra, que cumple un mandato pactado o contratado con un tercero, que es el verdadero interesado en la muerte y se obliga a una contraprestación económica en favor del autor material. Se trata de un delito de resultado material lesivo, que se consuma con la muerte de la víctima. Por tanto, acepta todas las formas de tentativa.
Este tipo de homicidio agravado es conocido también como homicidio por mandato, por precio o recompensa remuneratoria (artículo 78.3 del CP argentino), por precio recibido o recompensa estipulada (por precio, recompensa o promesa: artículo 139.2 del CP español; por precio o promesa remuneratoria: artículo 112.9 del CP de Costa Rica). Como ya apreciamos, actualmente no comprende a la “codicia”, entendida como la búsqueda de algún beneficio económico indebido y procurado mediante la muerte de la víctima, como el caso, por ejemplo, de matar al hermano para arrebatarle el dinero que había ganado por un negocio exitoso (como ya observamos, el artículo 211 del CP alemán, tipifica la “codicia” como modalidad agravada del homicidio).
En este tipo de homicidio se evidencia una participación a título de instigación, donde podemos apreciar la intervención de dos partes; la primera, compuesta por quien o quienes tienen interés real sobre la muerte y toman el nombre de “mandante”; y la segunda, conformada por quien o quienes serán los ejecutores materiales de tal mandato, que toman el nombre de “mandatario” o “sicario”. Esta modalidad delictiva era considerada, por la teoría clásica del derecho criminal, como la única que llenaba el estricto concepto del asesinato.
La modalidad típica determina en el agente (que en este caso es genérico) un accionar en sumo grado peligroso y cobarde, por cuanto nadie puede considerarse seguro contra este tipo de actos en los que, por una recompensa económica, el agente es capaz de matar a quienes no tienen rencor o pasión, y es justamente este fin económico la causa de agravación de este tipo de homicidio. El sujeto pasivo también es genérico.
La culpabilidad y el carácter ilícito del acto se acentúan por la disposición del agente para matar a una persona por un móvil en sumo grado reprochable: obtener una ganancia o provecho económico. Este deseo le conduce a tener en mayor estima sus intereses económicos que la vida del prójimo. De esta manera, pone de manifiesto un especial grado de culpabilidad que revela su personalidad peculiar (1995, p. 56). Por eso bien dice Núñez: “Este crimen no tiene su razón cualificante en el mandato que el asesino recibe del tercero, sino en el pacto infame sobre el precio, que representa la causa por la que el autor material interviene y comete el hecho” (1961, p. 48).
Para su consumación es necesaria la existencia de una concertación a priori, que implica la existencia de un pacto o contrato, verbal o escrito, entre el mandante y el mandatario, verificada antes de la muerte y con la característica de ser explícita y determinada al homicidio, además de ser de naturaleza económica. Por ello es que no entendemos por qué el texto punitivo hace alusión a un beneficio “de cualquier otra índole”, salvo que lo entendamos el beneficio de cualquier otra índole como necesariamente económico, en el sentido de su posibilidad de traducción en un beneficio patrimonial directo (dinero) o indirecto (joyas, autos, etc.). Visto así, el tipo pretende extenderse para incluir casos en los que el sicario podría obtener beneficios laborales, viajes pagados, el amueblamiento de su casa, un animal valioso, una pintura de colección, etc. Creemos que extender el tipo a la búsqueda de otro tipo de beneficios, como los sexuales o amorosos, escaparía a los fundamentos históricos y doctrinarios del sicariato.
Por ello, hemos de descartar, para la tipificación de este delito:
a) a quien mata merced a un acuerdo cuya naturaleza o finalidad no retribuya para el sicario una contraprestación económica;
b) a quien mata en cumplimiento de una apuesta o a título gratuito;
c) a quien, luego del homicidio y sin previo pacto, recibe una recompensa pecuniaria a apreciable en dinero; y
d) a quien mata con la esperanza de recibir una contraprestación apreciable en dinero.
Pues bien, aceptado hasta aquí que el criterio esencial en este tipo de asesinato es la contraprestación económica; es decir, que existe animus lucrandi en el sicario, debemos acotar que es indiferente que tal contraprestación o merced sea grande o pequeña (si es diminuta, podría asimilarse la conducta a la ferocidad) o que sea en dinero o en especies susceptibles de ser cambiadas en tal.
De precio se habla aquí desde un punto de vista de suma de dinero o de cualquier bien que se traduzca en una recompensa apreciable en dinero. Asimismo, Puig Peña manifiesta que, si bien es cierto que se requiere estipulación expresa de precio, no es necesario que tal sea pagado ni que la promesa se cumpla, o que exista tan solo un pago parcial. Este tipo de asesinato encuentra su consumación en la muerte y no en el pacto para tal fin. “En el pacto, aunque seriamente concluido, no se tiene ni siquiera tentativa, porque con el pacto no se comienza la ejecución del homicidio, solo se tendrá un conato cuando el sicario haya comenzado los actos externos de la ejecución del homicidio” (Carrara 1945, p. 234). El mandante comienza a responder desde que el sicario empieza la ejecución del homicidio, así que no son castigados, en este caso, la proposición, la conspiración y el acto preparatorio (salvo el referido a la constitución de la asociación ilícita para delinquir, artículo 317 CP).
En lo que respecta a la responsabilidad en este delito, nuestra jurisprudencia ha determinado que, en este tipo de homicidio, la agravante solo abarcará al ejecutor material de la muerte, quien será reputado asesino, mientras que para el autor moral (el mandante), no existirá comunicabilidad de tal agravación; pero, según lo establecido por el artículo 24 del CP, será pasible de ser reprimido con la misma pena del autor material a título de instigador (a un homicidio, a un parricidio o a un feminicidio de ser el caso).
En este sentido, la norma contenida en el texto del artículo 108-C extiende el tipo (sancionando con la misma pena del autor) a quien ordena, encarga, acuerda el sicariato o actúa como intermediario. Evidentemente, quienes realizan estas acciones no serán reputados directamente como sicarios, pero estarán inmersos dentro de los alcances de la punibilidad del tipo de sicariato. Ordena quien dispone directamente, encarga quien compromete o contrata, acuerda quien pacta. Asimismo, quien actúa como intermediario se constituye en un facilitador cuya ayuda tiene que ser decisiva (al parecer esta previsión ya la encontramos contenida en el artículo 25 del CP).
Doctrinariamente, se ha discutido sobre el problema de la determinación de la sanción para este delito se distinguen las siguientes tendencias:
1º Mayor sanción para el mandante (que ya no es aceptada en doctrina). Se fundamenta en la cobarde actitud de quien explota el espíritu de lucro de otra persona para que mate, procurando así su impunidad y evitar el enfrentamiento con la víctima. Esto lo hace más peligroso, dice esta tendencia.
2º Mayor sanción para el mandatario. Se fundamenta en un principio de carácter ontológico, en cuanto el mandante solo quiso el delito, mientras que el mandatario, a la par que lo quiso, también lo ejecutó; es un principio moral, porque el mandante tiene siempre una gran pasión que le impulsa a querer la muerte, mientras que el sicario no fue impulsado más que por la propia maldad y por la avidez de mezquina ganancia; en un principio político, en cuanto una mayor pena para el sicario disuadiría a otros sicarios de aceptar mandatos; en un principio jurídico, por cuanto la actitud del sicario causa mayor alarma social que la del mandante.
3º Equiparidad de la sanción, que es la que tiene mayor aceptación entre los penalistas y es la que acoge nuestro ordenamiento penal; se fundamenta en el hecho de que las circunstancias especiales de este delito, como son el pacto mortal y la promesa lucrativa, demuestran una especial peligrosidad por igual en el mandante y en el mandatario.
Por último, en caso del desistimiento del mandante, debemos acotar que solo tiene eficacia si ello ha llegado a conocimiento del sicario, y si, no obstante esto, lleva a cabo su misión, entonces el mandante quedará exento de responsabilidad (si no hubo inicio del delito hasta después de verificado el desistimiento). En este caso, el mandatario actuaría ya de motu proprio y sería responsable del crimen.
Otro caso que podríamos citar es cuando, por efecto de un error, el sicario mata a una persona diferente de la indicada (error in personam). En tal caso la responsabilidad es la misma por el asesinato, por cuanto tanto vale una vida como la otra (desde la perspectiva del bien jurídico).
3.4. Tipicidad subjetiva del sicariato
Como ya ha quedado expresado, esta modalidad agravada de homicidio por lucro, tiene como fuente directa el artículo 152 del Código Penal de 1924, que a su vez, conforme precisa Luis Bramont Arias (CP anotado, 1966), fue recogido de fuente helvética, fundamentalmente de los proyectos Suizos de 1916 y 1918, que siguiendo los lineamientos legislativos francés y alemán de la época, insertaron como modalidad agravante en el homicidio el “lucro”, entendido como el afán de búsqueda de un provecho o ganancia económica.
En este sentido, apreciamos que el sicariato evidencia un especial móvil inductor, en el que el agente se motiva por el “lucro”, por lo que representa una conducta sumamente reprochable, ya que el agente quita la vida a otro por el desmedido afán de obtener una ganancia o provecho económico, que es el fundamento del injusto sobre criminalizado. Por ello, para su consumación es necesaria la existencia de una concertación a priori, que implica la existencia de un pacto o contrato, verbal o escrito, entre el mandante y el mandatario, verificada antes de la muerte y con la característica de ser explícita y determinada al homicidio, además de ser de naturaleza económica.
El tipo se representa así eminentemente doloso. Solo admite el dolo directo y se caracteriza por ser uno de tendencia interna trascendente, en el que para su constitución se precisa ineludiblemente la presencia del animus lucrandi.
3.5. Tipicidad agravada en el sicariato
Conforme lo determina la norma punitiva, el sicariato adquiere circunstancias agravantes diversas, que son sancionadas incluso con pena privativa de libertad de cadena perpetua, cuando el sicariato se realice:
A. Valiéndose de un menor de edad o de otro inimputable para ejecutar la conducta.
El tipo agravado no se refiere al acto de instigación que genera la conducta homicida del sicario, sino a la instrumentalización que este hace de dos tipos de instrumentos para lograr su cometido: menores de edad u otro tipo de inimputables.
Lo primero nos lleva al tema del “sicariato juvenil”, que como fenómeno contemporáneo en Latinoamérica está muy extendido y brutalmente consolidado, involucrando incluso a niños en algunos países, a quienes se les ha llamado también “niños soldados”. Es patente en sistemas como los nuestros, en los que las bandas criminales reclutan a adolescentes como sicarios a sueldo, revelando una tendencia, ya muy generalizada entre las mafias, de sumar a sus filas a personas menores de edad para cometer asesinatos.
El adolescente sicario es una víctima en tanto que también victimario. Representa el fracaso de todo un marco jurídico proyectado para garantizar sus derechos como persona menor de edad (y en tal sentido se entiende el fundamento sobre criminalizador). Por eso sucumbe a una cultura de muerte violenta, que se acentúa sobre todo en países subdesarrollados, en los que la pobreza, desigualdad y delincuencia son factores que potencian esta realidad siniestra. También abona a ello el fracaso de una sociedad que privilegia la represión en vez de la prevención, afiebrada por el discurso de la inseguridad. Por ello hay que tener en cuenta que una legislación penal juvenil y un aparato judicial represivo atacarán las consecuencias, pero no prevendrán la suma de factores que hoy depositan en las manos de un niño o adolescente un arma de fuego.
Los estragos causados a la sociedad por la utilización de jóvenes sicarios son muy grandes, ya que somos un país que constantemente está en riesgo y la delincuencia ha encontrado en estos jóvenes muchas ventajas, como lo son menos gastos económicos para su mantenimiento, fácil manejo de su personalidad, su inimputabilidad, que impide sobre ellos una reclusión más pronunciada y luego de una breve estadía en las correccionales rápidamente están de nuevo en las calles; y, por otro lado, lo más importante es que es mucho más fácil deshacerse de ellos.
El Estado manifiesta al respecto una inercia verdaderamente cómplice, no efectiviza una adecuada política prevencionista. Al efecto algunas estrategias serian empezar desde el hogar con capacitaciones y campañas sociológicas para tratar este tipo de problema en los niños desde muy temprana edad, otro punto a tratar es invertir más recursos en los más pobres del país y colaborar con su educación, y al final esto complementarlo con hacer un cambio radical en la ley que protege a los menores de edad en estos casos.
El tipo también sobrecriminaliza la instrumentalización por parte del sicario, de cualquier otro inimputable. En este sentido, el inimputable obra como una cosa al servicio del sujeto activo del homicidio, por lo que su dignidad de ser humano queda aplastada y a merced del delincuente, desconociendo en grado superlativo la dignidad que como ser humano le reconoce la Constitución (artículo 1), lo que justifica el mayor reproche y por ende la sobre criminalización.
El inimputable puede ser utilizado como mero instrumento de la realización típica (caso del autor mediato), como coautor material propio o impropio y como cómplice (Gómez Pavajeau y Urbano Martínez 2006, p. 935).
El inimputable asiste al delito y se ve involucrado en él, bien porque no conoce la naturaleza prohibida de lo que está haciendo o porque conociéndola no es capaz de auto determinarse conforme a la comprensión de lo antijurídico. De lo primero, un ejemplo es la utilización de un inimputable como autor mediato, de lo segundo, cuando un sicario le ofrece algunos gramos de cocaína al cocainómano que se halla en síndrome de abstinencia si le ayuda a dar muerte a su víctima.
B. Para dar cumplimiento a la orden de una organización criminal
En tal sentido habrá que interpretarse que el sicario realiza el homicidio en razón directa a las directivas emanadas de la organización criminal, pudiendo ser integrante de la misma o actuar como agente libre. En este caso el fundamento agravante se evidencia por el incremento del peligro y potencialidad del o de los agentes que obran amparados por la estructura de la organización criminal.
Conforme al criterio doctrinal, ser integrante de una organización criminal presupone vinculación subjetiva, aceptación de órdenes y jerarquías; acuerdo y organización; y vinculación funcional entre los actos del agente y la organización. Participar de una asociación delictiva implica el acatamiento y sometimiento a la organización criminal. Jurisprudencialmente se entiende como organización delictiva la integración de dos o más personas que conciertan con la finalidad de cometer uno o más delitos, para lo cual se implementan y actúan coordinadamente a efectos de asegurar su incursión criminal, señalándose roles para tal propósito.
C. Cuando en la ejecución intervienen dos o más personas
El concurso de una multiplicidad de personas durante el desarrollo de la acción homicida incrementa la peligrosidad de los agentes y el riesgo social que ello representa, y es ese el fundamento sobrecriminalizador.
En este caso, solo se requiere la calidad de coautores o partícipes, no es necesaria la pertenencia a banda u otro tipo de organización delictiva. Ellos pueden actuar concertadamente o en forma eventual.
D. Cuando las víctimas sean dos o más personas
“Por víctima de un delito puede entenderse aquel sujeto, persona física o jurídica, grupo o colectividad de personas, que padece, directa o indirectamente, las consecuencias perjudiciales de la comisión de un delito” (Solé Rivera 1997, p. 233). La Declaración de la Sociedad Internacional de Victimiología, presentada en el Congreso Internacional de las Naciones Unidas de 1985, define a la víctima como toda persona que ha sufrido una pérdida, daño o lesión, ya sea como individuo o como integrante de un grupo o colectividad, incluso refiriendo el término “persona” a entidades legales, organizaciones, asociaciones, comunidades, el Estado o la sociedad en un todo (al respecto, véase: Shünemann et ál 2006, p. 17 y ss).
La posición de la víctima en el sistema penal, es el objeto de estudio de una disciplina jurídica relativamente nueva denominada “victimiología”, escindida de la Criminología, que centra sus estudios en la búsqueda de las soluciones que demanda el perjudicado como consecuencia de una acción criminal. La víctima del delito también debe ser amparada en cuanto a sus derechos fundamentales y en cuanto a su dignidad e integridad (artículos 1 y 2 de la Constitución). Y en atención a ello, nuestra ley penal amplía su protección a la persona humana y a la sociedad en su conjunto (artículo I Título Preliminar del CP). En idéntico propósito, el Código Penal establece como imperativo, que para fundamentar y determinar la pena, el juez deberá tener en cuenta los intereses de la víctima, de su familia o de las personas que de ella dependen (artículo 45 inciso 3).
Conforme a la previsión legal, apreciamos que el legislador ha valorado como más reprochable el hecho que el sicario ultime la vida de una pluralidad de personas, ello en atención al daño social que involucra y la prevalencia de la vida como bien jurídico fundamental, lo cual es correcto y justifica la sobre criminalización del comportamiento.
Entonces, entendemos que la multiplicidad de víctimas debe ser consecuencia de la acción dolosa del sicario (admitiéndose el dolo directo y el eventual, como cuando, por ejemplo, el sicario dispara no importándole la multitud que pretende proteger a la víctima). El resultado culposo no integraría la agravante (atípico) como, por ejemplo, el caso en el que la muerte de uno o varios terceros se produce por las balas perdidas o como consecuencia de las esquirlas de la granada detonada.
E. Cuando las víctimas estén comprendidas en los artículos 107 primer párrafo, 108-A y 108-B primer párrafo
Por estricta interpretación del tipo, estas agravantes se aplican específicamente sobre el sicario, y tienen directa relación con los fundamentos que orientan la criminalización de los delitos de parricidio, condición funcional de la víctima y feminicidio.
a) Parricidio (artículo 107): cuyo tipo sanciona la conducta de quien a sabiendas, mata a su ascendiente, descendiente, natural o adoptivo, o a una persona con quien sostiene o haya sostenido una relación conyugal o de convivencia.
En este delito el plus desvalorable del que nos habla Gracia Martín (2004, p. 453), ha de referirse a una condición ex ante, en la que el reproche se manifiesta en razón a la puesta en riesgo de los deberes emanados del parentesco. En efecto, mediante la norma, el sujeto es colocado en una situación de garante de estos deberes de mutua protección, afecto y cuidado que deben guiar las relaciones parentales, por lo que el reproche se manifiesta cuando dolosamente incrementa innecesariamente el riesgo con respecto a tales deberes. Por ello lo que incrementa el reproche tiene directa relación con el mayor desvalor de la acción. De esta manera, coincidimos con Bacigalupo, en que el parricidio debe tratarse como un supuesto en el que además de la vida se, protegen reales relaciones parentales generadoras de confianza y afecto entre las personas, y no la existencia de simples vínculos jurídicos (1989, p. 72).
Pero estos fundamentos justifican el mayor reproche de quien así se encuentra en tal posición de garante, siendo en consecuencia el parricidio un delito especial propio, en el que estas condiciones personales no se transmiten a los extraneus. Por ello no entendemos el plus desfavorable que fundamenta la agravante, si el sicario es un tercero que no está sujeto a ese deber de garante (salvo que el sicario si sea intraneus). En este sentido se estaría afectando el principio de legalidad y de culpabilidad.
b) Condición personal-funcional de la víctima (artículo 108-A): a tal efecto, el homicidio se agrava cuando se mata a un miembro de la Policía Nacional, de las Fuerzas Armadas, a un magistrado del Poder Judicial o del Ministerio Público o a un miembro del Tribunal Constitucional o a cualquier autoridad elegida por mandato popular. En estos supuestos, la exigencia legal es que el homicidio tenga directa relación con la condición personal de la víctima y que se produzca en relación al ejercicio de sus funciones o como consecuencia de ellas.
La inclusión de esta agravante representa un esfuerzo de prevención general (negativa), que el Estado ha puesto en ejecución con la intención de proteger a estos funcionarios y representantes, en relación directa a la significancia social de su aporte funcional. En tal sentido, la exposición de motivos de la norma modificatoria inicial hacía referencia, como fundamento político criminal, a la necesidad imprescindible de “proteger a aquellos cuya tarea, por reclamo social y, sobre todo, por mandato expreso de la Constitución, tienen la finalidad de garantizar, mantener y restablecer el orden interno, así como velar por el cumplimiento de las leyes, la seguridad y protección de los bienes jurídicos de la sociedad y del Estado; previniendo, investigando, combatiendo y sancionando la delincuencia en sus múltiples aspectos tanto en el plano de la delincuencia común hasta el crimen organizado”.
c) Feminicidio (artículo 108-B): en cuyo caso se sanciona a quien mata a una mujer por su condición de tal, en cualquiera de los siguientes contextos: 1. violencia familiar; 2. coacción, hostigamiento o acoso sexual; 3. abuso de poder, confianza o de cualquier otra posición o relación que le confiera autoridad al agente. 4. cualquier forma de discriminación contra la mujer, independientemente de que exista o haya existido una relación conyugal o de convivencia con el agente.
El legislador patrio, teniendo en consideración que “la violencia de género es un problema que afecta a un porcentaje alto de las mujeres en nuestro país” y afirmando que la propuesta modificatoria “se desarrolla en un marco de protección internacional de los derechos de la mujer, que obligan al Estado para prevenir, investigar, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, con el fin de garantizar la vida, seguridad y protección de las víctimas de violencia frente a actos estatales o de particulares” (principio de “debida diligencia”; Convención de Belém do Para, ratificado por el Perú el 2 de abril de 1996) (texto extraído de la exposición de motivos de la ley de reforma), procedió a aprobar y dar vida a un proyecto de legislación modificatoria del delito de feminicidio, expidiendo la Ley N° 30068 (publicada con fecha 18 de julio de 2013, que introduce una fundamental reforma al tipo feminicida ya existente en nuestro país.
Como fundamento de la agravante, el legislador manifiesta en su exposición de motivos, que le compete al Perú recoger los estándares internacionales de protección de los derechos humanos de las mujeres, cuyos derechos específicos se recogen y desarrollan principalmente en la “Convención contra toda forma de discriminación hacia la mujer” (Cedaw) y la “Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Convención Belém do Para). En concordancia con ello, indica el legislador, nuestro texto constitucional reconoce como derecho fundamental de la ciudadanía peruana, la vida, la integridad moral, psíquica y física, así como el libre desarrollo y bienestar (artículo 2). Siendo que en esa línea nadie debe ser víctima de violencia moral, psíquica o física, ni sometido a tortura o a tratos inhumanos o humillantes (artículo 2.24, literal h) y menos a perder la vida como producto de estas acciones. Estos derechos como la igualdad ante la ley y el derecho a no ser discriminado por motivo de sexo, son pilares para la intervención de Estado en materia de violencia basada en el género (expresión de ello es la Ley de igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres - Ley Nº 28983).
Como vemos, fundamentalmente el feminicidio se basa también en la trasgresión de especiales deberes que sitúan a agente en una posición de garante (numerales 1 al 3), por lo que el mayor reproche se justifica por la trasgresión de tal posición de garante, siendo en consecuencia el feminicidio un delito especial propio, en el que estas condiciones personales no se transmiten a los extraneus. Por ello no entendemos el plus desfavorable que fundamenta la agravante, si el sicario es un tercero que no está sujeto a ese deber de garante (salvo que el sicario si sea intraneus). En este sentido se estaría afectando el principio de legalidad y de culpabilidad.
Diferente es el supuesto feminicida contenido en el numeral 4, que requiere que la muerte se produzca sobre una mujer en condición de tal, basado en cualquier forma de discriminación, independientemente de que exista o haya existido una relación conyugal o de convivencia con el agente. Aquí sí podría caber la agravante en cuanto el sicario sea impulsado adicionalmente por esta motivación.
F. Cuando se utilicen armas de guerra
Esta agravante encuentra su fundamento en el medio peligroso empleado por el sujeto activo para incrementar su potencialidad agresiva. El fundamento político-criminal que sustenta la agravante, radica en el incremento desproporcionado del riesgo social, al utilizar el agente elementos tan peligrosos. Es por lo tanto, como señala Quintero Olivares, una agravación por el medio empleado (1996, p. 470). Esta especial circunstancia de acción denota en el agente un peligroso incremento de su potencialidad de ataque y la disminución de la posibilidad de defensa de la víctima, que apareja el incremento del riesgo y el consiguiente peligro no solo para con su vida, sino para con la vida e integridad del conglomerado social, lo que refuerza la naturaleza pluriofensiva del tipo agravado.
Así, el fundamento agravante estriba en un triple motivo: 1) en la mayor perversidad demostrada por el sicario; 2) en el espanto y terror que en las víctimas y en la comunidad pudiera producirse; y 3) en el incremento del riesgo que todo uso de armas comporta.
Pero la agravante no radica acá en el uso de cualquier arma, sino las que están destinadas a la guerra, que evidencian un mayor poder de fuego y por ende un incremento mayor del riesgo. Esta condición imprime al tipo características en blanco, ya que para la constitución de la agravante, el operador penal tendrá que realizar un reenvío externo a la norma pertinente para recién constatar el injusto sobrecriminalizado.
Al efecto, la Ley Nº 30299 regula el uso de armas de fuego, municiones, explosivos, productos pirotécnicos y materiales relacionados de uso civil. Esta regulación comprende la autorización, fiscalización, control de la fabricación, importación, exportación, comercialización, distribución, traslado, custodia, almacenamiento, posesión, uso, destino final, capacitación y entrenamiento en el uso de armas, municiones y explosivos, productos pirotécnicos y materiales relacionados; así como la reparación y ensamblaje de armas y municiones (artículo 1).
La acotada ley define al arma de fuego como aquella que conste de por lo menos un cañón por el cual una bala o proyectil puede ser descargado por la acción de un explosivo y que haya sido diseñada para ello o pueda convertirse fácilmente para tal efecto, excepto las armas antiguas fabricadas antes del siglo XX o sus réplicas. Define además las armas de fuego de uso civil como aquellas distintas de las de guerra, destinadas a la defensa personal, seguridad y vigilancia, deporte y tiro recreativo, caza y colección conforme a lo regulado por la ley. Son también armas de uso civil aquellas que adquieran los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú para su uso particular (artículo 4).
Por otro lado el Decreto Legislativo Nº 898, establece las normas contra la posesión de armas de guerra; dispositivo legal que ha sido reglamentado mediante el D.S. Nº 022-98-PCM (Reglamento que norma la entrega de armas de guerra), modificado a su vez por el D.S. Nº 014-2006-DE/SG. El Reglamento que norma la entrega de armas de guerra (D.S. Nº 022-98-PCM) establece que las armas de guerra son de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas, Policía Nacional y Servicios de Seguridad Públicos (artículo 3) Se consideran armas de guerra (artículo 4):
a) los fusiles, rifles o carabinas automáticas y/o semiautomáticas de calibre 5.56 mm o de mayor calibre y sus equivalencias;
b) las pistolas automáticas de cualquier calibre;
c) las pistolas semiautomáticas de calibre mayores a 9 mm parabellum y sus equivalencias;
d) los revólveres calibre 9 mm Parabellum, Luger o de mayor calibre y sus equivalencias, a excepción del calibre 38 y 38 especial; y
e) las que determine el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas.
Pero además, el acotado D.S. Nº 022-98-PCM establece que se considera munición para armas de guerra, aquella destinada a las armas indicadas en el artículo anterior y toda munición trazadora, perforante, incendiaria expansiva y explosiva; a excepción de la munición expansiva destinada a la cacería (artículo 5). Nos preguntamos si el tipo agravado podrá extenderse también al uso de este tipo de municiones. Nosotros consideramos que sí o en todo caso que si debería serlo.
En este orden de ideas, aunque la definición estricta que hace el D.S. Nº 022-98-PCM en su artículo 4, donde define cuales son armas de guerra, no abarca el uso de granadas y explosivos, consideramos, en una interpretación extensiva, que su uso sí quedaría comprendido dentro de los alcances de la agravante (aunque sería mejor una precisión legislativa).
Así, el artículo 6 establece: “Se consideran granadas de guerra todos aquellos artificios que contienen explosivos que pueden ser lanzados a mano o por un proyector o lanzador. El artículo 7 precisa, asimismo: “Se consideran explosivos todas aquellas sustancias o sus mezclas que debidamente iniciadas reaccionan violentamente, cambiando su estado inicial a otro de mayor volumen con producción de grandes presiones y alta temperatura. “Solo estará permitida la posesión y empleo de explosivos a las Fuerzas Armadas y Policía Nacional, así como a las personas naturales o jurídicas autorizadas por la Dirección de Control de los Servicios de Seguridad, Control de Armas, Munición y Explosivos de Uso Civil (Dicscamec)” (ar-tículo 8).
Por otro lado el Reglamento que norma la entrega de armas de guerra (D.S. Nº 022-98-PCM) establece el concepto de “armas de uso restringido”, considerando como tales aquellas armas que, por sus características técnicas similares a las armas de guerra, requieren que se impongan condiciones y restricciones para su posesión y uso por personas naturales o jurídicas. Se consideran armas de uso restringido las pistolas semiautomáticas de calibre 9 mm Parabellum cuya energía en boca de cañón sea superior a los cuarenta kilográmetros, pero inferior a los ochenta kilográmetros. El Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas es la única entidad que podrá autorizar a la Dirección General de Control de Servicios de Seguridad, Control de Armas, Munición y Explosivos de Uso Civil (Dicscamec), la expedición de licencias de posesión y uso de estas armas para seguridad personal (artículo 5-A).
En tal sentido, sería pertinente precisar si el uso de estas “armas de uso restringido” también deberían integrar o no el tipo agravado. Por principio de legalidad actualmente consideramos que no.
4. La conspiración y el ofrecimiento para el delito de sicariato
Bajo este membrete, la norma incorpora en el artículo 108-D del CP, dos modalidades de acción extensivas al sicariato, sancionadas con pena privativa de libertad no menor de cinco ni mayor de ocho años:
4.1. Participación en una conspiración para promover, favorecer o facilitar el delito de sicariato
Al efecto y en primer lugar hay que establecer que conforme al diccionario de la lengua española, “conspirar” significa confabularse, conjurar, aliarse. Obrar de consuno contra otro. Concurrir varias personas a un mismo fin. Llegar a un acuerdo varias personas para hacer algo. Generalmente se llama conspiración (del latín conspiratio onis) a una acción o conjunto de acciones realizadas por varias personas con ánimo de unirse para causar perjuicio o daño a alguien o a algo.
En tal virtud, el tipo objetivo de esta modalidad delictiva exige una mancomunidad de ideas e intenciones que congregan la actuación de los agentes, que en este caso no se señala el número mínimo (entendemos de dos o más personas). Se trata pues de los mismos fundamentos que integran el injusto del delito de asociación delictiva, que sanciona a quien “constituye, promueva o integre una organización de dos o más personas destinada a cometer delitos (…)” (artículo 317 del CP).
En tal sentido, no vemos la necesidad de crear un tipo nuevo, salvo que la diferencia se ubique en que en la asociación ilícita requiere la pertenencia a una organización, y en el presente tipo ello no sea necesario, pudiéndose configurar la conducta con el solo acuerdo eventual (pero en todo caso, ¿qué pasaría si se trata de una organización orientada al sicariato?, ¿cómo se tipificaría, como asociación ilícita o conspiración para el sicariato? Tendríamos que acudir al principio de especialidad que resuelve el concurso aparente de leyes). Al respecto, la disposición complementaria modificatoria, que contiene el Decreto Legislativo Nº 1181, modifica el artículo 317 (asociación ilícita) incluyendo dentro de sus alcances agravantes, las modalidades de sicariato contenidas en los artículos 108-C y 108-D.
Como vemos, el tipo reclama para su constitución que el agente participe en la conspiración (no interesa su papel protagónico o dirigencial) Se trata de un delito de mera actividad (sustantivación de actos preparatorios). Integra la fase inicial de los actos preparatorios que forman parte de la fase externa del iter criminis.
El delito se consuma con el solo hecho de formar parte de la conspiración, y esa consumación se prolonga hasta que ella desaparece, sea por disolución, arresto de sus integrantes, etc. Se trata de un delito permanente. La consumación es instantánea, no siendo relevante que se alcance o materialice los planes delictivos.
Asimismo, es de precisar que tal conspiración no está orientada a la ejecución material del hecho homicida, sino tan solo a favorecer o facilitar el delito de sicariato, lo que nos sitúa técnicamente en el campo de la participación criminal, que ya está normada en sus formas y efectos en el artículo 25 del CP. Tal vez la diferencia está en que en este supuesto los agentes no realizan materialmente la ayuda para el delito, sino que se quedan en el plano de los actos preparatorios.
En tal sentido, el bien jurídico protegido no es propiamente la vida humana, sino la tranquilidad, desde la perspectiva de la protección de la paz pública, afectada por la existencia de este tipo de agrupaciones de individuos, por lo que el sujeto pasivo lo sería la sociedad en su conjunto.
Consideramos que al efecto de la consumación, no es necesario que los que conspiran estén reunidos materialmente o que habiten en un mismo lugar, ni siquiera que se conozcan personalmente, porque como ya se dijo, lo que en realidad interesa es el acuerdo de voluntades para poder hablar de asociación. En tal sentido podemos apreciar, como notas esenciales, que le otorgan una sustantividad propia al delito, las siguientes:
a) Identificación de los integrantes.
b) La concurrencia al menos transitoria de voluntades.
c) Número mínimo de dos o más integrantes.
d) Finalidad de favorecer o facilitar el delito de sicariato.
La tipicidad subjetiva informa que se trata de un tipo doloso. El elemento cognitivo del dolo está integrado por el conocimiento que se tiene de participar en la conspiración con fines de promover o facilitar el sicariato.
4.2. Solicitud, ofrecimiento o intermediación para el sicariato
Apreciamos que aquí también el legislador ha procedido a sustantivar actos propiamente preparatorios, que involucran la solicitud, el ofrecimiento a otros o la intermediación para el sicariato.
Solicitar significa pedir o requerir algo a alguien. Aquí se coloca al sicario como agente receptador de la solicitud del verdadero interesado en la muerte. Ofrecer es prometer u obligarse voluntariamente a algo. En ese supuesto, es el sicario (o en su caso el postulante a sicario) quien ofrece sus servicios de manera directa (de manera privada o pública, por ejemplo, mediante la red). Intermediación es mediación voluntaria, significa también negociación. En este sentido la conducta del intermediario solo se daría como un mero facilitador de los actos de solicitud u ofrecimiento para el sicariato.
Se trata de modalidades delictivas de mera actividad (sustantivación de actos preparatorios). Integran la fase inicial de los actos preparatorios que forman parte de la fase externa del iter criminis. La consumación es instantánea, y no es relevante que se alcance o materialice el pacto para la muerte, ni mucho menos el acto homicida.
En tal sentido, el bien jurídico protegido no es propiamente la vida humana, sino la tranquilidad, desde la perspectiva de la protección de la paz pública, afectada por la existencia de este tipo de comportamientos, por lo que el sujeto pasivo sería la sociedad en su conjunto.
4.3. Tipicidad agravada
En su parte in fine, la norma establece como consecuencia punible, la aplicación de pena privativa de libertad no menor de seis ni mayor de diez años si las conductas de participación en una conspiración para promover, favorecer o facilitar el delito de sicariato o solicitud, ofrecimiento o intermediación para el sicariato se realizan con la intervención de un menor de edad u otro inimputable.
5. Prohibición de beneficios
En estos delitos queda indicativamente prohibido el derecho de gracia, la amnistía, el indulto y cualquier posibilidad de conmutación de penas.
Asimismo, se prohíben los beneficios de similibertad y liberación condicional. En estos casos solo se puede aplicar la redención de la pena por el trabajo o educación en la modalidad del siete por uno.
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NOTAS:
* Profesor principal de Derecho Penal de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Magíster y doctor en Derecho Penal por la misma casa de estudios.
** Asistente de investigación: Dra. Juana Flor Arenas Acosta, docente universitaria, investigadora y conferencista.