Coleccion: 44 - Tomo 2 - Articulo Numero 2 - Mes-Ano: 2013_44_2_2_2013_

ANÁLISIS A LA SENTENCIA RECAÍDA EN EL EXP.  Nº 00008-2012-PI/TC QUE DECLARÓ INCONSTITUCIONAL  EL ARTÍCULO 173 INCISO 3 DEL CÓDIGO PENAL

Alonso R. Peña Cabrera Freyre(*)

CRITERIO DEL AUTOR

A juicio del autor, el artículo 173.3 del CP, además de ser una muestra de irracionalidad legislativa, contenía una norma que no protegía bien jurídico alguno (sino valores morales de determinados sectores de la sociedad), por lo que era necesario que se declare su inconstitucionalidad. Sin embargo, justifica la labor interpretativa –conforme a la Constitución– de los órganos judiciales para corregir los defectos de la legislación penal, y evitar así los graves perjuicios a la sociedad que entrañaba.

MARCO NORMATIVO:

Constitución Política del Estado: arts. 103, 138, 201 y 204.

Código Penal: arts. IV, 6, 7, 20 inc. 10, 170 y 173 inc. 3.

Código de Procedimientos Penales: art. 301-A.

Código Procesal Constitucional: art. 83.

I. A MODO DE APROXIMACIÓN

Conforme a los dictados político-criminales de un Estado Constitucional de Derecho, la potestad definitoria de la conducta prohibida la asume de forma monopólica el legislador(1), quien determina qué comportamientos son constitutivos de un injusto penal. Dicha facultad reside en el concepto de soberanía estatal propio de un orden democrático y en la idea de separación de poderes, y supone la garantía de que el dictado de las conductas penalmente prohibidas es producto de una discusión razonada entre quienes representan a los diversos sectores de la sociedad. Al órgano jurisdiccional le está proscrito crear conductas punibles a través de su labor interpretativa, lo que constituye una garantía esencial que sustenta la seguridad jurídica en el marco de la impartición de justicia en lo penal.

Sin embargo, si analizamos esta garantía política, observaremos que nuestros parlamentarios no en pocas ocasiones han abdicado en dicha función legislativa (criminal), otorgándole la posta al Poder Ejecutivo en cuanto a la sanción de la normativa penal, lo que acontece con especial intensidad desde el año 2007 en nuestro país.

Ahora bien, a lo anotado se suma una garantía material de primer orden según los postulados de un Derecho Penal democrático. Nos referimos a los presupuestos que el legislador debe valorar para decidir cuándo criminalizar una conducta o, en su defecto, cuándo descriminalizarla. Pues dicha actuación –política y jurídica a la vez– no puede tomar lugar de forma libérrima, ya que existen ciertos límites que los parlamentarios deben respetar; si no fuera así, el Derecho Penal se convertiría en un mero “decisionismo” o en la manifestación de un resorte punitivo desprovisto de toda cesura y juicio de apreciación.

Esto es algo que debemos acusar al legislador nacional, quien suele proyectar la política penal sin cotejar las decisiones legislativas con un mínimo de racionalidad y de coherencia sistemática, olvidando que el texto punitivo, como todo cuerpo codificado, debe preservar ciertas características propias de un complexo sistemático y coherente, de cara a desplegar sus fines en la comunidad.

La inadecuada técnica legislativa, que caracteriza últimamente las reformas penales en el Perú, ha podido ser contendida de cierta forma con la interpretación teleológica y axiológica que realiza el órgano jurisdiccional según los poderes que le confiere la ley y la Constitución, dejando de lado un apego positivista en la interpretación normativa, incompatible con los dictados de un Estado Constitucional de Derecho.

El TC ha señalado al respecto:

“Asumir que el legislador penal sea el órgano competente para determinar discrecionalmente las conductas punibles y las respectivas sanciones no implica admitir que la discrecionalidad que tiene este órgano sea absoluta pues, como ya se ha mencionado, se encuentra limitado, al igual que todo poder constituido, mediante los principios constitucionales penales contenidos en la Norma Fundamental (principio de legalidad penal, principio de igualdad, principio de lesividad, principio de proporcionalidad penal, etc.), lo que convierte su discrecionalidad en una de carácter relativo”(2).

“El control jurisdiccional de la estricta observancia del respeto a dichos límites se encuentra a cargo del Tribunal Constitucional (artículo 201 de la Constitución), así como también del Poder Judicial (artículo 138 de la Constitución). En cuanto a los tipos de decisiones que pueden expedir tales órganos, en la actualidad se ha superado la clásica distinción entre decisiones estimatorias y desestimatorias, para dar lugar a una clasificación que, sin dejar de lado las ya mencionadas ha identificado las denominadas decisiones ‘interpretativas’ en general. Mediante tales sentencias ‘los tribunales constitucionales evitan crear vacíos y lagunas de resultados funestos para el ordenamiento jurídico. Son abundantes los testimonios de las ventajas de esta clase de sentencias en el derecho y la jurisprudencia constitucional comparados, ya que, además, permiten disipar las incoherencias (...), antinomias o confusiones que pueda contener (...)’” (STC Exp. Nº 00008-2012-PI/TC, fundamentos jurídicos 56 y 57).

En un orden democrático de Derecho, las decisiones legislativas en materia penal no pueden estar sustraídas del control de su legitimidad y de su necesaria racionalidad. Si bien el legislador es libre de definir el espacio de juego de la política criminal, basado en conceptos empíricos y normativos, no es menos cierto que dicha proyección legislativa debe aquilatarse conforme los principios limitadores del ius puniendi estatal dictados desde un Estado Constitucional de Derecho, lo que implica la proscripción de disposiciones penales que no correspondan con aquellos.

Los límites en materia penal no pueden dirigirse exclusivamente a delimitar cómo los jueces deben interpretar y aplicar las leyes, o a la forma en que los funcionarios deben ejecutar las penas; también el Parlamento, cuando ejerce su función más específica de crear normas y, en particular, cuando estas son punitivas, debe estar sometido a un estricto control(3).

Dicho lo anterior, desde hace ya muchos lustros se concilió en la doctrina especializada que el fin esencial y elemental del Derecho Penal es la protección de bienes jurídicos, aquellos intereses jurídicos que resultan vitales para la autorrealización del ser humano y para su participación en concretas actividades socioeconómico-culturales, concatenado ello con los principios limitadores del ius puniendi estatal como lo son los de subsidiariedad, fragmentariedad y de última ratio, considerando que el Derecho Penal constituye el medio de control social (formal) de mayor injerencia sobre las libertades fundamentales de los individuos.

En la doctrina se apunta que, dentro del ordenamiento jurídico como medio de control social, el Derecho Penal es solo uno de los instrumentos de control social formal, por lo que su contenido y sus reacciones deben ser concordantes con todo el sistema de control social, y esta necesaria concordancia debe ser tenida en cuenta para organizar y evaluar la eficacia del sistema penal, así como para medir la eficacia de sus reformas(4).

El principio de ofensividad del bien jurídico repercute en dos ámbitos conforme lo señala la doctrina especializada. En el plano legislativo, el principio de ofensividad, con rango constitucional, deberá vedar al legislador la configuración de tipos penales que en abstracto sean hechos inofensivos a los intereses o valores sociales preexistentes a la norma y, en el campo jurisdiccional, es decir, el de la aplicación, la actuación integral del principio de ofensividad implica para el juez el deber de excluir la existencia de un delito donde el hecho –aunque aparezca como conforme a un tipo legal– sea inofensivo con respecto al bien jurídico específicamente protegido por la norma incriminante(5).

La teoría del bien jurídico ha sufrido profundas transformaciones fenoménicas y teórico-conceptuales en un sistema social de permanente cambio y dinamicidad, y conforme a las nuevas relaciones jurídicas que van asumiendo el Estado, el individuo y la sociedad.

Pero, de seguro, una de sus más importantes conquistas es la de fijar criterios materiales de tutela punitiva en orden a proteger bienes jurídicos que en realidad lo merecen, atentos a que el Derecho Penal es el brazo más opresor del ordenamiento jurídico, que supone la injerencia en el contenido esencial de las libertades fundamentales individuales.

De ahí, que no puede darse una ruptura entre la política criminal y este principio rector del Derecho Penal, el cual debe ser concebido desde una plataforma democrática, es decir, debe despojarse a la normativa penal de concepciones pura y estrictamente moralistas o éticas (religiosas). Esto sucede cuando es la repulsa de ciertos sectores de la sociedad de un comportamiento la que promueve la tipificación de delitos, y aparece un legislador proclive a acoger estas demandas penalizadoras no para adecuar el Derecho Penal a la sociología criminal, sino para atraer y concitar el clientelismo político que le ha de asegurar una curul en futuras elecciones.

La separación indispensable entre el Derecho y la moral nos lleva irremediablemente a la conclusión de que el Derecho Penal no está encaminado a tutelar los valores morales de un pueblo. Estos no pueden de ningún modo constituir el fundamento de punición en un orden democrático de Derecho, tomando en cuenta su carácter fragmentario y subsidiario.

La equiparación de la tutela de la sociedad y la tutela de un orden ético determinado debe ser excluida desde un primer momento, pues responde a momentos históricos ya superados. Esta especial protección al contenido de un orden moral, aunque sea el socialmente mayoritario, debe valorarse de forma negativa puesto que responde a modelos de Estado confesionales y, por lo tanto, contradice principios como el pluralismo que inspiran y son consustanciales a un Estado laico, como el Estado democrático de Derecho(6).

En palabras de Roxin, nuestro actual modelo de Estado y el hecho de que el origen del poder se sitúe en el pueblo, explican con claridad la separación entre Derecho y moral. El Derecho, en general, y el Derecho Penal, en particular, tienen como meta llegar a alcanzar un modelo igualitario, es decir, el Derecho Penal ha de afrontar como misión posibilitar la vida de la comunidad, teniendo presente solo la dañosidad social de las conductas que se quieren evitar y, de este modo, asegurar el funcionamiento y el desarrollo social. El hecho de que al materializar tal función coincida con el planteamiento que corresponde a un orden ético ha de ser interpretado como coincidencia, no como fundamento.

Sin embargo, para el legislador a veces no importa si la fórmula normativa resulta idónea para resolver cierta problemática, lo único que le interesa es generar un estado socio-cognitivo de seguridad ciudadana, que es en esencia subjetivo, pues en los hechos el problema sigue igual o tal vez más agudizado. No podemos emplear el Derecho Penal para cualquier fin, como, por ejemplo, complacer a sectores conservadores de la sociedad (por ejemplo, penalizando la homosexualidad o el lesbianismo); ello sería un despropósito inadmisible en un Estado Constitucional de Derecho, donde ha de imperar la tolerancia y la igualdad entre los ciudadanos.

Las conductas prohibidas no pueden construirse a través de posiciones sectoriales, en cuanto a la ideología o el dogma acuñados por cierto sector representativo de la sociedad, en la medida que su evidente relatividad estimativa no se corresponde con la legitimidad que ha de guiar la política criminal, pues la penalización de una conducta debe obedecer a un reproche generalizado, es decir, todos los peruanos hemos de conciliar en su reprobación, no solo en un sentir ético sino sobre todo “sociológico”, por su nivel de perturbación en las relaciones entre los miembros de la comunidad.

Como bien se dice en la doctrina especializada: “el control penal encuentra su última racionalidad en los objetivos de un poder político concreto y se dice que la cuestión penal es un problema eminentemente político, por lo que el Derecho Penal no puede ser utilizado como instrumento de poder en manos del grupo político dominante, ni servir para la imposición coactiva de determinadas ideas políticas o morales”(7).

Como siempre hemos sostenido: toda conducta delictiva merece un reproche ético-social, pero no toda conducción humana que denota una reprobación ético-social necesita ser alcanzada con una pena.

Llevada dicha fundamentación al caso que nos ocupa, la penalización de las relaciones sexuales con una persona mayor de catorce años y menor de dieciocho en definitiva no cumple con un mínimo estándar de “materialidad sustantiva”, en el sentido de que no se cumple con el principio de “lesividad” –nullum crimen sine inuria–; si hemos apuntado que toda pena requiere la lesión o la puesta en peligro de un bien jurídico penalmente tutelado, nos queda claro que dicho interés jurídico ha de ser elaborado sobre la base de criterios generalizados de reprobación social y no sobre el sentir de un determinado sector de la sociedad, como sucedió en este sector de la criminalidad, pues fueron grupos conservadores, que dirigen el discurso de una reforzada tutela jurídica de la niñez y de la adolescencia, así como la Iglesia católica, los que influenciaron en el legislador para penalizar la referida conducta sobre la base de valoraciones moralistas y éticas completamente divorciadas de la realidad social, teniendo en cuenta que en nuestro país el inicio de la vida sexual comienza entre los trece y los quince años de edad, conforme el mismo Tribunal Constitucional lo ha documentado en la sentencia bajo comentario.

Entonces, bajo la sesgada y reductiva visión de proteger a la adolescencia mediante esta absurda e irracional punición, se empleó el Derecho Penal para fines que no le son legítimos. Si estos grupos conservadores quieren que los adolescentes no tengan relaciones sexuales en dicha edad cronológica deben acudir a otros medios de control social, las instituciones tutelares del Estado y la sociedad.

A nuestro parecer, el Derecho Penal solo puede servir para el mantenimiento de la paz social y para cautelar la intangibilidad de los intereses jurídicos más preciados tanto para el individuo como para la sociedad, sancionando aquellos ataques intolerables e insoportables que perturban el normal desarrollo de la vida en sociedad, y no para aplacar demandas de ciertos sectores del sistema social, desprovistas de fundamento material legítimo en cuanto a los criterios de necesidad y merecimiento de pena.

Por consiguiente, en el propósito de alejar a los adolescentes del sexo temprano el Derecho Penal no tiene misión alguna, y esto lo ha demostrado la praxis jurisprudencial, donde la penalización de esta conducta reportaba consecuencias nefastas, no solo para el supuesto agente sino también para su pareja (que para la norma jurídico-penal era la víctima), arrastrando inclusive a la prole, que no se explicaban por qué su padre o su madre debían ir a prisión por haber constituido una familia con base en el sentimiento más profundo del ser humano, el amor.

El Derecho Penal, de este modo, se constituía en una amarga resolución normativa, desencadenante de las más infortunadas consecuencias jurídicas. Felizmente, algunos órganos jurisdiccionales se fueron apartando del apego literal de la ley para realizar una valoración iusconstitucional y hacer prevalecer los principios basilares de un Derecho Penal constitucional sostenido en criterios de razonabilidad, efectuando el control difuso de la constitucionalidad normativa, que luego dio paso a la emisión de precedentes vinculantes por parte de la Corte Suprema, conforme lo dispone el artículo 301-A del C de PP.

Conforme a ello, toma lugar un criterio interpretativo no basado en lo más favorable al imputado, sino en criterios legitimantes del Derecho Penal, que en algunos casos podría resultar desfavorable a aquel, siempre que no importe una interpretación analógica in malam parten; es decir, la interpretación en Derecho Penal debe orientarse a su norte finalista que es la protección de bienes jurídicos, no de intereses metajurídicos como la moralidad sexual.

En efecto, si nos apegamos a aplicar las normas jurídico-penales según su formalidad literal, el juzgador se convertiría justamente en lo que ya no se desea de la judicatura, en la boca que pronuncia la palabra de la ley o del legislador. Por el contrario, una interpretación normativa en verdadero sentido material importa someter dicha labor de hermenéutica a criterios legitimantes del Derecho Penal democrático, entre estos el principio de lesividad, y si este informa que no concurre dicha ofensividad en una conducta, simplemente no se puede aplicar la norma incriminante, decisión que se basa en la preeminencia de la constitucionalidad normativa.

Como anota Tozzini, la ofensividad o lesividad efectiva se coloca constantemente junto con la adecuación del tipo penal, contribuyendo con esta última a componer el principio de legalidad, del cual la ofensividad es un elemento indispensable, por lo que integra el propio tipo delictivo(8).

En resumidas cuentas, no puede haber tipo del injusto si es que previamente no se identifica que la conducta incriminada lesiona o pone en peligro un interés jurídico, digno y merecedor de tutela punitiva, como conquista de un Derecho Penal liberal de plena vigencia en los tiempos de la sociedad actual.

II.ANÁLISIS DE LA SENTENCIA DESDE UN PUNTO DE VISTA MATERIAL DE LOS TIPOS PENALES

No puede concebirse en la actualidad una política criminal que se proyecte al margen de los dictados ordenados de nuestro texto iusfundamental, pues es desde el pórtico de valores de este que el Derecho Penal construye su estructura basilar, esto es, sobre principios recogidos de forma enunciativa (textual) o que tienen reconocimiento derivado a partir del encumbramiento de la dignidad humana como valor principal del ser humano. Esos mismos valores vinculan al legislador penal, que no puede sino adaptarse al programa penal constitucional, es decir, al conjunto de postulados político-criminales que integran el marco normativo, en cuyo seno el legislador debe tomar sus decisiones y el juez extraer sus criterios interpretativos y aplicativos.

Existe –y siempre ha sido así– una estrecha relación entre la Constitución y el Derecho Penal. El Derecho Constitucional y el Derecho Penal han nacido y evolucionado juntos. En efecto, las ideas políticas de la ilustración marcaron el ritmo de las ideas penales y constitucionales al poner empeño en fijar los límites del poder del Estado.

Por lo tanto, Derecho Penal y Constitución constituyen dos parcelas del ordenamiento jurídico íntimamente vinculadas, tanto en lo que respecta a los límites del ius puiniendi estatal como en la configuración del programa de política criminal. Por ende, quienes abogan férreamente por más violencia punitiva han de elaborar sus conceptos al margen del listado de valores contenidos en el texto iusfundamental.

El TC, en la sentencia en examen indica:

“Una ‘decisión interpretativa’ es aquella en la que se materializa en cierta medida el criterio de interpretación de la ley conforme a la Constitución. Este criterio consiste en aquella actividad interpretativa que sobre las leyes realiza el órgano jurisdiccional, de modo que antes de optar por la eliminación de una disposición legal se procure mantenerla vigente pero con un contenido que se desprenda, sea consonante o guarde una relación de conformidad con la Constitución.

En materia penal, las decisiones interpretativas de la jurisdicción se enfrentan con uno de sus límites constitucionales más claros: e) el principio de legalidad penal (...) en ese sentido, prima facie, la jurisdicción no puede: i) crear nuevos delitos vía interpretativa; ii) identificar sentidos interpretativos que cambien por completo o desnaturalicen el contenido normativo establecido por el legislador en la disposición penal o cambien el bien jurídico tutelado por el legislador penal; y iii) identificar sentidos interpretativos in malam partem, salvo que previamente se haya determinado que el único sentido interpretativo identificado, que impidió la declaratoria de inconstitucional” (STC Nº 00008-2012-PI/TC, fundamento jurídico 65).

Por lo demás, debe subrayarse la idea de que para los operadores jurídicos –no para todos, claro está– resulta complicado establecer penas muy graves cuando las relaciones sexuales tienen como protagonista a una persona de trece años de edad, es decir, a puertas de alcanzar la edad cronológica que se necesita para obtener la libertad sexual, por lo que, al menos, se debe proceder a una atenuación significativa de la pena, siempre que no exista una notable brecha cronológica con el sujeto activo, y que no se advierta el prevalimiento en este último de una especial posición que le otorga ventaja frente aquella.

La libertad sexual se afinca en los derechos humanos de toda persona, cuyo reconocimiento no está supeditado al alcance de la mayoría de edad, como algunos podrían postular, sino al desarrollo de la personalidad así como de su estructura biológica, que poco a poco van recibiendo ciertas manifestaciones orgánicas, propias de todo individuo que requiere relacionarse con los demás.

Así lo entendió claramente el legislador, mejor dicho la Comisión Revisora del CP de 1991, cuando fijó la zona de delimitación entre la “libertad” y la “intangibilidad” sexual en los catorce años de edad. Por lo tanto, no comprendemos por qué en dicho momento histórico los aludidos sectores conservadores de la sociedad peruana no dijeron nada y esperaron quince años para reclamar una reforma punitiva, cuando la realidad social iba en un sentido opuesto, pues el inicio de la vida sexual toma lugar en forma más temprana. Por tales motivos, recalcamos la urgente conciliación entre el Derecho Penal y la criminología, entre la norma y la sociedad, lo cual podrá redundar en la verdadera construcción de una sociedad de inclusión y no de exclusión.

Sobre el particular, el TC indica:

“Tales espacios de libertad para la estructuración de la vida personal y social constituyen ámbitos de libertad sustraídos a cualquier intervención estatal que no sean razonables ni proporcionales para la salvaguarda y efectividad del sistema de valores que la misma Constitución consagra. Evidentemente, uno de esos ámbitos de libertad en los que no cabe la injerencia estatal, porque cuentan con la protección constitucional que les dispensa el formar parte del contenido del derecho al libre desarrollo de la personalidad, ciertamente es la libertad sexual. En efecto, como lo ha sostenido el Tribunal Constitucional “las relaciones amorosas y sexuales (...) se hallan bajo el ámbito de protección del derecho al libre desarrollo de la personalidad (...) se trata de una actividad estrictamente privada, consustancial a la estructuración y realización de la vida privada (...) de una persona, propia de su autonomía y dignidad.

En general, la libertad sexual puede ser entendida como la facultad de las personas para autodeterminarse en el ámbito de su sexualidad, tiene como contenido constitucional, una dimensión negativa vinculada con la exigencia dirigida hacia el Estado o cualquier persona de no interferir en el libre desarrollo de la actividad sexual de un ser humano, así como una dimensión positiva conformada por la libertad de decidir la realización del acto sexual, es decir, de decidir con quien, como y en qué momento se puede realizar el acto sexual” (STC Nº 00008-2012-PI/TC, fundamentos jurídicos 19-21).

Dicho lo anterior, cuando en el marco de los Acuerdos Plenarios de la Corte Suprema –sobre todo el del año 2012– se dispone que las relaciones sexuales realizadas mediante el ejercicio de violencia o amenaza con una víctima mayor de catorce y menor de dieciocho años de edad deben reconducirse al tipo penal contenido en el artículo 170 del CP, se brinda una solución acertada en la medida que permite adecuar el supuesto fáctico a los alcances normativos del tipo penal que en realidad le corresponde, pues no se puede decir que en dichos casos se vulnera la intangibilidad sexual, sino la libertad sexual, atendiendo a un criterio de sistematización normativa y al principio de lesividad; máxime, cuando en el ámbito de los delitos contrarios al pudor, el legislador, con la dación de la Ley Nº 28704, mantuvo sus tipificaciones penales inconmovibles, indicando que los tocamientos en las partes orgánicas sexuales de una persona mayor de catorce y menor de dieciocho años de edad, bajo su consentimiento y sin mediar violencia o amenaza, no eran objeto de penalización.

De ahí que no conciliamos con el TC cuando señala:

“Considerando los límites constitucionales que tiene la interpretación jurisdiccional de las leyes penales, el Tribunal Constitucional estima que la interpretación del artículo 173 inciso 3 del Código Penal, propuesta por el apoderado del Congreso de la República, en el sentido de asumir que los menores de edad entre 14 años y menos de 18 tienen libertad sexual y que, por lo tanto, su consentimiento para tener relaciones sexuales exime de responsabilidad penal al adulto al que se le atribuye la autoría de tal delito, es una interpretación que no puede ser asumida por el Tribunal Constitucional como constitucionalmente conforme, toda vez que desplazaría al legislador como órgano competente de la formulación de la política criminal del Estado y consecuente tipificación de conductas y penas, cambiando el bien jurídico protegido por el legislador (libertad sexual en lugar de indemnidad sexual) y con ello permitiendo la configuración de una causal de exención de responsabilidad penal como es el ‘consentimiento valido del titular de un bien jurídico de libre disposición’ (artículo 20 inciso 10 del Código Penal), lo cual no resultaba permitido por la disposición penal tal como la estableció el legislador penal” (STC Nº 00008-2012-PI/TC, fundamento jurídico 76).

No confundamos una cosa con la otra, una es la emisión de las normas jurídico-penales, que es exclusiva competencia del legislador, y otra la interpretación normativa, que en la práctica se convierte en un correctivo de la aplicación de la legislación penal –acorde con los criterios legitimantes del Derecho Penal–, y que en la actualidad se alza como una herramienta indispensable en orden a evitar la aplicación de preceptos penales abiertamente inconstitucionales.

Si bien desde siglos atrás la doctrina ha conciliado siempre en instituir a la ley como única fuente del Derecho Penal, el contexto actual nos da otra lectura en la que la jurisprudencia se constituye en fuente derivada para la interpretación de aquella, habiéndose superado con creces las taras del positivismo jurídico para ingresar a la doctrina del “neoconstitucionalismo”, donde el juez ha de realizar el juicio de ponderación y así interpretar las normas jurídico-penales conforme a los valores consagrados constitucionalmente. Ello, en definitiva, no es desplazar al legislador en la política criminal del Estado, únicamente supone salvaguardar la preeminencia de los valores que dicha política criminal no puede soslayar, so pretexto de cautelar el principio de separación de poderes.

Siguiendo en estricto la afirmación del TC, estarían proscritas las interpretaciones normativas que el Tribunal Supremo ha elucubrado en los acuerdos plenarios sobre la materia, donde ha dejado sentado que el consentimiento del sujeto pasivo (menor de dieciocho y mayor de catorce años de edad), mediando una relación sexual desprovista de violencia o amenaza, es un comportamiento penalmente “atípico”. Esto implicaría, primero, desconocer que la propia ley faculta a la Corte Suprema a realizar dicha labor interpretativa, de acuerdo a lo previsto en el artículo 301-A del C de PP; y segundo, dejar indefensos a los ciudadanos frente a la irracional forma de legislar en materia penal por parte del Parlamento, quienes tendrían que esperar años hasta que el TC proceda a la declaración de “inconstitucionalidad” del precepto jurídico-penal en cuestión, con la consecuente pérdida irreparable de la libertad fundamental de muchos individuos.

A nuestro parecer, el afán por desestimar los argumentos del demandado ha llevado al TC a proponer una afirmación de tal calibre, donde la elaboración de criterios interpretativos correctos por parte de los órganos jurisdiccionales en esta materia es implicante con el deber del legislador de expulsar del complexo normativo penal preceptos jurídico-penales de esta naturaleza.

Es así que en un Estado Constitucional de Derecho cada órgano del Estado ejerce misiones o labores distintas. A los órganos jurisdiccionales les corresponde la interpretación normativa, excelsa actividad de singular vigencia ante coyunturas como las que acontecen en el Perú, donde el legislador apela a criterios metajurídicos en la definición de conductas delictivas, lo que hemos denominado como “irracionalidad punitiva”, la cual ha de combatirse precisamente con la labor interpretativa de la norma, que ha perfilarse según el norte teleológico del Derecho Penal que es la protección de bienes jurídicos.

III.EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD Y SU RELACIÓN EN EL TEST DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS NORMAS PENALES

Anclando propiamente en la definición del principio de proporcionalidad, siguiendo a Pedraz Penalva, diremos que “es algo más que un criterio, regla o elemento de juicio utilizable técnica y asépticamente para afirmar consecuencias jurídicas; es un principio consustancial al Estado de Derecho con plena y necesaria operatividad, constituyendo su exigida utilización uno de los imperativos básicos a observar en toda hipótesis en que los derechos y libertades fundamentales puedan verse afectados”(9).

El ejercicio de la actividad punitiva (sancionadora) del Estado debe tener límites en razón a su contenido gravoso para un derecho fundamental (libertad personal), esto es, la reacción estatal debe ser proporcional a la acción de criminalidad que genera las consecuencias jurídicas. Es el interés público lo que legitima la injerencia punitiva en la esfera de libertad ciudadana; esto quiere decir que dicho interés estará únicamente presente cuando se adviertan ataques intolerables a las bases existenciales de toda sociedad, en tanto se manifieste una perturbación insostenible en la autorrealización personal o en la participación de los individuos en los procesos sociales, que no puede ser contenida con otros medios de control social menos gravosos que el Derecho Penal; ello es lo que debemos identificar como el principio de proporcionalidad.

El principio de prohibición de exceso o de proporcionalidad aparece primigeniamente como un límite al poder de policía para convertirse en un principio primordial del Derecho público, ya que su aplicación cubre ampliamente toda clase de medidas que afectan la libertad individual del ciudadano(10).

El principio de proporcionalidad, como principio independiente dentro de los principios de la sanción, recoge la creencia de que la entidad de pena, esto es, la aflicción que ella origina por su naturaleza e intensidad o por los efectos sociopersonales que desencadena, debe acomodarse a la importancia de la afección al objeto tutelado y a la intensidad de la responsabilidad concurrente(11). Por el principio de proporcionalidad se conectan los fines del Derecho Penal con el hecho cometido por el delincuente, rechazándose el establecimiento de conminaciones penales (proporcionalidad abstracta) o la imposición de penas (proporcionalidad concreta) que carezcan de toda relación valorativa con tal hecho contemplado en la globalidad de sus aspectos(12).

Si no se parte del entendimiento de que las normas jurídico-penales importan en su concreción la afectación al contenido esencial de los derechos y libertades fundamentales, no se pondrán límites constrictivos en su actuación interventora, de manera que el examen de constitucionalidad de un precepto penal implica la indispensable referencia a este análisis de razonabilidad, del cual no pueden sustraerse las cortes constitucionales. Así, en la doctrina constitucional, cuando se afirma que la tipificación penal de una conducta implica siempre una intervención en los derechos fundamentales y que, por lo tanto, a la Corte Constitucional le compete establecer si constituyen restricciones válidas o, por el contrario, violaciones de tales derechos(13).

La injerencia en el derecho fundamental debe ser proporcional en sentido estricto o propio, es decir, medio y fin no deben permanecer de forma evidente fuera de proporción(14).

El Tribunal Constitucional, en la STC Exp. Nº 2192-2004-AA/TC (del 11 de octubre de 2004), señaló lo siguiente:

“El principio de razonabilidad o proporcionalidad es consustancial al Estado Social y Democrático de Derecho, (...): puede establecerse, prima facie, una similitud entre ambos principios, (...). En este sentido, el principio de razonabilidad parece sugerir una valoración respecto del resultado del razonamiento del juzgador expresado en su decisión, mientras que el procedimiento para llegar a este resultado sería la aplicación del principio de proporcionalidad con sus tres subprincipios: de adecuación, de necesidad y de proporcionalidad en sentido estricto o ponderación”.

La función político-criminal del principio de proporcionalidad, por lo tanto, ha de entender la gravedad de la afectación al derecho fundamental lesionado con relación a los fines que persigue con ella, es decir, con la utilidad social que ha de reportar la sanción penal, esto es, los resultados que se esperan obtener deben ser a todas luces más beneficiosos que la afectación que dicha intervención ha de producir en el ámbito de las libertades ciudadanas.

Si esto es así, debe reflexionarse entonces que la persecución y sanción penal que recaen sobre personas que mantienen relaciones sexuales con adolescentes mayores de 14 y menores de 18 años de edad ha de desencadenar consecuencias más gravosas que aquellas que se pretenden evitar, pues estamos ante personas con suficiente madurez biológica y psicológica para decidir su desarrollo sexual en su vida en sociedad. Más aún cuando de por medio existe una familia, una prole, un hogar constituido, supuestos donde el encarcelamiento del presunto agente no solo ha de afectar sus derechos fundamentales sino también los de la presunta víctima, al producirse una abrupta interrupción de su vida íntima y familiar, así como en el marco del sostenimiento económico de la familia.

En estos casos, el Derecho Penal se constituye en un remedio más grave que la enfermedad que se quiere atacar, es decir, su intervención en esta esfera de actuación ciudadana resulta desafortunada, torpe y carente de toda razonabilidad.

Sobre el examen de necesidad, el TC en la STC Exp. N° 000012-2006-PI/TC, dejó sentado que: “En materia penal, el examen de necesidad, el cual exige que el legislador estime, ineludiblemente, aquel postulado de que el sistema penal debe representar el medio o recurso más gravoso para limitar o restringir el derecho a la libertad de las personas, y que por tanto, debe reservarse para las violaciones más intolerables, constituye una de las contribuciones fundamentales de la filosofía de la ilustración (...)”.

Conforme al subprincipio de proporcionalidad en sentido estricto, debe estimarse la importancia de la intervención o limitación del derecho fundamental, con arreglo a la satisfacción del fin perseguido; comparando dichas magnitudes es que se determinará si la relevancia del fin perseguido es mayor a la relevancia de la intervención del derecho fundamental.

Siguiendo los principios anotados, inferimos que la protección punitiva sobre ciertos intereses jurídicos no solo ha de sostenerse en su reconocimiento constitucional, sino que a la par debe cumplirse con el criterio de lesividad material, en el sentido de que el desvalor de la conducta importe un reproche generalizado de toda la sociedad en su conjunto –y no solo de grupos sectoriales que sostienen dogmas ideológicos–, por resultar nocivos o dañinos para una coexistencia social pacífica.

Son estos y no otros los elementos que legitiman la intervención del Derecho Penal en una sociedad democrática de Derecho. Los postulados que puedan pregonarse para reforzar un mínimo “ético-social” si bien deben ser escuchados por las autoridades políticas, no pueden constituirse en los fundamentos que justifiquen la injerencia punitiva, pues ello nos llevaría indefectiblemente a un desgaste nominal del Derecho Penal, a su exacerbada y profusa participación, con lo que quedaría degradado a su función sociocomunicativa y funcionalización política.

En palabras de Bernal Pulido, la ley penal no representa la definición del contenido de la libertad individual garantizada por los derechos fundamentales, sino un conjunto de intervenciones en el ejercicio de esta libertad que, en todo caso, deben estar justificadas por la protección de otros derechos y bienes jurídicos. Asimismo, a pesar de que en el ámbito penal no se disponga siempre de certidumbres que provean al juez de objetividad para decidir, lo cierto es que, por una parte, la libertad no admite injerencias legislativas excesivas y, por otra, los derechos fundamentales y demás bienes garantizados por la ley penal no se conforman con cualquier tipo de medidas protectoras(15).

No se puede, por lo tanto, sostener válidamente que el Derecho Penal deba reprimir las relaciones sexuales consentidas de una persona con otra de catorce y menos de dieciocho años de edad, cuando estas últimas ya son portadoras de “libertad sexual”. En todo caso, si es que se quiere evitar que los adolescentes sean protagonistas de relaciones sexuales, se debe apelar a otros mecanismos de control social (formales o informales) que en realidad puedan incidir en ello.

Por ende, no existe un interés jurídico digno de protección punitiva que justifique la represión penal de las relaciones sexuales consentidas con adolescentes, es decir, con ciudadanos que poseen capacidad de libertad decisoria en este ámbito de la personalidad humana.

IV.EFECTOS DE LA SENTENCIA DE INCONSTITUCIONALIDAD EN EL TIEMPO

El TC no podía sustraerse a un tema de vital importancia en un Estado Constitucional de Derecho: definir los efectos jurídicos de su sentencia de “inconstitucionalidad”, atentos a que sus consecuencias en el tiempo pueden desencadenar situaciones distintas sobre actores que se encuentran involucrados en hechos similares.

Las normas jurídicas operan de cara al futuro, es decir, se dirigen regular situaciones jurídicas existentes, en tanto los hechos pretéritos ya fueron regulados por su ley correspondiente, es decir, aquella vigente al momento de lo sucedido; ello implica negar, en principio, su aplicación retroactiva, conforme se desprende de los criterios rectores que sostiene el Derecho privado.

Sin embargo, en materia penal la cuestión ha de verse en un sentido distinto, en la medida que el Derecho punitivo al poseer las consecuencias jurídicas más gravosas para las libertades fundamentales de los ciudadanos, se rige por el principio de “mínima intervención”, pues en un orden democrático de Derecho la violencia punitiva ha de ser graduada con arreglo a criterios de razonabilidad y de proporcionalidad.

Esto quiere decir, desde un plano esencialmente normativo, que debe atenderse a aquella situación legal que sea más ventajosa para el imputado o condenado, a pesar de que el precepto jurídico-penal se haya emitido con posterioridad al momento de la comisión del hecho punible –tempus comissi delicti–, lo cual permite la aplicación retroactiva favorable de las normas penales, tal como se prescribe en los artículos 6 y 7 del CP, concordantes con la consagración constitucional prevista en el artículo 103 de la Ley Fundamental.

Se podría alegar que una cuestión es la sucesión de normas penales en el tiempo y otra la declaratoria de inconstitucionalidad de la ley penal, pues si seguimos en estricto lo dispuestos en el artículo 204 de la Constitución Política, se tendría que las sentencias de esta naturaleza no tiene efecto retroactivo.

Sin embargo, el legislador, optando por una consideración valorativa y particular de las situaciones jurídicas, dispuso en el artículo 83 del Código Procesal Constitucional, que:

“Las sentencias declaratorias de ilegalidad o inconstitucionalidad no conceden derecho a reabrir procesos concluidos en los que se hayan aplicado las normas declaradas inconstitucionales, salvo en las materias previstas en el segundo párrafo del artículo 103 y último párrafo del ar-tículo 74 de la Constitución”.

Es así que en los fundamentos 111 y 113 de la STC Nº 00008-2012-PI/TC, el TC declara:

“Con independencia de su distinta valoración, la potestad de los Tribunales Constitucionales de diferir los efectos de sus sentencias de acuerdo a la naturaleza de los casos que son sometidos a su conocimiento constituye en la actualidad un elemento de vital importancia en el Estado Constitucional de Derecho, pues con el objeto de evitar los efectos destructivos que podría generar la eficacia inmediata de una sentencia que declara la inconstitucionalidad de una ley, se tiende a aplazar o suspender los efectos de esta.

En el presente caso, teniendo en cuenta que la disposición impugnada resulta inconstitucional, y que al versar sobre materia penal, la respectiva declaratoria de inconstitucionalidad va a generar efectos en procesos penales en trámite y procesos penales terminados, el Tribunal Constitucional considera que existe mérito suficiente para pronunciarse sobre los efectos de la presente sentencia, más aún si la expulsión de la disposición cuestionada podría dejar sin juzgamiento determinados casos de violencia, agresión o abuso sexual contra menores de edad entre 14 años a menos de 18”.

En el presente caso, definir los efectos jurídicos de la sentencia de inconstitucionalidad es de relevancia, en orden a cautelar el valor axiológico de la justicia penal, y con ello el principio de igualdad, en tanto sería abiertamente injusto que agentes que han cometido hechos similares o análogos sean tratados de forma distinta por la judicatura.

No olvidemos que la declaratoria de inconstitucionalidad de una ley penal importa su definitiva expulsión del ordenamiento jurídico, por lo tanto, si nos retrotraemos en el tiempo, tomando en cuenta la teoría de la nulidad del acto jurídico, el acto es nulo desde su celebración, por ende, en el caso de la norma, desde su entrada en vigencia. Y ello se alza en un imperativo en contextos sociopolíticos como el que acontece en el Perú, donde el legislador procede a penalizar ciertas conductas sin efectuar previamente un riguroso examen de materialidad lesiva conforme a los principios basilares de un Derecho Penal democrático. No se puede construir un verdadero Estado de Derecho si es que no se procura que las normas jurídico-penales sean aplicadas con justicia e igualdad y sobre todo considerando la gradual reducción del ius puniendi estatal en la esfera de libertad ciudadana.

Es así que se expresa en el fundamento 114:

“En ese sentido, el Tribunal Constitucional declara que la presente sentencia no implica la inmediata excarcelación de aquellos procesados o condenados con base en el inconstitucional artículo 173 inciso 3 del Código Penal, modificado por la Ley N° 28704, en los casos de violencia, agresión o abuso sexual contra menores de 14 años a menos de 18 (en los que se acredita el consentimiento de dichos menores). Asimismo, tal declaración de inconstitucionalidad no implica que a dichos procesados o condenados, cuando corresponda, no se les puede procesar nuevamente por el delito de violación sexual regulado en el artículo 170 del Código Penal u otro tipo penal, o aplicar algunos mecanismos alternativos a dicho juzgamiento”.

Diferenciar la naturaleza de las cosas en el Derecho Penal es un cometido irrenunciable, en el sentido de fijar componentes valorativos a situaciones que, por su particularidad o singularidad, merecen un procesamiento normativo por separado. En tal entendido, debe concebirse que la “libertad sexual” importa un bien jurídico de alcance esencialmente “individualista” del ser humano, por ende, es disponible por aquel, esto quiere decir que dicha voluntad sexual ha de verse resquebrajada únicamente cuando el agente logra acceder sexualmente a su víctima a través de medios vedados o prohibidos tendientes a viciar la voluntad del sujeto pasivo, como el uso de la violencia física, la amenaza o el aprovechamiento de una posición de ventaja que se ostenta frente al agraviado. Entonces, cuando estos medios coactivos sean concurrentes en el acto sexual estaremos ante un típico caso de violación a la libertad sexual, punible conforme a los términos normativos del artículo 170 del CP y otras figuras penales emparentadas.

Por tales motivos, ante imputados o condenados que han sido procesados o condenados en aplicación del inciso 3 del artículo 173 del CP, lo que procede es una recalificación jurídico-penal a través de los mecanismos o herramientas que la ley procesal penal prevé al respecto, por lo tanto, estos comportamientos de alto contenido de desvalor no han de quedar impunes, como bien lo remarca el TC.

Lo planteado por el TC en los fundamentos referidos se corresponden plenamente con el criterio interpretativo sentado por la Corte Suprema en la Casación N° 148-2010-Moquegua, donde expresó:

“Que, en virtud de lo establecido en el párrafo anterior, con el afán de consolidar y unificar jurisprudencia sobre este punto y atendiendo a que este Colegiado Supremo ha fijado un cambio en su línea jurisprudencial –véanse las Ejecutorias Supremas R.N. N° 1700-2010-Lima de fecha 3 de mayo de 2011 y R.N. Nº 1222-2011-Lima, de fecha 9 de febrero de 2012–, se debe de precisar que la libertad sexual es una igualdad que se brinda a las personas, entendiendo que estas presentan un desarrollo psíquico y fisiológico tal que se permita inferir en ellas una capacidad racional de determinación respecto de la actividad sexual, en ese sentido, cuando esta capacidad no existe, la protección que surge es la de la indemnidad sexual; por tal razón, en el Acuerdo Plenario cuatro guión dos mil ocho oblicua concordancia jurisprudencial guión ciento dieciséis, se entendió que las personas mayores de catorce años ya cuentan con esta capacidad de dirección sexual, por lo que la protección penal que se enmarca será la de su libertad sexual.

Que, bajo los argumentos esgrimidos, la protección penal de la libertad sexual se da a partir del momento en que la persona cuenta con una edad superior a los catorce años, por tal razón, en el presente caso, el bien jurídico tutelado de la agraviada será la libertad sexual, presentándose de esa manera una colisión aparente de normas, ya que es posible la subsunción típica de la conducta del sentenciado tanto en el artículo ciento setenta como en el artículo ciento setenta y tres inciso tercero del Código Penal, sin embargo, dicha colisión, tal cual se precisó, solo se produce de manera aparente, en tanto la configuración típica del artículo ciento setenta refleja que el bien jurídico tutelado en dicha norma es la libertad sexual, configurándose de esa manera el bien jurídico como sustrato mismo de la norma, en ese sentido, se vacía el contenido de protección del artículo ciento setenta y tres inciso tercero por dos razones, en principio, porque el bien jurídico tutelado en este artículo es la indemnidad sexual –sería un sinsentido que esta norma dependiendo del inciso que se configure proteja distinto bien jurídico–, y segundo, debido a que el supuesto de hecho del tercer inciso consigna a personas mayores de catorce años y menores de dieciocho, ergo, lo que se protege en ellos es su libertad sexual, no acomodándose la conducta delictiva a dicho artículo, sino al artículo ciento setenta.

Que, bajo la lógica planteada, en el presente caso se debe de efectuar una desvincu- lación de la subsunción típica efectuada por el Ministerio Público y desarrollada por los tribunales de instancia y de vista, encuadrando la conducta del sentenciado al artículo ciento setenta, además de configurarse la agravante específica consignada en el segundo inciso, es decir: ‘Si para la ejecución del delito [el sentenciado] se haya prevalido de cualquier posición o cargo que le dé particular autoridad sobre la víctima (...) o si la víctima le presta servicios como trabajador del hogar’, por lo que el marco de pena abstracta que debe tenerse presente para el presente caso será de doce a dieciocho años de pena privativa de la libertad. Y actuando como órgano de instancia, la determinación concreta de la pena en virtud de los artículos cuarenta y cinco, cuarenta y seis y demás normas aplicables a dicho fin, la pena concreta será doce años de pena privativa de libertad”.

Conforme la línea argumental expuesta, queda en claro que los efectos jurídicos beneficiosos para el imputado o condenado solo resultarán extensibles en aquellas relaciones sexuales que tienen como protagonista a un mayor de 14 y menor de 18 años de edad siempre que no haya existido de por medio despliegue alguno de violencia, amenaza o abuso de una posición de dominio o ventaja sobre la víctima. En aquellos casos en los que no se hubiera podido apreciar si existió o no el aludido consentimiento, lo que procede es una recalificación del juicio de tipicidad penal a la figura delictiva comprendida en el artículo 170 del CP o a figuras emparentadas, a través de la sustitución de la pena, adecuación del tipo penal o de un nuevo procesamiento por el tipo penal pertinente, tal como se postula en el fundamento 115 de la STC bajo comentario.

Es decir, solo ante un consentimiento jurídicamente “válido” es que el agente puede quedar exonerado de responsabilidad penal, como una evidente casual de atipicidad penal.

V. A MODO DE CONCLUSIÓN

El control de constitucionalidad de las normas penales constituye un deber de primer nivel para las cortes constitucionales, lo que no supone injerencia alguna en las potestades político-criminales que la Ley Fundamental le asigna en régimen de monopolio al legislador, en la medida que este órgano jurisdiccional tiene por labor confrontar la ley penal con los valores consagrados constitucionalmente, desde la plataforma de un orden democrático de Derecho donde las libertades fundamentales solo han de verse afectadas cuando intereses jurídicos predominantes así lo aconsejen.

El Derecho Penal importa una fuerte dosis de injerencia en el contenido esencial de los derechos fundamentales, por lo que su intervención ha de ser atemperada conforme a los principios de razonabilidad y de proporcionalidad, por lo que si estimamos que el ius puniendi estatal ha de estar regulado según el programa de “mínima intervención”, esto quiere decir que solo ha de intervenir ante evidentes focos de conflictividad social, donde se observe una grave perturbación al libre desarrollo de la personalidad humana o a la concreta participación del individuo en específicas actividades socioeconómicas, de acuerdo al paradigma del “bien jurídico” protegido.

Entonces, presupuesto de la punición es la lesión o la puesta en peligro de bienes jurídicos tal como se proclama en el artículo IV del Título Preliminar del CP. El principio de ofensividad delimita la legitimidad de las normas jurídico-penales, que han de construirse o elaborarse de acuerdo a criterios materiales, los que llevados a un plano sociológico implican un reproche social generalizado de la conducta a incriminar, por lo que ha de desdeñarse la criminalización de conductas desde concepciones metajurídicas basadas en dogmas éticos o morales, acuñados en ciertos sectores representativos de la sociedad que pretenden ver en la norma penal el instrumento perfecto para la cautela de sus programas ideológicos.

La gran conquista de un Derecho Penal liberal fue la separación del Derecho y la moral, de manera que debe rechazarse la punición de conductas que solo cuentan con la reprobación moral de ciertas esferas de la sociedad. Esto repercutió decididamente en el tópico de la criminalidad bajo estudio, al cambiarse la rotulación del “honor sexual” a la “libertad sexual”, en consonancia con el reconocimiento de un plano de libre disposición para su titular.

Las personas mayores de 14 años son portadoras de libertad sexual y las que se hallan por debajo de dicho umbral cronológico poseen “intangibilidad sexual”; por ende, las relaciones sexuales con una persona de las primeras características no ingresan al ámbito de protección de la norma, lo cual fue gravemente vulnerado con la absurda e irracional modificación del inciso 3 del artículo 173 del CP, mediante la Ley N° 28704, la cual negaba un derecho fundamental a quien la Constitución se lo reconocía (el derecho a la sexualidad).

Siendo así, el único camino razonable era proceder a una interpretación normativa acorde con los principios penales constitucionales, y así declarar inaplicable dicho enunciado penal, por no lesionar interés jurídico alguno, como correctamente lo entendió la Corte Suprema en los Acuerdos Plenarios dictados sobre la materia, donde el acto sexual desprovisto de violencia o coacción se consideraba penalmente atípico.

Dicho esto, el TC, en el proceso de inconstitucionalidad, tenía el deber de confrontar esta modalidad delictiva a través de los criterios de control material, como el principio de proporcionalidad, dejando en claro que no existe interés jurídico alguno que legitime la descarga punitiva en la esfera de libertad ciudadana ante relaciones sexuales con personas mayores de 14 y menores de 18 años de edad. Pues si bien el legislador es libre en su poder definidor de la conducta prohibida, ello no implica que pueda sustraerse de los principios rectores de un Derecho Penal democrático, entre estos el de lesividad, que no puede llenarse de contenido con elementos puramente moralistas o éticos ajenos a su necesaria materialidad.

La decisión del máximo intérprete de la constitucionalidad normativa no hace más que reivindicar la libertad humana y regular la intervención del Derecho Penal con un mínimo de racionalidad, pues la punición solo debe proceder ante comportamientos socialmente intolerables, cuando los otros medios de control social se muestren inoperantes, con arreglo al principio de subsidiariedad.

Si es que se quiere evitar que los adolescentes tengan relaciones sexuales prematuras, se debe acudir a otros mecanismos de control social; de lo contrario, el Derecho Penal se convierte en un remedio peor que la enfermedad, pues la violencia punitiva puede llegar a arremeter en algunos casos contra uno de los sentimientos más nobles del ser humano como es el amor, así como contra la institución de la familia.


NOTAS:

(*)Profesor de la Maestría en Ciencias Penales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Docente de la Academia de la Magistratura. Fiscal adjunto superior adscrito en la Primera Fiscalía Suprema Penal, título en Posgrado en Derecho Procesal Penal por la Universidad Castilla-La Mancha (Toledo - España).

(1)Así, Bernal Pulido, al acotar que uno de los principios centrales de toda democracia representativa consiste en que las decisiones fundamentales para la sociedad deben ser tomadas por el legislador; BERNAL PULIDO, Carlos. El Derecho de los derechos. Escritos sobre la aplicación de los derechos fundamentales. Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2005, p. 115.

(2)A este respecto, Bernal Pulido señala que sí es cierto que la Constitución reserva al legislador la creación del Derecho Penal y que la faceta de protección de los derechos fundamentales lo habilita y le impone el deber de

utilizar la legislación penal para que estos derechos y otros bienes sean garantizados efectivamente. En fin, también es cierto, apunta el autor, que uno de los objetivos legítimos de la legislación penal es encauzar de cierta manera el ejercicio de la libertad individual para posibilitar la convivencia. No obstante, de estos argumentos no puede deducirse que el legislador penal esté sustraído al control de constitucionalidad o de que este control solo deba limitarse a lo evidente, es decir, a extirpar los exabruptos; BERNAL PULIDO, Carlos. Ob. cit., p. 1222.

(3)FERRÉ OLIVÉ Juan Carlos et ál. Derecho Penal colombiano. Parte general. Grupo Editorial Ibáñez, Bogotá, 2010, p. 73.

(4)BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, Ignacio; PÉREZ CEPEDA, Ana Isabel y ZÚÑIGA RODRÍGUEZ, Laura del Carmen. Lecciones y materiales para el estudio del Derecho Penal. Tomo I, Iustel, Madrid, p. 16.

(5)TOZZINI, Carlos. Garantías constitucionales en el Derecho Penal. Hammurabi, Buenos Aires, 2005, p. 80.

(6)BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, Ignacio; PÉREZ CEPEDA, Ana Isabel y ZÚÑIGA RODRÍGUEZ, Laura del Carmen. Ob. cit., p. 22.

(7)Ibídem, p. 38.

(8)TOZZINI, Carlos. Ob. cit., p. 81.

(9)Cfr. PEDRAZ PENALVA, Ernesto. Derecho Procesal Penal. Colex, Madrid, 2000, p. 149. El Tribunal Constitucional peruano se ha pronunciado en términos generales sobre este principio, en la STC Exp. Nº 0010-2002-AI, fundamento 101: “El principio de proporcionalidad es un principio general del Derecho expresamente positivizado, cuya satisfacción ha de analizarse en cualquier ámbito del Derecho. En efecto, en nuestro ordenamiento jurídico, este se halla constitucionalizado en el último párrafo del artículo 200 de la Constitución. En su condición de principio, su ámbito de proyección no se circunscribe solo al análisis del acto restrictivo de un derecho bajo un estado de excepción, pues cualquier acto restrictivo de un atributo subjetivo de la persona, independientemente de que aquel se haya declarado o no”.

(10)PEÑA CABRERA, Raúl. Tratado de Derecho Penal. Parte general. Grijley, Lima, 1997, p. 84.

(11)DÍEZ RIPOLLÉS, José Luis. La racionalidad de las leyes penales. Trotta, Madrid, 2003, p. 162.

(12)SILVA SÁNCHEZ, Jesús-María. Aproximación al Derecho Penal contemporáneo. Bosch Editor, Barcelona, 1992, p. 260. Así, ZUGALDÍA ESPINAR, José Miguel. Fundamentos de Derecho Penal. Tirant lo Blanch, Barcelona, 1993, p. 263.

(13)BERNAL PULIDO, Carlos. Ob. cit., p. 116.

(14)ETXEBERRIA GURIDI, José Francisco. Las intervenciones corporales y su práctica y valoración como prueba en el proceso penal. Trivium, Madrid, 1999, pp. 243-244.

(15)BERNAL PULIDO, Carlos. Ob. cit., p. 123.


Gaceta Jurídica- Servicio Integral de Información Jurídica
Contáctenos en:
informatica@gacetajuridica.com.pe