OTRA VEZ SOBRE LA REINCIDENCIA.
A PROPÓSITO DE LA RECIENTE MODIFICACIÓN DEL ARTÍCULO 46-B DEL CÓDIGO PENAL
Alonso R. Peña Cabrera Freyre (*)
CRITERIO DEL AUTOR
En el presente artículo se estudian las modificaciones al Código Penal efectuadas por la Ley Nº 29407, en materia de reincidencia, enfatizándose en la incorporación del límite temporal de cinco años (lo que origina una cancelación provisional y definitiva de los antecedentes penales), la reincidencia en las faltas, así como su efecto agravatorio en casos de indulto y conmutación de penas.
MARCO NORMATIVO: • Código Penal: arts. II, IV, VII, VIII, 46-B, 69, 440 y 444. |
I. CONCEPTOS PRELIMINARES
El Perú constituye un país –jurídica y políticamente organizado–, bajo el Estatuto de una República, cuyo sistema de gobierno se ajusta al denominado “Estado Social y Democrático de Derecho”. En otras palabras dicho: la síntesis del Estado de Derecho con el Estado Social, como proyección de un modelo ius constitucional que con propiedad pretende conciliar los fines del sistema con los estrictamente individuales.
Según la proclama constitucional consagrada en el primer precepto de la Ley Fundamental, la persona humana y su dignidad se erigen en los valores supremos que han de defender el Estado y la sociedad; de forma, que la política-jurídica debe seguir dicho plano axiológico, conforme al sostén ontológico que construye dicha concepción positiva.
A partir del ideario programático que se asienta en el listado de valores constitucionales surge también el cometido legítimo del Estado de hacer frente a la criminalidad, en cuanto a la preservación de una coexistencia pacífica de los comunitarios, en cautela de los bienes jurídicos fundamentales. Para tal objetivo, ha de hacer uso de los mecanismos e instrumentos que la Ley y la Constitución prevén al respecto, es decir, la prevención de los fenómenos delictivos no ha de consistir en un debilitamiento de las garantías fundamentales de los ciudadanos, en mérito a un “basilar legitimador”. Por otro lado, con arreglo a los dictados de un Estado de Derecho, se erige la obligación de tutelar los intereses jurídicos de la colectividad, en cuanto a un ambiente seguro y pacífico, para el desenvolvimiento normal de los ciudadanos en el marco de sus actividades cotidianas, con arreglo a la idea del “orden público” y la “seguridad ciudadana”.
Si la lucha contra el crimen constituye un cometido legítimo de la nación peruana, a su vez dicha política criminal no puede ser guiada, en puridad por fines estrictamente “sistémicos”, pues ellos deben ser armonizados y/o conciliados con el respeto irrestricto de la persona humana, así como los fines preventivo-especiales de la pena. Si estamos postulando un apego a las reglas de un orden democrático de derecho; esto a su vez implica abogar por un Derecho Penal democrático. De someter el poder penal estatal a las razones que se fundan en los valores principistas y garantísicos del sistema jurídico-estatal.
En la línea argumental esbozada, fue que el legislador sanciona el Código Penal de 1991, cuyo mérito fue el colocar en un lugar privilegiado los criterios rectores, los principios limitadores del ius puniendi estatal en su Título Preliminar, en correspondencia con la estructura programática de la Ley Fundamental de 1979, así como de la Carta Política de 1993.
Se sentaron, entonces, las bases de una política criminal remozada, en concordancia con una dogmática penal de fiel apego por criterios de imputación delictiva, sustentado en la racionalidad, coherencia y sistematicidad de la respuesta punitiva, en la búsqueda de métodos de resolución que tiendan a pacificar la conflictividad social producida por el delito.
No obstante, luego de transcurrido casi veinte años de su promulgación, el texto punitivo ha sido completamente trastocado, manipulado, vejado en innumerables ocasiones, producto de esa dirección ciega y oportunista del legislador, convirtiendo al Derecho Penal en un instrumento catalizador y apaciguador de meros efectos perceptivos y cognitivos, de generar sensaciones ilusas de “seguridad ciudadana” en la mente de los ciudadanos.
Díez Ripollés, escribe que en el contexto del Derecho Penal la necesidad de reorientar nuestra atención hacia la legislación es especialmente urgente: ante todo porque, como he tenido ocasión de describir en otros lugares, la ley penal ha acumulado recientemente unas funciones sociales significativamente distintas a las que le eran tradicionales, entre las que se pueden citar la asunción por el Código Penal, a falta de mejores alternativas, del papel de código moral de la sociedad, su protagonismo en la progresiva juridificación de cualquier conflicto o dilema valorativo social, o su utilización con fines meramente simbólicos(1).
Tal discurso cala irremediablemente en la “funcionalización política del Derecho Penal(2)”. No pretendemos negar con ello la necesidad de que el Estado pueda procurar una mejor seguridad coexistencial de los comunitarios, donde ha de imperar el respeto por los derechos del prójimo, de configurar modelos valiosos de comportamientos; sino de poner en relieve, de mostrar que tan equivocado está el Parlamento Nacional, cuando cree que con una mayor dureza punitiva va a poner coto a esta irrefrenable criminalidad, que cunde en las ciudades de todo el territorio nacional.
Si la dirección apuntara al norte proyectado por el legislador, de esta incesante reforma penal no cabría más que rendirse a las instituciones del “punitivismo”, de la “neocriminalización”, al “Derecho Penal del enemigo” y todas estas corrientes ideológicas que se adscriben férreamente en la maximización a ultranza de los fines sistémico-estatales (seguridad ciudadana, seguridad pública, seguridad nacional(3), orden público, etc.); lastimosamente, para sus incondicionales seguidores, esto no es así, pues ya ha transcurrido más de una década de que se implantara en nuestro país esta formulación “punitivista”, los índices de la criminalidad no han sido reducidos ostensiblemente, todo lo contrario, han crecido de forma notable. Vasta con dar un vistazo en la capacidad hospedante, completamente abarrotada de nuestros establecimientos penitenciarios, para darnos cuenta de que la excesiva prisionización no es una vía adecuada para sentar las bases de una sociedad de incluidos.
Aparece también el denominado eficientismo penal, que –en opinión de Baratta–, es una nueva forma de Derecho Penal de la emergencia, que es la enfermedad crónica que siempre ha acompañado la vida del Derecho Penal moderno(4).
Como lo proclamaba mi padre –Raúl Peña Cabrera–, décadas atrás, si es que con más penas y Derecho Penal se podrían resolver los problemas sociales, hace tiempo que la delincuencia hubiese sido desterrada de la faz de la tierra(5). A lo más que puede aspirar un Estado Constitucional de Derecho es de reducir racionalmente los márgenes de actuación del crimen, y si en verdad(6) ello se quiere hacer, se debe promover la instauración definitiva de un sistema acusatorio-adversarial, amén de hacer de la justicia penal un método de resolución efectiva de la conflictividad social, conforme a la entrada en vigencia del nuevo Código Procesal Penal - Decreto Legislativo Nº 957, de implementación progresiva en nuestro país, que pueda combinar armoniosamente “garantías” con “eficacia”(7).
Parece que la política penal ha ingresado a su fase más oscura, a un túnel sin salida, a un pozo profundo, donde las ideas carecen de toda razonabilidad, donde impera la respuesta mediática, la caja de resonancia de intereses estrictamente políticos; destacando la presión partidaria por obtener réditos electoreros, que se canaliza mediante la norma jurídico-penal, que encuentra su mayor exaltación en coyunturas de conmoción social, y ello es lo que se vende a través de los spots publicitarios que se difunden en los medios de comunicación, resaltan-do el mensaje trasnochado de que gracias a la última reforma legislativa se acabarán de forma definitiva los hurtos y robos de autopartes.
Resulta paradójico que ese mismo legislador que flamea y defiende las banderas del sistema democrático, por otro lado, se agrupe al estandarte de un maximalismo penal, propio de Estados dictatoriales y autoritarios.
En el marco de un Estado Constitucional de Derecho, las razones del Estado deben ser las razones del Derecho; cuando las primeras desbordan las segundas, se ingresa a un panorama apocalíptico, donde el practicismo impera sobre la razón, donde las decisiones políticas no son producto de un análisis racional y atemperado conforme a una discusión científica, sino de una decisión que solo se orienta a la obtención de fines inmediatistas, sin interesar los efectos y consecuencias de este juicio apriorístico, desprovisto de toda racionalidad legislativa.
De lo dicho, se define la incapacidad efectiva de la norma jurídico-penal para alcanzar los objetivos propuestos, en el sentido de que su rendimiento es casi nulo en la realidad social, reduciendo su eficacia a una expresión meramente simbólica; producto de una intimidación normativa (prevención general negativa) que no llega a calar en toda la psique de los potenciales delincuentes. O si lo es, exterioriza una eficacia que se logra a costa del sacrificio de una serie de garantías, tanto en su aspecto material como procesal; la legislación penal terrorista promulgada en comienzos de la década de los noventa, constituye un ejemplo palmario de dicha concepción(8).
El Derecho Penal, más que como bienvenido instrumento apto para alcanzar cualesquiera fines sociales, debe ser visto como aparato que, si bien es inevitable, debe ser tratado con desconfianza y cuidado, pues es extremadamente violento, desafortunado e incitador al abuso(9).
Como bien expresa Cerezo Mir, algunas de las reformas introducidas(10) explican el deseo de aumentar la eficacia de la pena desde el punto de vista de la prevención general concebida únicamente como intimidación. El incremento de la pena no supone siempre en estos casos una mayor gravedad de lo injusto culpable. Se producen importantes retrocesos en la realización del principio de culpabilidad. La elevación de las penas no guarda relación entonces con la prevención general entendida como ejemplaridad, ni con la reafirmación del ordenamiento jurídico (retribución)(11).
Así también, es de verse que el emprendimiento intimidatorio que el legislador ha impreso a los delitos convencionales en los últimos años ha terminado por demoler el principio de proporcionalidad de las penas, con el incremento significativo del marco penal en los delitos de secuestro, extorsión, robo agravado y atentados contra la intangibilidad sexual de menores, repercutiendo en una asimetría punitiva con los delitos contra la vida, en evidente desmedro del principio de jerarquización del bien jurídico protegido.
Aparte de la legitimidad teleológica y ética de las normas penales, se requiere también su instrumentalidad funcional(12), de que la sanción legislativa de los dispositivos penales tengan vigencia pragmática en la consecución de los cometidos (prevención de la criminalidad); depositándose en la actualidad, expectativas sociales que son permanentemente defraudadas, cuando se advierte con asombro cómo el crimen continúa campeando en las calles y parajes de nuestra extensa territorialidad. De forma, que se asienta la idea de un funcionalismo político del aparato punitivo estatal, de una irracionalidad punitiva que irremediablemente desciende al Derecho Penal en funciones ajenas a su intrínseca legitimidad.
El fatalismo magnificado, sobredimensionado de cómo se enfoca la noticia criminal, desencadena el inmediatismo en la respuesta penal, cuya reacción autómata revela una decisión que no se ajusta a los cánones éticos, morales y teleológicos del Derecho Penal, según los valores democráticos propios de un Estado Constitucional de Derecho, propiciando el retroceso alcanzado en los últimos años, haciendo un viraje sustancial de la política criminal, llevando el aparato punitivo a doctrinas de antaño, que sustentaban su concepción teórica-conceptual en criterios de imputación basados en el ser delincuente, en las características biotipológicas del sujeto infractor, donde la sanción penal habría de ser graduada conforme a la idea de la peligrosidad, la habitualidad delictiva y otros datos a saber, que en conjunto configuran la estructura de un Derecho Penal de autor.
Una de las conquistas más importantes del siglo XIX fue la consolidación de un Derecho Penal del acto concatenado con una Culpabilidad por el acto; por tales motivos, la reacción punitiva ha de corresponderse conforme a la magnitud de disvalor del injusto penal y según la intensidad del reproche de imputación individual (culpabilidad) que recae sobre el autor y/o el partícipe, con arreglo a los principios de: “ofensividad”, “culpabilidad” y “proporcionalidad” que se encuentran plasmados en el Título Preliminar de la codificación penal.
No nos cansamos en señalar que la reforma penal en nuestro país mantiene aún vigente las objeciones que se esgrimieron por los partidarios de la criminología crítica y del labeling approach, pues la sanción legislativa, continúa produciendo una distinción clásica entre los delitos convencionales (Kernstrafrecht) con la criminalidad económica; (white collar crimes), mediando una lectura integral de las últimas sanciones normativas, comparando el radio de acción de la Ley Nº 29407 con el ámbito normativo de los Decretos Legislativos Nºs 1034 y 1044 de junio del 2008(13). Mientras que la primera Ley, apunta hacia una constelación punitivista, la segunda y tercera manifiestan una decisión despenalizadora. Estado de la cuestión que define una contradicción al principio de igualdad y al de lesividad, como fundamentos constructivistas de la penalización de los comportamientos humanos de mayor disvalor.
Por lo tanto, se requiere un control urgente de las decisiones penales del legislador, amén de garantizar su racionalidad en todos los aspectos comprometidos, de no ser así, ingresaríamos a un fatídico estado de cosas, muy difícil de remediar, pese a los esfuerzos que pueda realizar la judicatura en su rol garantizador de la prevalencia sustancial de los preceptos constitucionales. Control que como dice Díez Ripollés no debiera limitarse a la verificación del cumplimiento de las formalidades competenciales y secuencias previstas para la elaboración legislativa en la Constitución, las leyes pertenecientes al bloque de constitucionalidad o las prácticas sociales consolidadas; sino que debería comprobar si se han respetado a lo largo de todo el proceso en una medida aceptable los criterios de racionalidad exigibles(14).
La sanción de las normas penales, sea en una dirección penalizadora o despenalizadora, si bien ha de ser guiada por el consenso democrático de los grupos políticos de las fuerzas componentes del Parlamento, no es menos cierto que ello no bastará para garantizar su racionalidad en todo el concepto lato; en muchas ocasiones el acuerdo democrático se dirige a finalidades en estricto políticas, por ende, debe aparejarse una racionalidad axiológica, conforme a la dimensión de valores que limita la actuación del ius puniendi estatal.
II. DELITO, PENA Y PREVENCIÓN
Con lo dicho también se tiene que la prisión, mejor dicho la pena efectiva de privación de libertad, como instrumento predilecto por la judicatura, ha de ser duramente cuestionada, desde sus propósitos preventivos, sobre todo, desde el paradigma de la prevención especial positiva, bajo la utópica “resocialización”, que el penado ha de obtener en el marco del tratamiento terapéutico a tomar lugar en el establecimiento penitenciario, tanto por cuestiones éticas, como por motivos de facticidad. No puede decirse hoy en día, que la ejecución de la pena privativa de libertad alcance el fin de rehabilitación social, que se le asigna normativamente; ha quedado fehacientemente demostrado, en mérito a las estadísticas arrogadas por las instituciones competentes, que la prisión es una institución imposibilitada –por sus propias condiciones inherentes–, a propiciar la rehabilitación social del penado, en el sentido de evitar que vuelva a delinquir de cara al futuro. Precisamente, la institución de la “reincidencia” constituye una variable que de mejor manera demuestra que los reclusorios están muy lejos de instituirse en verdaderas escuelas rehabilitadoras, todo lo contrario, se instituyen en focos latentes de contagio criminal. Son muchos los penados que vuelven a delinquir, sea por haber pagado por entero su condena o al haber sido excarcelados a partir de la concesión de beneficios penitenciarios.
Bacigalupo, citando a Hassemer, señala que la posibilidad de una “terapia emancipadora” no parece realizable en el marco de la ejecución penal. Inclusive subrayó la dificultad de justificar la práctica de la ejecución penal basada en la resocialización desde un punto de vista ético, pues “se parece más a un adiestramiento que a una ayuda para resolver problemas personales” dado que se practica “sin libertad y con sometimiento”(15).
Puede abogarse por aquellas posturas doctrinales que se orienten a una prevención general integradora de encontrar respuestas dialogales entre el Estado y el sujeto infractor, sin dejar de lado las posibilidades de la rehabilitación del penado y, sobre todo, lo más importante de ofrecer un abanico de alternativas para prescindir de una pena efectiva de libertad, cuando las características personales del infractor, así como el disvalor del injusto cometido así lo aconsejen. Son en definitiva estas denominadas alternativas a la prisión, en términos de nuestra legislación positiva “penas limitativas de derechos”, que al parecer, no son funcionales por la administración de justicia penal.
Sobre esta nueva forma de entender el estado de la discusión, se dice en la doctrina que en esta nueva perspectiva el delito es la expresión de una norma personal del autor con pretensión de configurar la sociedad y la pena es la respuesta expresiva de su desautorización y la ratificación de la norma vigente(16). Empero, tengamos cuidado cuando recitemos postulados en estricto normativistas, que hayan de eclipsar cualquier intento por encontrar soluciones comunicativas al conflicto, dejando de lado los intereses individuales del sujeto infractor. Una posición así concebida, es que puede llenar de contenido valorativo, reformas políticas penales conducentes a una retribución extrema, si lo que se pretende es estabilizar la norma, el individuo queda fuera del diálogo, convirtiéndose en un convidado de piedra.
Siguiendo a Righi, podemos decir que el modelo exige desdeñar toda proposición que sobredimensione la función preventiva del Derecho Penal, admitiendo que la delincuencia es un fenómeno inextirpable, que no es factible eliminarlo totalmente sin soportar un elevado costo social, y que el remedio penal no es el más idóneo de los recursos a disposición del Estado(17).
En todo caso, las nuevas funciones que se intenten atribuir a la pena estatal deben ser estrictamente cotejadas con los principios fundamentales de un Estado Social y Democrático de Derecho(18).
A decir de Cerezo Mir, la concepción del Estado Social y Democrático de Derecho es incompatible con las teorías absolutas de la pena. Una concepción unitaria de la pena, que encuentre su justificación en el delito cometido y en la necesidad de evitar la comisión de delitos en el futuro, satisface en mayor medida las exigencias de un Estado Social y Democrático de Derecho, al proporcionar un sólido fundamento a la exigencia de proporcionalidad de los delitos y las penas(19).
No se puede vaciar de contenido el fin preventivo-especial de la pena, que ha de tomar lugar en sede de ejecución penal, para ello el Estado y la sociedad han de procurar su mejor esfuerzo a fin de lograr dicho cometido. Siguiendo a Roxin, diremos que una ejecución penal basada en la imposición de un mal y que renuncie a la resocialización solamente puede llevar al condenado a una desocialización definitiva y no puede ser para él un aliciente hacia las formas de conducta humanas y sociales que él necesita urgentemente(20).
Es de verse, entonces, que determinar mayores posibilidades de internamiento carcelario, mediando la aplicación rigurosa de la reincidencia y de la habitualidad, a nuestro parecer, no tiene ningún sostén con justificaciones de orden preventivo, al margen de la postura que se tenga al respecto, al detentar una naturaleza que solo puede ser sostenida bajo la ideología del retribucionismo, de las teorías absolutas de la pena, donde el castigo se perfila como una reacción jurídico-penal del Estado, carente de propósitos para el penado, solo se sanciona como una forma de reafirmar la vigencia del orden jurídico y, de generar efectos simbólicos hacia el conjunto de la sociedad.
III. DERECHO PENAL DEL ACTO
Según el modelo ius constitucional que sostiene la imputación jurídico-penal, a un individuo solo se le puede reprimir, privar de su libertad en algunos casos, si es que mediante una acción u omisión ha vulnerado y/o puesto en peligro un bien jurídico –penalmente tutelado–; de forma que el hombre como tal no puede ser sancionado por lo que es, sino por lo que hizo, es decir, el juzgador recoge una realidad social, un comportamiento humano, que cobijado en un precepto penal, legitima a la jurisdicción, la imposición de una pena al sujeto infractor.
Esta construcción de la imputación penal, toma lugar a partir del concepto de un Derecho Penal del acto, donde la valoración se proyecta sobre un típico acto de desobediencia normativa –atribuida al autor–, que se manifiesta en la contravención de un mandato normativo o de una prohibición legal. Dicha fórmula sancionadora se apega al mandato del principio de legalidad, así como al principio de culpabilidad; de imputación individual, que en otros términos significa la atribución de la comisión de un injusto penal a quien se le señala como sujeto responsable.
Los elementos anotados fueron recogidos de forma cabal por el legislador, en el Título Preliminar del CP de 1991, en sus artículos: II, IV, VII y VIII, como estructura basilar de la imputación jurídico-penal.
Conforme lo anotado, el legislador estaba claro en proscribir cualquier tipo de pena que se dicte en mérito a meras presunciones de sospecha o de posiciones conductivas socialmente negativas; que tomen como referencia a la peligrosidad, cuyo cuño sirvió de soporte legitimador al positivismo para postular las penas sin delito, basadas en un patrón conductivo del agente, desvinculándolo del hecho.
El Derecho Penal del hecho se entiende como una regulación legal en virtud de la cual la punibilidad se vincula a una acción concreta descrita típicamente (o a lo sumo a varias acciones de este tipo) y la sanción representa solo la respuesta al hecho individual y no a toda la conducción de la vida del autor o a los peligros que en el futuro se esperan del mismo(21). En otras palabras: el Derecho Penal es de acto y las normas penales se dirigen a la conducta social del hombre, no es un Derecho Penal de autor –así se conciba en su más extrema formulación: el llamado Derecho Penal de sentimiento, para el cual lo fundamental es la peligrosidad del agente o la manifestación de una determinada personalidad criminal(22). Solo puede reprimirse por un hecho que se exterioriza materialmente en la realidad lesionando o poniendo en peligro bienes jurídicos. No es concebible que un orden democrático de derecho, las ideas (cogitatione poena nemo patitur), actitudes, sentimientos o meras manifestaciones conductivas sean susceptibles de punición. No se puede castigar sobre la base de un ser, sino por una valoración jurídica determinada por una manifestación de comportamiento expresada en términos de ofensividad.
Un Derecho Penal del acto supone necesariamente una culpabilidad del acto, con base en una correspondencia que se colige de un pensamiento sistemático axiológico y racional, que considera al hombre desde una consideración social y ontológica.
Disvalor del acto y disvalor del resultado son dos componentes que revisten de contenido material al injusto penal, presupuesto esencial para que el Estado pueda reprimir con una pena a la persona del infractor. Dicho en otros términos: el contenido del injusto en su doble vertiente se constituye en la base material del sistema de punición, en cuanto el Estado solo puede descargar injerencias coactivas en la esfera de libertad del individuo, cuando este último ha realizado un comportamiento que vulnera las bases mínimas de convivencia social. En consecuencia, la pena presupone la comisión de un injusto penal que pueda ser atribuido a un autor penalmente responsable. Capacidad de responsabilidad penal es el reproche que recae sobre quien no se motivó de acuerdo al directivo de conducta.
IV. CONCEPTO DE REINCIDENCIA Y SU INCIDENCIA MODIFICATORIA
Por reincidente, hablamos en todo caso, de aquel individuo, que pese a haber recaído sobre él una sentencia condenatoria, por haber cometido un injusto penal (culpable y punible), vuelve e reincidir en el delito; es decir, pese a haber sido amonestado por la judicatura penal, por la comisión de un hecho punible, mediando una pena efectiva de condena, vuelve a desobedecer los mandatos y/o prohibiciones normativos, reincidiendo en un quehacer conductivo (delictivo) de la misma naturaleza, luego de un determinado lapso de tiempo.
En el sujeto se apreciará (…), generalmente, una actitud de rebeldía frente a las exigencias del ordenamiento jurídico, es decir una disposición de ánimo o talante hostil al Derecho(23).
De recibo, instituciones como la “reincidencia”, generan hoy en día, toda una discusión acerca de su legitimidad y justificación, conforme a los criterios inspiradores de un Derecho Penal democrático, tal como lo concibió el legislador con la promulgación del texto punitivo de 1991, asentada la reacción punitiva sobre la idea de un Derecho Penal del acto concordante con una Culpabilidad del acto.
Dicho lo anterior, asistimos a una evidente confrontación no solo programática, sino también fáctica, pues la reintroducción de esta institución al cuerpo punitivo, mediante la Ley Nº 28726 del año 2006, tuvo como norte precisamente, atacar la reincidencia delictiva, a través de una respuesta penal de mayor intensidad; asegurando en algunos casos, una pena de carcelería efectiva.
Es de verse también, que cuando se revela el problema de la reincidencia delictiva, se cuestiona la idoneidad del tratamiento penitenciario, conforme a los objetivos rehabilitantes. Máxime, si algunos de los reincidentes retoman el quehacer delictivo, luego de haber obtenido su excarcelación en mérito a un beneficio penitenciario, cuya procedencia está precisamente condicionada a un informe favorable del Consejo Técnico Penitenciario, referente al grado de readaptación del interno.
Como tuvimos la oportunidad de mencionarlo en varias oportunidades(24), la legitimidad de la reincidencia, conforme se ha expuesto por la doctrina(25) y las cortes constitucionales, debe ir caracterizada por una serie de elementos que toca analizar luego de la reforma producida al artículo 46-B, vía la Ley Nº 29407 del 16 de septiembre del 2009.
Entonces, pasemos revista a los presupuestos de su legitimación, confrontándolos con aquellos introducidos por la reforma, según el marco normativo del artículo 46-B.
a) Que se trate de una sentencia condenatoria (ejecutoriada), que haya sido cumplida en su totalidad o parcialmente.
b) Debe importar la comisión de un injusto penal de similar naturaleza, en cuando a la afectación de bienes jurídicos comunes (“pluriofensivos”). No necesariamente deben referirse a la misma capitulación(26)(27). Sí consideramos imprescindible que se pueda apreciar una modalidad delictiva símil (estafa-defraudación; robo-hurto, etc.), identificándose un nexo subjetivo determinado (dolo, elementos subjetivos del injusto), de esta forma podemos dar lugar a la “conexividad delictiva”, consustancial para revestir de legitimidad a la figura de la reincidencia. Por lo dicho, debe ser entonces “específica” y no “genérica”, tal como se ha contemplado en el artículo 46-B del CP.
La modificación in examine, no ha supuesto la variación del tenor literal en el sentido anotado, pues no se ha hecho alusión a la naturaleza del delito en que incurre el denominado reincidente; continúa la vigencia de una “reincidencia genérica”, contrario a su basilar legitimador.
c) Punto de inflexión, importa una reincidencia “indefinida” (imprescriptible), es decir, no resulta admisible que los antecedentes penales y/o judiciales, puedan revivir ad infinítum, siempre que el agente vuelva a reincidir delictivamente.
Somos de la concepción que solo puede tomar lugar una reincidencia “temporal”, a fin de cautelar la reinserción social del condenado, así también la conexividad delictiva, que solo ha de advertirse en un espacio temporal debidamente determinado; de no ser así, deslegitimamos esta institución jurídico-penal y, de paso colocamos una serie de obstáculos a los fines que “constitucionalmente”, debe perseguir el estadio de la ejecución penal. Pasado ya un tiempo significativo, en el cual no se ha manifestado conductivamente la reiterancia delictiva, ya no puede dar paso a la conexividad, ni por lo tanto, a legitimar que el Estado vuelva a recoger dicho hecho para agravar la pena por el hecho punible subsiguiente.
No olvidemos dos aspectos puntuales: primero, la Corresponsabilidad de la sociedad en el delito y, segundo, el condenado ya ha cumplido por entero su deuda con la comunidad. Todo ello apunta a la apertura de una serie de objeciones argumentales por parte de la doctrina especializada, que abona más a su derogación definitiva que a su preservación en las codificaciones penales(28).
Sobre este punto, la reforma ha significado la inclusión de un intervalo temporal, a efectos de incurrir en la comisión de un nuevo delito doloso: en un lapso que no exceda de cinco años. Por consiguiente, se establece un plazo racional, en vista de cautelar los fines preventivo-especiales de la pena, así como las posibilidades de reinserción social del penado en el sistema social.
En monografías anteriores, habíamos advertido la inconsistencia de esta institución, reñida con los cometidos de rehabilitación social, en lo que respecta a la previsión normativa del artículo 69 del CP, pues se había fijado que la reincidencia dejaba sin efectos la cancelación de los antecedentes penales, judiciales y policiales, hasta el cumplimiento de la nueva pena. Con la reforma in comento, se subsana dicha incongruencia, estableciéndose en dicho articulado, que tratándose de pena privativa de libertad impuesta por la comisión de delito doloso, la cancelación de antecedentes penales, será provisional hasta por cinco años. Vencido dicho plazo y sin que medie reincidencia, la cancelación será definitiva.
Según lo expuesto, se pone un límite temporal, amén de poder valorar por el juez, los antecedentes penales del condenado, si es que reincide en la comisión de un nuevo delito doloso en un lapso de tiempo que no exceda de cinco años.
Lo dicho debe ser confrontado con el último párrafo del artículo 46-B, donde se prevé que: “En esta circunstancia, no se computarán los antecedentes penales cancelados”.
La modificación del artículo 69 del CP implica el reconocimiento de una “cancelación provisional” y una “cancelación definitiva” de los antecedentes penales; siendo que por medio de la primera, el juzgador, está aún en condiciones de poder aplicar la figura de la reincidencia –como circunstancia agravante–. Luego de transcurrido los cinco años que estipula la norma, la cancelación se torna en definitiva, de modo que ya no resulta jurídicamente admisible, que la judicatura pueda remitirse a los antecedentes penales para poder sustentar una agravación punitiva. Consecuentemente, la previsión normativa –in comento–, resulta innecesaria, en la medida que dicha proscripción ha de inferirse lógicamente del tenor literal del primer párrafo del artículo 46-B.
Ahora bien, la reforma ha significado también, la posibilidad de aplicar la “reincidencia” en el caso de la comisión de faltas dolosas. Expusimos con claridad, que esta institución resulta de aplicación únicamente cuando el agente ha sido condenado a una pena de privación efectiva de libertad, de modo que una condena que suponga un régimen en libertad, queda excluida de su radio de acción. Máxime, si se trata de una falta, que por su escaso nivel de disvalor antijurídico, no puede ser sancionada con una pena de privación de libertad, tal como se dispone expresamente en el inciso 3) del artículo 440 del CP(29).
Lo introducido en este apartado, advierte una suerte de utilización del Derecho Penal, para situaciones que deberían ser enfrentadas con otros medios de control social, dando lugar a la expresión de una neocriminalización, en franca contravención a los principios de proporcionalidad y de razonabilidad; en este caso se llegaría al absurdo de que el juzgador pueda doblar la limitación de días libres o la prestación de servicios comunitarios, en mérito a lo dispuesto en el inciso 4) del artículo 440 del CP - modificado por la Ley Nº 28726. Estas “penas limitativas de derecho” en puridad no tienen efectos de practicidad, no tienen vigencia fáctica, instituyéndose en reacciones jurídico-penales de naturaleza simbólica.
Por lo demás, cabe advertirse otro error de técnica legislativa en esta incidencia normativa: las pautas y criterios a tomar en cuenta por la judicatura en la etapa de la “determinación judicial de la pena”, solo tiene que ver con el delito y no con las faltas, conforme se detalla normativamente en el artículo 46 del CP. La incidencia regulativa de estas manifestaciones conductivas, ha de verse conforme a lo estipulado en el artículo 440 del CP.
Finalmente, se incorpora al artículo 46-B, el siguiente párrafo: “Si al agente se le indultó o conmutó la pena e incurre en la comisión de nuevo delito doloso, el juez puede aumentar la pena hasta en una mitad por encima del máximo legal fijado por el tipo penal”.
Es sabido, que existen ciertas instituciones ius constitucionales, que tienden a poner freno y/o límite a la concreción punitiva estatal, como una vía legítima de un orden democrático de derecho, de poner freno a una prisionización per se irracional, que en ciertas circunstancias vulnera la propia dignidad del penado. Constituyen mecanismos constitucionales legítimos, que se condicen con el objetivo de ejercer equilibrios entre los poderes del Estado.
Es a partir del indulto y de la conmutación de la pena que el Presidente de la República puede decidir la excarcelación de condenados o en su defecto de reducir significativamente el tiempo de ejecución de la pena, en correspondencia con lo previsto en el inciso 21) del artículo 118 de la Ley Fundamental. Toman lugar en mérito a las condiciones personales que presenta el penado y otros datos a saber, que en conjunto permitan inferir que la pena impuesta por la judicatura no se ajusta a los fines constitucionales de la sanción punitiva.
El “indulto” importa una gracia presidencial, que se concede con relación a la persona que está purgando carcelería, tomando en consideración las particulares circunstancias que está produciendo el encerramiento en la persona del condenado, siempre y cuando se trate de una sentencia firme(30).
Por su parte la “conmutación de la pena” presupone la reducción sustancial de la pena de privación de libertad, su sustitución por una de menor duración y/o su variación por una pena de distinta naturaleza. Implica una remisión parcial de la pena, que ha de colegirse con los fines preventivo-especiales de la pena, que se refunden en los mismos cometidos que se revelan en el caso de los sustitutos penales.
La concesión de ambas instituciones ha de tomar lugar según las características personales del penado, tanto ex ante como su conducta en el establecimiento penitenciario, así como de su condición de primario. Se supone que son personas que no requieren de una pena de mayor duración, para lograr su rehabilitación (prevención) y, así reinsertarse en la comunidad. Máxime, en el caso del indulto, que por lo general son personas que padecen de enfermedades graves o son de edad senil.
Los fundamentos de una mayor agravación, del reincidente que ha recobrado su libertad gracias a la conmutación de la pena, habría que buscarlos en la defraudación de las legítimas expectativas de la ciudadanía, de que el condenado haya de reincorporarse a la sociedad sobre la base del respeto a los bienes jurídicos, de reconocer los valores que rigen la vida comunitaria. Habría que ver que si dicha cualidad pueda en consuno justificar una agravación más dura en relación con el condenado que cumplió completamente la pena o parcialmente, si es que se le concedió un beneficio penitenciario.
A nuestro entender, bastaría con el rigor punitivo que se prevé en el segundo párrafo del artículo 46-B del CP, al margen de los reparos que hemos puesto, a la posibilidad de que la pena rebase el marco legal en el caso de la reincidencia.
NOTAS:
(*) Profesor de la Academia de la Magistratura. Fiscal provincial titular del Distrito Judicial de Lima. Magíster en Ciencias Penales por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Título en Posgrado en Derecho Procesal Penal por la Universidad Castilla-La Mancha (Toledo-España).
(1) DÍEZ RIPOLLÉS, J. L.; “La racionalidad legislativa penal: contenidos e instrumentos de control”. En: Derecho Penal y Liberal y Dignidad Humana. Homenaje al Doctor Hernando Lodoño Jiménez, pp. 203-204.
(2) Vide, al respecto PEÑA CABRERA FREYRE, A. R., en coautoría con MIRANDA ESTRAMPES, M. “La reforma del sistema penal en el Perú, una discusión propia de la región Latinoamericana y su relación con el Derecho Penal del Enemigo”. En: Temas de Derecho Penal y Procesal Penal. Lima, APECC, 2008, pp. 387-428.
(3) Concepto fielmente acuñado a Carl Schmitt (polítologo nazi), que en palabras de APONTE CARDONA, la irreductibilidad de la concepción de lo político en este pensador, según la cual la política solo puede concebirse como la confrontación inevitable entre enemigos, servía como base para identificar al enemigo central: el comunismo internacional; “Derecho Penal de enemigo en Colombia: entre la paz y la guerra”. En: Derecho Penal Liberal y Dignidad Humana - Homenaje al Doctor Hernando Londoño Jiménez, p. 30.
(4) Citado por APONTE CARDONA, A. D.; Ob. cit., p. 33.
(5) Cfr., PEÑA CABRERA FREYRE.; Objeciones doctrinarias a la pena de muerte. Lima, 1963.
(6) Así, RIGHI, al sostener que las normas penales pueden cumplir una función coadyuvante en el cumplimiento de objetivos político-criminales, razonablemente limitados a mantener los índices de la criminalidad dentro de márgenes tolerables; Teoría de la pena, p. 53.
(7) Vide, al respecto PEÑA CABRERA FREYRE, A. R.; Exégesis al nuevo Código Procesal Penal. 2 Tomos. 2a edición, RODHAS, Lima, 2009.
(8) Vide, al respecto, APONTE CARDONA, A. D. Ob. cit., ps. 32-33.
(9) PASTOR, D. R.; “El Derecho Penal del enemigo en el espejo del poder punitivo internacional”. En: Encrucijadas del Derecho Penal Internacional y del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Pontificia Universidad Javeriana, Grupo Editorial Ibáñez, Bogotá, p. 130.
(10) Refiriéndose al CP español, advirtiéndose una similitud del fenómeno “punitivista” en su derecho positivo vigente.
(11) CEREZO MIR, J. Los fines de la pena en la Constitución y en el Código Penal, después de las reformas del año 2003. T. I, pp. 230-231.
(12) Ello implica, como anota DÍEZ RIPOLLÉS, en el ámbito jurídico-penal, asegurar lo más posible una respuesta positiva a una serie de exigencias mutuamente entrelazadas planteadas a la norma: que el mandato o la prohibición sean susceptibles de ser cumplidos, satisfaciendo así la función de la norma como directiva de conducta; Ob. cit., p. 212.
(13) Vide, al respecto, PEÑA CABRERA FREYRE, A.R. Derecho Penal Económico. Jurista Editores, Lima, 2009, pp. 84-91.
(14) DÍEZ RIPOLLÉS, J. L. Ob. cit., p. 205.
(15) BACIGALUPO, E. “Sobre el Derecho Penal y su racionalidad”. En: Teoría de Sistemas y Derecho Penal, p. 332.
(16) Ibídem, p. 333.
(17) RIGHI, E. Ob. cit., p. 53.
(18) Cfr., Bacigalupo, E. Ob, cit., p. 334.
(19) CEREZO MIR, J. Ob. cit., p. 220.
(20) ROXIN, Claus, “Cambios de la teoría de los fines de la pena”. En: La Teoría del delito en la discusión actual,p. 84.
(21) Ibídem. p. 176.
(22) VELÁSQUEZ VELÁSQUEZ, Fernando. Derecho Penal. Parte General. Editorial Temis S.A., Santa Fe de Bogotá, 1987, p. 271.
(23) CEREZO MIR, J. Ob. cit., p. 232.
(24) Vide, al respecto, PEÑA CABRERA FREYRE, A. R. Derecho Penal. Parte General. Editorial Rodhas, Lima, 2009. Ob. cit., pp. 1007-1012.
(25) Como apunta CEREZO MIR, el fundamento de la agravante de reincidencia solo puede consistir en una mayor gravedad de la culpabilidad; Los fines de la pena en la Constitución…, ob. cit., p. 232.
(26) Ver más al respecto, mi artículo sobre la “Reincidencia y la habitualidad. El retorno a los postulados del Positivismo Criminológico”, publicado en: Actualidad Jurídica. Tomo 151, junio del 2006. Gaceta Jurídica, pp. 23-3; Así, mi obra: Derecho Penal. Parte General. Teoría General del delito, de la pena y sus consecuencias jurídicas, Editorial Rodhas, Lima, 2007, 2a edición, cit., pp. 997-1013.
(27) En cuanto a que los delitos se hallen en el mismo Título del CP, Jiménez de Asúa, anota que seguir este criterio es absurdo, pues a menudo hay delitos de tipo íntimamente parejos que no están en el mismo título del Código, y otras muchas veces infracciones contenidas en el mismo título tiene móviles tan distintos que realmente no podría hablarse de la permanencia del mismo impulso criminoso, del cual es signo la reincidencia específica; La ley y el delito, p. 539; Así, BLANCO LOZANO, C. Tratado de Derecho Penal español, T. I, Vol. II, p. 359.
(28) Así, BACIGALUPO, E. El principio de culpabilidad, reincidencia y dilaciones indebidas del proceso, cit., pp. 164-165; ZUGALDÍA ESPINAR, J. M. La individualización de la pena en el borrador de la Parte General del anteproyecto de Código Penal de 1990, p. 465; MUÑOZ CONDE, F./ GARCÍA ARÁN, M. Derecho Penal. Parte General, p. 542; Cury URZÚA, E.; Derecho Penal. Parte General, pp. 504-508.
(29) Vide, al respecto, CASTRO TRIGOSO, H., quien a efectuado un fatigoso y prolijo análisis a este tópico; Las faltas. Un estudio sustantivo y procesal. Grijley, Lima, 2008.
(30) PEÑA CABRERA FREYRE, A. R. Derecho Penal. Parte General, ob. cit., p. 1150.