Buena fe y renegociación del contrato*
Good faith and contract renegotiation
Yuri Vega Mere**
Resumen: El autor analiza la situación de las relaciones contractuales durante la pandemia por el COVID-19 y refiere que la renegociación de los contratos es una solución plausible ante vicisitudes imprevistas como lo ha sido esta pandemia. Así, afirma que el fin que se persigue con la renegociación es la conservación del contrato, pero ajustando o acomodando sus alcances a las nuevas condiciones que permitan que la parte afectada llegue a tener una posición que no resulte desproporcionada. Además, refiere que la renegociación tiene como justificación el recurso al principio de buena fe. Abstract: The author analyzes the situation of contractual relations during the Covid-19 pandemic and refers that the renegotiation of contracts is a plausible solution to unforeseen vicissitudes such as this pandemic. Thus, he states that the purpose of the renegotiation is the preservation of the contract, but adjusting or accommodating its scope to the new conditions that allow the affected party to reach a position that is not disproportionate. Furthermore, the author refers that renegotiation is justified by the recourse to the principle of good faith. |
Palabras clave: Renegociación / Buena fe / Contratos / Frustración del contrato Keywords: Renegotiation / Good faith / Contracts / Frustration of the contract Marco normativo: Código Civil: arts. 1314 al 1317. Recibido: 12/04/2022 // Aprobado: 18/04/2022 |
INTRODUCCIÓN
Uno de los pocos beneficios que nos dejará la pandemia ha sido la aparición o mayor difusión de las nuevas herramientas tecnológicas que nos han permitido gozar del don de la ubicuidad; es decir, de poder estar en varios lugares sin estar en más de uno, gracias –decía– a la conectividad que ha amplificado, sin límites, el mundo virtual.
No obstante, en la actualidad este aspecto positivo se viene diluyendo parcialmente ante un progresivo regreso a la presencialidad; incluso dentro de unos meses nos veremos inmersos en una suerte de semipresencialidad en la que combinaremos el mundo de las tres dimensiones con el multi user virtual environment.
Otro de los puntos a tener en cuenta –a modo de lección– que nos deja la pandemia fue la divulgación de una serie de opiniones en publicaciones especializadas y virtuales en torno a los efectos del confinamiento, emitidas por distintos estudiosos del Derecho y abogados en ejercicio.
Lo que más se discutió fue el impacto de la paralización forzosa [por mandato del gobierno] de muchas actividades económicas –desde el 16 de marzo hasta el 30 de junio del 2020 y en el mes de febrero del 2021– en medio de la emergencia sanitaria, medida que se adoptó en los albores de la pandemia del COVID-19.
Hoy en día el escenario mundial es distinto: en algunos países se han abolido todas las medidas restrictivas, sobre todo en el caso de naciones con un nivel de vacunación ciertamente alto –situación diferente a la peruana–, en búsqueda de dinamizar la economía que fue impactada y aletargada en los años 2020 y 2021.
En nuestro medio, en los últimos días, se han adoptado algunas disposiciones –en el mismo sentido que las extranjeras– que disponen el aumento del aforo para ciertas actividades en el marco de las campañas de vacunación que aún no han cubierto a un elevado número de habitantes con las dosis necesarias.
Con este breve preámbulo, veremos cuál ha sido la lección que nos ha dejado esta situación en torno a la renegociación de los contratos como una solución plausible ante vicisitudes imprevistas como lo ha sido esta pandemia.
I. EL COVID-19 Y SU INFLUENCIA EN LAS RELACIONES CONTRACTUALES
A raíz de la cuarentena se llegó a suspender en un 100 % diversas actividades (denominadas no esenciales, según el criterio de la norma que ordenó el aislamiento) afectándose las mismas no solo en el ámbito económico y en la generación de flujos que les permitiera sostener o solventar los costos de operación; también la pandemia y la cuarentena plantearon una serie de interrogantes en materia legal. Inclusive, dadas las consecuencias transversales de esta situación generado por el coronavirus, los estudios sobre el particular abarcaron muchas provincias del derecho que fueron agrupadas, al menos en nuestro medio, bajo una interesante etiqueta o denominación, pues se llegó a hablar de un derecho a los desastres; una calificación –como decía– apropiada para esta coyuntura desafortunada que despertó la inquietud en no pocas especialidades legales y no solo en materia contractual.
Para los fines que interesa en estas líneas, basta decir que, de cara a la pandemia, la academia comenzó a investigar a qué instituciones se echaría mano para dar respuesta o solución al impacto sobre los contratos como producto del confinamiento y la suspensión de actividades.
Por supuesto, a lo largo de las discusiones iniciales muchas opiniones giraron en torno (y con suma frecuencia) a la fuerza mayor más que al caso fortuito porque, debido a la influencia del Código Civil francés[1], las legislaciones tras el Code han seguido la línea de no diferenciar ambos institutos en cuanto a sus efectos pese a que el caso fortuito se asocia con un hecho de la naturaleza, en tanto que la fuerza mayor se relaciona con un acto de la autoridad.
Debemos hacer esta atingencia porque la cuarentena fue calificada como un evento de fuerza mayor. Es así que, revisando la redacción de los artículos 1315, 1316 y 1317 del Código Civil –con relación a los eventos de fuerza mayor o, más ampliamente, a causas no imputables en términos del numeral 1314– se infiere de aquellas normas algunas previsiones sobre la temporalidad de las condiciones que impiden el cumplimiento de las obligaciones contractuales: mientras dure la situación que obsta el cumplimiento –transitorio– de una prestación no hay responsabilidad por parte de aquel que no puede ejecutar los deberes a su cargo.
Esa misma imposibilidad se puede tornar definitiva cuando, de acuerdo a la naturaleza de la prestación o al título de la obligación, el deudor ya no puede ser considerado como obligado al cumplimiento de esa prestación o el acreedor pierde interés de recibirla porque ya no se satisfará ninguna expectativa.
La nota de la temporalidad se asoció, en el análisis que se hizo en nuestro medio, con la posibilidad de recurrir, llegado el caso, a la figura de la excesiva onerosidad porque, valgan verdades, en algunos casos la cuarentena no impedía que se cumplieran obligaciones, pero el costo de su ejecución se incrementó y ello desplazó el eje de la incursión hacia la teoría de la imprevisión.
Precisamente con relación a este último punto se gestaron diversas posturas acerca del tratamiento de algunos contratos en este inesperado contexto. Por ejemplo, en el caso de los contratos de arrendamiento, durante la cuarentena algunos sostuvieron que el arrendatario no contaba con excusas para no efectuar el pago de la renta en la medida que el arrendador ya le había facilitado la posesión. Otros señalaron que la respuesta no podía ser tan tajante pues siendo una de las obligaciones del arrendador facilitar la posesión al arrendatario, esa posesión era legalmente viable pero inútil porque el arrendatario no podía solventar los gastos que implicaba el pago de la renta con la explotación del bien (y la generación de flujos) debido a que ello no era posible por el confinamiento. O que, en todo caso, si bien la posesión había sido ministrada por el arrendador al inicio del contrato, el encierro sucesivo impedía al inquilino acceder al bien, acceso que era, precisamente, el que le daba la oportunidad de poder obtener los ingresos que el uso le rendía. Nadie contrata un bien del cual tiene previsto extraer provecho para que se mantenga en una situación de improductividad.
Sin embargo, también se sostuvo que la norma que obliga al arrendador a mantener al arrendatario en la posesión pacífica de la cosa arrendada solo encuentra aplicación cuando un tercero perturba la tenencia, esto es, cuando existe un tercero disruptivo de la posesión del inquilino.
Aun así, para estos casos en los que se dudaba en echar mano a la figura de la fuerza mayor, la excesiva onerosidad del contrato se convirtió en una alternativa de respuesta para los arrendatarios que, afectados por los efectos de la cuarentena, debían realizar mayores esfuerzos para cumplir con sus obligaciones contractuales contando con menores ingresos y con circunstancias disímiles a aquellas que rodearon la celebración de sus respectivos contratos.
Sin embargo, dado que también se cuestionó el recurso a la excesiva onerosidad para aquellos supuestos en los que las medidas de aislamiento condujeron a algunos contratos hacia un resultado inútil, la figura de la frustración del fin del contrato apareció en escena.
II. LA FRUSTRACIÓN DEL CONTRATO
Con una mirada histórica resulta interesante recordar la coronación del rey Eduardo VII en 1902, en Inglaterra. La ceremonia de coronación se postergó debido a una afección de la salud del rey. Esa imprevista suspensión acarreó una serie de efectos sobre contratos cuya finalidad había sido el arrendamiento de departamentos, palcos y espacios que daban acceso o vista a la vía o trayectoria por la que transitaría Eduardo.
Una explicación del nacimiento de esta doctrina es la poca recepción por parte del ordenamiento anglosajón de las figuras del caso fortuito y de fuerza mayor tal como las propuso, por ejemplo, Robert Joseph Pothier. Si bien en el Derecho inglés existía la imposibilidad como causa de exoneración de responsabilidad (ya sea por imposibilidad física, por la declaración de ilegalidad de una actividad o por una eventual pérdida del bien), la doctrina inglesa [las Cortes] introdujo una distinción entre la imposibilidad en la ejecución de las obligaciones, de aquellos casos que, si bien mostraban que las prestaciones se podían cumplir, el propósito por el cual se había celebrado el contrato no existía más. Retomando el caso del rey Eduardo, la mencionada frustración no se debía a una imposibilidad de acceso a los espacios arrendados sino a la pérdida del propósito práctico del acuerdo.
En el emblemático caso Krell v. Henry (1903), la cancelación de la ceremonia de coronación del rey originó una tendencia de entender que un contrato podía verse frustrado cuando se asumía (implied condition) la ocurrencia o la no ocurrencia de un determinado hecho. Krell había tomado en arrendamiento un flat para ver desde él el desfile y la ceremonia y pagó una parte de la renta. Pero la cancelación defenestró el propósito del acuerdo. Como dice Furmston:
The Court of Appel took the view that the procession was the foundation of the contract and that the effect of its cancellation was to discharge the parties from the further performance of their obligations. It was no longer possible to achieve the substantial purpose of the contract (…). (Cheschire, Fifoot & Furmston’s Law of Contracts, Oxford University Press, 2007, p. 723)
Tal como se discutía en nuestro medio a propósito de los efectos de la cuarentena, en algunos casos no era posible aplicar las instituciones de la fuerza mayor, del caso fortuito o de la excesiva onerosidad. Ante este panorama, era razonable preguntarse si era posible echar mano a la figura de la frustración del fin del contrato que, a diferencia de la excesiva onerosidad, no muestra que el costo de las prestaciones se hubiera incrementado y que, en disonancia con la fuerza mayor, no se cuestionaba, tampoco, la posibilidad de ejecución, pero esta no aportaba ninguna utilidad.
Si bien no está regulada en el Código Civil, la doctrina de la frustración del fin del contrato responde a principios generales de la contratación, lo que legitima su asimilación en el ordenamiento peruano. Nadie contrata sin que el negocio que celebre satisfaga determinados intereses y expectativas, menos si ello se produce por hechos imprevistos, no imputables y de modo extraordinario.
Sin embargo, así como parece razonable echar mano a la figura de la frustración del propósito del contrato, la pregunta que debe formularse es si existe o no una alternativa a la búsqueda de una salida para poner fin al acuerdo. ¿O solo es posible en estos casos afectar la eficacia de los contratos por medio de la aplicación de las figuras de la fuerza mayor, excesiva onerosidad o frustración del fin del contrato y liberarse de este?
Como solución que apunta a afirmar el principio de conservación del acto jurídico, asoma la renegociación contractual. Quizá sea más difícil en los casos en que se frustre el propósito y no pueda reencauzarse y haya que descartarla cuando la imposibilidad es absoluta. Pero eso lo descubriremos en cada caso.
La renegociación, es bueno señalarlo, no calza bien con la doctrina tradicional que alega la primacía de la fuerza vinculante del contrato, el pacta sunt servanda, y que, excepcionalmente (en un estadio posterior de madurez), admitía la posibilidad de la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus; esto es, por un lado se sostenía que el contrato tiene fuerza de ley entre las partes, mientras que, por otro lado, se relativizaba su carácter absoluto de modo restringido en supuestos en los que las condiciones existentes en el momento en el cual se celebra el contrato desaparecían y ello afectaba la conmutabilidad del acuerdo.
III. LA EVOLUCIÓN DE LA BUENA FE. LA RENEGOCIACIÓN DEL CONTRATO
Para llegar a afirmar la necesidad de renegociar un contrato se ha debido transitar por un camino de la ampliación de los deberes que derivan del principio general de la buena fe.
Tradicionalmente, la buena fe una suerte de apoyatura para exigir el cumplimiento de las obligaciones expresamente incorporadas en el contrato.
Ya desde hace algunas décadas, aunada a aquella función moduladora de los deberes contemplados en el contrato, la buena fe empezó a desplegar una función integradora mediante la incorporación de algunos deberes en la etapa de negociación, celebración y sobre todo de ejecución de los contratos. Una de las últimas etapas de evolución de la proficua aplicación del principio de buena fe contractual se vincula con la renegociación de los negocios jurídicos bajo determinadas condiciones o situaciones.
No han faltado quienes han afirmado que para sostener la existencia de un deber de renegociación resulta necesaria su previsión legal, posiblemente refiriéndose con ello a la legislación francesa, y no tanto a los principios Unidroit sobre los contratos internacionales caracterizados por su temperamento de soft law, pese a lo cual sirven de guía o justificación por su autoridad persuasiva en la solución de conflictos como una suerte de lex mercatoria.
En dichas fuentes se refiere que, en caso de un cambio de circunstancias, la parte afectada debe plantear prontamente una renegociación del contrato y, llegado el caso, ir en busca de ayuda judicial o arbitral si el diálogo no prospera o bien transitar por la vía de la extinción del vínculo negocial.
El fin que se persigue con la renegociación es la conservación del contrato pero ajustando o acomodando sus alcances a las nuevas condiciones que permitan que la parte afectada llegue a tener una posición que no resulte desproporcionada, que no despliegue o asuma riesgos no previstos o no propios de la actividad que realice y buscar un nuevo equilibrio que se asemeje al inicial hasta donde ello sea posible.
Para no ceder a la tentación positivista de esperar que exista una norma legal que obligue a la renegociación, me parece que la buena fe puede ser suficiente justificación para ello.
La renegociación me recuerda la doctrina de los relational contracts (o contratos relacionales) desarrollada en los Estados Unidos de América por el profesor Ian Macneil durante los años 70 y en adelante del siglo pasado.
Si bien ha dejado de tener vigencia, a la luz de las ideas críticas difundidas por connotados profesores como Robert Scott, Melvin Aaron Eisenberg y Richard Barnett, sus postulados apuntan hacia objetivos comunes en el mundo del Civil Law podrían lograrse a través del recurso a la buena fe.
Macneil formuló la distinción entre los contratos “transaccionales” (que luego llamará “discretos”: discrete agreements) y los contratos “relacionales”, es decir, entre contratos cuya ejecución es inmediata e instantánea de aquellos de larga duración que se proyectan en el tiempo para realizar los intereses que exhiben las partes.
Una de las ideas detrás de aquella distinción era resaltar la necesidad de contextualizar los acuerdos y destacar las particularidades de los contratos de larga duración.
No es que Macneil hubiere afirmado que los contratos “discretos” no se celebraban en un medio social específico; no. Lo que buscaba era acentuar la necesidad de poner énfasis en que en los relational contracts las partes construyen una relación y no importa tanto el momento de la celebración como, más bien, el de la ejecución y su proyección en el tiempo, lo que –precisamente– obligaba a reparar que estos últimos tenían una mayor dependencia del entorno en el que se cerraba el acuerdo y de aquel que rodearía la vida de la relación creada. Quizá en ello se podría encontrar una cierta similitud [algo lejana pero no por ello divorciada de] con las teorías de la presuposición de Winscheid y de la base objetiva del negocio de Karl Larenz[2].
IV. LA CONTEXTUALIZACIÓN DE LOS CONTRATOS Y SU IMPLICANCIA EN LA RENEGOCIACIÓN
Si bien grandes juristas como Luis Díez-Picazo o Manuel de la Puente señalan que el contrato da lugar a una relación contractual, el carácter efímero que pueden llegar a tener los contratos “transaccionales” o “discretos” –siguiendo la tipología de Macneil– presenta una situación diametralmente opuesta a la de los contratos relacionales en los que las partes exhiben una mayor dedicación y preocupación por construir una relación de colaboración por lapsos importantes de tiempo.
En otras palabras, la mayor cuota de esfuerzo de las partes no reside en la construcción de un contrato, sino de una relación compleja nutrida de las discusiones sobre los riesgos, contingencias, posibles ajustes a determinados extremos del contrato, entre otros tantos aspectos de elevada importancia.
La negociación de un relational contract tiene como basamento la confianza que debe forjarse entre las partes, desde la cual el cierre o perfeccionamiento del contrato no se conciben como una partida de defunción como en los negocios transaccionales [que se extinguen apenas se celebran], sino como una partida de nacimiento.
La construcción de las relaciones contractuales de larga duración requiere, inevitablemente, de planeamiento; es decir, del desarrollo de un programa que contemple las obligaciones de las partes y, como apenas señalaba, riesgos, fórmulas de adaptación (inclusive a discreción de uno de los contratantes que debe actuar, en ese caso, razonablemente), de una dinámica permanente de complementación y de identificación –hasta donde sea posible– de contingencias o vicisitudes que puedan afectar la relación y los resultados esperados.
Una de las afirmaciones usuales desde el Análisis Económico del Derecho es que los contratos son, también, un instrumento de asignación de riesgos[3].
Macneil, desde su particular enfoque, daba cuenta de las inocultables limitaciones de pretender controlar la realidad, de los cambios que se puedan dar en los mercados, incluso de aquella dependencia que las partes pueden tener de terceros –como lo es, por ejemplo, la dependencia de la cadena de proveedores– para poder lograr los objetivos que las partes se proponían al crear el contrato y el programa asociado a él.
Cuando se busca anticipar y mitigar los riesgos y las posibles contingencias, las partes no están necesariamente en la capacidad de poder anticipar todos los escenarios. Por ello, Macneil postulaba normas –que no eran reglas en el sentido estrictamente normativo, sino que, más bien, tenían un carácter operativo o funcional– que se desplegaban al interior de los contratos de larga duración. Por ello refería 10 normas, de las cuales destacaban la flexibilidad con la que deben concebirse los relational contracts, la necesidad de un planeamiento, la consideración de los intereses pasibles de indemnización (los famosos reliance interest, restitution interest y expectation interest que desarrollara magistralmente Lon Fuller), la necesidad de armonizar el negocio con el entorno [la contextualización] y la solidaridad contractual.
Con relación a las dos últimas “normas” formuladas por Macneil, podríamos relacionarlas, hasta un cierto punto, con el principio de conservación del contrato, a lo cual añadiría una afortunada observación del profesor norteamericano: cuando hay problemas en una relación de largo plazo los remedios no deben ser aquellos remedios tradicionales que trasuntan una monetización de la relación y del perjuicio [como se desprende de la definición de contrato de Oliver Wendel Holmes[4]], sino que, antes al contrario, debería tenderse o construirse aquellos puentes que permitan conservar o restaurar la relación jurídica. Si he interpretado bien esta afirmación de Macneil debería concluir que el prestigioso profesor proponía algunos remedios innovadores [en la realidad norteamericana] que nosotros podríamos interpretar, desde nuestra visión del Civil Law, como el principio de conservación del contrato y no el de la resolución del acuerdo.
Pero aun existiendo en la doctrina europeo continental la idea [o principio] de la conservación del contrato, esta parecería estar (aparentemente) más vinculada al deseo de evitar que la presencia de vicios en estructura afecten la vida entera del negocio antes que al empeño de querer abrir el camino de la renegociación ante un cambio de circunstancias.
Finalmente, recuerdo que Macneil, siempre en la línea de mantener viva la relación contractual, aludía al uso de cláusulas abiertas u “open clauses”, es decir, de aquellas previsiones que permitirían una oxigenación o contextualización de la relación jurídica por hechos que puedan afectar un relational contract más allá de posibilidad (limitada) de pretender anticipar todo lo que pueda suceder en el futuro. Por ello, las denominadas “open clauses” son cláusulas que pueden ayudar a salvar el contrato o, finalmente, brindar la posibilidad de que las partes puedan renegociarlo.
No obstante, la realidad (por lo menos la nuestra) exhibe cierta resistencia a ese tipo de pactos, inclusive a aquellos que no son otra cosa que una cláusula general que aluda a deberes de cooperación y de buena fe y de renegociación de algunos extremos del contrato cuando así lo dicte la mutación de las condiciones que sirvieron de base de negociación del contrato a las partes.
Si bien los juristas y los jueces americanos dan hoy mayor espacio a la buena fe (más de lo que sucede en Inglaterra que también exhibe algo más de interés), sobre todo desde que el Restatement (Second) of Contracts (§ 205) le dio una mayor aplicación al principio de good faith que no se quedó restringido a la etapa de cumplimiento como lo planteó el Uniform Commercial Code y se extendió a la etapa de la negociación. Pero pese a ello aún los deberes o comportamientos que se puedan desprender del mismo son bastante menos extensos que los de la doctrina europeo continental, pues en muchos casos opera como un excluder para descalificar conductas que se consideran intolerables.
Y quizá ello explique el largo recorrido del profesor estadounidense Ian Macneil (y sus numerosos aportes sobre los relational contracts), para llegar a ideas cercanas (aunque claramente no iguales) sobre la necesidad de tener una mirada diferente para los contratos de larga duración en aras de que su contextualización soporte su supervivencia y adaptación.
A pesar de estos antecedentes, la doctrina norteamericana no ha aplicado, como la doctrina europeo continental (y la jurisprudencia, especialmente), el principio de buena fe hasta llegar a una visión “solidarística” o de solidaridad contractual que ha dado pie a una mayor función integradora de la buena fe que no es otra cosa que una imparable fuerza expansiva del principio en cuestión por obra de tribunales y doctrinantes.
De este principio se han derivado deberes tan importantes como el deber de lealtad, de información, de protección [nacido al calor de las discusiones de las cortes alemanas sobre la etapa precontractual] y, especialmente, el de cooperación.
La cooperación o colaboración no se agota en una simple puesta a disposición para permitir que la otra parte cumpla sus prestaciones, esto es, en los conocidos deberes previos o concomitantes a la ejecución de una obligación [la de la otra parte].
La cooperación colorea la entera relación contractual: es, recordando la alusión a la misma por Emilio Betti en los años 50 del siglo pasado, algo así como la sustancia, la madera o el cemento de las relaciones obligatorias; las partes complementan sus habilidades y esfuerzos para hacer posible que se puedan colmar ciertos intereses, para lograr determinados objetivos. Y la cooperación, por ello, tiene o podría tener una riquísima aplicación para hacer posible que ante el cambio de condiciones la parte afectada por ello pueda encontrar, mediante un reequilibrio de los intereses en juego (de sacrificios y ventajas), producto de una decisión común, aquellas fórmulas que revitalicen la relación y que permitan que se pueda conservar los beneficios que ambos contratantes podrían seguir extrayendo en el tiempo de ese relational contract.
Toda esta explicación nos lleva a dar respuesta a la pregunta sobre si la renegociación puede tener como justificación únicamente el recurso al principio de buena fe. Y la respuesta, en mi modesta opinión, es abiertamente afirmativa. Claro está que es altamente complejo “obligar” a renegociar un contrato. ¿Cómo y en qué términos? Pero el ignorar la necesidad de una revisión al menos puede explicar una posible resolución del negocio o bien la siempre temida intervención del juez debido a los riesgos de reescribir una historia (el contrato) por quien no ha sido autor ni protagonista de la misma.
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* Conferencia virtual llevada a cabo en el Curso Especializado en Derecho Civil y Procesal Civil y ramas del Derecho Privado, organizado por Amachaq Escuela Jurídica del 28 de febrero al 3 de marzo del 2022. Debido a que el texto es una transcripción de mi intervención en el mencionado curso, he decidido no introducir bibliografía (con una única excepción y dentro del texto) y no variar el sentido de las afirmaciones, pero sí corregir aquellas inevitables inconsistencias de una conferencia que se descubren cuando se lee la transcripción.
** Abogado egresado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos con maestría en la Universidad de San Martín de Porres. Experto en el área de Contratos, Derecho inmobiliario y Derecho de la construcción. Árbitro y socio principal del Estudio Muñiz, Olaya, Meléndez, Castro, Ono & Herrera. Profesor honorario de la Universidad Católica Santa María.
[1] Que en su redacción equiparó los efectos entre el caso fortuito y la fuerza mayor, mostrando indiferencia ante disparidad entre ambas figuras, proveniente del Derecho romano.
[2] Cabe resaltar que la teoría de Macneil tenía claros componentes de una perspectiva conductual, elemento ajeno al pandectismo de Windscheid y a la teoría desarrollada por Larenz.
[3] Macneil criticaba a Posner porque entendía que el enfoque del famoso juez destacaba la fase transaccional y no la sucesiva, esto es, los riesgos que aparecen en el tiempo.
[4] Quien afirmaba en su famosa obra The common law que el contrato o se cumplía o se pagaba en dinero el perjuicio.