Coleccion: Gaceta Civil - Tomo 96 - Articulo Numero 5 - Mes-Ano: 6_2021Gaceta Civil_96_5_6_2021

El principio de la buena fe en la interpretación y ejecución de los contratos

Marco SILVA SANTISTEBAN VALDIVIA*

RESUMEN

El autor analiza la importancia que tiene la buena fe en la interpretación y ejecución contractual. Para ello, examina el tratamiento que ha tenido la figura en la legislación nacional, ocupándose de la recepción de esta institución tanto en su interpretación como en la ejecución contractual. Finalmente, desarrolla dos ejemplos de controversias contractuales que podrían suscitarse tanto en sede arbitral y judicial, y que a juicio del autor deberían ser resueltas teniendo en consideración las aproximaciones sobre la buena fe.

MARCO NORMATIVO

Código Civil: art. 1362.

PALABRAS CLAVE: Interpretación contractual / Interpretación ejecución contractual / Buena fe contractual

Recibido : 14/04/2021

Aprobado : 22/04/2021

Introducción y planteamiento del tema

Sin duda, hablar de la buena fe es traer a la mente de forma inmediata una serie de conceptos, ideas o sesgos asociados de la vida ordinaria que hemos ido aprendiendo con el devenir del tiempo, como lo son la rectitud, honradez, y confianza; sin embargo, estos cánones también han sido recogidos por el derecho.

En efecto, tratadistas han sostenido en repetidas ocasiones que en realidad la buena fe constituye un principio de la vida misma que posteriormente fue incorporado al mundo jurídico, que reviste significativa importancia al desarrollarse de manera transversal en diversas instituciones del Derecho, no solo las propias del Derecho Civil, sino de manera interdisciplinaria en distintos campos. Pero en todos estos siempre vinculado con la probidad de los sujetos, bien orientada a la creencia que tiene una parte que su actuar se encuentra ajustado a ley o bien como un límite normativo de conducta; o lo que es lo mismo, la imposición de una conducta modélica en la consecución del fin que las partes persiguen.

En virtud de ella, Karl Larenz (1958) señaló que “(…) uno debe guardar fidelidad a la palabra dada y no defraudar la confianza o abusar de ella, ya que esta forma la base indispensable de todas las relaciones humanas; supone el conducirse como cabía esperar de cuantos con pensamiento honrado intervienen en el tráfico como contratantes o participando en virtud de otros vínculos jurídicos” (p. 142).

No deseo seguir profundizando en este punto introductorio sobre las demás situaciones referidas a la buena fe, por cuanto ello será tema medular de este trabajo de investigación; empero, considero necesario sí resaltar la importancia que tiene este principio de manera particular en el derecho de los contratos, no solo en la celebración y actividad hermenéutica de interpretación, sino también en la ejecución de lo pactado. Por ello, este artículo pretende abordar la aplicación de esta importante figura a partir de dichas etapas contractuales, necesidad que no solo se sustenta por una exigencia meramente académica, de trascendencia en el plano teórico o dogmático, sino necesaria por constituir una herramienta de utilidad práctica en el plano del desarrollo de la actividad profesional tanto como abogado de parte o realizando labor jurisdiccional (juez o árbitro), en tiempos como los actuales donde las controversias contractuales que normalmente ocurrían se han visto incrementadas por las diversidad de presupuestos fácticos generados por la pandemia global. Estimo pertinente para ambos casos desarrollar algunos supuestos que podrían suscitarse en la praxis y la forma como a mi juicio podrían ser dilucidados teniendo en cuenta la aplicación del mencionado principio, que debe ser entendido como el marco general del contrato; pero para ello previamente deberemos de abordar brevemente algunas instituciones jurídicas vinculadas como lo son la interpretación, cumplimiento, la buena fe; para ver finalmente y cómo todas estas figuras podrían engarzarse en una simetría jurídica.

I. Importancia de los contratos en el desarrollo económico de un país

Por encima de repetir los interesantes debates tendientes a establecer si el contrato se trata de un acuerdo de voluntades o un acuerdo de declaraciones, en clara alusión a las teorías francesa de la voluntad o alemana de la declaración; o que si el contrato se compone por una voluntad común o dos que coinciden; estimamos pertinente resaltar la importancia que tiene en el campo del Derecho Privado esta modalidad del negocio jurídico, que nacida en el seno de la autonomía privada permite a los particulares crear, modificar, extinguir, un derecho o relación jurídica, la cual debe tener connotación estrictamente patrimonial, precepto sobre el cual según Von Tuhr (2007): “(…) descansa nuestro régimen económico y jurídico; régimen que, a pesar de las corrientes de socialización cada vez más acentuadas, sigue teniendo un carácter marcadamente individualista” (p. 81).

Para ratificar la importancia que tiene el contrato en nuestra economía, baste citar al profesor italiano Ferri (2002), quien sostiene, al desarrollar la vinculación entre negocio jurídico y contrato, y justificar la incorporación solo del segundo concepto en la codificación italiana, lo hacía en el supuesto que el legislador solo quiso incorporar al instrumento que constituía el eje en el mundo de las transacciones, llamado contrato (pp. 36-39). Tal es la trascendencia de esta institución jurídica que está prevista en diversos cuerpos legales, uno de ellos la Constitución Política del Estado, que reconoce el derecho a la libertad contractual y libertad de contratación según lo recogido en los artículos 2.14 y 62, por los que no solo se reconoce a las personas la libertad de pactar conforme a ley; sino que también bajo ese supuesto de legalidad, se encuentra proscrito que el Estado intervenga en los términos contractuales, disposición que precisamente se encuentra recogida en el Título III de la Carta Magna referido al régimen económico del país.

Si bien no podemos dejar de reconocer la importancia o jerarquía que ostenta el Derecho Constitucional en todo el ordenamiento jurídico, al ser esa norma pilar que además de establecer la estructura del Estado fija los principales deberes y derechos de los ciudadanos, también lo es que el ius civile, al encontrarse en contacto directo o cercano con los ciudadanos, reglamentando sus derechos y obligaciones que surgen de la vida diaria, genera en la praxis que la ciudadanía la identifique como la rama jurídica más importante al ser ella la que les permite pautar sus relaciones jurídicas.

Por ello, el análisis que realicemos en el presente trabajo sobre la buena fe y derecho contractual será tomado a partir del Derecho Civil, de manera tal que en el presente trabajo repasaremos cómo se ha venido desarrollando el Derecho Civil en general y las figuras contractuales en particular a través de la historia.

II. Breve reseña en la promulgación y deregotaria de los códigos civiles peruanos de 1852 y 1936. El tratamiento del contrato

Con esa intención hemos procurado en este acápite brindar una pequeña reseña histórica de los códigos civiles que nos han regido en estos casi doscientos años de vida republicana que tenemos. Por obvias razones, no nos ocuparemos de los diversos decretos especiales brindados al inicio de la vida republicana o inclusive del código que se aplicó en la segunda parte de la década de 1830 (Confederación Peruana Boliviana) (Luna Victoria León, 1988), sino del primer cuerpo legal que tuvimos en estricto.

Recordemos que nuestro primer Código Civil data de 1852, sin embargo, la iniciativa se remonta a muchos años antes. Efectivamente desde el año 1825 surgen las primeras ideas, pero es recién en 1845 que se inició un proceso serio dirigido a conseguir la tan anhelada codificación. Para ello, el gobierno de entonces designó una comisión integrada por siete notables abogados para redactar el Código, quienes culminaron el encargo en 1847, pero pese a haberse realizado los debates pertinentes el proyecto fue dejado de lado –entre otros motivos– por la coyuntura política que se vivía en dicho momento y por la discusión respecto de la figura del matrimonio, retomándose nuevamente el proyecto en el año 1849; oportunidad en la cual luego de la evaluación de la comisión revisora se aprobó el Código Civil en el gobierno de Ramón Castilla mediante Decreto de 22 de noviembre de 1850; pero es de resaltar que este Código nunca entró en funcionamiento, habida cuenta de que en 1851 el gobierno entrante de José Rufino Echenique ordenó suspender los efectos de dicho decreto y dispuso constituir una nueva comisión –ahora parlamentaria– compuesta por las dos cámaras legislativas quienes a la postre “(…) sin más debate, mediante una ley de 23 de diciembre de 1851, promulgada el 29, ordenan al Presidente de la República emitir (…) el Código Civil (…) el 28 de julio de 1852, para que rigieran desde el día siguiente. La primera edición tuvo lugar en Lima en el mismo año de 1852 (…)”, el prenotado cuerpo normativo al igual que los existentes en dichos momentos en Latinoamérica, tenía una fuerte ascendencia del Código Civil francés de 1804; habiendo tenido un prologando tiempo de vigencia de ochenta y cuatro años,

Entre las características más importantes a destacar con relación al tema que nos ocupa en este punto, es que en dicho cuerpo legal ya se recogía al contrato en la sección 1 del libro tercero referido al derecho de las obligaciones y contratos, definiéndolo en el artículo 1226 como: “ (…) un convenio celebrado entre dos o más personas por el que se obligan a dar, hacer o no hacer alguna cosa”. Se señalaba en el artículo 1257 que: “Los contratos son obligatorios, no solo en cuanto se haya expresado en ellos, sino también en lo que sea de equidad o de ley, según su naturaleza”. Asimismo, se precisaba en el artículo 1265 que el que celebra un contrato no solo está obligado a cumplirlo, sino también a resarcir los daños que resulten directamente de la inejecución o contravención por culpa o dolo de la parte obligada”.

Respecto de la promulgación del Código de 1936, es del caso citar que, transcurridas siete décadas de vigencia del primer cuerpo normativo, cobraron fuerza las ideas que proponían una modificación integral del mismo. Por ello, mediante Resolución Suprema del 22 de agosto de 1922, expedida por el gobierno de Augusto B. Leguía, se nombró una comisión conformada por los juristas Juan José Calle, fiscal de la Corte Suprema, Manuel Augusto Olaechea, decano del Colegio de Abogados de Lima, Pedro M. Oliveira, catedrático de la Facultad de Jurisprudencia de San Marcos, Alfredo Solf y Muro, catedrático de la Facultad de Jurisprudencia de San Marcos, y Hermilio Valdizán, catedrático de la Facultad de Medicina. La comisión tuvo dos secretarios: Alberto Ulloa Sotomayor y José Manuel Calle, y como interino, Augusto González Olaechea. Se reconoce el destacado nivel de todos estos hombres de Derecho, tanto así que un importante sector de la doctrina lo consideró como manifiestamente superior a su predecesor, e inclusive al actual Código Civil, al afirmarse que: “No sé si el papel de Calle (esto no se ha escrito todavía) bastó para que el Código Civil de 1936 se elaborara con una técnica muchísimo mejor que la del Código de 1984 que tantas veces hemos criticado (…) Ese Código fue tan coherente, tan lineal en su estructura, que cuando al otro gran maestro de Derecho Civil del siglo XX, que es Jorge Eugenio Castañeda, se le pide sumarse a la comisión que revisa el Código Civil del 36 para producir lo que es el Código de 1984, él dice que es imposible repetir el trabajo de Solf, de Oliveira, de Olaechea y de Calle” (León Hilario, 2017).

El comentado cuerpo legal también recogió la figura del contrato, sin embargo, en este caso lo hace de una manera diferente, toda vez que a pesar de que lo menciona en la sección cuarta del libro del quinto del derecho de obligaciones, no efectúa mayor definición, sino que desarrolla una serie de precisiones. Así, se señalan sus efectos y carácter obligacional, al mencionarse en el artículo 1328 que “Los contratos son obligatorios en cuanto se haya expresado en ellos, y deben ejecutarse según las reglas de la buena fe y común intención de las partes”. El artículo 1329 señala, por su parte, que “los contratos solo producen efecto entre las partes que los otorgan y sus herederos; salvo, en cuanto a estos, el caso en que los derechos y obligaciones que procedan del contrato no sean transmisibles”. Asimismo, de manera más explícita que su predecesor, se encarga de la inejecución de las obligaciones por causa no imputable al deudor estipulando, en el artículo 1319, que “El deudor no responde por los daños y perjuicios resultantes del caso fortuito o de la fuerza mayor, sino en los casos expresos de la ley, y en los que así lo establezca la obligación”.

Como hemos apreciado, este Código, aun cuando recogió la figura del contrato no estableció mayores precisiones sobre este; empero, como vemos de lo antes glosado, sí estableció reglas claras que podían ser válidamente interpretadas y subsumidas a un caso concreto. Aun pese a esta suerte de vacío de conceptos o definiciones, un importante sector de la doctrina sostuvo que este Código dejó de lado la pedagogía que reinó en el de 1852, y se elevó el nivel al establecer normas y un lenguaje sumamente técnico, en los cinco libros que lo componían. Por ello, sostenían que “(…) El Código de 1936 fue técnico y virtuoso, pero a menudo inalcanzable –debido a la parquedad de sus preceptos– por las personas cuyos derechos y obligaciones él regía” (Osterling Parodi, s/f).

Ante esa suerte de discusión que nunca llega a cerrarse entre los defensores/opositores de un Código Civil o de otro, estimo pertinente acotar que a mi juicio la importancia de un código no está en la cantidad de definiciones o conceptos que este contenga. Al respecto, el profesor Manuel De la Puente y Lavalle (2007) ha sostenido que: “(…) El Código Civil alemán de 1900, considerado por muchos como el excelso modelo de técnica legislativa, no contiene definiciones” (p. 17). Por ello, estimo más bien que su valía se produce cuando sus normas y principios puedan tener la mayor vigencia en el tiempo y coberturar muchas situaciones, dado que lo demás debe ser desarrollado a partir del plano académico y jurisprudencial.

III. La regulación del contrato y sus principios en el Código Civil de 1984 y su estrecha vinculación con el derecho de las obligaciones

Pues bien, precisamente con esa finalidad se buscó la dación del tercer cuerpo normativo como lo es el Código Civil de 1984. Así, pues, el sustento era que luego de haber analizado los ya famosos códigos civiles de Francia (1804), Alemania (1900) y el aún reciente, para entonces, Código Civil italiano (1947), se llegaba a colegir la necesidad de proponer un nuevo cuerpo normativo que se encuentre en sincronización con las nuevas ideologías y técnicas jurídicas, pero sobre todo que pueda recoger –a partir de una debida interpretación de las normas figuras por parte de los abogados litigantes, la cátedra o el Poder Judicial– figuras o supuestos fácticos que aún no se encontraban vigentes, al reconocerse que el derecho es cambiante. Se buscaba, como lo señala el profesor Fernández Sessarego (2014), un código con proyección al futuro (pp. 39-58).

Dicho cuerpo legal recogió al contrato en el Título I del Libro VII, Fuentes de las obligaciones, estableciendo la siguiente definición en el artículo 1351: “El contrato es el acuerdo de dos o más partes para crear, regular, modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial”. Esta definición nos lleva a colegir que el contrato no es otra cosa que un negocio jurídico bilateral con relevancia patrimonial; y que, si bien el contrato en nuestro país también goza de una sistemática propia, recogida en varios libros del Código Civil, ello no implica que se trata de una institución plenamente independiente. Por el contrario, el contrato constituye la forma más desarrollada o de mayor importancia derivada del negocio jurídico, aplicándose a ambas los mismos principios generales que se encuentran recogidos de forma indistinta tanto en las normas del libro segundo referente al negocio jurídico (en una suerte de parte general) y/o dentro del libro sétimo concerniente a los contratos parte general.

Una situación que merece ser resaltada en ambos tópicos del Derecho Privado, es del importante papel que tiene la autonomía privada en este fenómeno negocial, que a decir del profesor italiano Betti (2000) constituye una herramienta que faculta a los privados a regular sus relaciones conforme ellas crean conveniente, sustentadas en los principios de libertad y la consiguiente autorresponsabilidad (pp. 50-52). Estos principios son fundamentales para entender a la autonomía privada, vale decir, es libre el particular de actuar conforme su propio juicio, con tal de que, por otra parte, también soporte las consecuencias de su comportamiento, sean ventajosas u onerosas. Dicho de otro modo, si bien eres libre de obligarte, tienes la responsabilidad de asumir las consecuencias de los pactos a los que hayas arribado. En este extremo, es importante aclarar que aun con todo este empoderamiento brindado al privado, este resulta ser insuficiente para por sí solo generar efectos jurídicos obligacionales; en efecto la autonomía privada no es absoluta, sino que tiene límites, dado que el derecho no puede prestarse para apoyar cualquier finalidad del negocio, sino que este fin debe ser lícito[1], y reconocido por el ordenamiento jurídico como condición de validez. Es por ello que, siguiendo esta temática, entendemos que el principio de libertad de contratación regulado en el artículo 1354 del Código Civil, debe ser interpretado en el sentido de que reconoce la libertad de las partes de fijar el contenido de los contratos, a condición de que no sea contrario a norma legal de carácter imperativo; caso contrario, se incurriría en la nulidad del contrato, en virtud de lo establecido en el artículo V del Título Preliminar del Código Civil.

Recordemos que los principios o reglas recogidas en la teoría general del contrato irradian a toda clase de contratos, señalándose en el artículo 1353 del Código Civil que estos, inclusive, se extienden a los contratos innominados, es decir, a todas las relaciones privadas. Un principio de los contratos, adicional a la libertad de contratación antes desarrollado, es el de la obligatoriedad de los contratos, es decir son forzosos en cuanto se haya expresados en ellos. Esto siempre estuvo presente en la idea del legislador, al ser contemplado de forma expresa en los dos primeros códigos. En el actual no ha sido distinto el tratamiento brindado por el artículo 1361 del Código Civil de 1984. Al respecto, la doctrina ha informado que precisamente el primer efecto que despliega el contrato es su carácter obligatorio que vincula a las partes suscribientes, que se encuentra representado en una conducta de dar, de hacer y de no hacer; vale decir, las partes deciden quedar voluntariamente obligados a cumplir determinada prestación asumida[2]. Por encima del valor ético o moral que algunos profesores proclaman, existen razones de naturaleza económica por las que es necesario el cumplimiento obligatorio del contrato; a saber: asegurar, entre otras cosas, el clima de seguridad jurídica en la cadena de pagos, por ello es imprescindible el cumplimiento de las transacciones y las promesas de pago o de un crédito. Esto es una clara representación del principio de autorresponsabilidad que rige la autonomía privada, que no es otra que hacerte cargo del modo correspondiente de los compromisos asumidos.

En la parte inicial hacía referencia a la estrecha vinculación que tenían dos instituciones del Derecho Civil, como lo es el negocio jurídico y el contrato. En este extremo, deseo resaltar otra íntima vinculación en el Derecho Privado, como lo es la del derecho de los contratos con el derecho de las obligaciones. Es imposible desconocer la innegable ligazón, si se tiene en cuenta que el contrato constituye la principal fuente de obligaciones; es el primer mecanismo reconocido en el Libro VII del Código Civil denominado Fuentes de las Obligaciones. Entonces, podríamos decir que la finalidad del contrato es el cumplimiento de determinada prestación de dar, hacer o no hacer, la misma que debe ser cumplida por la parte deudora, caso contrario se autoriza al acreedor a tomar las medidas legales pertinentes (artículo 1219.1 CC)[3]. Pero, pese a estas evidentes directrices sobre obligatoriedad del contrato, esto es muy distinto en la práctica porque un gran número de contratos finalmente serán incumplidos o lo serán de forma parcial, tardía o defectuosa[4] (que en todos los tres supuestos se traduce en incumplimiento). Y ello se podría deber a tres razones: por culpa del acreedor, por culpa del deudor o finalmente por causa no imputable a ninguna de las partes. Es importante precisar que nuestro Código Civil parte de la premisa de que este incumplimiento se debe a causa imputable al deudor, imponiéndole la carga de probar lo contrario conforme lo señala el artículo 1139. Dicho artículo recoge la figura de la teoría del riesgo y nos brinda salidas cuando el incumplimiento se deba a causa imputable al acreedor o deudor; también lo es que, para los fines de este trabajo, únicamente me ocuparé de reseñar la postura que adopta el Código cuando este incumplimiento se origine por causa no imputable a ninguna de las partes.

Así, el artículo 1314 señala que no será imputable en la inejecución de obligaciones, quien actúe con diligencia ordinaria requerida, y el artículo 1315 dice que la causa no imputable se presenta cuando por un caso fortuito o fuerza mayor se produzca un evento extraordinario, imprevisible o irresistible, que impida la ejecución total de la obligación o su cumplimiento, parcial tardío o defectuoso. Es de resaltar que el legislador no precisó en detalle cuándo se está frente a un caso fortuito o de fuerza mayor. Algunos tratadistas sostienen que en puridad se trata de lo mismo, algunos otros invocan una clara diferencia, dado que el caso fortuito está asociado a la intervención de mano humana, mientras que la fuerza mayor más bien está referido a hechos ajenos relacionados con la naturaleza, pero en ambos supuestos, según Messineo (1971) “(…) deben concebirse como peculiares hechos positivos que en determinadas y taxativas circunstancias, se exige a los fines de la exoneración del deudor de la responsabilidad por incumplimiento (…) pueden ser eventos naturales (una granizada, un terremoto, un incendio, el desbordamiento de un río, la caída de un rayo, la sequía y similares) o hechos ajenos (hurto sufrido, estado de guerra, choque ferroviario, naufragio de la nave que transportaba la mercadería); o finalmente, el llamado factus principis; o sea, una providencia del poder soberano o de la autoridad administrativa (poner la cosa fuera de comercio, expropiación por interés público (…)” (p. 228). A pesar de esta intención de diferenciar los supuestos del caso fortuito y la fuerza mayor, su configuración implicaría la no imputabilidad por el incumplimiento temporal de la obligación, dado que en caso la prestación no pueda ser ejecutada totalmente se tendrá un efecto liberatorio. La fórmula general que ha tomado el Código Civil en las obligaciones de dar, de hacer y de no hacer, es que cuando no pueda ser cumplida por culpa ajena a las partes, se declarará resuelta la obligación, sin el derecho a la contraprestación, o la devolución de esta en caso la misma haya sido ya efectuada.

IV. Teoría general de la buena y del sistema subjetivo y objetivo

A mi juicio una de las aristas del derecho que mayor complejidad requiere en su estudio, es la referida a la buena fe, motivado ello, por un lado, por la cantidad casi inconmensurable de definiciones vertidas por la doctrina, que antes de facilitarnos una rápida conceptualización de esta figura, nos obliga a ser más rigurosos en la obtención de información que nos permita realizar una definición. La otra complicación de su significación obedece, según el profesor Gustavo Ordoqui (2015), en que “(…) está además condicionada a las posturas que se suman respecto a la metodología del derecho y, en particular, a las fuentes de producción jurídicas. Este principio o cláusula general permite por su intermedio (…) el ingreso al orden jurídico de principios valorativos, de máximas de conductas establecidas” (p. 81).

Pero, a pesar de esta diversidad de significados que en algunas ocasiones son desarrolladas en escenarios ajenos a la esfera jurídica, en todos estos casos tienen una característica similar o más o menos relacionada. Por ejemplo, el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española[5], define a la buena fe como: “Rectitud, honradez; criterio de conducta al que ha de adaptarse el comportamiento honesto de los sujetos de derecho. Convicción en que se halla una persona de que hace o posee alguna cosa con derecho. En las relaciones bilaterales, comportamiento adecuado a las expectativas de la otra parte”. Ya a partir de esta conceptualización brindada fuera del campo del Derecho, podríamos tener una mejor aproximación a esta figura e incluso a las dos principales visiones que se han plasmado en el derecho positivo, como lo es la buena fe objetiva y la buena fe subjetiva, puntos que serán abordados de manera más detallada en los próximos acápites.

La buena fe, en líneas generales, viene a ser el cumplimiento leal y honrado de nuestros derechos y obligaciones. Allí se incorpora el valor ético de la honradez y la confianza de la vida misma al derecho, imponiendo una regla de conducta debida o proba. Para encontrar un punto de partida de la buena fe debemos de remontarnos al Derecho Romano y a la figura de la fides. “(…) Este principio fue definido por Cicerón como la actitud perseverante y veraz ante las palabras pronunciadas o los acuerdos celebrados” (Louzan De Solimano, 2004, p. 81). A pesar de la polisemia de conceptos, ya desde esos tiempos la buena fe se encontraba asociada a un precepto moral, vinculado al principio de honradez y confianza, y que descartaba una conducta engañosa o de mala fe. La aplicación de la buena fe va a surgir en el ámbito de la contratación romana, al considerarle como criterio esencial en las relaciones jurídicas obligacionales, las que debían estar regidas por la confianza mutua; no se refiere únicamente a la honradez del obligado sino de todos los integrantes de la sociedad. Por ello, la fides llegó a convertirse en un elemento catalizador del contenido económico de los contratos, al exigir que las partes tengan claro el contenido de sus intereses, a fin de vincularlas en caso hayan procedido conforme los supuestos enunciados, al cumplimiento fiel de las obligaciones conforme lo pactado. Posteriormente, según De los Mozos (1965), “la idea de la fides romana se renueva por la influencia del pensamiento cristiano y en el marco del iuscommune y sirve para fomentar la categoría general del contrato, renovando el concepto de causa y configurando la base de la buena fe objetiva” (p. 98). Recordemos que en el Derecho Romano la divinidad también estuvo asociada a la buena fe, se invocaba a la diosa fides en la celebración de los negocios jurídicos. La palma de la mano era consagrada a la diosa y por eso los contratantes apretaban las manos al finalizar el negocio, a fin de sacramentar lo convenido (Louzan De Solimano, 2004, p. 92). Sin embargo, compartimos la posición que sobre el particular asume el profesor Betti, en el sentido de que hablar de la buena fe: “(…) se refiere a un concepto y a un criterio valorativo que no está forjado por el derecho, sino que el derecho lo asume y recibe la consciencia social, de la consciencia ética de la sociedad, para la que está llamado a valer (…) exigencia, que es a la vez el respeto a la personalidad ajena y de colaboración con los demás, exigencia que sobre el plano moral, se puede formular la máxima de Kant: Compórtate de manera tal que la norma de tu obrar pueda llegar a ser parte integrante de una legislación universal” (Betti, 1969, pp. 70-71).

Ulteriormente ya con la codificación, la buena fe siguió siendo considerada en los ordenamientos jurídicos, (situación que no será analizada en este acápite); pero sí considero oportuno afirmar en este extremo que desde el Derecho Romano hasta las primeras manifestaciones del derecho positivo, la buena fe no ha dejado de estar presente como un elemento moralizador de las distintas áreas del Derecho, ya sea bien mediante esta norma que recoge la buena fe o como un principio general, dado que conforme lo indica la doctrina se trata de dos cosas disímiles: la idea sucinta de la buena fe y el principio general de la buena fe, ya que lo primero es un concepto técnico y jurídico incluido en una serie de normas jurídicas que describen supuestos o presupuestos fácticos; y otra cosa distinta, es el principio general de la buena fe, que ostenta un rango distinto y ordena de forma general un comportamiento o conducta conforme a los cánones razonables. Dicho de otra manera: “(…) resultan dos cosas distintas, la idea escueta de la buena fe y el principio general de la buena fe; ya que lo primero es un concepto técnico jurídico incluido en una serie de normas jurídicas cuando describen supuestos o presupuestos fácticos por ejemplo el poseedor de buena fe que hace propios los frutos. Y otra cosa diferente, es el principio general de la buena fe, que tal como se enuncia, tiene y posee un rango diferente ya que ordena una forma de comportamiento e impone una conducta proba a todos los habitantes” (De los Mozos, 1965, p. 13).

Sin el ánimo de extenderme en el estudio histórico de la buena fe, al no ser el propósito de este trabajo, es imperativo en este punto desarrollar lo referente a los caracteres más relevantes de cómo se instrumentaliza esta importante institución; es decir la buena fe objetiva y la buena fe subjetiva, Mediante la primera de ellas se relaciona a la fidelidad que se encuentra en todo lo referido a la confianza en el tráfico jurídico; mientras que la otra teoría preconiza un fundamento ético psicológico, propia de los derechos reales o de la doctrina del error, ubicado como la buena fe creencia de no causar daño a los demás.

La buena fe objetiva o también llamada normativa porque el comportamiento de fidelidad adquiere función de norma dispositiva (Ordoqui Castilla, 2015, p. 77), es la que prevalece en el campo del Derecho Privado (teoría general del negocio jurídico, contratos y obligaciones), constituyendo una exigencia en el comportamiento fiel o legal, como esta regla de conducta que deberá ser tenida en cuenta en el comportamiento jurídico que desplieguen los hombres. En términos similares, la doctrina ha informado que: “(…) consiste en esta regla de conducta a la que ha de adaptarse el comportamiento jurídico de los hombres y su contenido dependerá de la privatalex por ello creada (…) y esta no es otra, agregamos, que la norma obligatoria que nace del contrato resultado de la voluntad particular, el cual debe celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe” (Casiello, 2004, p. 358). Es decir, en virtud de lo antes señalado queda claro que los tres momentos diferentes que disponemos para juzgar la buena fe, el de la celebración, el de la interpretación y el de su ejecución, máxima que ha sido recogida en diversos cuerpos legales del mundo. Este mandato de probidad, lealtad y honestidad atribuible a la corriente objetiva, también recoge a la probidad y la cooperación; con la finalidad de que ninguna de las partes se aproveche de la otra, dada su debilidad en la relación jurídica o el desconocimiento de algún hecho. A decir del profesor Ordoqui (2015), se tiende a evitar el ejercicio abusivo de los derechos y busca llenar inevitables lagunas, facilitando la interpretación e integración del orden jurídico y el contrato (p. 77).

Como se señaló anteriormente, no solo el deber de la prestación del deudor debe ser analizada según el principio de la buena fe, sino el total de conductas inmersas en la relación obligacional (entiéndase también aplicable al caso del acreedor), para todos los cuales se les impone el deber de cumplir la palabra dada y no defraudar la confianza o abusar de la otra; a decir de Karl Larenz (1958), esta buena fe se dirige al deudor, con el mandato de cumplir su obligación, ateniéndose no solo a la letra de lo pactado, sino también al espíritu de la relación obligatoria correspondiente –en especial conforme al sentido y la idea fundamental del contrato– en la forma que el acreedor pueda razonablemente esperar de él; por su parte a este acreedor se le exige el mandato de ejercitar el derecho que le corresponde, actuando según la confianza depositada por la otra parte y la consideración altruista que esta parte puede pretender según la clase de vinculación especial existente (p. 358).

Se suele decir que existirá una buena fe objetiva si se comprueba que los sujetos se comportaron correctamente de forma honesta y leal, pero a pesar de este postulado, para analizar cuál sería en puridad la conducta impuesta, no se nos brinda una regla general o modelo de conducta aplicable para todo tipo de casos; sino que para realizar esta ponderación es necesario tener presente los usos del tráfico, dado que en cada supuesto se exige una valoración especial dependiendo del momento y lugar de celebración del contrato y de las prácticas aplicables a dicha realidad, por ello muchos ordenamientos jurídicos señalan expresamente que el cumplimento de lo pactado debe darse según la buena fe y al uso que suele darse; en sentido similar el artículo 242 del BGB alemán dispone que el deudor está obligado a efectuar la prestación como exigen la fidelidad y la buena fe, en atención a los usos del tráfico (Enneccerus, Kipp y Wolff, 1955, p. 51), entendemos que se refieren al tráfico comercial.

Justamente en relación de esto último, debe traerse a colación el principio de integración de los contratos que viene siendo recogido en los principales códigos civiles del mundo, dicho principio es plenamente aplicable tanto al campo de la interpretación y por añadidura además a la ejecución contractual; en efecto mediante este principio se genera(n) un(os) pacto(s) adicional(es) al acuerdo central arribado por las partes en la celebración de un contrato, motivándose efectos o prestaciones no previstas inicialmente por estas; los mismos surgirán a partir de una mirada general de todo el acuerdo contractual, entendimiento de lo pactado que surgirá a partir del análisis sistemático de las normas vigentes al tiempo y tipo de acuerdo celebrado; los principios generales del Derecho, los usos, las costumbres, y qué duda cabe, bajo el principio de equidad y de buena fe; se busca inicialmente atender a otro principio de los contratos, como es el de conservación; por ello se procura en primer término tratar en determinados o especiales casos, modificar el comportamiento inicialmente previsto a fin de preservar el deber de corrección o lealtad, por ello en caso de ambigüedad, de no haberse podido prever alguna circunstancia al inicio del contrato o habiendo variado las condiciones, aplicando el principio anotado se buscará proteger a las partes contratantes, imponiéndoles deberes adicionales, basados en la rectitud, honradez, honestidad, colaboración y solidaridad; a decir de la doctrina italiana; “(…) el negocio es susceptible de interpretación integrativa (arts. 1339 y 1340) pero sobre todo, de integración; esta implica una incidencia, no sobre el contenido, sino sobre los efectos del negocio, en el sentido de hacerlos más próximos a los que la ley, el uso o la equidad reclaman (cfr. arts. 1374 y 136, n3)” (Messineo, 1971, p. 985).

Por otro lado, a pesar de que en el terreno del negocio jurídico y especialmente en el derecho de los contratos prevalece el principio de la buena que se manifiesta en su aspecto objetivo, consideramos oportuno referirnos a la buena fe subjetiva o también llamada buena fe creencia que consiste en la ignorancia o la errónea creencia de una persona acerca de un determinado hecho, y se funda en este caso en un aspecto psicológico del sujeto; es decir, en virtud de esta creencia considerar que su accionar es conforme a derecho; se le puede graficar como la consciencia que tiene el mismo sujeto de su situación jurídica o de la ajena; a diferencia de la buena fe objetiva donde tenerla es haber obrado conforme a la imposición de determinada conducta, tener buena fe en la vertiente objetiva significa creerse con derecho y no perjudicar los intereses que el mismo derecho tutela (Compagnucci De Caso, 2004, p. 177); a decir del profesor Betti (1969, p. 74), esta creencia además de ostentar el derecho, es de no causar perjuicio en interés ajeno.

En virtud de todo lo antes señalado, podríamos concluir que este tipo de buena fe se representaría en el estado de consciencia que me produce la creencia o convicción razonada y coherente de que se procede correctamente, vale decir conforme a derecho, cuando en la praxis ello no es así, pero a pesar de ello es protegida por el Derecho solo en los casos en que por su razonabilidad en la apariencia que inspiró su confianza, es lo que finalmente excluye la ilicitud de esta conducta y brinda esta legitimación en el Derecho. Como bien lo señala el profesor Ordoqui (2015), “(…) aquí no se valora una norma de conducta sino el estado de conciencia o creencia del sujeto con referencia a su propia situación o la ajena, de lo cual deriva el derecho que el ordenamiento jurídico finalmente le reconoce” (p. 68).

Este tipo de buena fe se encuentra principalmente asociada al campo de los derechos reales, en la figura de la usucapión, en la posesión de buena fe a que hace referencia el segundo párrafo del artículo 950 del Código Civil; pero también encontramos esta buena fe creencia en otros supuestos, como en los efectos civiles generados respecto de los cónyuges e hijos por un matrimonio inválido celebrado de buena fe, a que se contrae el artículo 284 del mencionado cuerpo legal, solo por citar dos de los muchos supuestos contemplados por la norma.

V. La buena fe en la legislación nacional y extranjera

En atención a los fundamentos expuestos en los acápites precedentes, ha quedado demostrada la real importancia que ostenta la figura de la buena fe en el Derecho Civil en general y en el área de contratos de manera particular; sin embargo, consideramos necesario que, de forma previa a evaluar cómo se desarrolla esta figura precisamente durante el iter contractual, pasemos brevemente a explicar la recepción que ha tenido la prenotada institución en los principales ordenamientos extranjeros, evaluación que no solo se limitará al área comparada, sino también al fuero nacional, precisándose de manera escueta también los antecedentes del actual artículo 1362 del Código Civil de 1984.

Pues bien, respecto de lo primero, comprobamos que prácticamente la buena fe ha sido recogida en todos los códigos civiles consultados, por no decir en la totalidad de códigos civiles existentes a la fecha.

En el Código Civil italiano de 1942, referente obligado para todos nosotros, se exige a los contratantes, en el artículo 1137, que las partes en las negociaciones y formación del contrato deben comportarse de acuerdo con la buena fe. Asimismo, imponía que los contratos debían ser interpretados y ejecutados de buena fe, baste para ello dar lectura a los artículos 1366 y 1375 del referido cuerpo normativo, el cual además recoge la figura de la integración del contrato, que a mi juicio guarda especial relevancia en la etapa de interpretación y ejecución, el cual como antes se precisó se encuentra inspirado en el principio de la buena fe y equidad, así como también, al uso y tráfico jurídico. Se precisa en el artículo 1374 que “El contrato obliga a las partes no solamente a lo que en él se hubiera expresado, sino también a todas las consecuencias que del mismo se deriven según la ley o, a falta de esta, según los usos y la equidad”.

Por su parte, el BGB alemán, al desarrollar en el libro primero, sección tercera, lo referente a los negocios jurídicos, se ocupa en el título tercero sobre los contratos, estableciendo en el artículo 157 que: “Los contratos han de interpretarse como exige la fidelidad y la buena fe en atención a los usos del tráfico”. En sentido similar, en el artículo 242 se estableció que el deudor está obligado a efectuar la prestación como exigen la fidelidad y “la buena fe en atención a los usos de tráfico”.

A su turno, el Código Civil español, luego de su última modificatoria de octubre del 2015, dispuso en su artículo sétimo que los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe; estableciendo además en el artículo 1258, referido al cumplimiento de la prestación, que esta no es obligatoria únicamente respecto de lo pactado, sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley. Es decir, todas estas normas reconocen de forma implícita el principio de integración de los contratos.

En el caso del Código Civil francés se sigue una temática similar, al establecerse en el artículo 1135 que “Las convenciones obligan no solo a lo expresado en ellas, sino también a todas las consecuencias, que la equidad, la costumbre o la ley atribuyan a la obligación según su naturaleza”. Sin embargo, este código tiene una posición bastante más garantista que los antes citados, por ello en el artículo 1162 se establece una regla muy peculiar de interpretación sustentada dicen, en la máxima de la equidad, en el sentido de que: “En la duda de la convención se interpreta contra aquel que haya estipulado y a favor de aquel que haya contraído la obligación”; posición que se repite al momento de abordar lo referente a las cláusulas de la compraventa, al señalarse en el artículo 1602 que: “(…) Cualquier pacto incierto o ambiguo se interpretará contra el vendedor”. Al respecto, los Mazeud (1960) han informado que: “Quien vende la cosa, es el que tiene la palabra (…) se considera que el vendedor se halla en una situación más ventajosa que el comprador (…) es frecuente que, en los contratos de adhesión, los tribunales acudan en socorro del débil; es decir, del contratante que no estaba en condiciones de discutir las cláusulas del contrato que se le ha impuesto, aun cuando fuera acreedor” (p. 384).

Ya en la codificación latinoamericana es del caso citar al Código Civil de Brasil del 2002 que, de forma similar a los códigos europeos antes citados, establece en los artículos 113 y 422, respectivamente, que los contratos deben ser interpretados conforme a la buena fe según el lugar de celebración, e imponiendo el deber a los contratantes a guardar, tanto en la conclusión como en la ejecución de los contratos, los principios de probidad y buena fe.

En el caso de Argentina, su actual Código del 2015 eleva a la buena fe al rango de principio, exigiendo en su artículo 9 este principio para ejercitar los derechos. Además, impone en el artículo 729 la obligación que deudor y acreedor deben obrar, además del cuidado y previsión, con la buena fe. Recoge este precepto también su artículo 961 que a la letra dice: “Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse según la buena fe. Obligan no solo a lo que está formalmente expresado, sino a todas las consecuencias que puedan considerarse comprendidas en ellos, con los alcances en que razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor”.

En nuestra legislación nacional, la buena fe contractual ha sido siempre tomada en cuenta por el legislador en las vertientes de la buena fe creencia y la buena fe lealtad. Respecto de esta última, vale decir, la buena fe objetiva, siempre estuvo intrínsecamente relacionada con el cumplimiento de los contratos. En el caso del Código de 1852, si bien es cierto el artículo 1257 no recogía esta figura de forma expresa, sí disponía que para la obligatoriedad del contrato debía de tenerse presente además a la equidad, según su naturaleza; recordemos que en algunos casos la buena fe ha sido entendida desde el plano de la equidad, dado que mediante la buena fe se busca imponer un freno para evitar abusos en el campo contractual y con ello buscar la tan anhelada justicia contractual de equidad, premisa de los que propugnan el equilibrio prestacional, tema muy discutido en los últimos años y más aún con los efectos desplegados por la pandemia, figura que también mantiene estrecha relación con la buena fe. Mediante ella se propugnan, en apretada síntesis, que en busca de la justicia contractual y apelando a los conceptos de equilibrio, igualdad, proporcionalidad, y buena fe, se debe buscar que el contrato deba ser equitativo para ambas partes, asegurando a estas una relación igualitaria que se traduzca en la proporcionalidad de sus prestaciones.

En cuanto a la citada omisión de señalamiento expreso de la buena fe, esta fue superada ya en el Código de 1936, cuerpo normativo que dispuso que la obligatoriedad y la ejecución del contrato debía de estar sujeta a las reglas de la buena fe. Esta suerte de incorporación de la buena fe en los articulados referidos al carácter obligacional de los contratos fue dejada de lado en el actual Código de 1984; sin embargo, tal situación no debe llevarnos al equívoco de pensar que el legislador no contempló a la buena fe. Por el contrario, este principio ha sido desarrollado independientemente en el artículo 1362 del Código Civil, el cual preceptúa –entre otras cosas– que los contratos deben ejecutarse según las reglas de la buena fe.

En lo referente a la interpretación del contrato, se menciona que el Código Civil de 1852, al inspirarse en el Código Napoleónico, entendió que la actividad de interpretación debía de realizarse desde una posición voluntarista al buscarse indagar la real intención de los suscribientes; por ello, el artículo 1277 del mismo establece que para resolver las cláusulas dudosas de un contrato, debe investigarse cuál fue la intención de las partes al celebrarlo. En cuanto al texto de 1936, en la praxis se omitió referirse de forma expresa a la interpretación del contrato o acto jurídico, al aducir que las reglas de interpretación eran muy variadas dejando esta labor hermenéutica en ultima ratio al operador judicial, quienes utilizarían para ello su experiencia, lógica y los hechos realizados; sin embargo, luego de la entrada en vigencia del Código, según Vidal Ramírez (2011), citando al profesor Ángel Gustavo Cornejo, “(…) la doctrina nacional encontró en el artículo 1328, instalado en las disposiciones generales de los contratos, una norma de interpretación en cuanto postulaba que los contratos son obligatorios en cuanto se haya expresado en ellos, y deben ejecutarse según las reglas de la buena fe y común intención de las partes. Ángel Gustavo Cornejo (…) consideró que el artículo 1328 atemperaba el absolutismo de la teoría de la voluntad (…)” (p. 343).

El actual Código Civil de 1984 contiene una serie de disposiciones de interpretación recogidas en el libro segundo del negocio jurídico (que, como bien fue explicado en la parte inicial de este trabajo, son plenamente aplicables al derecho de los contratos), a saber: los artículos 168, 169 y 170 del Código Civil; siendo importante recalcar para el presente caso el primero de ellos, que dispone que el acto jurídico debe ser interpretado de acuerdo con lo que se haya expresado en él y según el principio de la buena fe.

VI. La buena fe en la interpretación y ejecución contractual

Desde ya sabemos la importancia que despliega la autonomía privada en la formación del contrato; sin embargo, además de los límites que sobre el particular se le imponen según lo desarrollado en los acápites precedentes, también está subordinada a la exigencia de justicia y de buena fe que debe regir la vida contractual desde el inicio de las tratativas inclusive; esto ha sido reconocido de forma expresa por el actual Código Civil argentino de 2015. Por temas de especialidad y ya con la antesala de la normativa comparada antes enunciada, nos ocuparemos de forma breve solo de desarrollar las razones de la importancia de la buena fe en la interpretación y ejecución de los contratos.

Por un tema de prelación hablaremos primero sobre la buena fe en la interpretación de los contratos y, de forma posterior, sobre cómo se debe aplicar este principio en la etapa de ejecución contractual, debiendo considerarse la necesaria relación y dependencia que existen entre ambos estadios. En efecto, en primer lugar, es necesario poder entender qué es lo que buscaron ambas partes en la celebración del contrato, determinar el alcance de los pactos asumidos, para, a partir de allí, establecer la forma de cómo deben ejecutarse estos; y, estando a que la normatividad expuesta en el ítem precedente exige como una regla en la actividad hermenéutica que esta se realice según la buena fe con la finalidad de poder descubrir el significado que más se ajusta a la naturaleza del contrato y a la equidad con el fin de entender los acuerdos, es necesario nutrirse no solo de lo señalado de forma expresa en el texto (interpretación textual), sino también, de otras circunstancias, como lo son el comportamiento desplegado por los celebrantes del contrato (interpretación extratextual) que nos permitan comprender el fin buscado por las partes. Sin embargo, cuando a pesar de ello no se pueda resolver esta situación, se pretenderá entender lo que realmente quisieron las partes al celebrar el contrato.

En efecto, nuestro Código contiene un sistema mixto de interpretación, donde, en primer lugar, se busca analizar lo declarado de forma textual o extratextual, vale decir un criterio de interpretación objetivo donde prima la voluntad declarada sobre la voluntad interna; y, en segundo término, en el hipotético caso de que el contrato no haya quedado del todo claro luego del texto literal y/o extraliteral, se aplicará un método de interpretación subjetivo, buscando entender la voluntad interna de los celebrantes y determinar lo que realmente quisieron. Allí se encuentran los métodos de interpretación sistemático, finalista y, claro está, también el de la buena fe; sistemas de interpretación objetivo y subjetivo que se encuentran recogidos en nuestra normatividad, por un lado, en la primera parte del artículo 168 del Código Civil y, por otro lado, en la parte final del citado artículo 168 y en los artículos 169 y 170 del mencionado cuerpo legal, respectivamente.

En lo que respecto a la interpretación de buena fe: “(…) se busca hacer prevalecer el sentido o alcance de las palabras dado por una persona correcta y proba, según un proceder diligente y con formación media. Las palabras se interpretan de distintas formas y lo concreto que cuando se señala que se debe interpretar de buena fe, es que se exige una conducta a la hora de interpretar. No se alude a un contenido preestablecido, sino que se debe interpretar lo dicho por las partes en el entendido que actuaron con lealtad y con corrección” (Ordoqui Castilla, 2015, p. 288). Es importante subrayar que la imposición de la conducta modélica de la buena fe objetiva no está referida al proceder desplegado por el agente intérprete, sino que está asociada al comportamiento que, a juicio del intérprete, debieron desplegar las partes al fijar los acuerdos contractuales, buscando en la medida de lo posible hacerlo sobre la base del principio de equilibrio económico o también llamado principio de equilibrio de las prestaciones; así es, presupone asumir que estos procedieron con un comportamiento leal para entender los recíprocos deberes y en hacer valer sus derechos, con un criterio objetivo de lo que el hombre promedio entiende por lealtad, buscando que ninguno de estos obtenga un provecho mayor del otro. El principio de buen obrar, si bien es cierto tiene como destinatarios a los sujetos partícipes del contrato, este también sirve como un módulo a ser considerado por quien deba valorar este comportamiento. En principio se afirma que tal labor será realizada únicamente por el órgano jurisdiccional (juez o árbitro); sin embargo, considero que la interpretación no está reservada únicamente a ellos, o incluso a los abogados litigantes, sino también a las propias partes celebrantes de un contrato[6]. Pero qué duda cabe que, por un nivel de importancia final, la interpretación realizada por el órgano jurisdiccional en cualquiera de sus manifestaciones es la que realmente importará para dar solución a cualquier divergencia contractual.

Entendiendo que el contrato debe ser interpretado bajo los parámetros de la buena fe antes reseñados, es forzoso colegir que su ejecución deberá seguir el mismo sentido, dado que el deber de proceder de buena fe, lógicamente también se extiende a la ejecución del contrato, amén de lo señalado de forma taxativa en el artículo 1362 del Código Civil. Manuel de la Puente (1991), comentando las reglas de la buena fe que deben presidir la ejecución de los contratos, expresa que “el deber de ejecutar de buena fe tiene como contenido esencial el que se actúe lealmente a fin de que las prestaciones a cargo de una parte se cumplan de la manera que resulte más beneficiosas para la contraparte, aunque, desde luego, ello no imponga a la parte sacrificios desmedidos. Se crea así entre deudor y acreedor un deber de colaboración mutua para alcanzar la finalidad buscada de la manera que convenga mejor a los recíprocos intereses de ambos, sin desnaturalizar, desde luego, lo estipulado en el contrato” (pp. 85 y 86).

A pesar del intrínseco deber que tienen las partes de poner al alcance de la otra toda la información relativa al contrato, a fin de proporcionar la data necesaria que motive la aceptación o no de celebrar el mismo, no es alejado a la práctica que en el devenir de la ejecución contractual se puedan presentar obligaciones secundarias no previstas inicialmente por las partes, en cuyo caso la ejecución de estas “obligaciones accesorias” deberá ser analizada a partir de las reglas de la buena fe y equidad, atendiendo a los usos y prácticas comerciales aplicables al tiempo y lugar de celebración del contrato. Dicho de otra manera, si bien es cierto es un principio contractual el cumplimiento de los contratos y, por tal motivo, el deudor debe cumplir; no es menos cierto que el acreedor no puede pedir más que lo que se armonice con la equidad y la buena fe, atendiendo a las circunstancias del caso, a las particularidades de persona, tiempo, lugar y al tipo de contrato celebrado.

VII. Casos prácticos. Interrogantes y respuestas

Siempre fui un convencido de que el uso de la casuística constituye una de las más importantes herramientas con las que cuentan los estudiosos del mundo del Derecho (y los que como yo pretendemos serlo) para analizar un determinado tema. Es aterrizar si cabe el términolas instituciones jurídicas y sus continuas abstracciones (y, a veces, contradicciones), al mundo práctico. Y es a partir de dicha comprobación que puede ponderarse la eficacia de una institución jurídica, proclamando con ello su permanencia en el ordenamiento jurídico o, a contrario sensu, su modificatoria o supresión. En las próximas líneas mencionaremos un par de escenarios fácticos, pasando a analizar a juicio del autor cómo las controversias allí generadas podrían ser resueltas en la vía arbitral y judicial aplicando la figura jurídica materia de análisis.

1. Caso arbitral

a) El primer caso a tratar está vinculado a un caso ficticio arbitral que fue propuesto en el Torneo Nacional de Arbitraje organizado por APTA Perú y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en el cual tuve el inmenso gusto de participar como jurado. El caso sustantivo planteado estaba relacionado con un contrato de concesión celebrado entre un consorcio y un gobierno regional. Por el citado acuerdo, el primero de los nombrados se comprometía a construir una hidrovía, ejecución que incluía además determinadas obras para garantizar la profundidad y ancho del corredor fluvial río Itaya - río Amazonas, así como construir muelles, amarraderos, faros fluviales y otras instalaciones. Todas estas actividades fueron detalladas en las bases y los expedientes técnicos de la licitación, mientras que la entidad se obligaba a entregar los bienes y condiciones necesarias para la ejecución del proyecto, pactándose además en el contrato que, al momento de su celebración, los bienes de la concesión debían ser suficientes y necesarios para que el consorcio pueda honrar con sus obligaciones.

b) Determinadas las obligaciones que se pactaron, debe mencionarse que la controversia se suscitó cuando el consorcio decidió construir un relleno temporal de materiales dentro del territorio de una comunidad nativa, para lo cual firmó con ellos un contrato de usufructo por el plazo de dos años, conviniéndose además que luego de un año la administración de dicho relleno estaría a cargo de la comunidad, quien a su vez se lo arrendaría al consorcio. El caso es que una nueva directiva comunal desconoció los mencionados extremos del acuerdo, al considerar que para ello se omitió realizar el procedimiento de consulta previa.

c) El acontecimiento en mención le fue comunicado a la entidad, advirtiéndole además la suspensión de las actividades de la obra, dado que para continuar era imprescindible contar con un relleno de materiales; motivo por el cual le requería el pago de gastos adicionales, invocando la ocurrencia de un evento de fuerza mayor previsto como causal justificante en el contrato. Peticionó, además, que se encargue de gestionar la obtención de terrenos donde poder desarrollar un nuevo relleno, requerimientos estos que fueron precisamente los requeridos en la solicitud arbitral.

d) Este pedido fue respondido en sentido negativo por la entidad, señalando que el realizar el contrato de usufructo sin realizar el procedimiento de consulta previa es un riesgo que el consorcio asumió a título personal, el cual no le puede ser trasladado. Por otro lado, refirió que la construcción del relleno temporal de materiales no formaba parte del contrato de consorcio, que no cuestionó ello al revisar el expediente técnico que le fue puesto en conocimiento, ni lo tuvo presente al momento de formular su propuesta económica para incrementar el valor de la obra y que, en todo caso, si durante la ejecución, el contratista consideró la necesidad de contar con un relleno, pudo haber tomado los servicios de otros rellenos de la zona asumiendo los costos, antes de asumir un riesgo que genera el incumplimiento contractual.

e) Ante dicha negativa, y luego de presentada la demanda arbitral, la mencionada entidad en su contestación de demanda reitera la línea argumentativa antes mencionada; pero el dato a resaltar es que, entre su instrumental, aparejó la postura de los consultores de incluir en los estudios de ingeniería la incorporación de un relleno de materiales, pues no existían depósitos o rellenos en la región ni había condiciones para construir uno por operadores privados en el mediano plazo. También aparece la respuesta de la entidad, dando su conformidad con dicha incorporación, pues ello había sido previsto para otros corredores fluviales. Igualmente, en ese informe se desarrollaba la postura de los consultores de realizar necesariamente la consulta previa.

2. Caso judicial

a) Ya en tiempos de pandemia, dos partes deciden celebrar un contrato de arrendamiento, mediante el cual el propietario o arrendador da en uso determinado inmueble para uso de vivienda y, en contraprestación de ello, el arrendatario se compromete a pagar una merced conductiva mensual de doce mil nuevos soles que debían ser cancelados de forma adelantada, sin necesidad de requerimiento ni cobranza previa; pactándose en el contrato un plazo de duración forzoso de un año, cumplida dicha fecha y sin haber mediado carta notarial de renovación expresa, el arrendatario debía –de forma automática– cumplir con devolver el inmueble sin más deterioro que el producido por el uso diligente del mismo.

b) El citado contrato contenía una serie de cláusulas adicionales, como lo son la de prórroga de la competencia territorial, cláusula penal, etc.; empero, a efectos de resolver el presente caso, solo cabe subrayar el trámite previsto para la resolución contractual. En efecto, se pactó una cláusula resolutoria expresa, por lo cual para que opere la resolución era necesario la comunicación notarial al obligado, comunicándole la configuración de uno o algunos de los motivos tasados para tal finalidad; a saber: i) Darle una finalidad distinta a la prevista en el contrato; ii) El incumplimiento de las cuotas de mantenimiento superior a dos meses; y, iii) El incumplimiento de dos cuotas alternativas o consecutivas de la merced conductiva. Y, en todos los casos de resolución, la consecuencia era la misma: la entrega inmediata del predio dentro del décimo día de notificada la carta.

c) Es el caso que el arrendador era una persona dedicada a la importación de partes y accesorios de vehículos tractores, carga pesada, volquetes ensamblados y fabricados en Rio de Janeiro, Brasil, los mismos que eran comercializados a nivel nacional, y justamente, como parte de un contrato privado, debía de hacer llegar la mercadería en la fecha pactada, recibiendo por ello una importante contraprestación entregada que fuere la misma el veinte de marzo último; caso contrario se le podrían aplicar penalidades o inclusive resolución contractual. Sucede que finalmente la mercadería nunca pudo entregarse en suelo nacional, dado que el Estado peruano, por Resolución Ministerial N° 2016-2021-MTC, dictada en el marco del estado de pandemia, suspendió los vuelos provenientes de Brasil desde el quince hasta el treinta y uno de marzo del año en curso.

d) Este impase no solo generó un perjuicio en la credibilidad del empresario a título personal, sino además un serio desmedro económico al tener que asumir las penalidades impuestas por el retraso y las consecuencias del no pago por la resolución contractual que finalmente sufrió por la entrega de la mercadería. Igualmente padeció una falta de liquidez económica que le impidió cumplir con el pago de la merced conductiva del inmueble donde vive correspondiente a los meses de febrero y marzo; habiéndole ya el arrendador comunicado su decisión de resolver el contrato por encontrarse incurso en causal de resolución contractual, misiva notarial en la cual también se le exigió la devolución del predio, bajo apercibimiento de iniciar el proceso judicial respectivo.

e) En sede judicial, el demandante sostiene que su pretensión se encuentre plenamente justificada y acreditada, y que, en virtud del principio de obligatoriedad de los contratos, el demandado debe además de cumplir con pagar la deuda de alquiler, devolver el predio al haber configurado de manera expresa una causal de resolución contractual, lo cual no ha sido cuestionado por el demandado luego de la comunicación de la carta, y, en todo caso, el amparo del artículo 1229, tiene la carga de la prueba del pago. A su turno, el arrendador menciona que tuvo la intención de cumplir con la obligación y poder fraccionar la misma pero que no fue aceptado, aduciendo que su incumplimiento se debió al haberse configurado un evento extraordinario imprevisible e irresistible como lo es la no cancelación económica de un contrato, motivado por una medida dictada por el gobierno, siendo que con dicho dinero habría cancelado los alquileres.

3. Respecto del caso arbitral

Pues bien, analizando el primer caso propuesto, se aprecia que inicialmente ya existe una seria contradicción en los términos y compromisos asumidas por las partes en el contrato de concesión (lo cual será explicado más adelante) y es, a partir de la misma, que el órgano jurisdiccional deberá realizar una prolija actividad hermenéutica, aplicando las teorías y principios detallados en los ítems precedentes que componen este trabajo.

Nos explicamos. A la luz de la información antes detallada, constituye un hecho incontrovertible que, para la ejecución o desarrollo de la obra, era necesario que el contratista cuente necesariamente con un relleno, lugar en el cual además de poder custodiarse los materiales, se podría aparcar la maquinaria utilizada. El prenotado relleno, a juicio de la entidad, no era parte integrante del contrato; afirmación que se corroboraría con el hecho de que en el contrato se reconoció de forma expresa que, al momento de la celebración los bienes de la concesión, eran suficientes y necesarios para que el consorcio pueda honrar con sus obligaciones. Al ser ello así, la entidad no tendría que verse perjudicada con el retraso que generaba el no contar con el prenotado relleno construido por el contratista. Hasta aquí, si se realiza una interpretación literal del contrato, podríamos llegar a concluir –aunque de manera errada– que tal afirmación es cierta, motivo por el cual la demanda debería ser desestimada. Empero, como anteriormente se señaló, la interpretación textual es el punto de partida, el primer eslabón en esta cadena de interpretación, de manera tal que el contrato también debe ser analizado utilizando otros métodos de interpretación, como lo son el sistemático y el basado en el principio de buena fe.

Efectivamente, mediante el método sistemático, que nos obliga a entender el contrato como una unidad, proscribiendo el análisis alejado de las cláusulas, sino que estas se interpretan unas por medio de otras, valiéndose inclusive de otros contratos asociados para establecer lo realmente querido, podríamos llegar a establecer que no resulta ser tan cierto que para desarrollar esta obra no se había considerado incorporar la construcción de un relleno, ni que tal situación sea ajena a dicha parte. Así, pues, si recordamos los datos brindados, de la propia documentación presentada por la entidad se aparejó un informe que incluía los estudios de ingeniería sobre la incorporación de un relleno de materiales, dado que estos no existían cerca donde se realizaría la obra. Además, la propia entidad había dado su conformidad, pues ello había sido previsto para otros corredores fluviales; existiendo en el propio contrato la obligación de esta parte de proporcionar los bienes y condiciones necesarias para la ejecución del proyecto, entiéndase relleno.

En esa secuencia lógica de ideas, se llega a colegir que, si bien es cierto existe una actitud por demás poco diligente del contratista, dado que a pesar de que tuvo a disposición el expediente técnico no formuló reparo alguno al no advertir que en el acuerdo no se previó la construcción de un relleno, también lo es que ese hecho no llega a soslayar la falta de probidad con la cual se condujo la entidad al incumplir el principio de buena fe objetiva, dado que, de una forma contraria a la lealtad, omitió el deber intrínseco de poner al alcance del consorcio toda la información relativa al contrato, para que este la evalúe y, de ser el caso, decida aceptar la propuesta económica o no ofertada en el contrato. Es decir, a pesar de que la entidad había aceptado anteriormente la necesidad de contar con este relleno, no se lo informó, aun cuando la construcción de este ya era un práctica de uso en la construcción de obras similares, motivo por el cual el contrato debió ser integrado exigiéndole a la entidad incorpore este ítem como parte integrante del contrato; situación que debía ser analizada por el tribunal arbitral al momento de regular la suma de dinero reclamada en el proceso y la obligación que tiene el gobierno regional de proporcionar un terreno para tal finalidad.

4. Respecto del caso judicial

En cuanto al segundo caso, nos encontramos ante el típico supuesto del incumplimiento del contrato de alquiler por temas del COVID-19, el cual será evaluado en virtud de las instituciones desarrolladas en este trabajo de investigación. Entonces, de la información allí señalada tenemos la existencia de una relación contractual, a saber, un contrato de arrendamiento. En atención a ello, debemos traer a colación dicha figura contractual que se encuentra regulada en el Título VII de Libro VII del Código Civil referido a los contratos nominados, señalándose en el artículo 1666 del prenotado cuerpo legal que el arrendador se obliga a ceder temporalmente al arrendatario el uso de un bien por cierta renta convenida; es decir, nos encontramos frente a un contrato bilateral de prestaciones recíprocas. Tenemos, por un lado, la obligación del arrendador de ceder temporalmente el uso de un bien y, por el otro lado, la obligación del arrendatario de pagar el monto de la renta convenida. Siendo una obviedad concluir que el arrendador cederá el uso del bien, en tanto y en cuanto se le pague los arriendos conforme lo pactado; caso contrario la obligación de entregar el bien cesará, pudiendo solicitar no solo el pago de los arriendos incumplidos, sino también la restitución del predio, ergo demandar el desalojo.

Aquí podríamos concluir, a priori, que el arrendador en virtud de uno de los pilares sobre el que descansa la teoría contractual, como lo es el principio de obligatoriedad de los contratos, debe cumplir –entre otras cosas– con el pago oportuno de las cuotas de alquiler y aceptar desde ya las consecuencias que podría generar su incumplimiento, como lo sería la resolución contractual y la entrega inmediata del bien. En el presente caso, si bien advertimos que el arrendador se encontraría dentro del supuesto gatillador que habilitaría a la resolución contractual y, por lógica consecuencia, la entrega del bien inmueble, empero, considero que dicha salida no sería la más adecuada dado el contexto en el cual se suscita el incumplimiento, al desarrollarse dentro de los supuestos excepcionales generados por la pandemia. Y ello es así no porque dicha parte pueda apelar a la figura de la excepción de incumplimiento, a que se contrae el artículo 1426 del Código Civil, que faculta a una de las partes a suspender el cumplimiento de la prestación a su cargo hasta que su contraparte no cumpla con la suya, dado que quien está en incumplimiento es el propio deudor, el cual no puede exigir a la otra que sí cumpla con su parte del acuerdo, ya que es lógico que quien nada da no tiene derecho a exigir nada. Tampoco se daría el supuesto de la excesiva onerosidad de la prestación, pues se descarta la teoría de la imprevisión, porque si bien podría señalarse que el incumplimiento de pago se generó por un hecho extraordinario o imprevisible no imputable a ninguna de las partes, no se cumple el requisito que el cumplimiento de su prestación resulte ahora ser más onerosa, más costosa, más cara, dado que el precio del alquiler sigue siendo el mismo.

Más bien considero que, en virtud del principio de la buena fe, que es aplicable también a la parte acreedora de una relación jurídica obligacional, esta no puede, dado el contexto propuesto, esperar razonablemente que el acreedor esté en las condiciones de cumplir la prestación como se tenía previsto, dado que el contexto en el cual expresó esa voluntad ahora es manifiestamente distinto. En razón a ello estimo que los términos inicialmente pactados podrían sufrir leves modificatorias en tanto y en cuanto no melle de manera significativa los intereses del acreedor; vale decir, es indudable que los contratos deben ser cumplidos, pero también lo es que ello será legítimamente exigible en la medida en que el cumplimiento de lo ejecutado lo sea dentro del marco de la buena fe y la equidad. Este axioma podría verse traducido, para los efectos del ejemplo propuesto, en la tesis italiana de la integración contractual que exige la colaboración y solidaridad de ambas partes (sin llegar al extremo garantista del sistema francés), por lo que deduzco que sería viable que las partes, en atención al empoderamiento brindado por la autonomía privada, puedan, sin la necesidad de la intervención estatal, regular y solucionar las controversias, a través de la figura de la renegociación, por la cual se ocupen del reconocimiento de la deuda atrasada y su forma de pago en procura de la continuación del contrato. Sería mucho menos perjudicial esta solución que enfrascarse en un litigio jurisdiccional, por la cantidad de dinero y tiempo invertidos, de manera tal que en un mundo ideal la autocomposición se abriría paso como un método eficaz; pero al estar lejos este mundo ideal al escenario práctico, lo más seguro es que se llegará a un juicio, por esta razón la figura de la buena fe, al constituir un eslabón dentro de toda esta cadena de la justicia del derecho, debe ser un concepto claro y sólido por los operadores de justicia y sus auxiliares, y mi mayor afán es que estas líneas puedan constituir un grano de arena que contribuya a tal propósito.

Conclusiones

- Siempre que hablamos de la buena fe, asociamos principios del día a día, como lo son la rectitud, honradez, y confianza. Conceptos todos que han sido incorporados al mundo jurídico, dado que este axioma en buena cuenta constituye un principio de la vida misma que fue incorporado al mundo jurídico de manera transversal en diversas instituciones, y que cobra especial relevancia en el Derecho de los contratos, aplicación que se presenta en todas las etapas donde se desarrolla; a saber, negociación, celebración, interpretación y ejecución. Al ser ello así, debe ser una herramienta práctica a tener en cuenta, tanto por las partes intervinientes del contrato, como por quienes deben resolver controversias que de allí se deriven, como lo son los jueces y árbitros.

- Sin duda, la figura del contrato tiene una enorme relevancia en el desarrollo económico de un país, toda vez que es el medio que se utiliza para las distintas operaciones comerciales que mueven el mundo, razón por la cual ha merecido singular atención en todos los ordenamientos civiles del globo. En nuestro caso, los códigos civiles de 1852, 1936 y el vigente de 1984, siempre tuvieron presente al derecho de los contratos, resaltando su obligatoriedad como uno de sus principales componentes; pero también en todos estos cuerpos legales nacionales e internacionales se estableció que este cumplimiento debía estar siempre dentro del marco de la equidad y la buena fe.

- Un importante sector de la doctrina sostiene que la buena fe comporta una de las aristas del derecho que mayor complejidad requiere en su estudio, dado que esta figura posee un gran número de definiciones debido al tiempo de antigüedad con el que cuenta. Tengamos en consideración que la buena fe se remonta al Derecho Romano bajo la figura de la fides, y ya desde dichos tiempos se le vinculaba íntimamente con el principio de honradez, confianza, probidad, y era criterio a tomar en cuenta en las relacionas jurídicas obligacionales.

- Las teorías de la buena fe que han tenido mayor desarrollo en la academia y jurisprudencia son la subjetiva y objetiva. La primera de ellas, llamada también buena fe creencia, se funda en la convicción razonada y coherente de que se procede correctamente o conforme a Derecho, cuando en realidad ello no es así; pero será protegida por el Derecho solo en los casos que razonablemente merezcan. Este tipo de buena fe se encuentra principalmente asociado al campo de los derechos reales y, en particular, en lo regulado por el artículo 950 del Código Civil; pero también en los efectos civiles generados respecto de los cónyuges e hijos por un matrimonio inválido celebrado de buena fe, recogido en el artículo 284 del prenotado cuerpo legal, entre otros escenarios más.

- Por su vertiente objetiva, la buena fe exige como regla de conducta en todo el iter contractual de un comportamiento fiel o legal. Se busca la probidad, lealtad y cooperación de los sujetos intervinientes del contrato, procurando con este ánimo de justicia de la institución de que ninguna de las partes se aproveche de la otra, dada su debilidad en la relación jurídica o el desconocimiento de algún hecho. Este principio debe ser también exigido a la parte acreedora de una relación contractual, dado que esta debe ejercitar su derecho bajo los parámetros de la confianza depositada por la otra parte y de una consideración altruista, siempre y cuando ello no importe una amenaza de perjuicio significativo al acreedor.

- En virtud del principio de colaboración y solidaridad, las partes podrían, por motivos puntuales, apelando a su autonomía privada, llegar a nuevos acuerdos en procura del resguardo de sus intereses de ambas, dado que podrían suscitarse situaciones no previstas al momento de la celebración del contrato que generen obligaciones adicionales de ambas. Además, el órgano jurisdiccional debe tener presente la aplicación del principio de la buena fe al momento de interpretar un contrato, estableciendo en virtud del mencionado principio prima facie lo que las partes efectivamente pactaron, para luego poder definir lo que es materia de obligación y cómo debe ser cumplido.

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* Abogado, con estudios de posgrado en Derecho Civil en la Universidad de San Martín de Porres. Director académico del Instituto de Derecho Privado (IDEPRIV). Socio fundador del Centro de Estudios de Derecho Arbitral Peruano (CEDAP). Director del Área de Arbitraje del Instituto Jurídico Fundamentos. Asistente de juez superior en la Primera Sala Civil Subespecialidad Comercial de Lima. Miembro del Programa de Sistematización de la Jurisprudencia de Sentencias de Anulación de Laudo Arbitral del Poder Judicial.



[1] Es decir, para la construcción del negocio jurídico, no solo es suficiente la existencia de la autonomía privada representada en la declaración de voluntad, sino que es imprescindible que los acuerdos arribados tengan un fin lícito, y recién a partir de allí el ordenamiento jurídico reconocerá la existencia del negocio y le brindará la tutela jurídica para los efectos que este despliegue. El fin lícito (la finalidad lícita) constituye un elemento esencial o requisito de validez contemplado en el artículo 140.3 de nuestro actual Código Civil, que exige que los acuerdos adoptados no sean contrarios a las normas de orden público y las buenas costumbres.

[2] Justamente es esa confianza de que la otra parte cumplirá con su parte del trato, lo que anima a una parte a celebrar determinado contrato, toda vez que en ausencia de alguna garantía que le permita inferir que el pacto celebrado va a cumplirse de forma espontánea o vía judicial, dudo mucho de que una parte se anime a celebrar contratos. Como lo informa la doctrina toda restricción a la fuerza obligatoria del contrato disminuye la confianza del acreedor y perjudica el crédito del cual dependen numerosas operaciones de una utilidad social incontestable.

[3] Este cumplimiento también es asociado a la palabra pago, pretendiendo utilizarse como sinónimos; esta cancelación no solo es importante para los intereses del acreedor, sino también el deudor porque tiene eficacia liberatoria para él.

[4] Recordemos que una gran cantidad de contratos en la vida real son incumplidos, a manera de dato según la encuesta realizada en la Revista “El Barómetro” ocupamos el penúltimo lugar de América Latina, respecto a la percepción del cumplimiento de contratos.

[5] Información recogida a través del portal web de la RAE del siguiente enlace: https://dle.rae.es/fe#AlvDDm2

[6] En efecto, esta actividad en la praxis es necesaria incluso cuando no existe ambigüedad o carencia de términos, como por ejemplo cuando las propias partes analizan del contrato el despliegue de su prestación, en su calidad de acreedor o deudor, respectivamente.


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