Coleccion: Gaceta Civil - Tomo 87 - Articulo Numero 3 - Mes-Ano: 9_2020Gaceta Civil_87_3_9_2020

Réquiem por la fe pública registral*

Rolando A. ACOSTA SÁNCHEZ**

RESUMEN

El autor realiza un análisis crítico sobre la interpretación de la fe pública registral que ha hecho el Tribunal Constitucional a través de la STC N° 018-2015-PI/TC, en la que rechazó una demanda de inconstitucionalidad contra la Ley N° 30313 (que modificó el artículo 2014 del Código Civil). Al respecto, el autor considera que la fe pública registral es una categoría perteneciente a la legalidad ordinaria cuyos linderos deben ser definidos por la jurisdicción civil, por lo que poco (o nada) debía decidir el Tribunal Constitucional. Además, afirma que si los privados no podemos confiar en los derechos que el Registro publicita y debemos corroborar su contenido mediante un hecho harto engañoso como es la posesión, entonces la calificación e inscripción registrales constituyen simples ritos sin valor jurídico real, privados de certeza, que encarecen la contratación inmobiliaria y generan inseguridad jurídica.

MARCO NORMATIVO

Código Civil: arts. 912, 914, 949, 952, 2013, 2014 y 2021.

PALABRAS CLAVE: Buena fe registral / Tercero de buena fe / Propiedad / Publicidad registral / Posesión / Falsificación de títulos / Suplantación de identidad

Recibido : 15/09/2020

Aprobado : 23/09/2020

Introducción

Mediante la STC N° 018-2015-PI/TC, el Tribunal Constitucional, con motivo de decidir la demanda de inconstitucionalidad contra algunos textos de la Ley N° 30313, definió el contenido material de la buena fe registral gobernada por el artículo 2014 del Código Civil, que resultaría no solo de la ignorancia del tercero acerca de los vicios de invalidez o ineficacia que aquejan al título o derecho de su transferente, sino de una conducta diligente del mismo tercero, consistente en la indagación que ese tercero debe emprender para conocer la “verdadera” situación jurídica del bien, a través de la posesión ejercida sobre este. Para tal efecto, el Alto Tribunal arguyó la relación del asunto decidido con el principio de seguridad jurídica y el derecho fundamental a la propiedad, ambos reconocidos en la Constitución de 1993.

“Las más de las voces autorizadas no han formulado reparo alguno a estas consideraciones y hasta las han celebrado. Las menos han criticado el escaso tecnicismo y profundidad del análisis y de las razones esgrimidas” (Mendoza, 2020, p. 19). “Y de las incongruencias del ordenamiento registral” (Ortiz, p. 83 y ss.). Nosotros entendemos que la fe pública registral, si bien relacionada con valores especialmente caros para la sociedad y reconocidos constitucionalmente (seguridad jurídica, tutela del tráfico lícito de bienes, etc.), es una categoría perteneciente a la legalidad ordinaria cuyos linderos deben ser definidos por la jurisdicción civil, por lo que poco (o nada) debía decidir el Tribunal Constitucional.

De otro lado, y en lo tocante a los perfiles materiales de la buena fe registral, estimamos que no pudieron ser más inapropiados los fijados en la sentencia examinada. Primeramente, porque casan muy mal con la doctrina predominante y con el propio ordenamiento civil peruano, según los cuales, y en línea de principio, la buena fe registral importa solamente que el tercero que la invoca desconoce situaciones jurídicas no inscritas que afectan la validez o la eficacia del título de su transferente, y que la posesión, por ser un signo equívoco de recognoscibilidad de titularidades, no puede servir –como regla general– ni siquiera de indicio de mala fe (por ello la posesión no se inscribe y no hace presumir ni propiedad ni buena fe, conforme a los artículos 2021, 912 y 914 del Código Civil). Y, en segundo lugar (y, creemos, esto es lo más reprochable), les impone a los privados unos contradictorios y angustiosos deberes de diligencia y de examen de la posesión, de por sí equívoca, a riesgo de la incerteza o del error en que el privado puede incurrir, y de la correlativa pérdida de su derecho, por muy “diligente” que haya sido.

El resultado de ello, nos parece, es preocupante, por decir lo menos. Si los privados no podemos confiar en los derechos que el Registro publicita y debemos corroborar su contenido mediante un hecho harto engañoso como es la posesión, entonces la calificación e inscripción registrales constituyen simples ritos sin valor jurídico real, privados de certeza, que encarecen la contratación inmobiliaria y generan inseguridad jurídica.

I. Lo desaconsejable del pronunciamiento del Tribunal Constitucional

Que los tribunales constitucionales puedan decidir de todo y sobre todo ha sido justificada en la doctrina de la eficacia absoluta (vertical y horizontal) de los derechos fundamentales (la llamada Drittwirkung): como estos atraviesan todo el ordenamiento legal, no existe ningún ámbito jurídico que escape al carácter expansivo del Derecho Constitucional, y todo conflicto jurídico es reconducible a una o más normas constitucionales. Ello explicaría que el Tribunal Constitucional haya decidido cuestiones tan disímiles y técnicas, propias de la ley ordinaria (que arbitra vías específicas de tutela), como la invalidez del acuerdo de una asamblea de asociados que sancionó con expulsión a uno de estos porque se afectó su derecho constitucional de defensa (STC N° 01017-2012-PA/TC), o la inaplicación de la prioridad registral para decidir la duplicidad de partidas registrales abiertas para un mismo predio porque afecta el derecho de igualdad de los titulares inscritos (STC N° 642-2002-PA/TC), entre otras.

Los derechos fundamentales son mandatos dirigidos al poder público con una doble vertiente: para que dicho poder no afecte o interfiera en la esfera de los privados y para que regule, a través de leyes, las relaciones jurídicas entre esos particulares de forma que queden garantizados los derechos fundamentales y se evite que un particular pueda lesionar el interés de otro. Este segundo mandato reconoce que es la ley ordinaria la llamada a perfilar las condiciones para que se desarrollen dichas relaciones privadas, y fijar el nivel de protección para sus respectivos derechos. (Alfaro, 2015)

Para el caso de la buena fe registral, la protección del derecho constitucional de propiedad y la vigencia del principio de seguridad jurídicas fueron concretados cabalmente por el legislador en la regla del artículo 2014 del Código Civil, y competía a los jueces ordinarios –y no al Constitucional– advertir algún déficit normativo que hiciera necesaria su intervención.

Y es que, como bien ha dicho Flume (1998):

[l]os valores encarnados en la ley ni fueron “descubiertos” por la Constitución, ni requieren ser confirmados por esta. Así, para sancionar la invalidez de un negocio privado reñido con los valores constitucionales basta acudir al secular concepto civil de buenas costumbres (artículo V del Título Preliminar del Código Civil), y no “escalar” hasta alguna norma constitucional. (p. 47)

De ahí que entendamos por demás desaconsejable, por decir lo menos, que el Tribunal Constitucional se haya embarcado en definir una cuestión que el legislador ya tenía definida y, especialmente, que el resultado haya sido tan desacertado.

II. La publicidad registral: qué, para qué y –sobre todo– para quién

Por publicidad registral se entiende la exteriorización sostenida, ininterrumpida y con eficacia jurídica sustantiva de las situaciones jurídicas que atañen a ciertos bienes.

El Estado monopoliza tal actividad, y proclama dichas situaciones luego de un control previo acerca de la validez documental de los títulos que las revelan, y por ello lo publicado tiene carácter oficial. Lo publicado no es mera apariencia detrás de la cual exista una o más realidades jurídicas diferentes. (Pau, 2003, p. 24) “sino que es la realidad jurídica misma de los bienes, salvo que se pruebe lo contrario” (Nussbaum, 1929, p. 41).

La publicidad registral sirve para visibilizar los derechos reales y demás situaciones jurídicas de variada naturaleza (derechos personales, medidas cautelares, reglamentos internos, etc.) que, por definición, son abstractos y no tienen otra forma de ser apreciados en su existencia, pertenencia, causa y amplitud. En suma: es un instrumento para reconocer titularidades jurídicas sobre bienes.

La insuficiencia y la equivocidad de la posesión como signo de reconocimiento de derechos sobre inmuebles, y los elevados costes que ello reportaba para los privados que, por ejemplo, concertaban negocios traslativos del dominio con el poseedor que era solo inquilino o usufructuario, exigió del legislador el establecimiento de un mecanismo más perfecto que brindara la certeza y seguridad de las que carecía el hecho posesorio.

De esa forma, los particulares quedaban eximidos de realizar indagaciones costosas, agotadoras y muchas veces poco certeras acerca de la concreta situación jurídica de los bienes, pues esta venía publicada por el Estado (a través del Registro), y gozaba de una eficacia tal que aseguraba a los adquirentes la conservación de sus derechos (presunción de exactitud y validez, prioridad de rango, oponibilidad, fe pública). Se reducían así los costos de contratar, se incentivaban las transacciones con su correlativo efecto de generar riqueza y se concretaba la necesaria seguridad jurídica.

Como se infiere, el destinatario de lo publicado es el ciudadano. Son los privados los que requieren esa certeza y seguridad que brinda el Registro, y ello se concreta en diversas medidas encaminadas a que la información contenida en las partidas se presente lógicamente ordenada e inteligible (observancia del tracto sucesivo, expresión tabular de un resumen de los datos relevantes para los terceros, etc.), de tal forma que sea accesible y realmente útil para los interesados. Por esa misma razón es que el Estado se encarga de validar la legalidad documental de los títulos: los privados podrían hacerlo, pero a un costo desmesurado y, sobre todo, sin que alguien pueda asegurarles cabalmente el acierto de tal examen, lo que introduciría un elemento de inseguridad que podría elevar artificialmente el precio real de los bienes.

La publicidad registral satisface la necesidad de certeza y seguridad de los privados, y por ello tiene un especial valor jurídico y económico. Esta es (debería ser) la premisa que presida toda interpretación del ordenamiento legal respectivo. Empero, como veremos luego, existe una reprochable sintonía entre las acciones del legislador y de la jurisdicción que, olvidando a quién se debe la información tabular, se han encargado de desvalorizar esta última a tal punto que, hoy por hoy, tiene un valor residual, por no decir nulo.

III. ¿Qué es (qué debe ser) buena fe registral?

El artículo 2014 del Código Civil reza: “El tercero que de buena fe adquiere a título oneroso algún derecho de persona que en el registro aparece con facultades para otorgarlo, mantiene su adquisición una vez inscrito su derecho, aunque después se anule, rescinda, cancele o resuelva el del otorgante por virtud de causas que no consten en los asientos registrales y los títulos archivados que lo sustentan. La buena fe del tercero se presume mientras no se pruebe que conocía la inexactitud del registro”.

La respuesta debería encontrarse, sin mayor problema, en la dicción de dicho precepto: buena fe registral es desconocimiento de la inexactitud del folio registral: el tercero ignora que el derecho o situación jurídica, publicada como válida y eficaz por el Registro, es inválida o ineficaz. La buena fe registral es un concepto claramente intelectivo, porque se refiere al ámbito del entendimiento que el tercero tiene obtiene de lo publicado y, especialmente, de lo no publicado por el Registro: si este nada dice acerca de las causas de invalidez o ineficacia del derecho del transferente, entonces tiene buena fe y su derecho no resulta alcanzado por esos vicios, salvo que se prueba que los conocía cabalmente por mecanismos extrarregistrales.

La protección del tercero, entonces, no está condicionada a su conducta “diligente” consistente en verificar el contenido del Registro, mucho menos se le impone que emprenda averiguaciones de otra índole o en otros ámbitos. En suma: si el folio nada expresa acerca de la nulidad o ineficacia del derecho del enajenante, entonces el tercero adquirente tiene buena fe, aunque no haya consultado efectivamente el folio. Se le protege no como una suerte de premio por consultar y confiar en el Registro, sino por la objetiva inexpresividad de este acerca de la debilidad del título de su transferente.

“Por oposición, la mala fe será conocimiento cierto, pleno o cabal de la invalidez como consecuencia jurídica, esto es, no de meros hechos que generen simples dudas y/o que reclamen un juicio jurídico sobre su eficacia invalidante” (Jerez, 2005, pp. 53, 95 y 96). Pero la fuente de tal conocimiento no será, obviamente, el Registro.

IV. La buena fe registral en la doctrina del Tribunal Constitucional: ignorancia de la titularidad viciosa del enajenante más conducta diligente consistente en indagar en él la titularidad que justifica la posesión del bien más investigación acerca de las calidades personales del transferente

Si el propio texto del artículo 2014 del Código Civil resulta que la buena fe registral no consiste sino en un estado psicológico consistente en la ignorancia de la titularidad viciada del enajenante, parece bastante forzado integrar el concepto con una supuesta conducta diligente del adquirente, y establecer así una regla general según la cual ha de negarse buena fe registral al tercero ahí donde existan simples datos de hecho no concluyentes (posesión, anuncios en redes sociales, publicidad en medios de comunicación, misivas que se le remitan, etc.) con escaso o nulo valor probatorio de ese cumplido conocimiento que debe probarse para reprocharle mala fe al tercero.

A despecho de todo ello, el Tribunal Constitucional ha ensamblado un concepto de buena fe registral que entremezcla un poco de todo, sin que haya vislumbrado lo pernicioso del resultado. Fracasa en su intento de circunscribirlo a los casos de falsificación documental y suplantación de identidad del legítimo propietario, pues para construir tal concepto se apoya en criterios jurisprudenciales que la Corte Suprema ha utilizado regularmente para decidir casos en los que no mediaban tales situaciones delictivas, con lo cual la idea “constitucional” de buena fe registral resulta con un alcance general.

En tesis del Tribunal Constitucional, la buena fe registral es el resultado de examinar, además de los asientos (esos que, como ya destacamos, contienen resumidamente los datos cruciales para que el tercero pueda utilizarlos y decidir con seguridad al momento de contratar: el derecho a adquirir, su pertenencia a determinado sujeto, su causa y su amplitud), los títulos archivados (ya examinados positivamente por un perito jurídico –el Registrador– en representación del Estado), el título que pueda exhibir el poseedor del bien que le interesa adquirir (establecer con grado de certeza si posee como dueño o en otro concepto), y las calidades personales del enajenante (investigar si es el verdadero dueño ex artículo 66.3 del Decreto Supremo N° 017-2019-JUS, para lo cual tendría que echar mano a múltiples fuentes de información: repositorios, portales de noticias, redes sociales, prensa escrita o radial o televisiva, etc.).

¿Con qué elementos de juicio puede el ciudadano de a pie (destinatario de la información registrada) emprender un examen solvente de tales informaciones y que le reporte un resultado certero y confiable? ¿Cómo se puede justificar que se coloque en cabeza de quienes carece de conocimientos jurídicos un análisis de esa naturaleza cuando, precisamente, el legislador le eximió de indagaciones tales al proporcionarle un mecanismo simple y concluyente –la publicidad registral– para que identifique con certeza la existencia y amplitud de titularidades jurídicas sobre bienes? ¿Qué valor jurídico o económico tiene la situación jurídica publicada por el Registro, presumida por ley como exacta y válida, si –finalmente– son otros datos endebles y no fiables –posesión, calidades personales del enajenante– los que determinan la “verdadera y válida” titularidad? Ninguna de estas preguntas se planteó el Tribunal Constitucional.

V. De lege ferenda: el examen de los títulos archivados no debería integrar la buena fe registral

Los privados, cuando sometemos nuestros negocios sobre bienes inscritos a un control jurídico por el Estado (a través de los registradores), lo hacemos en busca de una declaración oficial acerca de su validez, esto es, para obtener la razonable certeza de que los derechos adquiridos mediante tales negocios no claudicarán luego. Por ello hay numerosas medidas de seguridad documental y negocial (como el título público notarial) y de procedimiento (como el cierre de los libros para los títulos incompatibles) que deben cumplimentarse antes y durante la calificación.

Es ese examen el que justifica la regla del artículo 2013 del Código Civil: porque el Estado calificó positivamente el título (encontró que, como documento y acto, acomoda al ordenamiento vigente) es que los respectivos derechos inscritos se presumen exactos y válidos, y su titular puede ejercerlos sin más límites que los legales y los tabulares (así, el acreedor hipotecario insta la ejecución y los jueces la despachan a la vista de la inscripción vigente del gravamen). A su turno, es esta presunción la que sostiene la adquisición de un no dueño gobernada por el artículo 2014 del mismo Código: el tercero adquirente, pese a que su derecho trae causa en el título nulo de su enajenante, mantiene –por lo menos en principio– su adquisición porque presumía que el derecho de este último no adolecía de vicios.

Si los privados transitamos un procedimiento de calificación registral y pagamos altas tasas para ello, para que, luego de inscritos nuestros títulos (es decir, de examinados y de sancionada su validez por el registrador), debamos nuevamente examinarlos para indagar si hay en ellos alguna causa de invalidez o ineficacia inadvertida por el registrador, entonces concluiremos que la calificación se ha tornado en un simple rito sin un real valor jurídico, y que, por lo pronto, sus únicos efectos son estos: encarecer la contratación y, en no pocos casos, someter a un vía crucis a los administrados cuando la inscripción es denegada (lo que ocurre, según cálculos conservadores, por lo menos en una tercera parte de los títulos presentados), y costear la burocracia registral.

¿Qué concreta utilidad económica y seguridad jurídica otorga esa evaluación jurídica a cargo del Estado (bastante onerosa, por cierto: minuta confeccionada por abogado, escritura y honorarios notariales, derechos registrales, honorarios de abogados si es preciso apelar o acudir al contencioso administrativo), si la ley obliga a reexaminar los títulos que, suponíamos, ya los había examinado el mismo Estado? ¿Con qué elementos de juicio puede un ciudadano de a pie –maestro, comerciante, ama de casa, etc.– escudriñar ese título ya examinado e inscrito? Los despachos legales se frotan las manos: deben acudir a ellos para un estudio de títulos. Es decir: lo que me costó X, resulta que costará X + honorarios de letrados. Pero lo malo siempre puede empeorar: ¿quién me asegura que será acertada la evaluación posinscripción que hagan esos abogados? Resultado: esa inseguridad eleva el riesgo y el costo del contrato, con el añadido perverso que nadie podrá decirnos, con cabal certeza, que el título archivado está exento de vicios.

Esta cuestión es, creemos, la que necesitaba ser abordada por el Constitucional, pues no es apresurado afirmar que la modificación operada en el artículo 2014 del Código Civil, que extendió el ámbito de la publicidad registral a los títulos archivados, pone en tela de juicio la seguridad jurídica de los ciudadanos que adquieren derechos sobre bienes registrados.

VI. La regla general: la posesión no debería tener ningún rol en la buena fe registral

Esta aseveración puede apoyarse en tres razones, por lo menos: la posesión genera una apariencia de propiedad que legalmente cede frente a la inscripción, brinda un dato jurídico potencialmente equívoco, y es ajena al sistema de transmisión del dominio inmobiliario.

En supra III recordamos que la publicidad registral se origina históricamente por la insuficiencia de la posesión como signo de recognoscibilidad de derechos sobre los inmuebles, y viene a sustituirla: ahí donde el bien está inscrito, su posesión no evidencia ninguna situación jurídica (por lo menos no como regla general, sino en casos aislados), y es, en principio, un dato fáctico: el inmueble está poseído, pero de esa posesión no puede deducirse un dato jurídico concluyente. Se trata, pues, de una mera apariencia de titularidad. Esta idea explica sobradamente por qué el artículo 2021 del Código Civil niega a la posesión el carácter de inscribible, y es la razón por la cual las presunciones de propiedad y de buena fe de las que goza el poseedor de un bien no inscrito ex artículos 912 y 914 del mismo Código ceden frente a la inscripción del bien a nombre de tercero: si el derecho de propiedad es exacto y válido gracias a un mecanismo más perfecto que la posesión para hacer cognoscibles las titularidades reales, no puede reconocerse al poseedor la calidad de dueño.

La superioridad de la publicidad registral de la que dan cuenta las disposiciones legales citadas se sustenta en la poca fiabilidad de la posesión como mecanismo de publicidad de la situación jurídica del inmueble poseído: los actos posesorios pueden traer causa en un amplio abanico de títulos, que van desde la adquisición derivativa u originaria de la propiedad hasta la mera tenencia o tolerancia, pasando por derechos personales relacionados al uso del inmueble (arrendamiento, etc.) es sin posibilidad alguna de identificar meridianamente y a priori cuál de ellos ostenta el poseedor.

De otro lado, la posesión no cumple ningún papel, ni de validez ni de eficacia, en un sistema de transmisión del dominio inmobiliario puramente consensual como es el nuestro, gobernado por el artículo 949 del Código Civil. De ahí que propiedad y posesión, aun vinculados al mismo bien, son derechos que bien pueden transitar por distintos carriles, hasta que estos se unifiquen, sea porque el propietario ejerció su derecho a reivindicar el inmueble de manos del poseedor no dueño, sea porque este consumó a su favor la usucapión.

El único rol que desempeña la posesión en el juego de la buena fe registral se relaciona con la usucapión: el tercer adquirente de un derecho inscrito no puede apoyarse en su buena fe registral para enervar de algún modo la usucapión, sea que se encuentre en vías de consumarse o se haya consumado, y por ello el segundo párrafo del artículo 952 del Código Civil franquea la cancelación de la inscripción del anterior dueño (que puede ser un tercero con buena fe registral) sin imponer condición alguna. La fuerza de la usucapión no distingue entre terceros con o sin buena fe, sea registral o civil, sea buena fe creencia o buena fe conducta.

Lo dicho no quita que, en casos extremos y aislados, que deben ser cuidadosamente analizados por los tribunales, la posesión, junto a otros datos (familiaridad o cercana amistad entre el tercero y su transferente, relaciones de vecindad en localidades muy pequeñas, relaciones comerciales habituales, procesos judiciales en los que haya estado involucrado el tercero, y situaciones fácticas similares), pueda erigirse en indicio que, razonable y razonadamente, pueda demostrar la mala fe del adquirente y posibilitar así que se le niegue protección con base en el artículo 2014 del Código Civil.

Atendiendo a lo dicho, resulta por lo menos inexplicable que los Altos Tribunales del país exijan sin más al adquirente un examen de la posesión del inmueble adquirido, la cual, por definición, puede traer causa en un sinnúmero de títulos y que por esa misma razón no brinda ni puede brindar certeza alguna. Es incomprensible (porque ninguno de los fallos sobre esta cuestión lo explica) como el dato posesorio, puramente fáctico en principio, al que la propia ley civil pospone en aras de la seguridad que brinda la publicidad registral, puede luego adquirir una eficacia tal que prive de toda eficacia a la situación jurídica inscrita.

Finalmente, ni el Tribunal Constitucional, ni ninguna de las sentencias dictadas por la Corte Suprema, brinda una pauta de cómo inquirir la calidad de la posesión ejercida sobre el bien adquirido. ¿El solo hecho que su transferente no sea el poseedor debe generarle dudas sobre su titularidad? ¿La sola información que el poseedor le pueda proporcionar es suficiente para enervar la buena fe registral o debe ser corroborada con pruebas? ¿Las dubitaciones que la información posesoria –escoltada o no por medios probatorios– le genere al potencial tercero son suficientes para imputarle mala fe, o es preciso que le generen certeza cabal sobre la inexactitud del Registro? ¿Estas pruebas deben ser obtenidas del propio poseedor? Si el poseedor se niega a proporcionar información, el interesado en adquirir el inmueble ¿debe contentarse o tendrá emprender una investigación alternativa en otras fuentes como municipalidades, notarías, etc.?

En suma: a despecho de la certeza que la posesión debería aportar, sea para corroborar lo publicado por el Registro, sea para sustituirlo, lo que se constata es que la tesis de la buena fe registral como producto de una serie de datos fácticos, entre ellos la posesión, genera más interrogantes que respuestas, esto es, más inseguridades que certezas.

VII. La investigación del perfil público del transferente: ¿buena fe conducta?

Sostiene el Tribunal Constitucional que, en los casos de falsificación de títulos y suplantación de identidad (y, obviamente, casos similares como la transferencia dominical de bienes que son el producto de delitos contra la administración pública o la criminalidad organizada) es exigible, además de la consulta del Registro y de la averiguación del título posesorio, una “prudente y diligente conducta desde la celebración del contrato hasta su inscripción”, exigencia radicada en el artículo 66.3 del Decreto Supremo N° 017-2019-JUS, según el cual al tercero de buena fe (que no es el tercero registral) le es exigible “tener la creencia y convicción de que adquirió el bien patrimonial de su legítimo titular”.

Ninamancco (2020) entiende que:

De dicho precepto surge una carga de colaboración para enajenante y adquirente: ambos deben investigarse mutuamente. Esto supondría que el este (que es el que interesa, pues tanto da que el transferente tenga o no mala fe) emprenda averiguaciones sobre el perfil público de aquel, para lo cual recurrirá a herramientas como buscadores en internet, repositorios, portales de noticias, diarios impresos o digitales, etc. (pp. 32-33)

La primera cuestión que tal idea motiva es si la buena fe del tercero puede ser enervada por tales informaciones, que carecen de control alguno sobre su veracidad y fiabilidad. En otras palabras: ¿cómo puede admitirse que, en un Estado Constitucional de Derecho en el que el valor de la seguridad jurídica es especialmente caro para los ciudadanos, la información inscrita, validada por ese mismo Estado con motivo de su calificación e inscripción, resulte destruida con relativa facilidad por datos de cuya existencia y credibilidad nadie puede dar fe? Y la única respuesta es, creemos, que ello es inadmisible, por las razones ya expuestas: el control jurídico hecho por el Estado, gracias a los registradores, no puede ceder frente al resultado subjetivo que los particulares pueden obtener cuando examinan informaciones empíricas y jurídicamente débiles, cuando no carentes de todo valor legal.

La Exposición Oficial de Motivos del Libro de Registros Públicos era por demás explícita al respecto: “Puede suceder que, en esas circunstancias, alguna tercera persona le comunica mediante carta simple, por conducto notarial o verbalmente, al futuro adquiriente, que debe abstenerse de celebrar el contrato de compraventa, porque el remitente, es el verdadero propietario o el verdadero representante de la persona jurídica, en otros términos le comunica la existencia de una inexactitud registral. (…) Una comunicación de esta naturaleza no destruye la buena fe del adquiriente, pues lo contrario sería admitir que la seguridad que otorga el registro tiene menos fuerza que la simple comunicación de un tercero. La seguridad que una persona adquiere de la manifestación de los libros del registro no puede ser desvirtuada por el dicho de una persona, aún en el caso de que fuese ajustado a la verdad”.

El segundo reproche que merece esta supuesta buena fe conducta se relaciona con la inexistencia de un parámetro o estándar de comportamiento del adquirente que delimite claramente su reclamada “diligencia” de cara a no condenarle a averiguaciones ilimitadas e irrazonables. El riesgo de no hacerlo es obvio: favorecería una amplísima discrecionalidad o, peor aún, una arbitrariedad judicial, y la correlativa incertidumbre de los particulares que no conocerían cuál es la concreta actuación acorde a los valores de honradez, lealtad, fidelidad y respeto a la confianza que le es exigible. (Naranjo, 2000, pp. 254-255)

La construcción de tal estándar compete a los altos tribunales, que deben construir una jurisprudencia predictible al respecto, aspiración de imposible materialización en nuestro país, en el que si por algo se caracterizan los fallos de la Corte Suprema en materia civil es por sus oscilantes posturas. En suma: razones prácticas hacen impracticable la conducta diligente que se le pretende imponer al tercero para reconocerle buena fe registral.

Conclusiones

- La buena fe registral es, en línea de principio, ignorancia o desconocimiento de la invalidez del título de su transferente, porque los respectivos vicios no están publicados en el folio del inmueble. Por el contrario, la mala fe será conocimiento completo y acabado de dicha invalidez, obtenido por mecanismos extra registrales. Siendo un aspecto intelectivo, no le es exigible al tercero una especial conducta o diligencia, ni para consultar los libros del Registro, mucho menos para que emprenda averiguaciones en otras fuentes.

- Como regla general, la posesión del inmueble que interesa al adquirente no integra el concepto de buena fe registral, a tal punto que, por su equivocidad, el ordenamiento civil ha proscrito su inscripción y le hace ceder como mecanismo reconocimiento del dominio y de la buena fe cuando se ejerce sobre un inmueble inscrito a nombre de otro. El tercero, aun con buena fe registral, carece de protección frente al poseedor que consumó la usucapión inmobiliaria a su favor. Con menor razón puede imponérsele al adquirente, para fines de reconocerle buena fe registral, la investigación del perfil más o menos público de su transferente, apoyado en datos puramente empíricos y nada fiables ni certeros.

- Es un despropósito mayúsculo exigirle al adquirente, como regla general, un comportamiento diligente adicional por la vía de indagar acerca del título del poseedor del inmueble (cuando es persona distinta al transferente) o de las calidades personales del enajenante, porque la validez del derecho y su pertenencia al titular del mismo son cuestiones ya definidas por el Registro. Proceder de otro modo no solo importa privar casi por completo de utilidad jurídica y económica al Registro por presumírsele inexacto en contra de lo sancionado por el artículo 2013 del Código Civil, sino trasladar por completo a los particulares el costo de averiguaciones inabarcables y el riesgo de arribar a conclusiones erróneas, lo que genera inseguridad y altos costos en la contratación.

- El Tribunal Constitucional ha ensamblado un concepto de buena fe registral carente de perfiles definidos, que acomoda pésimamente con el ordenamiento constitucional que busca dotar de seguridad jurídica a los ciudadanos, y reñido con el orden legal que otorga prevalencia a la publicidad registral en detrimento de la posesión (salvo para el caso de la usucapión) y, en general, de todo dato fáctico incierto y nada fiable. En ciertos casos con características muy particularizadas, los jueces pueden encontrar en la posesión, anudada a otros datos fácticos, indicios razonables que le lleven al convencimiento de la mala fe del tercero.

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* Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto (F. Kafka, La metamorfosis).

** Juez superior titular de la Corte Superior de Justicia de La Libertad. Ex registrador público y ex vocal titular del Tribunal Registral. Estudios de maestría en Derecho Civil en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Universidad Nacional de Trujillo, así como en Política Jurisdiccional en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Estudios de especialización en Derecho Mercantil y en Función Jurisdiccional en la Escuela Judicial de España.


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