El allanamiento en los procesos de divorcio remedio. Su procedencia en las causales de imposibilidad de hacer vida en común y separación de hecho
Katherine Angélica GÁLVEZ POSADAS*
RESUMEN
La autora afirma que, actualmente, los cónyuges tienen plena disponibilidad de la relación matrimonial, por lo que en los procesos judiciales de divorcio debe ser especialmente procedente el empleo de la figura del allanamiento. Así, refiere que, cuando en los procesos de divorcio por causales remediales se produzca el allanamiento del demandado, no debería ponerse obstáculos a su eficacia. Esto, señala, brindará a los cónyuges en crisis una salida de su situación lo menos traumática posible, para el bien no solo de ellos, sino también, de haberlos, de los hijos menores que no tienen por qué padecer los enfrentamientos judiciales de sus padres.
MARCO NORMATIVO
Constitución Política: art. 4.
Código Civil: arts. 333, 335, 357, 358 y 359.
Código Procesal Civil: arts. 480 a 483, 574, 575 y 578.
PALABRAS CLAVE: Divorcio remedio / Divorcio sanción / Allanamiento / Separación de hecho / Imposibilidad de hacer vida en común
Recibido : 04/05/2020
Aprobado : 14/05/2020
Introducción
En la actualidad se encuentra vigente el Estado constitucional de derecho cuyo eje es el respeto a la dignidad de la persona humana y la protección de sus derechos fundamentales de libertad, sociales y económicos, los cuales se encuentran contenidos y debidamente reconocidos en la Constitución como norma suprema.
Ahora bien, con relación a las implicancias que se derivan de este tipo de Estado, tenemos que afirmar que las mismas deberán verse necesariamente reflejadas tanto en la regulación sustantiva como en la procesal.
Efectivamente, no solo se trata del reconocimiento progresivo de derechos, sino de contar con un proceso judicial cuya finalidad y directriz principal sea el brindar una verdadera tutela a los derechos materiales, a saber, un proceso que cuenta con garantías y en el que los formalismos sean vistos flexibilizados.
Para ello, será de suma importancia que la judicatura comprenda y asuma un rol activo al brindar las soluciones a los conflictos de intereses que le hayan sido encomendados, puesto que los magistrados tienen no solo el deber de emitir sentencias conforme a derecho, sino, sobre todo, justas.
Así, aquí no se desconoce que los fallos que vayan a emitirse tengan y deban ser resultado de la aplicación directa de las consecuencias establecidas en los dispositivos normativos, para la ocurrencia de determinados supuestos de hecho. Empero, cuando se trate de los llamados casos difíciles, aquellos en los que la solución legislativa presenta deficiencias o vacíos, los fallos también deberán reflejar un verdadero trabajo de raciocinio y la realización de una interpretación sistemática y conforme a los principios constitucionales.
Lamentablemente ello no siempre ocurre. Cerrándose en lo establecido en las normas y alegando una supuesta indisponibilidad de los derechos materiales involucrados, se han aceptado e impuesto diversas restricciones a la autonomía privada y al ejercicio de las formas autocompositivas de solución de conflictos en los procesos de estado. Así, uno de estos casos de deficiencia normativa lo encontramos en la regulación del juicio de divorcio.
El legislador peruano, olvidándose de las implicancias que se derivan del derecho a la libertad y al libre desarrollo de titularidad de toda persona, amparándose y protegiéndose bajo el escudo denominado “protección a la familia”, concibe al divorcio como una especie de castigo a determinadas conductas no deseadas.
Ciertamente, conforme a lo establecido por legislación sustantiva y procesal del ordenamiento jurídico peruano, la disolución del vínculo matrimonial por acuerdo entre los cónyuges, solo procede cuando hayan transcurrido dos años desde la celebración de su matrimonio.
Para que ello se concrete, ambos se verán obligados a iniciar conjuntamente una acción judicial adjuntando el convenio al que hubieren podido llegar, proceso en el que primero se emitirá la declaración de separación legal correspondiente y, ulteriormente, luego de transcurridos dos meses adicionales, a solicitud de cualquiera de los dos cónyuges, finalmente se obtendrá la sentencia de divorcio. Se trata del proceso judicial denominado “Separación Convencional y Divorcio Ulterior”, regulado en el artículo 333, inciso 13, del Código Civil concordado con los artículos 573 al 580 del Código Procesal Civil.
En alternativa, en caso los cónyuges no quisieran demandar judicialmente, podrán iniciar un procedimiento no contencioso en la vía notarial o municipal, al amparo de lo establecido en la Ley N° 29277 y su Reglamento aprobado por el Decreto Supremo N° 009-2008-JUS.
En otras palabras, si ambos cónyuges optaran por divorciarse conjuntamente, tendrán que primero solicitar se declare la separación y luego solicitar el divorcio. Lastimosamente, nuestro ordenamiento no permite que los esposos puedan solicitar conjuntamente la disolución directa de su matrimonio (divorcio consensual incausado).
Si, por el contrario, no hubieren transcurrido dos años desde la celebración del matrimonio o los cónyuges no lograran el acuerdo de separación convencional, no existe escapatoria: uno de los cónyuges se verá precisado a demandar judicialmente la separación legal o directamente el divorcio.
La mencionada acción judicial deberá fundarse en alguna de las casuales previstas en el artículo 333 del Código Civil, concordado con el artículo 349 del mismo Código, demanda que solo será estimada, obviamente, si resultan probadas las circunstancias concretas que configuran la causal alegada.
Al respecto, indicar que dos de estas causales, la de imposibilidad de hacer vida en común y la de separación de hecho fueron introducidas con la última reforma del Código Civil contenida en la Ley N° 27495 del 7 de julio de 2001. Dicha reforma complementó, o al menos eso intentó porque la regulación no lo refleja, el sistema de causales adicionando las de tipo o naturaleza remedial.
Ante este escenario, corresponde afirmar que el sistema del divorcio-sanción con sus causales específicas y determinadas se encuentra en aprietos debido a sus numerosas deficiencias y, sobre todo, porque sus directrices y fundamentos se encuentran muy alejados de la realidad de estos días.
En las siguientes líneas vamos a sostener que, bajo nuestra consideración, debe darse pase a la liberalización del divorcio, haciendo que la misma se traduzca en la regulación procesal porque es la única manera de brindar una correcta y efectiva tutela para este tipo de conflictos tan particulares.
I. La evolución del divorcio en el Perú: del matrimonio indisoluble del Código Civil de 1852 a la “desjudicialización” de la disolución del vínculo de la Ley N° 29227
El ordenamiento peruano en materia de divorcio tiene una evolución en la que claramente se muestran las constantes tensiones entre la libertad y la sujeción propias de todos aquellos ordenamientos tributarios de la tradición católica: “la historia del divorcio en la sociedad occidental –dice Rimini (2016)– es, en efecto, la historia de una fuga de la concepción católica del matrimonio intrínsecamente indisoluble” (p. 8).
De esta evolución –que en el ordenamiento peruano obviamente no ha terminado aún– se abordará el tratamiento del divorcio desde nuestro primer Código Civil republicano hasta llegar a la disolución extrajudicial del vínculo matrimonial “autorizada” por la Ley Nº 29227.
1. El matrimonio indisoluble del Código Civil de 1852 y la separación de cuerpos como solución a la crisis de la familia “legítima”
Cuando el Código Civil de 1852 viene promulgado, la “Nación Peruana” era, por proclamación constitucional, un Estado confesional católico. Por este motivo, el matrimonio era definido como una unión perpetua (artículo 132), teniendo carácter de indisoluble y solo podía acabarse por la muerte de uno de los cónyuges (artículo 134).
En este entendido, solo estaba regulada la separación de cuerpos (artículo 192); siendo que, recién con la Ley del 23 de diciembre de 1897, ley que “autorizó” el matrimonio “de las personas que no profesan la religión católica” y de aquellos a los que la Iglesia les negara la “licencia matrimonial” fundada en la disparidad de cultos, se dio un primer paso hacia la laicización del matrimonio.
2. El vuelco histórico de 1930/1934: el divorcio vincular y el mutuo disenso pragmáticamente entendido
La definitiva secularización del matrimonio y la introducción del divorcio vincular debió esperar hasta el 8 de octubre de 1930, fecha en la que se emitió el Decreto Ley Nº 6890, el cual marcó un auténtico hito histórico.
Efectivamente, aunque el divorcio vincular previsto en esta ley, es un divorcio por algunas de las causales del artículo 192 del Código de 1852 (por lo que nos movemos en la órbita del divorcio-sanción), hay que evidenciar la bocanada de “aire” liberal con el que se aborda, en particular, en lo atinente a sus aspectos procesales (el procedimiento es el de menor cuantía; se priva a la Corte Suprema del poder de pronunciarse sobre el fondo, se quieren evitar los reenvíos anulatorios hasta la primera instancia, etc.).
Pero el segundo y mucho más transcendente hito hacia la “liberalización” del vínculo matrimonial lo representan las Leyes Nº 7893 y Nº 7894. Por la Ley Nº 7893, se ratificaron los Decretos Leyes Nºs 6889 y 6890 de la Junta Militar de Sánchez Cerro, se derogaron los incisos 6, 7 y 8 del artículo 192 del Código Civil (artículo 3), se ampliaron las causales de divorcio y, sobre todo, se introdujo el divorcio por mutuo disenso.
Así, por un lado, el divorcio podía ya pedirse por todas las causales del artículo 192 del Código Civil y, por el otro, era posible que ambos cónyuges demandaran conjuntamente el divorcio, esto es, de manera directa y sin mayor “causa” que su “mutuo disenso”.
Asimismo, en el artículo 6 de la Ley Nº 7893 se consagró algo inédito (y auténticamente revolucionario) para su época: si ambos cónyuges se demandaban “por separado”, imputándose recíprocamente alguna causal (esto es, alguna de las del artículo 192 del Código de 1852), el juez debía considerar “como de mutuo disenso la causal del divorcio”, esto es, se plasmó un pionero entendimiento del divorcio como remedio frente a la crisis matrimonial, manifestada por las demandas recíprocas.
Y lo mismo debía hacer el juez si el demandado “convenía” en la demanda, esto es, si se allanaba, audaz solución del Congreso Constituyente, que no solo era inédita en su época, sino que lo es hasta hoy. Ciertamente, el allanamiento del demandado, en el diseño de la Ley N° 7893, no conducía a que se dictara de inmediato sentencia, tal como lo disponía el artículo 322 del Código de Procedimientos Civiles, sino a que el juez citara a los cónyuges a “comparendo” (esto es, a audiencia) conforme a lo dispuesto en el artículo 4 de la Ley.
Sin embargo, las audaces soluciones de la Ley Nº 7893 fueron un tanto mediatizadas por la siguiente. En efecto, la Ley Nº 7894, en su artículo único dispuso: “No se podrá ejercitar el derecho de pedir el divorcio por mutuo disenso, sino por los mayores de edad y transcurridos tres años de la celebración del matrimonio”.
Se podrá discutir si frente a la Ley Nº 7893, la Ley Nº 7894 al establecer un plazo de tres años desde la celebración del matrimonio para pedir el divorcio por mutuo disenso, constituyó o no un retroceso, pero lo que es indiscutible es que ambas leyes le daban a los cónyuges el “derecho” a pedir el divorcio (o sea, la disolución del vínculo) por mutuo disenso y no simplemente el de pedir la separación para su ulterior conversión a divorcio, que es el limitado derecho que hasta hoy tienen los cónyuges en el ordenamiento peruano.
3. El Código Civil de 1936: del divorcio por mutuo disenso a la separación por mutuo disenso
Así las cosas, dos años después, esto es, el 29 de mayo de 1936, el Congreso Constituyente aprueba una ley por la que se autoriza al Poder Ejecutivo para promulgar el Proyecto de Código Civil preparado por la Comisión Reformadora del Código Civil. La Ley, signada con el Nº 8305, fue promulgada por Oscar R. Benavides con fecha 2 de junio de 1936. En su artículo 1 se estableció:
Autorízase al Poder Ejecutivo para promulgar el proyecto de Código preparado por la “Comisión Reformadora del Código Civil”, introduciendo las reformas que estime convenientes de acuerdo con la Comisión que designe el Congreso Constituyente, pero manteniendo inalterables en dicho Código las disposiciones que sobre el matrimonio civil obligatorio y divorcio contienen las Leyes Nºs 7893, 7894 y las demás disposiciones legales de carácter civil dictadas por el Congreso Constituyente de 1931.
Por tanto, el Poder Ejecutivo fue autorizado para promulgar un nuevo Código Civil, conforme al Proyecto de la Comisión Reformadora, pero el propio Congreso Constituyente le puso un candado: el nuevo código debía mantener inalterables “las disposiciones que sobre el matrimonio civil obligatorio y divorcio contienen las Leyes Nºs. 7893, 7894”.
El nuevo Código Civil fue promulgado por Decreto del Ejecutivo del 30 de agosto de 1936, programando su vigencia para el 14 de noviembre de ese mismo año. Sin embargo, el mandato de la Ley Nº 8305 fue solo aparentemente respetado, pues si efectivamente se mantuvo el divorcio “vincular” (artículo 253: “El divorcio declarado disuelve el vínculo del matrimonio”) y se conservó el mutuo disenso como causal de divorcio (inciso 10 del artículo 247), tal causal podía invocarse “con arreglo a las disposiciones del título tercero”. ¿Y qué contemplaba el Título Tercero? Pues, ni más ni menos que la “separación de cuerpos y del mutuo disenso”.
Por tanto, y en buena cuenta, el Código Civil de 1936, “permitió” el divorcio directo solo respecto de las causales de los incisos 1 a 9 del artículo 247 (adulterio; sevicia; atentado contra la vida del cónyuge; injuria grave; abandono malicioso de la casa conyugal, siempre que haya durado más de dos años continuos; conducta deshonrosa que haga insoportable la vida común; uso habitual e injustificado de substancias estupefacientes; enfermedad venérea grave contraída después de la celebración del matrimonio; condena por delito a una pena privativa de la libertad, mayor de dos años impuesta después de la celebración del matrimonio), con la expresa previsión de que –para que no hubiera dudas de que se estaba ante un divorcio-sanción– que “[n]inguno de los cónyuges puede fundar la acción de divorcio en hecho propio” (artículo 249). Lo cual nos coloca a años luz del divorcio-remedio, que era el espíritu que latía en las Leyes del Congreso Constituyente de 1931 (evidenciada, sobre todo, en el audaz artículo 6 de la Ley Nº 7893).
Ahora bien, por lo que atañe a la separación, mientras las Leyes Nºs 7893 y 7894 le daban a los cónyuges la posibilidad de pedir de manera conjunta y directamente el divorcio (que, según la fórmula de la Ley Nº 7893 producía el mismo efecto que la “nulidad matrimonial”), el Código Civil de 1936, trasformó el derecho de los cónyuges a la disolución del vínculo por mutuo disenso a un mediatizado derecho a pedir la separación de cuerpos, que, tal cual el “divorcio” del Código de 1852, “pone término a los deberes conyugales relativos al lecho y habitación y disuelve la sociedad legal, dejando subsistente el vínculo del matrimonio” (artículo 271).
Al respecto, hay que notar que el plazo para pedir la “separación” por mutuo disenso fue reducido a dos años, pero en realidad el plazo de tres años de la Ley Nº 7894 fue “fraccionado”: dos años para pedir la “separación de cuerpos” y, un año más, luego de obtenida la sentencia de separación, para solicitar la disolución “del vínculo del matrimonio”.
Por tanto, el Código Civil de 1936 lejos de mantener “inalterables” las Leyes Nº 7893 y Nº 7894, las alteró sustancialmente, consagrando el procedimiento “bifásico” que tenemos hasta hoy: en el caso de mutuo disenso primero se pide la separación y, luego, tras la sentencia de separación, el divorcio.
Además, respecto de la “separación de cuerpos” hay que tener en cuenta que, conforme al Código Civil de 1936, ella procedía tanto por todas las causales de divorcio del artículo 247 como por el mutuo disenso y el artículo 276 era aplicable a ambos supuestos, esto es, incluso declarada la separación por alguna causal culposa, “cualquiera de los cónyuges”, basándose solo en la sentencia de divorcio, podía pedir, tras un año, la declaración de divorcio.
Pero el Código Civil de 1936 no solo alteró el régimen del mutuo disenso de las Leyes Nºs 7893 y 7894, sino que al establecer las “Reglas que se observarán durante los juicios de divorcio y separación de cuerpos”, confirmando que los procesos de divorcio y de separación se debían sustanciar por las reglas del juicio de menor cuantía (artículo 278), obviamente no contempló la audaz disposición del artículo 6 de la Ley Nº 7893 (sobre los efectos de las demandas recíprocas y del allanamiento).
Es pues evidente que el Código Civil de 1936 constituyó un retroceso frente a las opciones progresistas y liberales adoptadas por el Congreso Constituyente de 1931, sobre todo, con la Ley Nº 7893. Se establecieron tantas y tales mediatizaciones, en particular procesales, que no hay que esforzarse mucho para ver su tendencia antidivorcista.
4. El Código Civil de 1984: de las causales de divorcio a las causales de separación
Si el Código Civil de 1936 representó un retroceso frente a las liberales soluciones de la Ley Nº 7893 de 1934, el Código Civil de 1984, a su vez, constituyó un retroceso del retroceso en el campo del divorcio.
Ello es particularmente evidente si se observa que lo que eran causales de divorcio en el Código Civil de 1936, en el Código Civil de 1984 mutaron a causales de separación de cuerpos (artículo 333). El enfoque antidivorcista del Código Civil de 1984 es patente, tan patente que hasta hoy en el ordenamiento peruano no hay propiamente “causales” de divorcio, sino de separación que también pueden justificar una petición de divorcio.
Habiendo sido enfocadas las causales “inculpatorias” como de separación –y como consecuencia, el que ninguno de los cónyuges puede fundar la demanda de separación en hecho propio, artículo 335– se mantuvo el procedimiento “bifásico” para obtener la disolución del vínculo: primero la separación y luego, una vez obtenida la sentencia correspondiente, el divorcio.
Efectivamente, cuando la separación se haya declarado por alguna de las causales de los incisos 1 a 10 del artículo 333, solo legitima a pedir la conversión de la sentencia de separación a divorcio al “cónyuge inocente”, quedando solo para el supuesto de separación por mutuo disenso el que cualquiera de los cónyuges, basándose solo en la sentencia de separación, pueda pedir “que se declare disuelto el vínculo del matrimonio”.
Es decir, lo que en el Código Civil de 1936 (artículo 276) valía para todos los supuestos de separación, en el Código Civil de 1984 quedó reservado solo para el supuesto de separación por mutuo disenso, extendiendo de esta manera también para la conversión a divorcio el que “ninguno de los cónyuges puede fundar la demanda (...) en hecho propio” (artículo 335). Con ello, el Código mostró su verdadera faz antidivorcista, propiciando absurdas (y a veces abusivas) situaciones en las que, si el cónyuge “inocente” no pide la conversión, el “culpable” permanecerá inevitable e indefinidamente en su status de “casado”, en una suerte –como lo señala Espinoza Espinoza (2015)– de “cadena perpetua (...), a vivir vinculado jurídicamente con una persona con la cual no hay posibilidad de reconciliación” (p. 150).
Como no podía ser de otra manera, el Código Civil de 1984 reiteró que, demandado el divorcio, el demandante puede “en cualquier estado de la causa, variar su demanda de divorcio convirtiéndola en una de separación” (artículo 357); que, aunque “la demanda o la reconvención tenga por objeto el divorcio, el juez puede declarar la separación, si parece probable que los cónyuges se reconcilien” (artículo 358) y que de no apelarse la sentencia que declara el divorcio “será consultada” (artículo 359).
Asimismo, el Código Civil de 1984 dejó de establecer algunas de las reglas procesales previstas en el Código Civil de 1936. A ello proveyó el Decreto Legislativo Nº 310[1], de fecha 13 de noviembre de 1984, que estableció que:
a) Los juicios de separación de cuerpos y de divorcio se sujetaban a los “trámites correspondientes a los de menor cuantía” (artículo 12).
b) El Ministerio Público debía ser parte en todos los juicios de separación de cuerpos o de divorcio (artículo 12 inciso 1).
c) En los juicios de separación de cuerpos por mutuo disenso, los cónyuges tenían la “obligación” de asistir personalmente al comparendo (artículo 12, inciso 2, literal a), reiterando que, tras él, “cualquiera de las partes puede revocar su consentimiento durante los treinta días posteriores a dicha diligencia” (artículo 12, inciso 2, literal b).
d) En el comparendo “el juez debe promover la reconciliación de las partes” (artículo 12, inciso 3).
e) Tanto la sentencia de separación de cuerpos como la de divorcio no apeladas, debían elevarse en consulta (artículo 12, inciso 12).
f) Tanto en apelación como en consulta el Tribunal Superior, tal cual, en el Código Civil de 1936, debía citar a los cónyuges a comparendo (artículo 12, inciso 13) y que contra la sentencia de segunda instancia procedía el recurso de nulidad (artículo 12, inciso 14).
Por tanto, el Código Civil de 1984 y su complemento, el Decreto Legislativo Nº 310, nos muestran un ordenamiento reacio al divorcio, mucho más reacio que el propio Código Civil de 1936, un Código este último que, en su momento, se dio el lujo de alterar lo que la Ley Nº 8305 le ordenó mantener inalterado, mandato este que ciertamente en los años ochenta ya nadie recordaba (o no quería recordar).
5. La cuota antidivorcista del Código Procesal Civil de 1993
En 1993 sobrevino un nuevo ordenamiento procesal: el Código Procesal Civil, el cual “divorcia” procedimentalmente los procesos de separación de cuerpos o de divorcio por causal de aquel basado en el mutuo disenso.
Es así que respecto:
a) Al proceso de separación de cuerpos o divorcio por las causales del 1 al 10 del artículo 333 del Código Civil, dispuso que se sometieran a las reglas del proceso de conocimiento.
b) Al proceso de separación por mutuo disenso (al que, de paso, le cambió de nombre –con las respectivas modificaciones terminológicas en el Código Civil– por “separación convencional”), que sometiera a las reglas del proceso sumarísimo.
En cuanto al proceso de separación de cuerpos o de divorcio por causal, por un lado, consolidó lo existente en cuanto a la intervención del Ministerio Público como “parte” (artículo 481) y, para quien no lo tuviera aún claro, reiteró que “el demandante o el reconviniente, pueden modificar su pretensión de divorcio a una de separación de cuerpos”, pero, en línea con su tendencia preclusiva, estableció que ello podía (y puede) hacerse “antes de la sentencia” (artículo 482).
A la par exigió en su artículo 483 que a la pretensión “principal” de separación o de divorcio debiera acumularse:
(...) las pretensiones de alimentos, tenencia y cuidado de los hijos, suspensión o privación de la patria potestad, separación de bienes gananciales y las demás relativas a derechos u obligaciones de los cónyuges o de estos con sus hijos o de la sociedad conyugal, que directamente deban resultar afectadas como consecuencia de la pretensión principal.
(...)
Las pretensiones accesorias que tuvieran decisión judicial consentida, pueden ser acumuladas proponiéndose su variación.
Es decir, el Código Procesal Civil exigió algo inédito a un demandante de separación o de divorcio en el ordenamiento peruano: una acumulación “necesaria”, respecto de aquello que –se demandara o no– el juez siempre tenía (y tiene) que pronunciarse conforme a los artículos 340 (custodia de los hijos) y 342 (pensión de alimentos) del Código Civil. Por tanto, en toda demanda de separación o de divorcio debe haber siempre una acumulación de pretensiones.
Pero la más importante “innovación” del Código Procesal Civil de 1993 está en el segundo párrafo del artículo 480: “Estos procesos solo se impulsarán a pedido de parte”. La solución es extraña, en particular porque uno de los pilares del sistema implementado por el Código Procesal Civil fue el principio del impulso procesal de oficio (segundo párrafo del artículo II del Título Preliminar del CPC).
La solución se vuelve más extraña si se tiene en cuenta que al Ministerio Público se le hace intervenir, ni más ni menos que, como “parte”. El Ministerio Público ha sido colocado como parte “demandada”; y, ello significa que, para el Código Procesal Civil, el cónyuge demandante además de “litigar” con el otro, litiga con la “sociedad”.
Si a la presencia (como parte) del Ministerio Público, se le agrega que, conforme artículo 359 del Código Civil, la sentencia estimatoria, de no ser apelada, debe ser elevada (de oficio) en “consulta”, el que un proceso de separación de cuerpos o divorcio se impulse a pedido de parte, no parece precisamente una solución muy sensata.
Nunca se tendrá la certeza sobre las razones que indujeron al legislador procesal a establecer que los procesos de separación de cuerpos o de divorcio por causal se impulsen a pedido de parte, pero dado que un proceso que se impulsa a pedido de parte tiene muchas más probabilidades de concluir por abandono, esto es, como consecuencia de la inactividad de las partes durada cuatro meses (artículo 346), se puede conjeturar que la previsión del segundo párrafo del artículo 480, sea la “cuota” antidivorcista aportada por el Código Procesal Civil, a fin de mantener en vida (en vía indirecta) el vínculo matrimonial: si las partes no lo impulsan dentro del plazo legal, el proceso concluye y el matrimonio se mantiene, dando así satisfacción al “interés” de la sociedad.
Sin embargo, la mayor “cuota” antidivorcista del Código Procesal Civil no está en la regulación del proceso de separación de cuerpos o divorcio por causal, sino, aunque parezca lo contrario, en la regulación del rebautizado proceso de “separación convencional y divorcio ulterior”.
En efecto, el Código Procesal Civil ratificando también para este proceso la intervención como “parte” del Ministerio Público (artículo 574) y la disposición del Código Civil sobre la posibilidad de cualquiera de los cónyuges, dentro del plazo de “treinta días naturales posteriores a la audiencia” revoquen su consentimiento (artículo 578), estableció un requisito especial para este tipo de demanda.
Ciertamente en el artículo 575, se exige que, a la demanda conjunta de los cónyuges de “separación convencional”, debe anexarse una propuesta de convenio completa: régimen de patria potestad de los hijos, de alimentos y liquidación de la sociedad de gananciales, en defecto de lo cual, la demanda de separación (dado que es un requisito de ella) no sería admitida.
¿Es que acaso finalmente se embocó el camino de la “privatización” de las relaciones conyugales, dándole “peso” a la voluntad de las partes”? ¿Fue este el inicio del predominio de la “autonomía de la voluntad” de los cónyuges? Parecería que sí, pero en realidad es todo lo contrario, pues si los cónyuges pueden bien estar de acuerdo en separarse (rectius, en divorciarse), si no logran ponerse de acuerdo sobre todos o algunos de los extremos “accesorios” (que no pocas veces se vuelven los “principales”) la puerta judicial de la “separación convencional” está simplemente cerrada.
En consecuencia, el proceso de “separación convencional” diseñado por el Código Procesal Civil, lejos de hacer más sencilla la vieja separación “por mutuo disenso”, la complicó innecesariamente, constriñendo a los cónyuges a acordar extrajudicialmente no solo la “separación”, sino todas las consecuencias personales y patrimoniales de la separación, como requisito para siquiera admitir la demanda.
6. Las nuevas causales de divorcio de la Ley Nº 27495 del 2001
En junio del 2001 se promulgó la Ley Nº 27495, que agregó al artículo 333 del Código Civil dos nuevas causales: la “imposibilidad de hacer vida en común, debidamente probada en proceso judicial” (nuevo inciso 11) y la de “separación de hecho de los cónyuges durante un periodo ininterrumpido de dos años. Dicho plazo será de cuatro años si los cónyuges tuviesen hijos menores de edad. En estos casos no será de aplicación lo dispuesto en el artículo 335” (nuevo inciso 12). Como consecuencia, la “separación convencional” (el viejo “mutuo disenso”) pasó a ser el inciso 13 del artículo 333 del Código Civil.
7. Ley N° 29227, Ley que regula el Procedimiento No Contencioso de la Separación Convencional y Divorcio Ulterior en las Municipalidades y Notarías
La última intervención normativa en el ámbito matrimonial se debe a la Ley Nº 29227, del 16 de mayo de 2008. Esta ley, con el mismo presupuesto del inciso 13 del artículo 333 del Código Civil, esto es que hayan transcurrido por lo menos dos años de la celebración del matrimonio, habilita a los cónyuges a solicitar la “separación convencional y divorcio ulterior” ante un alcalde distrital o provincial o ante un notario. El nuevo procedimiento extrajudicial, como es obvio, constituye una alternativa al correspondiente proceso del Código Procesal Civil y emula su estructura “bifásica”.
Los requisitos para acceder al procedimiento están establecidos en el artículo 4 de la Ley Nº 29227, y son:
a) No tener hijos menores de edad o mayores con incapacidad, o de tenerlos, contar con sentencia judicial firme o acta de conciliación emitida conforme a ley, respecto de los regímenes del ejercicio de la patria potestad, alimentos, tenencia y de visitas de los hijos menores de edad y/o hijos mayores con incapacidad; y
b) Carecer de bienes sujetos al régimen de sociedad de gananciales, o si los hubiera, contar con la escritura pública inscrita en los Registros Públicos, de sustitución o liquidación del régimen patrimonial.
Al respecto, debemos indicar que, la exigencia de la sentencia o del acta de conciliación extrajudicial sobre el ejercicio de la patria potestad, alimentos, tenencia y de visitas, así como de la escritura pública de sustitución o liquidación de sociedad de gananciales, aquí si resulta razonable pues se trata de procedimientos extrajudiciales.
El procedimiento, aunque es también “bifásico” (esto es, primero se pide la separación y luego el divorcio), visto en su conjunto es muy ágil (artículos 6 y 7 de la ley):
a) Una vez recibida la solicitud, el alcalde o el notario debe verificar el cumplimiento de los requisitos exigidos por la ley (y su reglamento) dentro del plazo de cinco días hábiles de su presentación. Si no se cumplen, obviamente, no se continúa con el procedimiento.
b) En el plazo de quince días, se debe fijar fecha para la realización de la “audiencia única”. En dicho acto los cónyuges deben manifestar (o no) “su voluntad de ratificarse en la solicitud de separación convencional”. Si se ratifican, se declara la separación convencional, según los casos, por resolución de alcaldía o por acta notarial. En caso de inasistencia de uno o ambos cónyuges “por causas debidamente justificadas”, el alcalde o notario debe convocar a nueva audiencia en un plazo no mayor de quince (15) días. De haber nueva inasistencia de uno o ambos cónyuges, se declara concluido el procedimiento[2].
c) Transcurridos dos meses de emitida la resolución de alcaldía o el acta notarial, “cualquiera de los cónyuges puede solicitar ante el alcalde o notario la disolución del vínculo matrimonial”. Dicha solicitud debe ser resuelta en un plazo no mayor de quince días.
Por tanto, si los plazos se respetan, los cónyuges pueden dejar de serlo en aproximadamente cuatro meses. Ello hace que sus dos “fases” (primero, la solicitud de separación y, luego, la de divorcio) se resuelvan en un auténtico eufemismo legal.
Con la Ley Nº 29227, pues, el ordenamiento peruano ha alcanzado el nivel máximo de reconocimiento de la autonomía privada en el ámbito matrimonial: los cónyuges pueden, en buena sustancia, acordar disolver su vínculo y ya ni tan siquiera necesitan de la intervención judicial: basta que cumplan (formalmente) con el procedimiento establecido por la ley.
Naturalmente, para llegar a ello, deben (aparte de tener los recursos económicos para hacer frente el procedimiento municipal o notarial), tener previamente “arreglada” toda la situación familiar-patrimonial, caso contrario no les quedará más opción que acudir a un proceso contencioso judicial.
II. El anacronismo de la “indisponibilidad” del vínculo conyugal
La introducción de las causales de “imposibilidad de hacer vida en común, debidamente probada en proceso judicial” y la de “separación de hecho de los cónyuges durante un periodo ininterrumpido de dos años” no cumplió con la finalidad de ayudar a regularizar la situación de muchos matrimonios que solo existen en el papel.
Lamentablemente, a la fecha, nuestra judicatura no ha logrado internalizar el cambio de perspectiva que debería haber implicado la introducción del divorcio como remedio a una crisis conyugal y sigue razonando como si el divorcio fuera una “sanción social” frente al incumplimiento de los “deberes” conyugales.
En particular, respecto de la causal de imposibilidad de hacer vida en común es apreciable cómo nuestra judicatura no ha sido capaz de darle al texto del inciso 11 del artículo 333 del Código Civil la lectura “remedial” que le es propia y, como consecuencia, niega (o da) la solución del divorcio sobre la base del criterio de la imputabilidad. Ello ha sido consecuencia directa de que, el tratamiento legislativo que se le ha otorgado es de las causales sanción.
Otro tanto ocurre con la causal de separación de hecho. Al elemento objetivo (separación de los cónyuges) y al elemento temporal (dos y cuatro años si es que existirán hijos menores de edad); se adiciona un tercer elemento subjetivo, nos referimos al animus separationis, el cual hace referencia al motivo del origen del cese efectivo de la vida conyugal consistente en la intencionalidad de los cónyuges de mantenerse separados.
Asimismo, también se resta objetividad a esta esta causal, al exigirse al demandante la acreditación del cumplimiento de obligaciones alimentarias, requisito este que no guarda correspondencia con la naturaleza remedial de la causal, pues no debería confundirse el tratamiento la disolución del vínculo con el incumplimiento de ese deber económico-moral. Y ello, cabe aclarar, no porque el cumplimiento de las obligaciones alimentarias no sea prioritario, sino porque su incumplimiento no debería ser óbice para encontrar una salida a la crisis matrimonial.
A ello, se adiciona el hecho que, tanto la doctrina mayoritaria como la jurisprudencia parecen estar de acuerdo en que el allanamiento en los procesos de divorcio no procede en razón de la “indisponibilidad” del vínculo matrimonial.
Empero, bajo nuestra consideración, la “indisponibilidad” del vínculo matrimonial por parte de los cónyuges es un simple anacronismo, un rezago de valores sociales ya superados en la realidad, valores estos que llevaban a concebir verticalmente, esto es, desde las alturas de la ley, al matrimonio como la única fuente legítima de familia y que, como tal, debía ser preservado aún contra la voluntad concorde de los cónyuges.
Hay que reconocer que, la centralidad de la familia matrimonial ha ido paulatinamente cediendo frente a otras agregaciones familiares existentes en la sociedad. Por ejemplo, tímidamente, nuestro ordenamiento ha ido reconociendo, primero, con la Constitución de 1979, la igualdad de los hijos, sean estos matrimoniales o extramatrimoniales –lo que llevó a expulsar la infamante “etiqueta” legal de hijo legítimo e ilegítimo– en particular la igualdad en cuanto a los derechos sucesorios y el paralelo reconocimiento jurídico (aunque sea en su aspecto patrimonial) de la “unión de hecho” entre “un varón y una mujer, libres de impedimento matrimonial” como fuente legítima de una familia, hasta llegar a la Ley Nº 30007 (del 17 de abril de 2013) por la que se reconoce derechos sucesorios “a favor de los miembros de uniones de hecho”.
Asimismo, la propia imprecisa introducción de las causales de divorcio remediales en el año 2001 –a pesar de haber sido tan mal entendidas por nuestra jurisprudencia– y, sobre todo, la posibilidad, prevista en Ley Nº 29227 del 2008, de que los cónyuges logren extrajudicialmente la disolución del vínculo, revelan pues una línea de tendencia legislativa de considerar que el divorcio es una solución a una crisis y no la respuesta represiva frente a una infracción de los “deberes” conyugales.
Sin embargo, ello no es suficiente. Si partimos de la premisa de que el matrimonio lo que genera es una comunidad de vida material y espiritual entre los cónyuges fundada en el afecto recíproco, los tiempos están ya maduros para que se internalice, como señala Grondona (2016), que “la materia matrimonial debería ser el ejemplo de la disponibilidad, porque la intervención jurídica puede solo ofrecer una vía de salida (lo más posible rápida) a esa mutación no tanto de sentimiento sino de aceptación existencial del otro/a” (p. 36).
En tal línea, si bien nuestra Constitución, en su artículo 4, señala que la comunidad y el Estado “protegen a la familia y promueven el matrimonio”, tal “promoción” no puede llegar al mantenimiento forzado un vínculo matrimonial que en la realidad ha perdido ya todo fundamento. Tal como lo señala Fernández Revoredo (2001):
Es esencial en toda sociedad democrática el respeto a los derechos humanos y uno de los principios que los fundamentan es el de la llamada autonomía individual, que no es otra cosa que la consideración de que todo ser humano es libre de realizar el plan de vida que desee. Nosotros ubicamos la decisión de elegir a una pareja para contraer matrimonio dentro del campo de la autonomía individual. Pero también ubicamos dentro de ese principio, a la decisión individual de romper con dicho vínculo.
La protección de la familia no se logra con la restricción al divorcio. Pensar que porque a toda costa se mantiene un vínculo matrimonial la familia será armónica, nos parece una ingenuidad. Las investigaciones, por ejemplo, en materia de violencia familiar, revelan que la familia y el hogar suelen ser en muchos casos espacios inseguros, de violación a los derechos fundamentales y que dan origen a las llamadas familias disfuncionales, cuyos hijos de adultos y cuando formen una familia, pueden incurrir en los mismos patrones de conducta que sus padres. En consecuencia, debemos tener una visión menos idealizada y más real de la familia. (p. 5) (el resaltado es nuestro)
El propio Tribunal Constitucional, en el ya lejano 1997, al declarar la inconstitucionalidad (en parte) del artículo 337 del Código Civil, esto es aquel en el que se establecía que la sevicia, la injuria grave y la conducta deshonrosa como causales de separación de cuerpos (léase, de divorcio) debían ser apreciadas por el juez “teniendo en cuenta la educación, costumbre y conducta de ambos cónyuges”, precisó que:
El Tribunal no considera legítima la preservación de un matrimonio cuando para lograrla, uno de los cónyuges deba sufrir la violación de sus derechos fundamentales, derechos que son inherentes a su calidad de ser humano.
En buena cuenta, con esa sentencia el Tribunal Constitucional reconoció que “ante la colisión entre la finalidad de promover el matrimonio y los derechos fundamentales de las personas, estos tienen un mayor contenido valorativo y constituyen finalidades más altas y primordiales que la conservación del matrimonio” (Fernández Revoredo, 2002, p. 121).
Con todo, el dato decisivo que hace anacrónica la concepción de la indisponibilidad del vínculo matrimonial lo proporciona el propio derecho positivo: la Ley Nº 29227 en virtud de la cual los cónyuges, tras haber transcurrido dos años desde la celebración del matrimonio, pueden lograr, a través del procedimiento previsto por la ley, la disolución extrajudicial del vínculo matrimonial.
Si tiene en cuenta este dato, no se puede seguir repitiendo que “la destrucción del vínculo no depende de la voluntad de los contrayentes, sino que depende de la sociedad que recoge y tiene en sí el poder de proteger esos derechos y esas obligaciones que se derivan del matrimonio” (Plácido Vilcachagua, 2001, p. 8).
De hecho, desde la vigencia de la Ley Nº 29227 no solo el vínculo matrimonial es “destruible” por la voluntad concorde entre los cónyuges, sino que todos los derechos y todas las obligaciones derivadas del matrimonio pueden ser objeto de acuerdo entre las partes, pues para acceder a la disolución extrajudicial del matrimonio se exige que ya esté previamente “arreglada” la situación patrimonial entre los cónyuges y, cuando se tengan “hijos menores o con discapacidad”, tengan resuelto (ya sea por resolución judicial o, hay que evidenciar, por conciliación extrajudicial) todo lo atinente a los regímenes del ejercicio de la patria potestad, de alimentos, de tenencia y del régimen de visitas de aquellos.
Por tanto, a la luz de este dato del propio derecho positivo no es posible seguir repitiendo que el vínculo matrimonial es “indisponible”. Sostener hoy la indisponibilidad resulta un simple anacronismo producto del viejo sesgo ideológico-cultural subyacente a la concepción, más que superada, de la indisolubilidad del matrimonio.
III. El allanamiento en los procesos de divorcio-remediales (imposibilidad de hacer vida en común y separación de hecho): escenarios
1. La inequívoca procedencia del allanamiento tras los dos años de la celebración del matrimonio
En la medida en que contamos con la posibilidad de divorciarse extrajudicialmente, si uno de los cónyuges demandara el divorcio fundándose en la de imposibilidad de hacer vida en común o la causal de separación de hecho, y la parte demandada se allanara, ¿cuál sería la razón para desaprobar el allanamiento si los propios cónyuges habrían podido resolver su situación en vía extrajudicial?, ¿podría siquiera pensarse que pudiendo los cónyuges, sin expresión de causa, llegar a la disolución del vínculo de manera extrajudicial, intentaran hacer un “fraude a la ley” a través del proceso? No tiene ningún sentido.
Ciertamente, cuando objetivamente hayan transcurrido dos años desde la celebración del matrimonio, el proceso de divorcio ha dejado de ser un proceso constitutivo “necesario”. Si esto es así, como es indudable que lo es, debe considerarse desmoronada la “característica” esencial de los procesos constitutivos necesarios: la ineficacia de los actos dispositivos de la parte demandada, esto es, del allanamiento, de la admisión de los hechos alegados por la parte demandante (a los efectos de su exclusión del tema de prueba) y de la declaración confesoria en sede de actuación probatoria.
2. La procedencia del allanamiento antes de los dos años de la celebración del matrimonio
Más complejo es el escenario en el que aún no hayan transcurrido los dos años de la celebración del matrimonio, pues los cónyuges todavía no han adquirido el derecho de disolver extrajudicialmente su vínculo.
En estos casos, de presentarse la crisis en la pareja, el cónyuge interesado en el divorcio o espera pacientemente que se venzan los dos años desde la celebración del matrimonio para intentar llegar a un acuerdo con su consorte o demanda ya el divorcio fundándose en la (remedial) imposibilidad de hacer vida en común. En este último escenario, ¿sería procedente el allanamiento del demandado?
Si se tiene presente la lógica que subyace al divorcio como remedio frente al fracaso de la vida conyugal, nada debería impedir la aprobación del allanamiento, en cuanto el propio cónyuge demandado con este acto acepta el fracaso, que la convivencia como pareja ya no es factible, que las cosas ya no van más como pareja, que el affectio maritalis se acabó, por lo que el divorcio es inevitable y es lo más beneficioso para ambos.
En este escenario, aceptar que el juez declare la disolución del vínculo matrimonial en virtud del allanamiento del cónyuge demandado, esto es, sin entrar al análisis de los hechos y la actuación de las pruebas que pudieran haberse ofrecido, solo plasma el deseo del cónyuge demandado de culminar lo más pronto posible con esa etapa –se quiera o no– muy dolorosa de fracaso personal y social.
Negar que solo porque no han transcurrido dos años desde la celebración del matrimonio el allanamiento no proceda, es soslayar que si ya de por sí es duro asumir que uno se equivocó en una decisión tan trascendental como es la elección de la persona con la que uno decidió compartir su vida, ver a su costado todas las mañanas, tener y criar hijos, etc., es contrario a los principios constitucionales de libertad y del libre desarrollo de la personalidad, pues se está impidiendo a una pareja que ya ha perdido el afecto recíproco pueda encontrar una solución pacífica a su crisis y, por el contrario, se constriñe a los cónyuges a litigar y, como tal, a acrecentar la ya deteriorada relación existente entre ellos.
Ciertamente, existe el riesgo de que el allanamiento en un proceso de divorcio por la causal de imposibilidad de hacer vida en común pueda utilizarse como un “artificio” de los cónyuges para obtener la disolución del vínculo antes de que se venzan los dos años desde la celebración del matrimonio.
Sin embargo, sostener que no debe permitirse el allanamiento en este tipo de procesos por este motivo, es decir, porque con ello se permitiría que las personas pudieran hacer mal uso, no parece que sea un argumento convincente, pues lo que ocurre generalmente es que las nupcias se contraen por amor, pero durante la convivencia los cónyuges se dan cuenta de que no funcionan como pareja, que el amor no es suficiente o que se ha acabado. En esta situación, el Estado no tendría por qué imponer un tiempo mínimo de duración para la relación matrimonial para habilitar su disolución judicial.
Conclusión
En nuestros días ya no se concibe la posibilidad de que el legislador pueda imponer modelos y formas de vida, obstruyendo la libre determinación, elección y materialización de los planes de cada quien. Ello es contrario a las directrices del Estado constitucional de Derecho y del Derecho de Familia contemporáneo, que ha ido paulatinamente perdiendo su carácter publicístico-estatalista reconociendo, paso a paso, la preponderancia de la autonomía privada de los cónyuges.
A la luz de los principios constitucionales de protección de la dignidad humana, de libertad y de libre desarrollo de la personalidad, cuando en los procesos de divorcio por causales remediales se produzca el allanamiento del demandado, no debería ponerse obstáculos a su eficacia, brindando a los cónyuges en crisis una salida de su situación lo menos traumática posible, para el bien no solo de ellos, sino también, de haberlos, de los hijos menores que no tienen por qué padecer por los enfrentamientos de sus padres.
Referencias bibliográficas
Espinoza Espinoza, J. (2015). Introducción al Derecho Privado. Los principios contenidos en el Título Preliminar del Código Civil (4ª ed.). Lima: Instituto Pacífico.
Fernández Revoredo, M. (2001). Una reflexión sobre el divorcio en el Perú. A propósito de la iniciativa de incorporación de nuevas causales de separación y divorcio. Legal Express, 1(6).
Fernández Revoredo, M. (2002). La familia vista a la luz de la constitución y los derechos fundamentales: Aproximación a un análisis crítico de las instituciones familiares. Foro Jurídico, 1(2).
Grondona, M. (2016). Residenza familiare e ‘doveri’ di coabitazione dei coniugi: tra autonomia coniugale condivisa e protezione ordinamentale. En La casa familiare nelle esperienze giuridiche latine. Nápoles: Edizioni Scientifiche Italiane.
Plácido Vilcachagua, Á. (2001). Divorcio, reforma del régimen de decaimiento y disolución del matrimonio. Lima: Gaceta Jurídica.
Rimini, C. (2016). Il nuovo divorzio. En Trattato di Diritto Civile e Commerciale. La crisi della famiglia (Vol. II). Milán: Giuffrè.
_____________________
* Magíster en Derecho Procesal por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Abogada asociada en el Estudio Rafael Prado - Litigio judicial y arbitral.
[1] El Decreto Legislativo Nº 310 fue preparado por la misma Comisión Revisora del Proyecto de Código Civil, lo que revela que tal Comisión también era de tendencia antidivorcista.
[2] Conforme al Reglamento de la Ley Nº 27495 (D.S. Nº 009-2008-JUS), es posible otorgar poder especial para estos procedimientos. Así dispone su artículo 15: “Poder por escritura pública con facultades específicas. Los cónyuges podrán otorgar poder por escritura pública con facultades específicas para su representación en el procedimiento no contencioso de separación convencional y divorcio ulterior en las municipalidades y notarías regulado por la ley, el mismo que deberá estar inscrito en los Registros Públicos”. Por tanto, a la audiencia puede bien asistir el apoderado.