Coleccion: Gaceta Civil - Tomo 76 - Articulo Numero 11 - Mes-Ano: 10_2019Gaceta Civil_76_11_10_2019

La impugnación del reconocimiento de paternidad demandada por el propio reconociente

Santos Eugenio URTECHO NAVARRO*

RESUMEN

El autor analiza el tema tres discutido en el Pleno Jurisdiccional Nacional de Familia, llevado a cabo los días 22 y 23 de julio de 2019 en la ciudad de Ayacucho, el cual incidía en la posibilidad o no de que el sujeto que llevó adelante un acto de reconocimiento pueda, ulteriormente, cuestionar dicho proceder a través de una pretensión impugnatoria. Al respecto señala que, atendiendo a la base volitiva de todo acto jurídico, que incide en el discernimiento, la libertad y la intención, es admisible que el reconociente cuestione el reconocimiento cuando este descubra la ausencia de una verdad biológica que la sustente.

MARCO NORMATIVO

Código Civil: arts. 390, 391, 395 y 399.

PALABRAS CLAVE: Impugnación de paternidad / Reconocimiento / Acto jurídico / Voluntad / Tutela procesal efectiva

Recibido: 11/09/2019

Aprobado: 26/09/2019

I. Problemática en debate

“¿Puede interponer una demanda de impugnación de reconocimiento el propio reconociente (persona que practicó el reconocimiento)?”. Esta interrogante ha sido planteada, y desarrollada su absolución, como “Tema 3” del denominado “Pleno Jurisdiccional Nacional de Familia” llevado a cabo el 22 y el 23 de julio de 2019 en Ayacucho, organizado por la Unidad de Plenos Jurisdiccionales y Capacitación del Centro de Investigaciones Judiciales del Poder Judicial, conjuntamente con la Comisión Permanente de Acceso a la Justicia de Personas en Condición de Vulnerabilidad y Justicia en tu Comunidad; y, sobre su realización, en su documento de presentación, se indica que “se ejecuta amparado en lo dispuesto por el artículo 116 del Texto Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial, y, por su trascendencia, reúne a jueces superiores de toda la república”.

Es importante acotar que el título consignado para la organización y convocatoria del “Pleno Jurisdiccional Nacional de Familia” que se le dio al “Tema 3” en referencia tiene como nomenclatura: “La impugnación del reconocimiento: legitimidad para incoar dicha acción, la irrevocabilidad del reconocimiento y cuando debe preferirse la identidad dinámica del menor”; contenido que otorga un panorama más claro que el texto de la “pregunta problematizadora” a la que se dio respuesta en el acuerdo por mayoría al que se arribó, ya trascrita en el párrafo precedente.

En dicho cónclave se ha concluido, aprobando por mayoría la primera ponencia:

La persona que realiza el reconocimiento, se encuentra legitimado para demandar la impugnación de paternidad del hijo extramatrimonial, ya que su manifestación de voluntad al reconocer la filiación no corresponde con la verdad biológica; por lo que no podría negársele el acceso a la justicia ni su derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, permitiéndose dar solución a la discordancia entre la voluntad declarada del padre legal que no conocía el origen genético del hijo reconocido y la verdad biológica determinada mediante la prueba de ADN, situación que de una aplicación literal del artículo 395 del Código Civil implica una restricción de derechos paterno filiales y el derecho a la identidad.

La citada postura vencedora, se ha sustentado,

(…) en la Sentencia de Vista N° 124-2016, de fecha catorce de marzo de dos mil dieciséis, recaída en el Exp. N° 02335-2013, de la Sala Civil Permanente de la Corte Superior de Justicia de Junín, según la cual la persona que practica el reconocimiento, se encuentra legitimada activamente para demandar impugnación de paternidad del hijo extramatrimonial, ya que su manifestación inicial al practicar el reconocimiento no correspondería con la verdad biológica; por lo tanto, no podría negársele el acceso a la tutela jurisdiccional efectiva para dar solución a la discordancia entre la voluntad declarada de un hijo extramatrimonial, de quien no conocía que no era realmente su hijo y la verdad biológica determinada mediante la prueba de ADN a efectos de establecer el vínculo filial del menor.

Agregándose a ello que:

(…) es en dicha circunstancia que se cuestiona el acto de reconocimiento voluntario, en que la voluntad inicial del declarante, en la creencia que el reconocido era realmente su hijo, cuando en realidad no era el padre, se advierte que el artículo 395 del Código Civil restringe el derecho de tutela jurisdiccional efectiva del demandante, así como el derecho a la identidad del menor que justifica que conozca a su verdadero progenitor, cuando se haya demostrado que no existe nexo biológico entre el demandante y el menor conforme se acredita con la pericia de ADN.

Por su parte, la ponencia no vencedora (segunda ponencia), declaraba que: “La legitimidad para interponer la demanda prevista en el artículo 399 del Código Civil, está reservada, entre otros, al padre que no intervino en el reconocimiento; estando restringido, limitado o prohibido de ejercer la pretensión aquel padre que practicó el reconocimiento”; y se ha sustentado en que:

(…) la legitimidad para interponer la demanda de impugnación de reconocimiento según el artículo 399 del Código Civil, está reservada, entre otros, al padre que no intervino en el reconocimiento, estando por lo que el padre que practicó el reconocimiento se encuentra limitado, restringido o prohibido de ejercer su pretensión. Así, según la Sentencia de Vista N° 054-2015, de fecha cuatro de marzo de dos mil quince, recaída en el Exp. N° 0545-2012, de la Primera Sala Civil de la Corte Superior de Justicia de Arequipa, solo se encontraría (sic) facultado a impugnar la paternidad el padre que no intervino en el reconocimiento, y no aquel que efectuó el reconocimiento a favor del menor; en igual sentido señala la Consulta N° 17081-2018-Junín, de fecha 8 de agosto de 2018, de la Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente de la Corte Suprema de Justicia, cuando en su Fundamento 7.3. advierte que de la lectura del artículo 399 del Código Civil se precisa quienes son los sujetos que eventualmente podrían impugnar un reconocimiento de paternidad y señala además que la norma efectúa una numeración restringida, que no incluye a la persona que realizó dicho reconocimiento.

Se agrega que esta segunda ponencia,

(…) parte en considerar que cuando se objeta la identidad de una persona se tiene que valorar tanto el cariz estático como el dinámico del referido derecho fundamental y no puede justificarse solo en el dato genético, pues ello implicaría olvidar que el ser humano se hace a sí mismo en el proyecto continuo que es su vida.

Y se adiciona que esta postura,

(…) además considera que detrás de la regla de la irrevocabilidad del reconocimiento de hijo extramatrimonial no existe un mero capricho del legislador por restringir la libertad de quien reconoció de desdecirse o retractarse posteriormente de su voluntad inicial, sino una meditada ponderación del legislador de los efectos que puede producir esta destrucción del vínculo jurídico de filiación sobre el desarrollo del hijo reconocido –casi siempre un menor– y el impacto que la reiteración de este tipo de circunstancia tendría en la familia y la sociedad (11° Fundamento de la Casación Nº 1622-2015- Arequipa); irrevocabilidad del reconocimiento que también se encuentra plasmada en la Casación N° 3797-2012-Arequipa, salvo situaciones especiales límites que analizar (16° Fundamento).

II. Los plenos jurisdiccionales

Antes de entrar más a fondo sobre los temas centrales de la problemática ya referida en el punto precedente, se considera oportuno advertir algo –ya dicho en otros espacios desde hace algunos años– con respecto a los “plenos jurisdiccionales”, ya sean estos distritales o nacionales, o incluso a veces regionales. Si bien dichas reuniones de jueces superiores merecen total atención y firme respeto, y lo que en ellas se discute o trata goza de especial relevancia en aras no solo de enriquecer el Derecho, sino en particular, de propender a uniformizar criterios para la resolución de las múltiples controversias que a diario se ventilan en la jurisdicción ordinaria, no ha de perderse de vista que carecen de carácter vinculante que fluya de respaldo normativo.

Haciendo un parangón a partir de la última línea precedente, recuérdese que el caso de los “plenos casatorios” es notablemente distinto, empezando por el respaldo y regulación legal explícitos que tienen estos, y de lo cual fluye precisamente su carácter vinculante, al alcanzar el producto “precedente judicial”, además del elemento funcional –rango supremo de sus integrantes–, así como que son emitidos en una resolución sentencial que pone fin a un proceso judicial referido a un caso concreto; a diferencia de los “plenos jurisdiccionales”, que no fluyen de un proceso ni –pese a su nombre– son emitidos en el ejercicio de actividad jurisdiccional propiamente dicha, y cuyo respaldo normativo existe –sí– en el artículo 116 del Texto Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial, empero en este apenas se indica que “los integrantes de las Salas Especializadas, pueden reunirse en plenos jurisdiccionales nacionales, regionales o distritales a fin de concordar jurisprudencia de su especialidad, a instancia de los órganos de apoyo del Poder Judicial”; pero el sustento de un –tibio– carácter vinculante suele ser infralegal –administrativo–, y no necesariamente de alcance general. Además, es de destacarse que, conforme a lo establecido en los dos primeros párrafos del artículo 400 del Código Procesal Civil –modificado por el artículo 1 de la Ley Nº 29364 del 27 de mayo de 2009–, “la Sala Suprema Civil puede convocar al pleno de los magistrados supremos civiles[1] a efectos de emitir sentencia que constituya o varíe un precedente judicial”; y, que “la decisión que se tome en mayoría absoluta de los asistentes al pleno casatorio constituye precedente judicial y vincula a los órganos jurisdiccionales de la República, hasta que sea modificada por otro precedente”.

Como se sabe, se han celebrado diez plenos casatorios civiles, de los cuales el primero (22 de enero de 2008) y el segundo (23 de octubre de 2008) se hicieron bajo la vigencia del texto originario del citado artículo 400, en que al producto se denominada “doctrina jurisprudencial”, así como se contemplaba reunión de Sala Plena y no solo de los magistrados de las salas civiles; y, desde el tercero (18 de marzo de 2011) hasta el décimo (13 de septiembre de 2018) se realizaron ya bajo la vigencia del texto modificado por el artículo 1 de la Ley Nº 29364, en que el producto se denomina “precedente judicial” y –recuérdese– “vincula a los órganos jurisdiccionales de la República, hasta que sea modificada por otro precedente”. Este carácter erga omnes, en tanto que se encuentra explícitamente atribuido por el tenor legal en comentario, ostenta mayor respaldo y protección en lo normado en el artículo 386 del Código Procesal Civil –modificado también por el artículo 1 de la Ley Nº 29364 del 27 de mayo de 2009–, en que se establecen las causales del recurso de casación, precisándose que este “se sustenta en la infracción normativa que incida directamente sobre la decisión contenida en la resolución impugnada o en el apartamiento inmotivado del precedente judicial” –y mención similar se tenía en el texto original de este artículo con respecto a la denominada “doctrina jurisprudencial”–.

Los “plenos jurisdiccionales”, en cambio, resultan siendo muchos más, tanto en número como en variedad temática, volviendo a mencionar que no siempre tienen alcance nacional, ya que pueden ser también regionales o distritales, pero se recalca que no existe disposición legal alguna que le confiera carácter vinculante. No obstante, esta carencia de mérito oficial suele suplirse con una situación eminentemente fáctica de posición o de número; es decir, los jueces superiores que han participado en los plenos jurisdiccionales, y más aún si han votado por la postura mayoritaria que finalmente determinó la adopción de la conclusión imperante, extenderán ese criterio consensuado –o democratizado– a cada caso en el que tengan que resolver una situación referida al tema concluido en el pleno jurisdiccional de que se trate, resultando esto legítimo en aras de la uniformización de criterios jurisprudenciales, aunque no legal[2] en cuanto al factor vinculante. Precisamente por esto último es que, por su lado, los jueces superiores que no votaron por la postura mayoritaria que finalmente determinó la adopción de la conclusión imperante bien –o mal– podrían “no acatar” lo concluido, no aplicarlo, y ello no implicaría que –como en el precedente judicial– deban fundamentar suficientemente el motivo del apartamiento, ni tampoco que tal distanciamiento pueda ser empleado como sustento del eventual recurso de casación por la parte que se considere afectada con la decisión de segundo grado.

En este correlato, resulta –siempre– interesante lo opinado por Ninmanacco Córdova (2016) sobre los plenos jurisdiccionales, en el sentido de que “la presunta ausencia de fuerza obligatoria no es el único factor que explica el poco interés que les brinda nuestra comunidad jurídica”, sino que “ocurre también que su regulación no parece resultar precisa o clara para los operadores jurídicos”; y, grafica esta situación indicando que “en los materiales de trabajo del último pleno jurisdiccional civil nacional se dice que los plenos jurisdiccionales civiles implican un debate que permite ‘cumplir con la función de resolver los conflictos e incertidumbres jurídicas sometidas a la justicia ordinaria, lo cual fortalecerá sin lugar a duda la seguridad jurídica del país sobre la base de la predictividad de las resoluciones judiciales’. Es decir, solo se dice que los plenos jurisdiccionales coadyuvan a la seguridad jurídica, confiriendo predictividad a las resoluciones judiciales”; agregando que “esto, como se comprenderá, es demasiado impreciso y gaseoso”, ya que “lo que se necesita es saber el funcionamiento concreto de los acuerdos de un pleno jurisdiccional civil, de cara a la solución de casos por parte del juez”; y que, “de no satisfacerse esta necesidad, los plenos jurisdiccionales civiles no pasarán de ser más que una figura decorativa” (p. 8).

III. La perspectiva de la manifestación de voluntad

Como ya se ha anotado supra en el punto I, en el “Pleno Jurisdiccional Nacional de Familia” llevado a cabo el 22 y el 23 de julio de 2019 en Ayacucho se ha concluido, aprobando por mayoría la primera ponencia:

La persona que realiza el reconocimiento, se encuentra legitimado para demandar la impugnación de paternidad del hijo extramatrimonial, ya que su manifestación de voluntad al reconocer la filiación no corresponde con la verdad biológica; por lo que no podría negársele el acceso a la justicia ni su derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, permitiéndose dar solución a la discordancia entre la voluntad declarada del padre legal que no conocía el origen genético del hijo reconocido y la verdad biológica determinada mediante la prueba de ADN, situación que de una aplicación literal del artículo 395 del Código Civil implica una restricción de derechos paterno filiales y el derecho a la identidad.

Esta ponencia que invoca sustento “en la Sentencia de Vista N° 124-2016, de fecha catorce de marzo de dos mil dieciséis, recaída en el Exp. N° 02335-2013, de la Sala Civil Permanente de la Corte Superior de Justicia de Junín”, desde la cual se agrega a lo ya expuesto que:

(…) es en dicha circunstancia que se cuestiona el acto de reconocimiento voluntario, en que la voluntad inicial del declarante, en la creencia que el reconocido era realmente su hijo, cuando en realidad no era el padre, se advierte que el artículo 395 del Código Civil restringe el derecho de tutela jurisdiccional efectiva del demandante, así como el derecho a la identidad del menor que justifica que conozca a su verdadero progenitor, cuando se haya demostrado que no existe nexo biológico entre el demandante y el menor conforme se acredita con la pericia de ADN.

Entonces, de lo normado en el citado artículo 395 del Código Civil se tiene que “el reconocimiento no admite modalidad y es irrevocable”; texto normativo escueto del que ha de quedar meridianamente claro que la ratio essendi orientada por el codificador de 1984 radica en la necesidad de que la manifestación de voluntad del reconociente sea incondicional e irreversible, revistiéndola como un acto jurídico puro y de efectos perpertuos. Pero ¿siempre debe tener una interpretación en sentido unidireccional? Es decir, resulta obvio que la esencia normativa anotada busca de modo tajante la protección del reconocido, y que esta sea pétrea, así como busca eliminar que el reconociente esté imbuido de intereses subjetivos o meramente complacientes que resulten en contra del reconocido. Sin embargo, también resulta obvio que hacia 1984, y las décadas previas –en que se preparaba el texto del artículo en mención–, una prueba de marcadores genéticos con la cual se pueda verificar y contrastar el código genético y el ácido desoxirribonucleico entre reconociente y reconocido no necesariamente era una opción latente, palpable, asequible y eficiente en el grado de los tiempos actuales.

En este correlato, no piérdase de vista que en el artículo 390 del mismo Código Civil se establece que “el reconocimiento se hace constar en el registro de nacimientos, en escritura pública o en testamento”, así como que en su artículo 391 se precisa que “el reconocimiento en el registro puede hacerse en el momento de inscribir el nacimiento o en declaración posterior mediante acta firmada por quien lo practica y autorizada por el funcionario correspondiente”. Esto se trae a colación solo para que quede claro que el reconocimiento en tratamiento constituye a todas luces un acto jurídico unilateral, formal y declarativo –además de puro y con efectos perpetuos, como fluye del ya tratado artículo 395–, y que, como todo acto jurídico, su esencia depende de la manifestación de voluntad, la cual debería estar determinada conjuntivamente por el discernimiento, la libertad y la intención del declarante, componentes estos que revisten equitativa, trascendente y sustancial importancia, y para los cuales, en particular para la intención, constituye un factor condicionante el conocimiento de la realidad, pero realidad diáfana.

En concreto, y sobre el soporte de la buena fe, el reconociente declara su voluntad de reconocer a quien, asume, es su hijo biológico, declaración para la cual ha debido tener un conocimiento previo, aunque sea subjetivo o periférico, de que en efecto es el progenitor; tal conocimiento es el que determina su intención, la cual se configura sobre la base de una realidad que, en tanto corresponde a un tema sensible y álgido, no necesariamente siempre –quizá las menos de las veces– va a ser contrastada o corroborada con una evaluación científica de marcadores genéticos; es decir, habría de prevalecer más la intuición y la confianza que la certeza y la ciencia, pero que, como fuere, sirven para configurar la intención como elemento volitivo, en tanto que se adiciona a ello las circunstancias previas y particulares del caso, como son las relaciones coitales que habría tenido que sostener con la progenitora; elemento intención que complementado con el elemento libertad para tomar la decisión y declararla, así como con el elemento discernimiento para determinar que su intención es moralmente correcta, constituyen la conformación de su voluntad de reconocimiento de la paternidad, la que es declarada con esa base conjugada.

En este punto, resulta interesante citar a Rescigno (1997) con respecto a su visión de la voluntad y la declaración, quien anota que:

(…) las escuelas jurídicas, tanto la del derecho natural como la histórica, concluían reconociendo un “poder creativo de derecho a la voluntad de los sujetos privados, y a la libertad que consideraban haber descubierto y de deber colocarla en la raíz del querer”. [De ahí] que se convirtieran en clásicas las definiciones del negocio jurídico como “declaración de voluntad”. A esta definición se añadía el que la voluntad que se manifestaba debería dirigirse hacia una finalidad garantizada por la ley. Es en este punto que surgía el problema, siempre repropuesto, respecto a cada manifestación de voluntad privada en cuanto al problema entre el querer del individuo y el ordenamiento general de la comunidad. (pp. 291-292).

Así:

[E]n los inicios, la fórmula de la “declaración de voluntad” se centró y estuvo atenta a su contenido, es decir, a la voluntad, más que a las formas exteriores, o sea, a la declaración, a través de los cuales se realizan los actos de autonomía. En este sentido, la preocupación que se advertía era la de asegurar la plenitud y la pureza de la libertad. Una serie de factores, como los desarrollos sucesivos de las relaciones económicas, llevaron rápidamente a una radical mutación de perspectiva. Fue así que frente a la voluntad prevaleció la consideración del objetivo o valor de la declaración como racionalmente el destinatario la había recibido y podía entenderla. Se pasa, así, de una teoría llamada de la voluntad a otra denominada de la declaración. (p. 292).

Rescigno (1997) expresa también que:

(…) las dos definiciones más conocidas, la antigua y la otra más bien habitual en los textos recientes, no son incompatibles, ya que “la primera se refiere a la estructura, mientras que la segunda está atenta a la función de los negocios”. En este sentido, la vieja doctrina veía el negocio jurídico como una declaración de voluntad dirigida a una finalidad garantizada por la ley. Las visiones más modernas, en cambio, insisten en la eficacia del acto –en que se evidencia la autonomía de la voluntad– para los sujetos que dan origen al negocio y sobre el vínculo “que limita la libertad de acuerdo a los preceptos legales”. [Adicionalmente a ello], la palabra “autonomía” asume diversos significados, los que merecen una especial consideración. Los significados que surgen son principalmente dos: el que “la imposición del vínculo deriva de la voluntad de los interesados” y el que el acto “no puede producir vínculos, más en general no puede incidir sobre esferas jurídicas extrañas a los sujetos que lo cumplen”. Otro y preliminar significado de la palabra “autonomía” se “resuelve en la libertad de los sujetos privados, respecto a los derechos sobre los que incide el acto, en cuanto al cumplimiento del acto y al modo de originarlo”. (p. 294).

Y, un punto palmariamente contundente para la realidad en comento que se extrae de la cita a Rescigno (1997), es que él sostiene que:

(…) la plenitud de la libertad, vista sobre todo los aspectos en que se compromete, constituye una hipótesis de escuela sin comprobación en la realidad. (…) el reafirmar la autonomía de los sujetos privados y la libertad como “el principio” o “la regla” del sistema no es, sin embargo, un planteamiento puramente ideal, privado de valor práctico. [El sentido concreto, es que] las limitaciones, singularmente y consideradas en su conjunto, son la excepción y, por lo tanto, no pueden ser introducidas o extenderse fuera de las materias y de los casos en los que son previstas. (pp. 294-295).

En complemento con lo anterior, resulta interesantemente contundente también lo expuesto por el jurista universal Fernández Sessarego (2000) –ahora lumbrera inmortal–, en el sentido de que,

(…) cuando nos referimos al acto “jurídico” como un acto “voluntario” estamos haciendo dos simultáneas afirmaciones. La primera, que el acto “jurídico”, como cualquier otro acto, es una expresión contemporánea de la libertad que es mi existencia y, la segunda, que la voluntad no se presenta o se da solitaria, sino que se manifiesta conjuntamente con todas las demás potencias de mi psique. Es decir, con el discernimiento o inteligencia y con nuestros sentimientos o pasiones. (…) lo expresado anteriormente significaría, en primer término, que cuando decimos que el acto jurídico es un acto “voluntario”, estamos afirmando, implícitamente, que es la expresión fenoménica, es decir, en el mundo exterior, de la libertad ontológica en cuanto pura decisión o elección. En otros términos, aludimos a que se trata de la libertad hecha acto. El acto “voluntario” es, de suyo, un acto que es expresivo de la libertad. Estimamos que debemos tener presente esta situación cuando, en otra sede y en otra ocasión, analicemos los supuestos, elementos y requisitos del acto “jurídico”. Si es que este aún conserva vigencia. [Debiendo quedar claro, entonces, que] el acto “voluntario” se distingue de la espontaneidad “no voluntaria” en que esta última es conciencia puramente irreflexiva de motivos, mientras que para el acto voluntario se requiere de una conciencia reflexiva que perciba el móvil como objetivo. En el acto voluntario están presentes dichos elementos. (p. 33).

Todo este panorama conceptual y dogmático hace consolidar el planteamiento de que, para el caso de la declaración de voluntad de reconocimiento de paternidad –en tanto acto jurídico–, esta ha de estar soportada en discernimiento, libertad e intención, como elementos conjuntivos e ineluctables, pero que además deben –estos– recalar en una plataforma colocada sobre la realidad fidedigna y certera de los hechos, porque sobre ella es que se formará la voluntad del posterior declarante, voluntad determinada por la intención configurada, intención nutrida del conocimiento y de las creencias previas o coetáneas que se tengan en el marco de la relación jurídica que circunda a dicha determinación. Lo más lógico, y justo, resulta siendo que si tal realidad resulta que no era fidedigna o que no era certera –como lo es el hecho concreto de que a partir de una prueba de ADN se alcance a conocer que el vínculo biológico preinstituido no era tal–, la declaración de voluntad emitida sobre esa realidad no surta más efectos, ya que la voluntad formada tampoco será fidedigna ni certera, la intención que determinó dicha voluntad habrá estado indebida o incorrectamente nutrida de conocimiento inexacto o de creencias falaces en el marco de la relación jurídica circundante. Incluso –para el caso en comentario–, no se trataría solo de que la declaración de voluntad emitida sobre esa realidad no fidedigna ni certera no surta más efectos, sino que los que ya habría producido sean revertidos, desaparezcan del ámbito jurídico, y vuelvan las situaciones y relaciones al estado inmediato previo al de tal declaración de voluntad, porque el acto jurídico –de reconocimiento– no solo estará sustentado en algo no real o no cierto, sino que los efectos que pueda seguir causando en caso se insista en mantenerlo o conservarlo podrían ser negativamente drásticos más allá de la esfera del propio declarante, afectando con mayor grado incluso al supuesto favorecido con tal declaración, ya que se trastocaría bienes jurídicos de especial y suprema tutela, como son su identidad, su integridad, el desarrollo de su personalidad, entre otros.

IV. La legitimidad para invocar la impugnación del reconocimiento

En el artículo 399 del Código Civil se establece que “el reconocimiento puede ser negado por el padre o por la madre que no interviene en él, por el propio hijo o por sus descendientes si hubiera muerto, y por quienes tengan interés legítimo, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 395” del mismo Código. Es evidente que, salvo la última mención alternativa de dicho enunciado normativo, los sujetos titulares de legitimidad para obrar con respecto a la pretensión llamada “negación del reconocimiento” o “impugnación del reconocimiento” están definidos; pero ¿se encuentra excluido de dicha titularidad el reconociente? Es palmario que no se tiene una exclusión explícita, sin embargo ¿cabe interpretación excluyente, máxime si se tiene la frase “por quienes tengan interés legítimo”? Por el contrario, ¿no es precisamente dicha mención la que permitiría considerar que el declarante que reconoció la paternidad con conocimiento inexacto o con creencias falaces sobre su vinculación biológica tenga interés legítimo en que ello sea revertido?

Más allá de la nomenclatura “impugnación” o “negación” del reconocimiento, de lo que se trata es de un cuestionamiento del reconocimiento, para lo cual –quizá– el primer término anotado resultaría más adecuado, en tanto implica que lo que se pretende es la eliminación de los efectos que ha producido la declaración de voluntad de reconocimiento de paternidad, eliminación que conlleva reversión al statu quo existente antes de haberse producido tal declaración. Tal vez, de una lectura lineal del citado artículo 395, se tienda a establecer que únicamente sujetos extrínsecos al declarante reconociente son quienes ostentan legitimidad para invocar la impugnación del reconocimiento; pero ello solo tendría asidero inmutable en caso tal declarante hubiere efectuado el reconocimiento a sabiendas de que no es el progenitor o de que no tiene vínculo biológico directo con el reconocido, por lo que, ostentando la verdad alguno de los sujetos considerados por el enunciado normativo, resulta con clara logicidad que esté premunido de legitimidad para acreditar dicha verdad y conseguir la declaración estatal de ineficacia de tal reconocimiento. Es decir, justifica la legitimidad en referencia el engaño originario que proviene de la declaración del reconociente.

En el caso de un declarante que reconoce la paternidad por supuesto conocimiento, o por inexactitud de este, o por creencia falaz, puede o no haber engaño, puede –tal vez– tratarse de una confusión, pero, en caso esté presente el engaño, este no sería originario en tanto no provendría del declarante, o su intención no estaría imbuida de ánimo de engañar, sino que tal engaño sería periférico, externo, ya que provenga de la progenitora, o ya que se haya formado a partir de imprecisiones en las relaciones intersubjetivas conexas al declarante. Esa voluntad afectada con factores externos que configuran que no haya fidelidad entre la intención y la declaración es la que habría de resultar aclarada –y, por cierto, contrarrestada– con una prueba tan contundente como la de los marcadores genéticos o de contraste del ácido desoxirribonucleico entre el reconociente y el reconocido. Ello es mérito suficiente para que el equívoco declarante del reconocimiento ostente legítimo interés en la impugnación de su propio reconocimiento, por ende, mérito que configura su legitimidad para obrar como sujeto activo de la relación en la cual el órgano jurisdiccional podría estimar la impugnación mediando la probanza adecuada y certera del verdadero vínculo biológico que corresponde al reconocido.

Es oportuno no perder de vista –en el contexto de los párrafos precedentes– que la institución jurídica procesal de la legitimidad para obrar, recibe en la doctrina denominaciones como legitimación en la causa, legitimación sustancial, legitimación para accionar, cualidad para obrar, legitimación para pretender –o para resistir la pretensión–, además de su nomen iuris originario legitimatio ad causam; no obstando ello para mantener su esencia como conexión, relación o correspondencia lógica existente entre la persona abstracta a quien la ley concede acción y la persona del actor, o, en contraparte, entre la persona contra quien se concede el derecho de acción –a quien, en otras palabras, le corresponde el derecho de contradicción– y la persona del demandado; esencia que es la que determina su carácter de presupuesto procesal.

Entonces, si se tiene a la acción, en su concepción más aceptada, como un derecho público subjetivo que resulta independiente de la relación subjetiva sustancial en discusión dentro del derecho general de las personas de acceso irrestricto a la prestación jurisdiccional, se tendrá que la legitimatio ad causam viene a ser la razón para obrar de acuerdo a Derecho dentro de una relación jurídica procesal, sea como sujeto activo o como sujeto pasivo (De Bernardis, 1995, pp. 66-67).

Sin embargo, no se encuentra un consenso respecto de la esencia de la legitimidad para obrar; teniéndose dos vertientes doctrinarias respecto de lo que debe entenderse por este instituto: la primera –adoptada por Calamandrei y Couture– considera que la legitimidad para obrar es propiamente la titularidad del derecho discutido en proceso, el derecho sustantivo mismo objeto del proceso; y, la segunda –seguida por Chiovenda, Carnelutti, Rocco, Devis Echandía, Rosenberg, Fairén Guillén, Redenti, y otros– propugna que la legitimidad para obrar no se identifica con la titularidad del derecho sustantivo, ni con el derecho mismo en discusión, sino que expresa una idea pura de relación lógica entre la persona del actor, o del demandado, y la persona que en abstracto la norma jurídica favorece o contra la persona abstracta obligada. En tal sentido, se expone como concepción técnica y lúcida de la legitimidad para obrar –de cita hecha a Chiovenda–, que: “con ella se expresa que, para el juez estime la demanda, no basta que considere existente el derecho, sino que es necesario que considere que este corresponde precisamente a aquél que lo hace valer, o sea, considere la identidad de la persona del actor con la persona en cuyo favor está la ley, y la identidad de la persona del demandado con la persona contra quien se dirige la voluntad de la ley” (Ticona Postigo, 1999, p. 279).

De ello, puede obtenerse las características que confluyen en la legitimidad para obrar, teniéndose que: a) es personal, subjetiva y concreta; lo que implica que cada parte debe tener y aducir su propia legitimidad para obrar, la que atenderá a su situación personal y a las pretensiones o excepciones a discutirse en el proceso (Devis Echandía, 1984, p. 290); b) se distingue totalmente de la titularidad del derecho sustancial pretendido o alegado en la demanda; no es ni el derecho ni la titularidad del derecho controvertido; c) no es un requisito para una sentencia favorable, ni su existencia condiciona tal situación, sino simplemente una “sentencia de mérito” –sea favorable o desfavorable–; d) debe preexistir al momento en que se acude al órgano jurisdiccional, o –dependiendo del caso– al momento en que corresponde su exigencia a cada parte en sede judicial; e) su ausencia no conlleva la consecución de la cosa juzgada, sino que esta circunstancia provocará la expedición de una sentencia inhibitoria, en la que no se afirma ni se niega la existencia del derecho alegado por el actor en su demanda; es decir, no hay pronunciamiento sobre el fondo.

De lo expuesto, es de hacer notar que la legitimatio ad causam podrá concretarse o no; y, al hacerlo, el sujeto que acciona verá satisfecha su pretensión a una tutela efectiva, coincidiendo la relación procesal con la relación sustantiva que ha sido su objeto; pero, al no concretarse, el actor no obtendrá –en modo alguno– la sentencia favorable que desea por cuanto no se determinará su identificación con la titularidad del derecho material controvertido; empero “será concreto y real su legítimo interés a obtener una tutela jurídica que se advierte por la sola circunstancia de haber accedido a un proceso al interior del cual se discutió la titularidad de la relación jurídica sustantiva respecto de la que algún interés tenía” (De Bernardis, 1995, p. 88).

En cambio, el interés para obrar es denominado también, doctrinariamente, como interés procesal, interés en obrar –Chiovenda–, interés en accionar –Liebman, Rocco–, o necesidad de tutela jurídica –en la doctrina alemana–. De lo que se tiene la implicancia de un estado de necesidad actual y concreto de tutela jurisdiccional en que se encuentra una persona, lo que lo determina a solicitar, “por vía única y sin tener otra alternativa eficaz”, la intervención del órgano jurisdiccional para la resolución del conflicto de intereses o controversia generada (Ticona Postigo, 1999, pp. 286-287).

En esta tónica se tiene que el interés para obrar es básicamente un estado de necesidad;

cuando una persona tiene una pretensión material, antes de convertirla en pretensión procesal, puede realizar una serie de actos destinados a procurar satisfacer su pretensión antes de iniciar el proceso, desde solicitar, invocar, rogar, requerir, exigir, apremiar, o amenazar al obligado. Se dice que hay interés procesal o interés para obrar cuando una persona ha agotado los medios para satisfacer su pretensión material y no tiene otra alternativa que no sea recurrir al órgano jurisdiccional. Esta necesidad inmediata, actual, irremplazable de tutela jurídica es el interés para obrar. (Monroy Gálvez, 1992, pp. 19-20).

En concepción similar –recogida de cita hecha a Burrieza–, se tiene que el interés para obrar denota:

(…) la situación jurídica en la que se encuentra un sujeto respecto a una norma objetiva, de manera tal que el cumplimiento de la misma le produce un beneficio, mientras que su infracción le ocasiona un perjuicio en su esfera vital. Para la defensa de ese interés consiguiendo un beneficio o evitando un perjuicio, el ordenamiento jurídico concede a su titular la facultad de actuar en juicio. Dicha facultad constituye un derecho reaccional o impugnatorio, la posibilidad de accionar o conseguir a través del proceso el mantenimiento o restablecimiento íntegro de su situación jurídica. (De Bernardis, 1995, pp. 66-67).

Se derivan, entonces, como características del interés para obrar, que: a) es un interés secundario, accesorio o de segundo grado, un interés procesal; y sirve de medio para la satisfacción del interés sustancial primario o de primer grado, del cual es totalmente distinto; b) es independiente y autónomo, ya que existe sin depender de la existencia real o no del interés sustancial o principal, ni estar subordinado a este, solo relacionado; de ahí que no es necesario tener probado desde el inicio del proceso el interés sustancial para efectivizar el interés procesal, porque la existencia real de aquel se verificará de lo actuado en etapa de cognición; solo se exige, al incoar el proceso, que exista interés procesal; c) es abstracto y general, en tanto que para su satisfacción hace completa abstracción de la existencia efectiva y verdadera del interés sustantivo, siendo irrelevante que este exista realmente; su generalidad permite que pueda referirse en abstracto a todos los derechos posibles, de cualquier naturaleza, de los cuales puede ser “teóricamente titular un sujeto determinado” (Rocco, 1976, p. 713); d) no es patrimonial, porque la prestación jurisdiccional es de Derecho Público, carece de contenido económico; no está determinado por el contenido patrimonial que pueda tener el interés principal (Ticona Postigo, 1999, pp. 288-290).

Entonces, el interés para obrar obedece a la necesidad de obtener del proceso la protección del interés sustancial –principal, material, o de primer grado–, por lo que presupone –o al menos alega– la lesión de este y la idoneidad de la acción promovida para protegerlo y satisfacerlo. Por eso, no se configura el interés para obrar cuando: la situación fáctica no implica la lesión del derecho o interés sustantivo que se alega, o si los efectos jurídicos que puedan producirse del proceso ya hayan sido adquiridos por el promotor de la acción, o la acción no es la adecuada o la correspondiente para la remoción de la lesión, o sea un imposible jurídico, atente contra el orden público o no esté contemplado en la ley. Pero, se recalca que el reconocimiento de la existencia de interés para obrar en el actor no significa que este tenga necesariamente la razón en la controversia, sino solo que su demanda será tramitada, estableciéndose el proceso.

En conclusión, el interés para accionar está dado por la relación jurídica entre la situación antijurídica que se denuncia –o describe– y la providencia que se pide para ponerle remedio mediante la aplicación del derecho, y esta relación debe consistir en la utilidad de la providencia como medio para adquirir por parte del interés lesionado la protección acordada por el derecho. (Liebman, 1980, p. 116).

V. El proceso y su prevalencia

Se hace –ahora– la referencia al proceso en complemento de las categorías procesales de legitimidad para obrar e interés para obrar pinceladas en el punto precedente. En tal correlato, se tiene que en la actualidad y en la realidad peruana, con concreción desde el 1 de diciembre de 2004, deviene en técnicamente incorrecto referirse al proceso sin tomar como base el tercer párrafo del artículo 4 del Código Procesal Constitucional, en que se consagra que “se entiende por tutela procesal efectiva aquella situación jurídica de una persona en la que se respetan, de modo enunciativo, sus derechos de libre acceso al órgano jurisdiccional, a probar, de defensa, al contradictorio e igualdad sustancial en el proceso, a no ser desviado de la jurisdicción predeterminada ni sometido a procedimientos distintos de los previstos por la ley, a la obtención de una resolución fundada en Derecho, a acceder a los medios impugnatorios regulados, a la imposibilidad de revivir procesos fenecidos, a la actuación adecuada y temporalmente oportuna de las resoluciones judiciales y a la observancia del principio de legalidad procesal penal”; complementado ello en el primer párrafo del mismo artículo, en que se precisa que la tutela procesal efectiva “comprende el acceso a la justicia y el debido proceso”; es decir, todo lo mencionado engloba a la concepción moderna e imperativa de “proceso”, continente de –por lo menos– cada una de las garantías anotadas –en particular la indicada en negritas para el tema en debate: que el reconociente tiene legitimidad para postular la demanda de impugnación de reconocimiento de paternidad no obstante ser él quien declaró tal reconocimiento, involucrando en ello los artículos 395 y 399 del Código Civil.

Valga hacer notar que solo el invocado Código Procesal Constitucional emplea –con mejor técnica normativa– la categoría de “tutela procesal efectiva”. El resto de la normatividad procesal peruana vigente, así como la Ley Orgánica del Poder Judicial, y desde luego la Constitución, aún mantienen el nomen iuris de “tutela jurisdiccional efectiva” –por lo que su uso nomenclatural, independientemente de sutiles diferencias conceptuales o de contenido, tendría que implicar que se las puede tratar como una sola, o la misma, categoría–.

El derecho a la tutela procesal efectivo, además, se deriva de la definición de jurisdicción, que, como tal, es un poder, pero también un deber. Esto último, porque el Estado no puede sustraerse a su cumplimiento, puesto que basta que un sujeto de derechos lo solicite o exija, para que el Estado se encuentre obligado a otorgarle tutela jurídica. Por eso, la jurisdicción tiene como contrapartida el derecho a la tutela jurisdiccional. Entonces, de una revisión preliminar de la estructura jurídica positiva nacional, específicamente en cuanto se regula al proceso civil, se tiene que se ha plasmado con consideraciones de norma fundamental el derecho que toda persona tiene a la “tutela jurisdiccional efectiva” para el ejercicio o defensa de sus derechos o intereses, con sujeción a un debido proceso[3]; consideración de origen doctrinario –como muchos institutos fundamentales– al derecho a la tutela jurisdiccional como el derecho que “tiene todo sujeto de derechos –solo por el hecho de serlo– y que lo titula para exigir al Estado haga efectiva su función jurisdiccional”. Por su parte, el derecho a la tutela jurisdiccional durante el proceso “contiene el haz de derechos esenciales que el Estado debe proveer a todo justiciable que participe en un proceso judicial”; además, este mismo derecho puede desdoblarse –teniendo en cuenta su contenido y momento de exigibilidad– en derecho al proceso[4] y derecho en el proceso[5] (Monroy Gálvez, 1996, pp. 245-249).

Acercado a esto último, se ha expuesto también que el derecho a la tutela procesal –judicial o jurisdiccional– constituye:

(…) la manifestación constitucional de determinadas instituciones de origen eminentemente procesal, cuyo propósito consiste en cautelar el real, libre e irrestricto acceso de todos los justiciables a la prestación jurisdiccional a cargo de los órganos competentes del Estado, a través de un debido proceso que revista los elementos necesarios para hacer posible la eficacia del derecho contenido en las normas jurídicas vigentes o la creación de nuevas situaciones jurídicas, que culmine con una resolución final ajustada a derecho y con un contenido mínimo de justicia, susceptible de ser ejecutada coercitivamente y que permita la consecución de los valores fundamentales sobre los que se cimienta el orden jurídico en su integridad. (De Bernardis, 1995, p. 137).

Un punto importante en la concepción general de tutela efectiva –o del derecho a esta– consiste en:

(…) [relacionar] la necesidad de la tutela judicial a cargo del Estado, como manifestación de la prestación jurisdiccional que le corresponde de manera exclusiva y como uno de los elementos esenciales que determinan su razón de ser, con el paulatino proceso de sustitución de los medios privados de solución de conflictos por las formas heterónomas procesalizadas cuya aplicación generalizada y eficacia constituyen el fundamento y continuidad de todo orden jurídico. (De Bernardis, 1995, p. 135)

Asimismo, es de apreciarse como aspecto importante incidente en el concepto de tutela jurisdiccional efectiva, “la necesidad de tutela de los derechos de los justiciables como instrumento para hacer estable la vigencia del Derecho y lograr, así, a través del proceso, alcanzar y preservar todos aquellos valores considerados fundamentales para la consecución de los fines sociales” (De Bernardis, 1995, p. 136).

Con estas ideas, se acude al maestro Couture (1985), quien a partir de su estudio de la escuela alemana expuso que la tutela jurisdiccional efectiva consiste en “la satisfacción efectiva de los fines del derecho, la realización de la paz social mediante la vigencia de las normas jurídicas”; lo que resulta siendo la descripción del instituto alemán de la Rechtsschutzbeslürfniss (Couture, 1985, p. 479).

Asimismo, atendiendo a la indesligable relación existente entre los institutos jurídicos de la tutela jurisdiccional –o, también llamada tutela judicial– y el del debido proceso, lo expresado por De Bernardis (1995), en cuanto a que:

(…) tanto los conceptos de tutela judicial efectiva como debido proceso legal configuran las garantías fundamentales que engloban y especifican los mecanismos más eficaces de protección de los derechos de los justiciables, tanto a través de la función jurisdiccional del Estado como de otras formas procesales a las que resultan plenamente aplicables pues, como derechos fundamentales que son, no corresponde reducir su efectividad únicamente al ánimo del proceso judicial-jurisdiccional sino que resultan eficaces para tutelar a todos los individuos, frente a cualquiera, en todos y cada uno de los ámbitos en que desarrollen relaciones con alguna relevancia jurídica al amparo de la Constitución o normas fundamentales”. (p. 134)

Como puede inferirse, entonces, la tutela procesal –o judicial, o jurisdiccional– solo puede ser realmente efectiva en el desarrollo de un proceso judicial, el que se determinará de acuerdo a la esencia del derecho para el cual se requiere tutela. Por lo que, el proceso se torna tal, frente a la necesidad de resolver o dar solución a un conflicto o controversia, a modo de una heterocomposición; resultando una de sus últimas definiciones, basada en la noción de satisfacción de intereses que las partes buscan obtener por medio del mismo. Ello implica, en explicación de Fairén Guillén (1990):

(…) una serie de situaciones jurídicas contrapuestas de las partes, integradas por posibilidades, expectativas, perspectivas y cargas, concatenadas entre sí de modo ordenado y destinada a la consecución de satisfacciones jurídicas, bajo la dirección del Juez estatal. Todo ello en razón del principio de contradicción derivado de un conflicto entre los interesados, que ha devenido litigio al hacer crisis, y que precisa resolver pacífica y justamente por los tribunales. (pp. 22-24).

Y, volviendo a la advertida finalidad a la que apunta el proceso, debe indicarse que las escuelas doctrinarias del Derecho Procesal han distinguido un fin mediato –en el que coinciden–: “la conservación de la paz social a través del Derecho y de la justicia”, de un fin inmediato –en el que se mantiene la controversia–; refiriendo para este –clásicamente– “la obtención de los derechos subjetivos que han sido violados o desconocidos”, teniéndose sin embargo, en ideas más avanzadas, que tal finalidad consiste en: “«terminar un conflicto jurídico constituyendo la cosa juzgada”[6]; “la resolución de las controversias planteadas, asegurando a las partes en litigio la vigencia del derecho subjetivo y concreto en disputa” (Couture, 1985, p. 124); “obtener un reparto justo y equitativo de parte del órgano jurisdiccional que ha decidido respecto de las pretensiones actuadas de manera controvertida” (Aragoneses Alonso citado por De Bernardis, 1995, p. 34); entonces: la resolución justa y definitiva de las controversias provocadoras del proceso, manteniendo la adecuada tutela de los derechos de las partes por el órgano jurisdiccional, que emitirá la resolución con carácter definitivo que satisfaga la pretensión que resulte valedera (De Bernardis, 1995, pp. 34-35).

Es entonces –y resulta obvio– que el proceso constituye una de las nociones jurídicas fundamentales del Derecho Procesal, adquiriendo una materialidad concreta a partir de la regulación legal de los elementos que las partes pueden disponer en cada caso concreto que sea sometido al órgano jurisdiccional. Tales elementos, apreciados como un conjunto, son considerados como el procedimiento[7]. Elementos junto a los que la doctrina procesal ha incorporado nuevos para señalar los principios fundamentales del proceso que informan el procedimiento y que se manifiestan en la ley procesal[8], siendo los más importantes y esenciales para sustentar la vigencia de la norma positiva los que tutelan la primacía de los derechos fundamentales de las personas a través de la aplicación plena de las garantías para la administración de justicia. Esos elementos esenciales están determinados por la vigencia efectiva del ideal de justicia y del derecho a la justicia. Por lo que ¿por qué negarle legitimidad para obrar, y por ende derecho al proceso y derecho a la tutela procesal efectiva, al reconociente que efectuó la declaración de reconocimiento sin ánimo de engaño sino, por el contrario, imbuido de conocimiento inexacto o creencia falaz sobre el vínculo biológico atribuido sobre el reconocido, cuando la verdad certera puede ser acreditada con la prueba de marcadores genéticos?

Conclusiones

i) ¿Puede interponer una demanda de impugnación de reconocimiento el propio reconociente (persona que practicó el reconocimiento)? En realidad, por el carácter irrestricto que ostenta el derecho de acción, una demanda puede ser interpuesta por cualquier sujeto. La pregunta queda mejor cuando se expresa: ¿Le asiste legitimidad para incoar la pretensión de impugnación del reconocimiento de paternidad al propio reconociente?, máxime si el título que se le asignó al tema en discusión en el “Pleno Jurisdiccional Nacional de Familia” es “La impugnación del reconocimiento: legitimidad para incoar dicha acción, la irrevocabilidad del reconocimiento y cuando debe preferirse la identidad dinámica del menor”. Para cualquiera de los dos textos interrogativos, la respuesta es sí.

ii) El reconocimiento de paternidad a que se refiere el tema en discusión constituye a todas luces un acto jurídico unilateral, formal y declarativo, además de puro y con efectos perpetuos; y que, como todo acto jurídico, su esencia depende de la manifestación de voluntad, la cual debería estar determinada conjuntivamente por el discernimiento, la libertad y la intención del declarante, componentes estos que revisten equitativa, trascendente y sustancial importancia, y para los cuales, en particular para la intención, constituye un factor condicionante el conocimiento de la realidad, pero realidad diáfana. Es así que, sobre el soporte de la buena fe, el reconociente declara su voluntad de reconocer a quien, asume, es su hijo biológico, declaración para la cual ha debido tener un conocimiento previo, aunque sea subjetivo o periférico, de que en efecto es el progenitor; tal conocimiento es el que determina su intención, la cual se configura sobre la base de una realidad que, en tanto corresponde a un tema sensible y álgido, no necesariamente siempre va a ser contrastada o corroborada con una evaluación científica de marcadores genéticos; es decir, habría de prevalecer más la intuición y la confianza que la certeza y la ciencia, pero que, como fuere, sirven para configurar la intención como elemento volitivo, en tanto que se adiciona a ello las circunstancias previas y particulares del caso, como son las relaciones coitales que habría tenido que sostener con la progenitora; elemento intención que complementado con el elemento libertad para tomar la decisión y declararla, así como con el elemento discernimiento para determinar que su intención es moralmente correcta, constituyen la conformación de su voluntad de reconocimiento de la paternidad, la que es declarada con esa base conjugada.

iii) Para el caso de la declaración de voluntad de reconocimiento de paternidad, esta ha de estar soportada en discernimiento, libertad e intención, como elementos conjuntivos e ineluctables, pero que además deben recalar en una plataforma colocada sobre la realidad fidedigna y certera de los hechos, porque sobre ella es que se formará la voluntad del posterior declarante, voluntad determinada por la intención configurada, intención nutrida del conocimiento y de las creencias previas o coetáneas que se tengan en el marco de la relación jurídica que circunda a dicha determinación. Lo más lógico, y justo, resulta siendo que si tal realidad resulta que no era fidedigna o que no era certera, la declaración de voluntad emitida sobre esa realidad no surta más efectos, ya que la voluntad formada tampoco será fidedigna ni certera, la intención que determinó dicha voluntad habrá estado indebida o incorrectamente nutrida de conocimiento inexacto o de creencias falaces en el marco de la relación jurídica circundante. Incluso, no se trataría solo de que la declaración de voluntad emitida sobre esa realidad no fidedigna ni certera no surta más efectos, sino que los que ya habría producido sean revertidos, desaparezcan del ámbito jurídico, y vuelvan las situaciones y relaciones al estado inmediato previo al de tal declaración de voluntad, porque el acto jurídico no solo estará sustentado en algo no real o no cierto, sino que los efectos que pueda seguir causando en caso se insista en mantenerlo o conservarlo podrían ser negativamente drásticos más allá de la esfera del propio declarante, afectando con mayor grado incluso al supuesto favorecido con tal declaración, ya que se trastocaría bienes jurídicos de especial y suprema tutela, como son su identidad, su integridad, el desarrollo de su personalidad, entre otros.

Referencias bibliográficas

Couture, E. J. (1985). Fundamentos del Derecho Procesal Civil. Buenos Aires: Depalma.

De Bernardis, L. M. (1995). La garantía procesal del debido proceso. Lima: Cultural Cuzco.

Fairén Guillén, V. (1990). Doctrina general del Derecho Procesal. Hacia una teoría y Ley Procesal General. Barcelona: Bosch.

Fernández Sessarego, C. (2000). El supuesto de la denominada “autonomía de la voluntad”. Actualidad Jurídica(75).

Liebman, E. T. (1980). Manual de Derecho Procesal Civil. (S. Sentís Melendo, Trad.) Buenos Aires: Ediciones Jurídicas Europa América.

Monroy Gálvez, J. (1996). Introducción al proceso civil (Vol. I). Santa Fe de Bogotá: Temis.

Ninmanacco Córdova, F. (2016). Manifiesto sobre los plenos jurisdiccionales civiles. En Los plenos civiles vinculantes de las cortes superiores (Vol. I). Lima: Gaceta Jurídica.

Rescigno, P. (1997). Manuale di Diritto Privato Italiano (12ª ed.). Padova: Jovene.

Rocco, U. (1976). Tratado de Derecho Procesal Civil. (S. Sentís Melendo, & M. Ayerra Redín, Trads.) Buenos Aires: Temis - Depalma.

Ticona Postigo, V. (1995). Análisis y comentarios al Código Procesal Civil (2ª ed., Vol. II). Lima: Grijley.

Ticona Postigo, V. (1999). El debido proceso y la demanda civil (Vol. I). Lima: Rodhas.

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* Abogado. Docente de Derecho Civil y de Derecho Procesal en la Facultad de Derecho de la Universidad Privada del Norte (Trujillo). Árbitro. Conciliador extrajudicial. Maestría en Derecho con mención en Derecho Civil empresarial. Doctorado en Derecho. Director del estudio Santos E. Urtecho Benites abogados.



[1] Se aprovecha esta mención para expresar la siguiente opinión, fuera de la temática central del presente trabajo: el texto anterior de los dos primeros párrafos del invocado artículo 400 establecía que “cuando una de las Salas lo solicite, en atención a la naturaleza de la decisión a tomar en un caso concreto, se reunirán los vocales en Sala Plena para discutirlo y resolverlo”; y, que “la decisión que se tome en mayoría absoluta de los asistentes al Pleno constituye doctrina jurisprudencial y vincula a los órganos jurisdiccionales del Estado, hasta que sea modificada por otro pleno casatorio”. Esto implicaba, hasta la modificatoria, que el pleno casatorio estaba conformado por los mismos integrantes de la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia de la República, es decir, reunía no solo a los miembros titulares de las Salas Civiles, sino también a los de las Salas Penales y a los de las Salas de Derecho Constitucional y Social, deviniendo esto en un asunto de diversificación, en lugar de especialización, que no necesariamente tendría que haber sido negativo atendiendo a la trascendencia social que deben revertir los pronunciamientos del máximo órgano del Poder Judicial. El eventual problema podría haberse provocado, a partir de la modificatoria, no precisamente por descartarse a la Sala Plena y reduciéndose el pleno casatorio al “pleno de los magistrados supremos civiles”, que –desde entonces y hasta la actualidad– son diez, a razón de cinco integrantes de la Sala Permanente y cinco de la Sala Transitoria, y con la probabilidad no descartable de que en algún momento podría haber cinco más si el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial decidiere habilitar una segunda Sala Transitoria –como así ha ocurrido para el ámbito Penal en algún momento y para el ámbito de Derecho Constitucional y Social–, incremento que podría seguir quintuplicándose si se llegare al caso –se espera que improbable– de tener que instalarse más salas transitorias; sino porque, si se atiende al estado originario establecido por la Ley Orgánica del Poder Judicial, solo deberían existir una Sala Civil, una Sala Penal y una Sala de Derecho Constitucional y Social, que son pues –a partir de la transitoriedad– las llamadas “permanentes”, y las otras, a contrario sensu y por su nomen iuris, si bien son llamadas “transitorias”, se mantienen paralelamente vigentes en el tiempo por la razonada y real necesidad de atender el excesivo incremento de casos que debe soportar la Corte Suprema de Justicia de la República. Pero, haciéndose un poco de “ciencia ficción jurídica”, ¿qué pasaría si, en un futuro ideal no tan lejano, la hiperbólica carga procesal se redujera a tal punto utópico que ya no se necesite de la Sala Transitoria?; obvio es que quedaría solo la Sala originaria, que ya no tendría que usar la etiqueta de “permanente”, conformada –también obviamente– por cinco jueces supremos especializados en lo Civil; entonces, ¿cómo se haría con el texto normativo vigente desde mayo de 2009: “la Sala Suprema Civil puede convocar al pleno de los magistrados supremos civiles”?, ¿a quiénes más se convocaría, si solo habrían cinco de estos magistrados?; el pleno casatorio sería equivalente a la Sala Civil, o sea, carecería ya de su esencia uniformizadora. No se sabe si, de ocurrir el escenario referido, se volvería al texto originario del tratado artículo 400, o se tendría que modificar otra vez creando una nueva figura plenaria. Lo que sí es un hecho es que el texto vigente de dicho artículo ha institucionalizado la transitoriedad, y de paso la provisionalidad.

[2] Se aclara que al emplearse aquí la calificación de “no legal” no se está sugiriendo que sea “ilegal” o contrario a la ley, sino más bien una suerte de “a legal” en tanto que el carácter vinculante que se le pueda querer atribuir no tiene respaldo a nivel legal.

[3] Así lo contempla el artículo I del Título Preliminar del Código Procesal Civil; posición que le denota una especial primacía sobre cualquier otra disposición que a continuación se haya redactado en el Código, además de su especial característica de norma con rango fundamental.

[4] Cita en esta parte Monroy Gálvez (1996) a Pellegrini Grinover, quien dice que:

el Estado de derecho solo puede asumir su real estructura a través de estos instrumentos procesales–constitucionales que tutelan los derechos fundamentales del hombre. Se trata, siguiendo a Couture, de hacer que el derecho no quede a merced del proceso, ni que sucumba por ausencia o insuficiencia de este; ya que no hay libertades públicas sino cuando se dispone de los medios jurídicos que imponen su respeto; y fundamentalmente, esos medios, sabemos, se ejercen a través de la función jurisdiccional. (pp. 247-249)

Este derecho al proceso empezó a manifestarse hace más de siete siglos, y fue en principio el derecho de todo ciudadano a no ser condenado sin que medie un juicio previo.

[5] Llamado también “debido proceso objetivo” o “garantía de defensa en juicio”.

[6] Apreciación de Goldschimdt según la referencia de Monroy Gálvez y Quiroga León, citados por De Bernardis (1995, p. 34).

[7] Concepción que merece ser diferenciada plenamente de la de proceso, para lo cual resulta reproducible lo expuesto por Fairén Guillén (1990), para quien el procedimiento es “una manifestación externa del proceso, una serie ordenada de actuaciones estructurada a partir de principios procesales con el fin de tutelar los intereses jurídicos que han puesto en movimiento esa maquinaria capaz de poner en acción los actos destinados a esa protección” (p. 38).

[8] La que, como toda norma legal, debe resultar acorde con todos los preceptos de rango constitucional; deviniendo en anticonstitucional la norma procesal que ignore tales preceptos y regule un procedimiento donde tales preceptos no se verifiquen plenamente o no estén tutelados de modo adecuado, atentando contra su elemento fundamental de validez: “la tutela elemental que el proceso otorga a los derechos de los justiciables” (De Bernardis, 1995, p. 36). Además, debe tenerse en cuenta la certeza de que “el derecho sucumbirá ante el proceso por la desnaturalización en la práctica de los mecanismos que constituyen una garantía de justicia, por lo que el instrumento de tutela falla en su propósito, privando la propia ley procesal al proceso de su función tutelar” (Couture, 1985, pp. 148-149).


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