El derecho al debido proceso y a la tutela jurisdiccional en una perspectiva actual
Stephano MC GREGOR LÓPEZ*
RESUMEN
En el presente artículo, el autor analiza el fenómeno de la constitucionalización del Derecho Procesal y su influencia en la interpretación y contenido de los derechos fundamentales al debido proceso y a la tutela jurisdiccional efectiva. Asimismo, explica los elementos integrantes de estos derechos, así como su trascendencia en la obtención de tutela jurídica por parte del Poder Judicial.
MARCO NORMATIVO
Código Procesal Civil: arts. III T.P.; 178 y 355.
Palabras Clave: Derecho procesal / Debido proceso / Tutela efectiva / Constitucionalización
Recibido : 05/09/2019
Aprobado : 02/12/2019
Introducción
“El derecho puede y suele realizarse sin el proceso. Se llama realización espontánea del derecho a la conducta cumplida dentro de lo jurídicamente permitido, sea impuesto o no impuesto; y la realización coactiva a la conducta lograda por medio del proceso” (Couture, 1958, p. 482). Las personas acudimos al proceso cuando no podemos resolver nuestros conflictos por nosotros mismos, cuando no se presenta cooperación entre nosotros y nuestra contraparte, o sea, buscamos la realización coactiva de nuestra pretensión[1].
Se acude al proceso precisamente porque, en lugar de que los particulares utilicen la fuerza, el Estado ha monopolizado la administración de justicia. Por esto es que el artículo III del Título Preliminar del Código Procesal Civil (en adelante, CPC) señala que una finalidad abstracta del proceso es “lograr la paz social en justicia”.
Resulta lógico que si los particulares dejamos nuestra fuerza bruta (la acción directa) a un lado y nos comportamos de acuerdo a como mandan las leyes, estas leyes tienen que ser capaces de tutelar los derechos e intereses merecedores de dicha protección. Con mayor razón, en una situación de conflicto, como la que se presenta en un proceso, es necesario que existan ciertas garantías mínimas, a fin de que el proceso se desarrolle de manera adecuada y, por supuesto, que finalmente se le brinde la tutela jurídica a quien la requiera.
En el presente trabajo me encargaré de hacer notar que no puede concebirse el proceso si no se respetan plenamente los derechos al debido proceso y a la tutela jurisdiccional efectiva, pues son estos el sostén de este sistema de solución de controversias, dejando constancia, desde ya, que en general me referiré al ámbito procesal civil (o, mejor dicho, no me referiré al Derecho Procesal Penal).
I. La constitucionalización del Derecho Procesal
Los derechos al debido proceso y a la tutela jurisdiccional efectiva se encuentran regulados como derechos procesales fundamentales en el artículo 139, inciso 3 de la Constitución, lo que no significa que solo por tal motivo estemos ante una coyuntura de constitucionalización del Derecho Procesal. Lo Constitución no es solo un conjunto de normas relevantes, es también un conjunto de normas legitimadas por el respeto de los ciudadanos. Solo si estas normas son respetadas, el texto tendrá realmente espíritu constitucional.
La constitucionalización del Derecho Procesal tiene un trasfondo más importante que la sola decisión del legislador, se trata del auge de los derechos fundamentales y, en consecuencia, del respeto máximo de la Constitución. Siendo el Derecho Procesal en general y el proceso en particular instrumentos para la efectiva tutela de los derechos e intereses, estos no pueden escapar del fenómeno bajo comentario.
La Constitución se ha convertido en el límite ya no solo del abuso del poder del Estado, sino también del abuso de los particulares. Para que esto suceda, Guastini (2018, pp. 187-207) hace una lista de aspectos propios de la constitucionalización del ordenamiento jurídico: (i) la fuerza “vinculante” de la Constitución, que implica que cualquier norma de carácter constitucional tiene que tener obligatoriedad; (ii) la “sobreinterpretación” de la Constitución, que implica que se omita dejar vacíos o lagunas normativas en los textos constitucionales, por medio de la creación de normas que no están expresadas positivamente[2], pero que pueden suplir dichos vacíos; (iii) la aplicación directa de las normas constitucionales, que implica que en todo litigio se apliquen las normas de rango constitucional y no solo legal o reglamentario; (iv) la interpretación conforme a las leyes, que implica algo tan simple y tan importante como interpretar las leyes (normas de rango infraconstitucional) conforme a las disposiciones de la Constitución; y, (v) la influencia de la Constitución sobre las relaciones políticas, que implica la toma de decisiones por parte del órgano jurisdiccional constitucional acerca de cuestiones inicialmente políticas, como la constitucionalidad de una ley o la competencia de una autoridad.
Hoy en día todos los jueces se encuentran sujetos a la Constitución de manera plena, teniendo la facultad de apartarse de otras normas de menor rango, sean sustantivas o procesales, con la finalidad de brindar una adecuada tutela al derecho o interés lesionado o en peligro de serlo. Esto, sin duda, otorga un manto de constitucionalidad al derecho procesal, pues las normas de esta categoría deben interpretarse de la manera que sea más favorable a la Constitución o simplemente deben dejar de aplicarse cuando colisionen con un derecho fundamental. Y si no hay normas que puedan proteger a los derechos e intereses, estas deben ser proveídas por el juez, como lo expresa Marinoni (2015) respecto a la tutela de derechos fundamentales, idea que considero puede ser extensiva a otro tipo de situaciones jurídicas subjetivas:
En el caso en el que el legislador no actúe, dejando de proveer la necesidad de tutela del derecho fundamental, el juez debe realizar el control de la falta de tutela normativa, estableciendo, mediante el debido razonamiento argumentativo, el medio necesario para la protección del derecho. (p. 83)
Bajo este halo de constitucionalidad, el Estado, a través del Poder Judicial, no puede dejar de brindar tutela jurídica a los ciudadanos por el solo hecho de una deficiencia normativa. Si el ordenamiento jurídico no ha proveído el remedio para cierta situación que pueda producirse en la realidad, el remedio debe ser “creado” por el juez, con la orientación, claro está, de la pretensión procesal de la parte afectada.
De esta manera, el proceso ha dejado de ser solamente un mecanismo de solución de controversias formal, donde las partes se enfrenten en una batalla a muerte donde puede ganar no necesariamente quien tenía la razón, sino quien tenía la fuerza, entendida en términos de capacidad adquisitiva o influencia en el Poder Judicial. Ahora todo proceso debe respetar ciertas garantías, como el acceso a la jurisdicción, la igualdad entre las partes, el derecho al contradictorio, la motivación de las resoluciones judiciales, la tutela oportuna, la ejecutabilidad de los fallos, entre otras. No basta con que “formalmente” se haya seguido el trámite de un proceso judicial, este también debe estar impregnado de constitucionalidad. En caso contrario, estamos ante un proceso viciado que, ante cualquiera de las instancias revisoras, debería ser anulado.
En esta línea, si nos encontramos en un Estado constitucional, el proceso debe ser visto como un “sistema de garantías”, como sostiene Priori Posada (2015):
El proceso es pues un sistema de garantías. El paradigma del Estado constitucional incidió de modo determinante en la forma de concebir el proceso. Dentro del Estado constitucional, el proceso es visto como un sistema de garantías constitucionales, orientadas a la protección de las situaciones jurídicas que se alegan están siendo lesionadas o amenazadas. (pp. 991-992)
A pesar del desarrollo más doctrinal y jurisprudencial que legal respecto a la constitucionalización del Derecho Procesal, Ariano (2013) sostiene que nuestro CPC tiene una “ideología” que no permite la realización de los derechos de las partes, pues tiene como figura central al juez. Así lo expresa:
Al problema técnico [del CPC] se le suma otro más grave: el ideológico. Tal como fue proclamado desde su promulgación, el CPC de 1993 constituye un Código que responde a la (llamada) “concepción publicística del proceso”. ¿Qué significa esto? Pues que el proceso está constituido desde el punto de vista del juez (o sea del Estado) y no desde aquel de las partes, que pasan a ser en el proceso un simple medio para que los órganos jurisdiccionales (o sea el Estado) cumplan sus funciones. (p. 83)
Esto no es impedimento para que los jueces y operadores jurídicos en general adviertan el sentido que podrían tener nuestras normas procesales, como ya ha quedado evidenciado, porque por sobre todo debe primar la Constitución.
Finalmente, si los derechos fundamentales deben ser maximizados, interpretados y aplicados en primer y más importante rango, y los derechos al debido proceso y a la tutela jurisdiccional efectiva son derechos fundamentales, estos últimos son una huella patente de la constitucionalización del derecho procesal.
II. El derecho al debido proceso
1. Concepto
El derecho al debido proceso puede ser conceptualizado como un derecho fundamental que, a su vez, contiene una serie de garantías mínimas que deben respetarse en todo proceso, desde su inicio hasta su conclusión, para que la decisión que se tome mediante la resolución judicial correspondiente tenga legitimidad jurídica y carezca de cuestionamientos válidos, para que así sea pasible de desplegar efectos jurídicos.
La compresión del debido proceso no debe ser complicada, pues su propia denominación nos aproxima a lo que significa: un proceso adecuado donde no se cometan irregularidades que puedan viciar una o más actuaciones procesales.
¿Qué sucedería si no se respeta el derecho al debido proceso? Las consecuencias negativas son varias. En principio, el Estado estaría incumpliendo con su deber de impartir justicia, pues, ¿existe acaso justicia cuando se toma una decisión con base en actuaciones procesales viciadas? Evidentemente no. Esto, además, genera una situación de abuso contra la parte vencida en un proceso indebido, dado que, en palabras simples, ha perdido el juego sin que se respeten las reglas del mismo. Si la parte vencida indebidamente pretende invalidar el proceso viciado a través de otro proceso judicial de nulidad de cosa juzgada fraudulenta (artículo 178 del CPC) o de amparo, se generará más carga procesal en el tan congestionado Poder Judicial, lo que es una consecuencia negativa para el propio Estado. Finalmente, si se vulnera el derecho al debido proceso, los ciudadanos pierden confianza en el Estado y en el sistema de administración de justicia, perdiendo estos últimos legitimidad para continuar manteniendo el monopolio de la resolución de conflictos e incertidumbres jurídicas (sin tomarse en cuenta, claro está, las “jurisdicciones” arbitrales y del fuero militar).
2. Debido proceso formal y material
El derecho al debido proceso es comúnmente distinguido en dos aspectos: formal y material. Dichos aspectos han sido desarrollados por el Tribunal Constitucional en la STC Exp. Nº 4509-2011-PA/TC de la siguiente manera:
El artículo 139, inciso 3), de la Constitución establece como derecho de todo justiciable y principio de la función jurisdiccional la observancia del debido proceso. Dicho atributo, a tenor de lo que establece nuestra jurisprudencia, admite dos dimensiones; una formal o procedimental y otra de carácter sustantivo o material. Mientras que en la primera de las señaladas está concebido como un derecho continente que abarca diversas garantías y reglas que garantizan un estándar de participación justa o debida durante la secuela o desarrollo de todo tipo de procedimiento (sea este judicial, administrativo, corporativo particular o de cualquier otra índole), en la segunda de sus dimensiones exige que los pronunciamientos o resoluciones con los que se pone término a todo tipo de proceso respondan a un referente mínimo de justicia o razonabilidad, determinado con sujeción a su respeto por los derechos y valores constitucionales.
No obstante la distinción anotada, el debido proceso al que hacemos alusión día a día en nuestros escritos, demandas y recursos es el debido proceso formal o procedimental, pues el debido proceso sustantivo o material es mucho más difuso y, hasta podría decir, pareciera un principio programático del derecho, mientras que el primero de los mencionados se encuentra plasmado en las garantías que señalaré a continuación.
3. Algunos elementos (garantías) del derecho al debido proceso
Respecto a cuáles son las garantías que se encuentran incluidas dentro del debido proceso, estas no son pocas y están relacionadas con el correcto y “justo” desenvolvimiento del inicio, desarrollo y fin del proceso. De manera tan solo enunciativa, puedo señalar que las citadas garantías son las siguientes: el derecho al juez natural o predeterminado por ley, el derecho de defensa, el derecho a la prueba, el derecho de impugnación, el derecho a la doble instancia y el derecho a la motivación escrita de las resoluciones judiciales (dejando constancia que el derecho al debido proceso es un derecho “continente” que se encuentra en constante desarrollo).
El derecho al juez natural es una garantía esencial de todo proceso, según el cual las causas deben ser conocidas y resueltas por un juez predeterminado por ley, pues de lo contrario se estaría ante un estado de incertidumbre y arbitrariedad. Esto ha sido recogido en el segundo párrafo del artículo 139, inciso 3 de la Constitución, cuyo texto señala:
Ninguna persona puede ser desviada de la jurisdicción predeterminada por la ley, ni sometida a procedimiento distinto de los previamente establecidos, ni juzgada por órganos jurisdiccionales de excepción ni por comisiones especiales creadas al efecto, cualquiera sea su denominación.
El derecho de defensa se trata de aquel derecho de las partes de poder contradecir y/o negar aquellos hechos que se han alegado en contra de sus derechos o intereses. En palabras más simples, es el derecho de poder “contestar” ante la afirmación del contrincante en un juicio. Puede manifestarse, por ejemplo, contestando una demanda, para lo cual se requiere antes ser notificado con el texto de la misma, o también cuando, previamente a que el juez declare una nulidad, permita a las partes que expresen lo que crean conveniente. Para que respete el derecho de defensa, lo fundamental es que las partes tomen oportuno conocimiento de las decisiones del juez y de las actuaciones de la parte contraria. Esto, sin pretender que se confunda con el “contradictorio”, que es el debate que promueve el juez, le brinda a este último mayores elementos de juicio para tomar la decisión jurídicamente más adecuada.
El derecho a la prueba consiste en el derecho de las partes de poder demostrar, a través de medios probatorios de todo tipo, que su versión de los hechos es la verdadera y, en consecuencia, que su pretensión debe ser acogida por el órgano jurisdiccional. Hay distintos estadios del proceso en los que se manifiesta el derecho a la prueba, siendo estos los siguientes: (i) el derecho a ofrecer medios probatorios, (ii) el derecho a que los medios probatorios sean admitidos e incorporados en el proceso (iii) el derecho a la actuación de los medios probatorios y (iv) el derecho a la adecuada valoración de los medios probatorios.
El derecho de impugnación es el derecho de las partes de cuestionar las resoluciones con las que no se encuentren de acuerdo, debido a que las mismas han incurrido en algún error formal o sustancial. El artículo 355 del CPC señala: “Mediante los medios impugnatorios las partes o terceros legitimados solicitan que se anule o revoque, total o parcialmente, un acto procesal presuntamente afectado por vicio o error”. Como no debe quedar duda, los “actos procesales” pasibles de impugnación deben ser aquellos actos del juez, esto es, las resoluciones, porque escapa de toda lógica que, por ejemplo, se interponga una apelación contra una demanda.
En este trabajo no haré la inoficiosa diferencia entre remedios y recursos, considerando que las clasificaciones que no suman, restan. Entonces, en nuestro ordenamiento procesal civil, tenemos como medios impugnatorios a los siguientes: (i) la reposición, que se interpone contra decretos; (ii) la apelación, que se interpone contra sentencias y autos; (iii) el recurso “extraordinario” (que es muy ordinario) de casación, que se interpone contra sentencias y/o autos expedidos por salas superiores en revisión y que ponen fin al proceso; y, (iv) la nulidad, que se interpone contra cualquier acto procesal.
Es claro que todos los medios impugnatorios están destinados a que el proceso sea debido, que no tenga vicios ni “enfermedad” alguna, procurándose que las resoluciones judiciales que hayan quedado firmes o ejecutoriadas sean adecuadas.
El derecho a la doble instancia es el derecho de todas las partes de que el litigio llevado al Poder Judicial no sea conocido y resuelto por un solo juez. Este derecho permite que exista un filtro de al menos dos jueces (órganos jurisdiccionales, sean unipersonales o colegiados), a fin de evitar la arbitrariedad y/o el error judicial.
El derecho a la motivación escrita de las resoluciones judiciales[3] implica la obligación legal por parte de la judicatura de motivar sus resoluciones, así como el derecho de los justiciables a obtener una sentencia motivada en derecho y basada en los hechos del caso concreto (léase, una resolución congruente con lo actuado en el proceso). Preguntémonos, ¿cómo se comunica el juez con las partes? La respuesta es casi siempre (con excepción de las audiencias) una: por medio de las resoluciones judiciales[4]. Una resolución judicial inmotivada es una resolución viciada, cuya consecuencia debería ser su nulidad.
Sobre la motivación de las sentencias, que puede extenderse también a otro tipo de resoluciones judiciales, Alsina (1957) sostiene que:
La sentencia no solo debe resolver la cuestión sometida a la decisión del juez, sino que también debe llevar al ánimo de los litigantes la convicción de que han sido considerados todos los aspectos de la misma y tomadas en cuenta sus respectivas alegaciones. Ello solo se consigue con la motivación de la sentencia o sea la exposición de los fundamentos que han determinado la decisión, lo cual, por otra parte, es de esencia en un régimen republicano en el que el juez ejerce la jurisdicción por delegación de la soberanía que reside originariamente en el pueblo y que tiene derecho a controlar sus actos. (p. 225)
Este concepto, de casi mediados del siglo pasado, aún mantiene vigencia, pues rescata cuatro bondades trascendentes de la motivación: (i) genera confianza de las partes en el órgano jurisdiccional, (ii) exige que el juez explique los fundamentos de su decisión y (iii) permite un control de la sociedad de la actividad jurisdiccional expresada en sus resoluciones, (iv) la distinción entre el derecho al debido proceso y a la tutela jurisdiccional efectiva.
Finalmente, para distinguir al debido proceso de la tutela jurisdiccional efectiva, son muy ilustrativas las palabras de Bustamante Alarcón (2001):
Esta identificación resulta inadecuada, no solo porque se trata de dos derechos que tienen un origen diferente (el proceso justo de origen anglosajón y la tutela jurisdiccional efectiva de la Europa continental), sino también porque extienden su fuerza normativa a ámbitos de aplicación también diferentes. Así, mientras la tutela jurisdiccional efectiva está circunscrita a los procesos jurisdiccionales, el proceso justo o debido proceso rige además los procedimientos administrativos, arbitrales, militares, políticos y particulares. (p. 70)
III. El derecho a la tutela jurisdiccional efectiva
1. Concepto
El derecho a la tutela jurisdiccional efectiva es otro de los derechos fundamentales de naturaleza constitucional que ha sido positivizado en la Constitución de 1993.
Como primera impresión, al referirnos a una tutela “efectiva”, sin duda nos referimos a una tutela que produzca un cambio en la realidad, a una tutela que produzca los efectos jurídicos buscados por el accionante, cuando este tenga la razón. De nada sirve, por ejemplo, que alguien obtenga una sentencia que le es favorable, que ha sido consentida o ha quedado ejecutoriada, cuando la misma es inejecutable.
Pero la tutela jurisdiccional efectiva no está referida tan solo a la efectividad de la decisión judicial, vale decir, no solo se trata de la ejecutabilidad de la sentencia o auto, según el caso. Esta garantía (una sentencia ejecutable) es la última que debe cumplirse para que pueda considerarse que se ha cumplido con el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, pero hay otras garantías previas que son necesarias para llegar al final del camino.
Priori Posada (2014) supone que la tutela sea (i) idónea, (ii) oportuna y (iii) que las resoluciones judiciales surtan plenos efectos (pp. 158-160). A estas garantías yo le agregaría la de acceso a la jurisdicción, pues sin poder presentar una demanda ante el Estado representado por el Poder Judicial, de nada sirven los pasos sucesivos.
En similar sentido opina Gonzáles Pérez (2001):
El derecho a la tutela jurisdiccional despliega sus efectos en tres momentos distintos: primero, en el acceso a la justicia; segundo, una vez en ella, que sea posible la defensa y obtener solución en un plazo razonable, y tercero, una dictada sentencia, la plena efectividad de sus pronunciamientos. (p. 57)
2. Elementos (garantías) del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva
La primigenia garantía con la cual nace el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva es la de acceso a la jurisdicción, pues, al activarla, al menos estamos acudiendo a requerir “tutela”. Esto se relaciona mucho con el derecho de acción, que, de acuerdo a su evolución, es considerado hoy en día como un derecho abstracto, sin camisas de fuerza legales que lo limiten más allá de lo razonable (por ejemplo, si corresponde una acción interdictal no debería prosperar un desalojo). En pocas palabras: basta con que sea titular de un derecho y/o interés, para poder accionar en su defensa.
La situación tal cual la describo ha sido advertida por Proto Pisani (2014), quien sostiene que:
En el plano del derecho de acción, la revolución es realmente copernicana: es suficiente que el Derecho Civil (pero el discurso debería valer también para el Derecho Administrativo) establezca una situación subjetiva de pretensión y de deber, para que el correspondiente titular pueda actuar en juicio para su tutela sin la necesidad de ninguna norma (sustancial o procesal) que autorice la acción. (p. 16)
Como antes se ha dicho, el acceso a la jurisdicción es solo el primer paso hacia la tutela jurisdiccional efectiva, pues “se reconoce que la garantía constitucional no abarca solo el acceso inicial a un tribunal (es decir, el derecho a formular una demanda): tiene que abarcar también todos los derechos procesales que las partes deben estar autorizadas a ejercer” (Taruffo, 2009, p. 33).
La idoneidad de la tutela está referida a que el ordenamiento jurídico debe proveer los instrumentos adecuados para brindar tutela a los derechos y/o intereses que sean lesionados o estén en peligro de serlo. Por ejemplo, ante la falsificación de una firma en un contrato de compraventa, además de las acciones penales que puedan interponerse, la persona afectada puede interponer una demanda sobre nulidad de acto jurídico (remedio proveído por el ordenamiento jurídico).
La oportunidad de la tutela tiene relación con el tiempo: ¿en qué momento llega la tutela para ser efectiva? En este caso, debemos tener como consigna un plazo razonable, que, sin obviar las evidentes dificultades técnicas y logísticas del Poder Judicial, suponga que la tutela no ha llegado demasiado tarde, que la parte accionante aún puede ver satisfechos sus derechos e intereses[5]. Una tutela oportuna también evita que se generen mayores lesiones a los derechos e intereses, así como evita que las mismas devengan en irreparables, supuesto en el cual el proceso habrá perdido toda su razón de ser.
La efectividad de las resoluciones judiciales es la última garantía que debe cumplirse para poder hablar propiamente del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva. Quizá pareciera que estuviéramos redundando, pero no es así. Como se puede inferir de lo que he señalado anteriormente, es posible que se cumplan una serie de garantías dentro de la tramitación de un proceso, hasta que el titular del derecho de acción obtenga una resolución judicial que le sea favorable; no obstante ello, la tutela del Estado se concretará cuando dicha resolución produce efectos jurídicos, cambiando una situación de hecho o de derecho en la realidad. Por ejemplo, en un proceso sobre prescripción adquisitiva de dominio, que tenga como pretensión acumulada la inscripción de la nueva titularidad del bien en los registros públicos, la tutela jurisdiccional será efectiva una vez que se publicite la nueva propiedad. En este caso, no basta la sola declaración (sentencia declarativa) de que alguien ha adquirido un bien y es su nuevo dueño, eso sería una tutela a medias.
Para que las resoluciones judiciales surtan efectos jurídicos, es importante que los jueces ajusten sus decisiones al derecho y a los hechos del caso. Debe respetarse el principio de congruencia entre lo solicitado por el accionante y lo concedido por el Estado. La decisión judicial también debe tener coherencia, pues si la parte considerativa da la impresión de que la decisión será “A”, pero la parte decisoria falla declarando “-A”, siendo la sentencia una sola, difícilmente podrá ser ejecutada sin contratiempos.
También se debe tomar en consideración que la ejecución de una sentencia no depende en todos los casos del órgano jurisdiccional, pues también en ocasiones se requiere la intervención de funcionarios públicos, entidades del Estado o incluso particulares, para los cuales la sentencia debe ser clara y tener un solo sentido.
El interesado en la efectividad de la resolución judicial tampoco debe dejar todo en manos del juez, lo cual sería irresponsable. Por ello es importante analizar las resoluciones judiciales a profundidad y, cuando sea necesario, pedir oportunamente las aclaraciones y/o correcciones que se ameriten.
Conclusión
Luego de haber analizado el fenómeno de la constitucionalización del Derecho Procesal y los derechos fundamentales de naturaleza procesal más importantes que reconoce nuestra Constitución, la conclusión más notable que se puede extraer es que el proceso no es el mismo que el que se concibió cuando se promulgó el CPC, pues todos aquellos formalismos y procedimentalismos que contempla pueden ser dejados de lado, en circunstancias justificadas, para privilegiar a los derechos al debido proceso y a la tutela jurisdiccional efectiva.
Por otro lado, si bien los derechos al debido proceso y a la tutela jurisdiccional efectiva son derechos que se encuentran en constante evolución, por tener la categoría de derechos fundamentales (constitucionales), ello no quiere decir que no tengan también un contenido concreto que debe ser respetado en la tramitación de cada proceso, contenido que se ha denominado “garantías”. En el caso que se inobserven y/o se vulneren las garantías que integran los derechos antes señalados, el proceso se encontrará viciado y los actos procesales de él emanados pueden ser declarados nulos.
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Taruffo, M. (2009). Páginas sobre justicia civil (1ª ed.). Madrid: Marcial Pons.
* Asistente de cátedra del curso de Teoría del Estado y Derecho Constitucional General en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
[1] Reggiardo y Liendo (2012) sostienen que el Perú es un país particularmente litigioso porque existe un “optimismo” en los litigantes respecto a ganar el juicio, promovido muchas veces por la corrupción en nuestro sistema de justicia (pp. 223-234).
[2] Sobre esto, Landa (2013, p. 16) sostiene que: “Si bien el Congreso es el órgano por excelencia de creación del derecho a través de la ley, el TC [Tribunal Constitucional] también participa, aunque subsidiariamente, en su creación mediante la interpretación de la Constitución. El TC ejerce amplios poderes para controlar no solo la forma sino también el contenido de las normas y actos demandados de inconstitucionales. Esto constituye el complejo proceso de constitucionalización del derecho”.
[3] Con acierto, el Tribunal Constitucional ha señalado en la STC Exp. Nº 728-2008-PHC/TC lo siguiente: “El derecho a la debida motivación de las resoluciones judiciales es una garantía del justiciable frente a la arbitrariedad judicial y garantiza que las resoluciones no se encuentren justificadas en el mero capricho de los magistrados, sino en datos objetivos que proporciona el ordenamiento jurídico o los que se derivan del caso”.
[4] Para un mayor análisis ver: Igartua Salaverría (2009) así como Ferrer Beltrán (2001, pp. 87-107).
[5] Hay una íntima relación entre la oportunidad de la tutela y los principios de economía y celeridad procesal, que deben regir el proceso civil, evitando dilaciones y costos indebidos, lo que genera como consecuencia que la tutela sea más célere, esto es, que llegue a tiempo al accionante. Castillo Córdova (2005) sostiene al respecto lo siguiente: “El principio de economía procesal no solo apunta a economizar los costos que pueda suponer el proceso, sino también a hacer del proceso un trámite sumario: el principio de economía procesal, como es conocido, intenta enfrentar no solo el tema de los costos, sino también de la duración y de la cantidad de actos que deben realizarse en un proceso. Y es que muy vinculado a este principio de economía se encuentra el principio de celeridad procesal, tan vinculados están que el supremo intérprete de la Constitución suele nombrarlos de manera conjunta” (p. 143).