Crítica férrea a la posición del supremo intérprete de la Constitución El arbitraje en la Constitución de 1993 y su naturaleza jurídica según el Tribunal Constitucional
Eder JUÁREZ JURADO*
RESUMEN
El autor señala que el arbitraje es una institución que nace de la autonomía de la voluntad y que, en su operatividad, encuentra elementos equivalentes a la función jurisdiccional. En ese sentido, afirma que el artículo 139 de la Constitución hace mal al equiparar al arbitraje como una forma de jurisdicción de excepción, toda vez que los principios y derechos de la que goza aquel solo son consecuencia necesaria e imprescindible para la operatividad funcional y eficiente de cualquier mecanismo heterocompositivo de solución de conflictos.
MARCO NORMATIVO
• Constitución: arts. 62 y 139.
• Ley que norma el Arbitraje, Decreto Legislativo Nº 1071 (28/06/2008): art. 3.
PALABRAS CLAVE: Arbitraje / Justicia estatal / Justicia arbitral / Solución de conflictos / Autonomía de la voluntad / Función jurisdiccional
Recibido: 29/05/2016
Aceptado: 06/06/2016
Introducción
El arbitraje es consustancial al conflicto y este a la existencia del hombre mismo. Donde hay grupo humano y sociedad, hay y habrá probablemente por siempre “conflicto”. Desde sus inicios, el hombre siempre ha recurrido a mecanismos de solución, pues en caso contrario hubiera desaparecido sobre la faz de la Tierra. Es por ello que instintivamente recurre a un primer mecanismo como es la autotutela o defensa privada basada esta en la imposición de la decisión de uno de los contendientes sobre el otro a través de la fuerza física y la violencia.
En un segundo momento histórico, el hombre al ver peligrar su propia existencia por la violencia recurre a un mecanismo mucho más racional y eficaz como es la autocomposición (conciliación, transacción, negociación, etc.), pero esta muchas veces deviene en ineficiente dado que requiere no solo de la voluntad de someter el conflicto a tal mecanismo sino a su vez su eficacia requiere del arribo a una solución consensuada del conflicto, lo cual muchas veces deviene en imposible.
Es por ello que el hombre recurre a otro mecanismo esta vez heterocompositivo, también racional pero mucho más eficaz, apareciendo así el arbitraje como primer mecanismo de este tipo a través del cual las partes contendientes acuerdan voluntariamente someter un conflicto disponible a un tercero ajeno a ellos y con virtudes y cualidades especiales –el árbitro– quien a su vez es el encargado de resolver el conflicto.
Ya en tiempos posteriores, allí cuando el Estado como aparato coercitivo ya había nacido y ergo “asume directamente la función plena de garantizar el derecho mediante órganos propios investidos de pública autoridad, a los cuales los particulares están obligados a recurrir para la composición de las controversias”1. Al hombre y a la sociedad le son impuestos el mecanismo de la composición jurisdiccional o simplemente jurisdicción, en donde el Estado, por encima de la voluntad de sus miembros, se sustituye en la voluntad del individuo para por medio de su imperium designar los órganos (juez o tribunal) encargados de componer todo litigio con trascendencia jurídica, incluso no de cualquier modo, sino mediante el derecho, monopolizando. Incluso dicha potestad de resolver los conflictos en forma única y exclusiva y contando con la fuerza pública necesaria para hacer cumplir lo resuelto (coertio), manteniendo sin embargo como forma alternativa la solución de determinados conflictos mediante los demás mecanismos autocompositivos (conciliación, transacción) y heterocompositivo como el arbitraje.
En este sentido, se puede decir que el arbitraje es un mecanismo heterocompositivo muy anterior al Estado que obedece a la razón humana para enfrentar a los conflictos. A este respecto, señala el maestro Fernando Vidal Ramírez, que: “[P]uede afirmarse, por ello, sin hesitación alguna, que el arbitraje es anterior a la organización formal de la administración de justicia y que en su origen no constituyó una alternativa, sino que fue un medio de solución de controversias anterior a la autoridad estatal”2.
El arbitraje es también un mecanismo natural de solución de conflictos, por cuanto al igual que la autotutela y la autocomposición, nace como respuesta propia de la naturaleza de conservación del hombre, no siendo tales mecanismos impuestos por autoridad o soberano alguno. Con la diferencia de que la autotutela constituye un mecanismo irracional e instintivo, en tanto a que la autocomposición y el arbitraje constituyen un mecanismo basado en la razón por cuanto el hombre se da cuenta que la violencia hace peligrar hasta su propia existencia.
Prueba de que el arbitraje es un mecanismo natural es el hecho de que incluso ya aparecido y fortalecido el Estado, y ya monopolizando la función jurisdiccional, el arbitraje ha subsistido, deviniendo al lado de la composición jurisdiccional en un mecanismo alternativo de solución de conflictos, que hoy por hoy ha devenido en uno mucho más efectivo y con muchas más bondades que la justicia pública.
I. Teorías que buscan explicar la naturaleza jurídica del arbitraje
La concepción del arbitraje no puede ser cabal sin la determinación de su naturaleza jurídica, de su ratio essendi. En este sentido, existen diversas teorías que buscan hurgar tal naturaleza.
1. Teoría privatista o contractualista
Fernando Vargas García resume esta teoría exponiendo como características principales lo siguiente: “1) El arbitramiento tiene una naturaleza privada. Deriva de un acuerdo de voluntades entre las partes, que convienen en someter su diferencia a la decisión de los árbitros. 2) Los árbitros son particulares designados por las partes, que igualmente son personas privadas. El vínculo entre árbitros y partes, es privado y contractual. 3) El árbitro, en consecuencia, no ejercita acto jurisdiccional alguno, deriva su poder de la facultad que le han conferido las partes en virtud de un contrato, no tiene poder de coacción, es remunerado por las partes y, en fin, no es funcionario sino un individuo privado. 4) El laudo no es una verdadera sentencia, sino que deriva su obligatoriedad de la voluntad misma de las partes que han querido someterse a ella. Ella, pues, es obligatorio por sí mismo, como son obligatorios los contratos (…)”3.
Así, la conclusión principal a la que llegan los autores que defienden las tesis contractualista es que el arbitraje se sitúa necesariamente en el ámbito del derecho privado4. De este modo consideran que el arbitraje no constituye una función jurisdiccional; que sus principios no son los correspondientes al Poder Judicial sino básicamente anclados en los de la autonomía de la voluntad privada y la libertad contractual, por lo que el Poder Judicial y el Estado deben respetar la autonomía plena de la función arbitral, que no resulta relevante el hecho de que la Constitución reconozca o no al arbitraje como mecanismo de justicia, pues esta tiene su fundamento en la referida autonomía privada de las partes contratantes.
2. Teoría publicista o jurisdiccionalista
Las características específicas de esta teoría son –a decir del profesor Fernando Vargas García–: “1) Los árbitros son jueces que realmente ejercitan actividad jurisdiccional del Estado, (…). 2) Los árbitros, no obstante ser particulares, quedan revestidos de jurisdicción, porque la ley le ha conferido a las partes la facultad de colocar en cabeza de ellos, y por mientras desempeñan sus funciones, una parte de la soberanía del Estado para que en el desarrollo de esta decidan obligatoria y definitivamente el conflicto que se ventila (…). 3) El laudo es una verdadera sentencia. 4) La responsabilidad de los árbitros es idéntica a la que pesa sobre los jueces del Estado (…)”5.
El profesor Roque J. Caivano expresa que: “El arbitraje es una forma de ‘justicia privada’. Lo que pretende significar a través de esta expresión –que no tiene connotaciones políticas o ideológicas– es que se trata de una actividad jurisdiccional ejercida por particulares que no integran los órganos del Poder Judicial de un Estado. La naturaleza jurisdiccional del arbitraje es hoy incuestionable, ya que en el desempeño de la misión que toca a los árbitros se encuentran las características propias de aquella: al fin y al cabo, la jurisdicción no es sino la función de administrar justicia”6.
A su turno, Bruno Oppetit aboga también por la concepción jurisdiccionalista del arbitraje al manifestar que: “El arbitraje ya no puede reducirse a un puro fenómeno contractual (…): su naturaleza jurisdiccional hoy no es puesta en duda, aunque su origen siga siendo contractual; el arbitraje es una justicia, privada, por cierto, pero una justicia al fin y al cabo: esta proviene de la voluntad de las partes de confiar a un tercero el poder de juzgar: el árbitro se ve investido de la jurisdictio en toda su plenitud, con la flexibilidad que autoriza el marco procesal se parece cada vez más al de los tribunales estatales, en virtud de un proceso habitual a toda institución: desde el instante en que el arbitraje afirma ofrecer a las partes las garantías inherentes a toda justicia, encuentra él mismo, en virtud de una evolución natural (y no solamente en el arbitraje institucional), así sea en forma adaptada a sus propias exigencias, los imperativos de organización y de funcionamiento que imponen a toda jurisdicción, cualesquiera que esta sea”7.
3. Teoría mixta o ecléctica
Para reconciliar las teorías anteriores, surge la posición mixta o ecléctica que sostiene que el arbitraje es una institución de naturaleza contractual en su origen, pero jurisdiccional en sus efectos8. A decir del profesor Roque J. Caivano: “los árbitros ejercen jurisdicción y por lo tanto de allí se deriva el status jurídico de su función. Ello sin desconocer que su origen es generalmente contractual. Sería así una función jurisdiccional cuya raíz genética es contractual; o dicho de otro modo, tendría una raíz contractual y un desarrollo jurisdiccional. Se trata, en suma, de una jurisdicción instituida por medio de un negocio particular”9.
Marianella Ledesma Narváez –citando a Bernardo Cremades– manifiesta que: “Es innegable que el arbitraje es una institución regulada por normas sustantivas, pertenecientes al Derecho Civil, mientras otras están reguladas por normas procesales. Nadie podría negar la naturaleza contractual del convenio arbitral o la del vínculo que une a los árbitros con las partes; pero, junto a ello, concurren también otras normas de naturaleza procesal, como las que regulan la formalización judicial del arbitraje, el control formal del laudo, su ejecución forzosa y la ejecución de las medidas cautelares. Esto nos lleva a reafirmar la teoría mixta o ecléctica, en el sentido de que el origen del arbitraje está siempre en la voluntad de las partes, principio de la autonomía privada, porque ello fundamenta la constitucionalidad del arbitraje, así como la necesidad de la actividad jurisdiccional para poder lograr la eficacia de este. Algunas opiniones llegan incluso a sostener que el contrato de arbitraje genera en virtud de la autonomía de la voluntad de las partes, una jurisdicción privada, aunque sometida a efectos de legalidad al control de los jueces y tribunales estatales”10.
4. Teoría negocial - procesal
El creador de esta tesis es el profesor español Antonio Lorca Navarrete. Sin embargo, en nuestro medio, el profesor Carlos Matheus López es quien la defiende con convicción al sostener que: “Frente a las teorías ya mencionadas es preciso sostener el carácter procesal del arbitraje, pues resulta obvio que este no importa propiamente una actividad jurisdiccional, como también es evidente que no todo en el arbitraje se reconduce a un planteamiento puramente contractual, insuficiente para justificar la existencia de un derecho a un debido proceso sustantivo arbitral al vincularse con aspectos tan íntimamente ligados con la sustantividad de un proceso como es la exigencia de alegar, de probar afirmaciones fácticas, de oponerse a la tramitación del arbitraje incoado o para, en fin, explicar el acceso a la jurisdicción estática mediante la vía del recurso de anulación de laudo. En la Ley General de Arbitraje, la función que asume el árbitro es procesal pero no jurisdiccional. El arbitraje es un ejemplo de una actividad en la que se resalta la sustantividad del proceso a través de la técnica adjetiva que se prefiera pero sin que ello suponga, en modo alguno, una conceptuación jurisdiccional ni del proceso ni del procedimiento arbitral. En tal forma, no toda actividad procesal necesariamente ha de ser jurisdiccional (como sucede con el arbitraje), ni toda actividad jurisdiccional ha de ser necesariamente procesal (como pasa con numerosos actos de jurisdicción voluntaria o no contenciosa). El arbitraje justifica su naturaleza jurídica porque resuelve ‘controversias disponibles’ y esa finalidad no se logra mediante su adjetivación jurisdiccional. Puesto que dicha funcionalidad surge a partir de la suscripción del convenio arbitral, conceptuado como un negocio jurídico impropio –con autonomía estructural y funcional– que rehúye las teorías contractualistas para explicar la naturaleza jurídica del arbitraje, dado que dichas opciones si bien manejan una propedéutica negocial cercana al contractualismo, en cambio, se alejan de las soluciones procesales”11.
5. Teoría de la autonomía
Recurrimos a Francisco González De Cossío para entender esta teoría. Así este autor manifiesta que: “La teoría de más reciente creación argumenta que el arbitraje se desenvuelve en un régimen emancipado y, por consiguiente, autónomo. Sostiene que el carácter del arbitraje podría ser determinado tanto jurídica como prácticamente mediante la observación de su uso y finalidades. Bajo esta luz, el arbitraje no puede ser clasificado como meramente contractual o jurisdiccional, y tampoco como una ‘institución mixta’. La teoría autónoma observa al arbitraje per se, lo que hace, lo que busca lograr, cómo y por qué funciona en la forma en que lo hace. Reconoce que el derecho arbitral se ha desarrollado para lograr la consecución armónica del arbitraje y de las relaciones comerciales internacionales. La teoría autónoma es una versión refinada de la teoría mixta. Si bien reconoce los elementos jurisdiccionales y contractuales del arbitraje, cambia el foco de atención de los mismos (…)”12.
II. Nuestra posición acerca de estos postulados doctrinarios
Determinar la naturaleza jurídica del arbitraje, de hecho, resulta ser un asunto asaz espinoso; sin embargo, los propósitos del presente trabajo exigen una toma de posición al respecto.
En este sentido, consideramos que la teoría contractualista resulta ser insuficiente para explicar la razón de ser del arbitraje al reducir a este a un contrato. Y, la teoría jurisdiccionalista, atribuye erradamente al arbitraje naturaleza jurisdiccional sin importarle su fundamento contractual.
Cierto es que el arbitraje es fruto de la autonomía de la voluntad expresada en el convenio arbitral. El arbitraje tiene su sustento en la libertad de toda persona de optar en la solución de sus conflictos en un mecanismo también heterocompositivo, en tanto ello no se encuentra prohibido (prohibición que por cierto no sería posible en un Estado Constitucional de Derecho); sin embargo, esto que es su causa-fuente, no agota la esencia del arbitraje, pues este constituye a su vez un medio alternativo de solución de conflictos de intereses en un caso concreto (aspecto subjetivo) y para con ello contribuir al logro de la “paz social en justicia” (aspecto objetivo). Así, el arbitraje no es solo contrato sino también un medio para hacer justicia entre los hombres, este último, similar a la función jurisdiccional que cumple el Estado.
Sin embargo, la teoría jurisdiccionalista incurre en error de concepción, pues en su afán de atribuir obcecadamente carácter jurisdiccional al arbitraje, desconoce el indiscutible origen contractual del mismo. Más, el error central de esta teoría radica en que identifica la función de los árbitros con la función jurisdiccional. Sostienen que los árbitros ejercen su función si bien porque las partes lo acuerdan, pero su función es jurisdiccional porque así lo dicta la ley13. El arbitraje existe y tiene razón de ser por gozar de jurisdicción14.
Como bien observa Juan Monroy Palacios: “[e]l arbitraje no puede constituir una expresión de la jurisdicción pues, salvo que el concepto se utilice en sentido lato, su configuración contiene intrínsecamente una renuncia a esta y además, porque el árbitro es incapaz de desarrollar funciones de carácter público (…). La ‘jurisdicción excepcional’ que algunos pretenden llevar hasta sus últimas consecuencias, valiéndose simplemente del texto expreso de la norma constitucional, es una categoría que no resiste el más mínimo análisis. (…)”15.
En otro de sus fundamentos, Monroy Palacios afirma que: “Vistas así las posiciones, resulta sencillo constatar que en nuestro país el problema está planteado en modo inverso. Muchos piensan que el arbitraje debe alcanzar la categoría de jurisdicción para lograr respeto por parte de los jueces ordinarios16. Otros, como si se tratara de fórmulas matemáticas, proponen una mixtura de la teoría jurisdiccional y la contractual, olvidando el antagónico sustrato ideológico que se encuentra en la base de cada postura, y otros más, sin esconder una ilusión neocorporativista, piensan que estamos encaminados en una tendencia hacia la ‘privatización de la justicia’ que tendrá los mismos poderes que el juez estatal. Distintas versiones alrededor de una idea común: la ‘jurisdicción arbitral’. El equívoco es notorio. Quienes promueven el arbitraje, con todas las ventajas que con justicia le asignan, se equivocan cuando intentan reforzar su desarrollo acercándolo a la jurisdicción. Por su parte, quienes aún buscan reducirlo a su mínima expresión, lo fortalecen creyendo que la autonomía privada sobre la cual se funda es poca cosa (…) en primer lugar, es evidente que la (teoría) ‘jurisdiccional’ debe ser descartada por asignarle prácticamente un valor jurídico nulo al arbitraje. Ni siquiera la reformulación que ha sufrido esta teoría en los últimos años es válida, pues ciertamente el árbitro actúa por delegación de las partes y estas no pueden dar lo que no tienen, con lo cual el camino hacia la ‘jurisdiccionalización’ está cerrado”17.
En realidad, como señala José María Roca Martínez: “Solo con un análisis conjunto del arbitraje, como fenómeno complejo, sin olvidar ninguno de sus elementos, será posible aproximarse a su naturaleza jurídica. Así lo ha considerado Almagro Nosete, para quien ´la naturaleza jurídica del arbitraje reclama un examen primero parcializado de los distintos momentos del mismo; y luego, global, que permita en atención al criterio del predominio resultante, determinar el encuadre del instituto’ (…). En definitiva, el arbitraje presenta una naturaleza jurídica propia, a la cual se llegará tras el análisis de sus distintos elementos”18.
Nosotros, si bien también nos alejamos de las teorías contractualista y jurisdiccionalista; pero también no asentimos con el profesor Carlos Matheus López y con cuantos consideran que el arbitraje tenga naturaleza procesal o procedimental. Consideramos –a partir de los fundamentos del arbitraje–que la función arbitral no puede ser catalogada como jurisdicción ni tampoco ser equivalente a ella. La jurisdicción se fundamenta en el poder que el Estado ejerce sobre las personas, es decir, tiene su causa-fuente en el denominado ius imperium y la llamada soberanía popular. La potestad de impartir justicia es impuesta por el Estado sobre la base de dichos principios fundamentales expuestos por el constitucionalismo clásico. El arbitraje en cambio se fundamenta en la libertad y la autonomía de la voluntad de las personas. El arbitraje es incluso anterior a la formación del propio Estado, aparece con la formación del propio hombre como ser gregario y social, como un mecanismo natural de solución de conflictos. En modo alguno se puede equiparar el arbitraje a la jurisdicción. Ambos tienen causas-fuentes distintas: Estado y ius imperium vs. libertad y autonomía de la voluntad.
El hecho de que el arbitraje –al igual que la jurisdicción– constituya mecanismo heterocompositivo de solución de conflictos no puede conllevar otorgar “naturaleza” jurisdiccional al arbitraje. A caso ¿no se es capaz de reconocer que toda impartición de justicia solo se obtiene a través del Estado?, ¿que existe a su vez otros mecanismos de solución alternativos a la justicia pública e incluso históricamente anterior a ella fundado en la naturaleza libre y racional del hombre? La justicia que brinda el mecanismo arbitral es una justicia privada que resulta ser alternativa y autónoma, pero a su vez complementaria a la justicia pública o estatal que brindan los órganos jurisdiccionales.
Y, el hecho de que tanto el arbitraje –al igual que la jurisdicción– se valga del “proceso” o “procedimiento” para el logro de su propósito dikelógico, tampoco puede conducir a postular válidamente una supuesta “naturaleza” procesal del arbitraje. En principio, la “naturaleza” de un ser o ente es definida como “el principio generador del desarrollo armónico y plenitud de cada ser, en cuanto tal ser, siguiendo su propia e independiente evolución” o la “virtud, cualidad o propiedad de las cosas”19. Ergo, el elemento procesal o procedimental no puede ser en modo alguno ese principio generador del arbitraje ni ser causa ni fin de su desarrollo armónico. El proceso (o procedimiento) no es causa ni fin de ninguna institución jurídica. El proceso es siempre el medio para el logro de un fin. Pretender ver en el proceso como la ratio essendi del arbitraje no resulta convincente, por cuanto el “proceso” o “procedimiento”, entendida estos como un conjunto de actos destinados a un determinado propósito, siempre está presente en toda actividad humana, pues toda expresión de la cultura humana (dentro de ellos las instituciones jurídicas) siempre siguen, se sirven o constituyen un proceso, una secuencia concatenada y dialéctica de actos para el arribo de una finalidad. Luego, el fundamento de todo el derecho sería el proceso o procedimiento, es decir la forma. Sin embargo, el proceso no es sino la mera adjetivización de los fundamentos sustantivos de las instituciones jurídicas. El proceso o procedimiento es siempre el ropaje de una institución que sin embargo tiene su esencia en otros elementos, en elementos siempre sustantivos. Ni el proceso ni el procedimiento son fuentes de nada ni fin en sí mismos, sino únicamente medios para el logro de un fin determinado. Así, para nosotros, la razón esencial del arbitraje no está en el medio (procedimiento, proceso) que es tan solo su manifestación jurídica. La razón de ser del arbitraje está en la causafuente (libertad y autonomía de la voluntad) y en la causa-fin (justicia, equidad).
Por todo ello, nosotros consideramos que la teoría que mejor explica la naturaleza del arbitraje es la de la teoría de la autonomía. En suma, el arbitraje es simple y llanamente eso: arbitraje. Una institución que nace de la autonomía de la voluntad (causa-fuente), y que en su operatividad hacia su causa-fin (la justicia, equidad), tiene elementos equivalentes a la función jurisdiccional, pero sin ser tal, sino la de ser un medio privado, autónomo y alternativo de impartición de justicia, pero que también debe ser controlado por el Estado a través de la jurisdicción pero bajo determinados principios y garantías, entre ellos el respeto de su autonomía que en su núcleo duro importa la no injerencia de los órganos jurisdiccionales en la solución del caso de competencia del Tribunal Arbitral.
Recurriendo, finalmente, a las observaciones del profesor Juan Monroy Palacios: “El arbitraje no es ni contractual ni procesal, ni una mezcla de ambos. Es una disciplina autónoma que si bien puede construirse con ayuda de las demás parcelas del derecho, no se identifica con ninguna de ellas. Posee sus propios principios, problemas y especialistas, pero, lejos de aislarse, se integra con las demás ramas del derecho, sin perder su carácter autónomo (…). Por último, como antídoto contra los excesos que suele conllevar la actividad intelectual de sustituir una teoría por otras, no está demás conservar esta idea: que el proceso alimente de contenido al arbitraje, no significa que el arbitraje se reduzca al proceso; ello es tan absurdo como pensar que el arbitraje es solo contrato”20.
III. El arbitraje en la Constitución de 1993 y su naturaleza jurídica según el Tribunal Constitucional: Crítica férrea a la posición del supremo intérprete de la Constitución
Acorde con una de las características del Estado Constitucional de Derecho, esto es, el fenómeno de constitucionalización de los derechos; la Constitución de 1993 –en los mismos términos que su antecesora la de 1979– ha reconocido al arbitraje como un derecho constitucional.
Así, el artículo 62 efectúa una primera mención al arbitraje al establecer que: (…) Los conflictos derivados de la relación contractual solo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos de protección previstos en el contrato o contemplados en la ley.
Aunque esta alusión que efectúa la citada norma constitucional está referida al reconocimiento del arbitraje –junto con la vía judicial–como únicos mecanismos heterocompositivos ordinarios de solución de conflictos derivados de una relación jurídica contractual, sin perjuicio de que también existen otros mecanismos como la autocomposición (conciliación, transacción) y la legítima defensa privada los mismos que en modo alguno se encuentran prohibidos en la Constitución ni en la ley. De modo que nada trascendente aporta esta disposición para los propósitos que tratamos.
Sin embargo, es el artículo 139 de la Constitución que efectúa un reconocimiento contundente del arbitraje como derecho constitucional al disponer que: Son principios y derechos de la función jurisdiccional: 1. La unidad y exclusividad de la función jurisdiccional. No existe ni puede establecerse jurisdicción alguna independiente, con excepción de la militar y la arbitral (…).
Una liminar interpretación lógico-gramatical de tal disposición conduce a la consideración del arbitraje como jurisdicción. De hecho, buen sector de la doctrina, sin rubor alguno, se ha atrevido incluso hablar de jurisdicción arbitral en distinción de la jurisdicción estatal21. Y, como consecuencia de ello, señalan que le son atribuibles a la función arbitral (o “jurisdicción arbitral”) los principios y derechos que corresponden a la función jurisdiccional, de ahí que se reconoce principios tales como la autonomía del arbitraje, la independencia e imparcialidad del árbitro, la tutela arbitral, el debido proceso arbitral, etc.
Esta concepción del arbitraje a partir de la interpretación literal de su consagración en la Constitución ha conducido hasta al propio Tribunal Constitucional a sostener enfáticamente que: “La facultad de los árbitros para resolver un conflicto de intereses no se fundamenta en la autonomía de la voluntad de las partes del conflicto, prevista en el artículo 2, inciso 24 literal a de la Constitución, sino que tiene su origen y, en consecuencia, su límite, en el artículo 139 de la propia Constitución (…). Así, la jurisdicción arbitral, que se configura con la instalación de un Tribunal Arbitral en virtud de la expresión de la voluntad de los contratantes expresada en el convenio arbitral, no se agota con las cláusulas contractuales ni con lo establecido por la Ley General de Arbitraje, sino que se convierte en sede jurisdiccional constitucionalmente consagrada, con plenos derechos de autonomía y obligada a respetar los derechos fundamentales. Todo ello hace necesario que este Tribunal efectúe una lectura iuspublicista de esta jurisdicción, para comprender su carácter privado; ya que, de lo contrario, se podrían desdibujar sus contornos constitucionales. El reconocimiento de la jurisdicción arbitral comporta la aplicación a los tribunales arbitrales de las normas constitucionales y, en particular, de las prescripciones del artículo 139 de la de Constitución, relacionadas a los principios y derechos de la función jurisdiccional. Por ello, el Tribunal considera y reitera la protección de la jurisdicción arbitral, en el ámbito de sus competencias, por el principio de “no interferencia” referido en el inciso 2) del artículo constitucional antes citado, que prevé que ninguna autoridad puede avocarse a causas pendientes ante el órgano jurisdiccional, ni interferir en el ejercicio de sus funciones. Los tribunales arbitrales, por consiguiente, dentro del ámbito de su competencia, se encuentran facultados para desestimar cualquier intervención y/o injerencia de terceros –incluida autoridades administrativas y/o judiciales– destinada a avocarse a materias sometidas a arbitraje, en mérito a la existencia de un acuerdo arbitral y la decisión voluntaria de las partes” 22.
Nada más errado. En principio, cabe señalar que la interpretación de las normas constitucionales no puede efectuarse con tal sencillez a partir de su mera aprehensión lógicogramatical y con asentimiento sereno de las categorías que utilice el constituyente (como diseñador también de disposiciones normativas) como si fueran indiscutibles; cuando en primer lugar lo que el intérprete debe efectuar es un análisis de compatibilidad de la categoría, concepto o institución con su naturaleza jurídica. No porque literalmente la Constitución señale que A es A y no B, tenga que su supremo intérprete aceptarla impávidamente. La naturaleza de un objeto no está en la disposición normativa sino en la realidad concreta, en el ser mismo del objeto materia de estudio, y se llega a ella como consecuencia de la aprehensión y análisis de la esencia misma del ser.
Así, no obstante a que el constituyente ha reconocido al arbitraje como una jurisdicción (“jurisdicción arbitral”), sin embargo ello no puede conllevar la aceptación sumisa y con criterio interpretativo legalista de tal disposición constitucional. El arbitraje no es jurisdicción. Ambos si bien constituyen fácticamente mecanismos heterocompositivos de solución de conflictos; y, si bien ambos tienen también como causa-fin a la justicia; sin embargo, ambos difieren en sus orígenes y su causa-fuente. El arbitraje es fruto de la libertad y la autonomía de voluntad. Se recurre al arbitraje por cuanto las partes así lo han convenido respecto a un conflicto disponible, en ejercicio legítimo de su autonomía de la voluntad y de las libertades contractual y de contratación.
La jurisdicción, que es la potestad pública de impartir justicia a través de los órganos jurisdiccionales, se fundamenta en cambio en el poder que el Estado ejerce sobre las personas y la sociedad, es decir, tiene su causa-fuente en el denominado ius imperium y la llamada soberanía popular. La jurisdicción es fruto de la aparición y desarrollo del Estado. El arbitraje es anterior a la formación del propio Estado, aparece con la formación del propio hombre como ser gregario y social, como un mecanismo natural de solución de conflictos. En modo alguno se puede equiparar el arbitraje a la jurisdicción. Ambos tienen causasfuentes distintas.
El hecho de que el arbitraje, al igual que la jurisdicción, constituya un mecanismo heterocompositivo de solución de conflictos, no puede conllevar pretender otorgar “naturaleza” jurisdiccional al arbitraje. La justicia no solo puede hallarla en los órganos jurisdiccionales, sino también en instituciones naturales propias de la sociedad, como el arbitraje, como también en las comunidades campesinas y nativas, como ocurre en nuestro país. La justicia que brinda el arbitraje es una justicia privada que resulta ser alternativa pero a su vez complementaria a la justicia pública o estatal que brindan los órganos jurisdiccionales.
Lo que ocurre es que desde la aparición y consolidación del Estado sobre la sociedad y los hombres, este gran Leviatán de la que nos hablaba Tomas Hobbes, pasó a monopolizar el sistema de administración de justicia y desde ese momento entonces ejerce poder (ius imperium) sobre los miembros de la sociedad, y desde ese momento se piensa erradamente que el Estado es el origen de todo mecanismo de impartición de justicia; que el arbitraje existe y subsiste porque así lo permite el Estado. Cuando un análisis sociohistórico nos enseña que el arbitraje es muy anterior al Estado y a la función jurisdicción; que el arbitraje es una institución natural y racional consustancial a la naturaleza conflictiva del hombre mismo; que funciona y siempre ha funcionado muy al margen de la voluntad del Estado, por lo que este debe respetar su autonomía y delimitarla adecuadamente en función de la delimitación de la libertad y la autonomía de la voluntad; más, sin que ello importe la renuncia al control (jurisdiccional) que también le corresponde ejercerla en tanto su fin es garantizar la tutela de los derechos fundamentales de la persona humana.
Así, los principios y derechos de los que goza el arbitraje (tales como la autonomía, independencia, imparcialidad, tutela arbitral, debido proceso, etc.) no es consecuencia de su reconocimiento como jurisdicción por parte del constituyente, y con ello de la atribución de los principios y derechos de la función jurisdiccional; sino, porque resulta ser condición necesaria e imprescindible para la operatividad eficiente del arbitraje, por lo que en esencia el reconocimiento y defensa de tales derechos y principios pueden ser invocados al margen de su reconocimiento positivo en el artículo 139, pues en el supuesto de que no existiera esta disposición constitucional en los términos en que se encuentra redactado, tales derechos y principios pueden ser igualmente invocados y defendidos con base en los fundamentos del arbitraje que en realidad hallamos positivizados en el artículo 2 inciso 24 literal a) que consagra el derecho a la libertad personal, en virtud del cual: “Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe”. Así como el artículo 2, inciso 14 en virtud del cual toda persona tiene derecho a “contratar con fines lícitos, siempre que no se contravengan leyes de orden público (…)”. Y, el artículo 62 que dispone que: “(…) Los conflictos derivados de la relación contractual solo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos de protección previstos en el contrato o contemplados en la ley”. Así, es el artículo 3 de la Ley de Arbitraje (Decreto Legislativo N° 1071) que regula la autonomía y demás derechos y principios del arbitraje.
Así, el artículo 139 de la Constitución señala que el arbitraje es también jurisdicción (de excepción), y debe ser interpretado conforme a la naturaleza jurídica del arbitraje. Los principios y derechos alusivos a la función jurisdiccional también le son aplicables a la función arbitral, no porque el arbitraje sea jurisdicción, sino porque ambos constituyen mecanismos heterocompositivos de impartición de justicia. En realidad los principios y derechos recogidos en el artículo 139 no son exclusivos de la función jurisdiccional, son también invocables y exigibles en cualquier mecanismo heterocompositivo público o privado de impartición de justicia, es decir, en cualquier situación en la que sea un tercero quien tenga que definir derechos e intereses de otros ajenos a los suyos. Así, por ejemplo, el debido proceso y todas las garantías que la conforman son también exigibles en cualquier procedimiento corporativo-privado.
Es por ello que consideramos que, en realidad, el error de catalogar el arbitraje como una jurisdicción parte de la errónea estructuración del sistema de impartición de justicia en la Constitución. No hay una real concepción de la justicia en nuestra Carta Magna. La impartición de justicia no solo emana del pueblo ni se ejerce solo por los órganos jurisdiccionales. El concepto de soberanía popular legitima la función jurisdiccional, pero en modo alguno, el arbitraje encuentra su legitimación en dicho concepto político. Hemos dicho hasta la saciedad que antes del Poder del Estado, ya existía (y probablemente siempre exista en tanto existan conflictos) el arbitraje como mecanismo natural y luego alternativo al que brinda el Estado. El fundamento que legitima el arbitraje proviene también de un “poder”, pero no del pueblo, sino de los propios particulares, de cada persona, sustentado en la libertad y la autonomía de la voluntad.
Empero, venga de donde venga el poder de resolver conflictos, es decir ya sea del pueblo o ya sea de la autonomía de la voluntad, lo claro y concreto es que ambos mecanismos tienen por finalidad alcanzar la justicia para el logro de la paz social. Ambos mecanismos heterocompositivos (estatal y privado) son formas de impartición de justicia. En tal sentido, podemos advertir que existe un derecho a la justicia, el cual puede ser brindado por el Estado a través de la función jurisdiccional (justicia estatal) o hallada entre los propios particulares en ejercicio de su poder de autorregulación (justicia arbitral). Es así, que en puridad debería modificarse los términos del referido artículo 139, pues en lugar de aludir a los “derechos y principios de la función jurisdiccional” debe consagrar los principios y derechos de toda impartición de justicia.
Como colofón de todo lo afirmado, resultan precisas las palabras de Bruno Oppetit al decir que: “El arbitraje, en cualquiera de sus modalidades, hace parte de la misma búsqueda del ideal de justicia que persiguen las jurisdicciones estatales, como la había presentido H. Motulsky: hoy en día la misma filosofía del debido proceso impregna las finalidades y los principios de organización de toda forma de justicia pública o privada contribuyendo, así, a instaurar la función de juzgar sobre bases comúnmente aceptadas y respetadas”23. Y que: “(…) La idea contemporánea de justicia ha sido desinstitucionalizada: tendemos a ver en la justicia un bien público más que un servicio público (…). Por consiguiente, las formas de justicia privada adquieren por ellas mismas una legitimidad independiente de todo reconocimiento estatal. El juez privado, quien no puede apoyarse como el juez público de la inserción en el aparato estatal en cuyo nombre dice el derecho y resuelve los litigios, encuentra en su aptitud a juzgar una legitimidad propia, fundada en el capital simbólico que representa su capacidad de juzgar, su competencia y su neutralidad: la adhesión voluntaria del justiciable se sustituye al efecto de autoridad que solo conoce la justicia pública (…)”24.
Así, jurisdicción y arbitraje son ambos medios de impartición de justicia, y por ende, están sujetos a la observancia y respeto de los principios y garantías para una justa, debida y racional impartición de justicia que toda persona y la sociedad espera. Así, creemos que en puridad el artículo 139 de la Constitución debe ser interpretado a partir de la consideración de que los principios y derechos ahí reconocidos no son exclusivos de la función jurisdiccional sino que corresponden a toda forma de impartición de justicia, entre ellos el arbitraje.
Conclusiones
- El arbitraje constituye un mecanismo heterocompositivo de solución de conflictos de libre disposición, consustancial a la evolución misma del hombre en sociedad; un mecanismo natural y muy anterior al Estado y a la función jurisdiccional.
- El arbitraje se distingue en su causafuente de la jurisdicción, pues tiene su fundamento en la libertad del hombre y en la autonomía de la voluntad como manifestación jurídico-contractual respecto de derechos de libre disposición; en tanto a que la función jurisdicción se fundamenta en el poder que el Estado detenta sobre la sociedad y se mantiene a costa de la fuerza pública (ius imperitum). Sin embargo, lo común de ambos es que son instrumentos racionales creados por el hombre para un mismo fin: el logro de la paz social en justicia; más, uno sustentado en la libertad individual y la otra en la fuerza pública.
- Son en estos fundamentos que se puede hallar válidamente la naturaleza jurídica del arbitraje. La teoría contractualista resulta insuficiente para tales propósitos, pues reduce al arbitraje a un mero contrato, obvia el atisbo de su causa-fin. La teoría jurisdiccionalista comete también el yerro de equiparar el arbitraje con la jurisdicción, estableciendo categorías absurdas como “jurisdicción arbitral”, cuando la jurisdicción es una sola: aquella función pública de impartición de justicia que el Estado ejerce a través de sus órganos jurisdiccionales y mediante la fuerza pública (ius imperium).
- La teoría mixta o ecléctica nada aporta al respecto, postula una mera mezcolanza de las anteriores teorías. La teoría negocial-procesal pretende hallar la naturaleza del arbitraje en la actividad procesal que desarrollan los árbitros. Nada más errado. La “naturaleza” de un ser o ente no puede hallarse en un medio como es el proceso, sino en el ser mismo y su esencia.
- Por ello, consideramos que la que mejor explica la naturaleza del arbitraje es la teoría de la autonomía. El arbitraje es simple y llanamente eso: arbitraje. Una institución que nace de la autonomía de la voluntad (causa-fuente), y que en su operatividad hacia su causa-fin (la justicia, equidad), tiene elementos equivalentes a la función jurisdiccional, pero sin ser tal, sino la de ser un medio privado, autónomo y alternativo de impartición de justicia.
- La Constitución de 1993 ha incorporado al arbitraje como derecho constitucional en el artículo 139, equiparándola sin embargo en su interpretación lógico-literal como una forma de jurisdicción de excepción, adhiriéndose de este modo el constituyente a la teoría jurisdiccionalista. Sin embargo, la naturaleza de una institución jurídica no está en la disposición normativa sino en la realidad concreta, en el ser mismo del objeto materia de estudio, y se llega a ella como consecuencia de la aprehensión y análisis de la esencia misma del ser. En ese sentido, comete yerro el Tribunal Constitucional cuando contentándose con un criterio interpretativo lógico-literal enarbola también la tesis jurisdiccionalista y niega enfáticamente la autonomía de la voluntad como fundamento del arbitraje y considera que su origen y límite está en el artículo 139.
- El hecho de que el arbitraje goce de varios de los atributos de la jurisdicción, no puede llevar a otorgar “naturaleza” jurisdiccional al arbitraje. A caso ¿no se es capaz de reconocer que no toda impartición de justicia proviene solo del Estado?, pues existe el arbitraje como alternativo a la justicia pública e incluso históricamente anterior a ella, fundado en la naturaleza libre y racional del hombre.
- Los principios y derechos de los que goza el arbitraje no son consecuencia de su reconocimiento como jurisdicción por parte del constituyente; sino, por ser condición necesaria e imprescindible para la operatividad funcional y eficiente de cualquier mecanismo heterocompositivo de solución de conflictos.
- No hay una real concepción de la justicia en nuestra Carta Magna. La impartición de justicia no solo emana del pueblo ni se ejerce solo por los órganos jurisdiccionales. Existe un derecho a la justicia, el cual puede ser brindado por el Estado a través de la función jurisdiccional (justicia estatal) o hallado entre los propios particulares en ejercicio de su poder de autorregulación (justicia arbitral). En puridad, debería modificarse el artículo 139, pues en lugar de aludir a los “derechos y principios de la función jurisdiccional” debe consagrar los principios y derechos de toda impartición de justicia.
Referencias bibliográficas
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• VIDAL RAMÍREZ, Fernando. “Jurisdiccionalidad del Arbitraje”. En: Revista Peruana de Arbitraje. N° 3/2006, Grijley, Lima, 2006.
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* Juez comercial titular de la Corte Superior de Lima. Abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Magíster en Derecho Constitucional por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Estudios de Maestría en Derecho Procesal en la UNMSM.
1 CALAMANDREI, Piero. Instituciones de Derecho Procesal Civil. Tomo I, Depalma, Buenos Aires, 1943, p. 149.
2 VIDAL RAMÍREZ, Fernando. “Jurisdiccionalidad del arbitraje”. En: Revista Peruana de Arbitraje. N° 3/2006, Grijley, Lima, 2006, p. 54.
3 VARGAS GARCÍA, Fernando. Naturaleza jurídica del arbitramiento civil. Tesis presentada para optar el grado de Doctor en Ciencias Jurídicas en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Socio-Económicas de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 1964, p. 34.
4 ROCA MARTÍNEZ, José María. Arbitraje e instituciones arbitrales. Bosch, Barcelona, 1992, p. 41.
5 VARGAS GARCÍA, Fernando. Ob. cit., pp. 28-29. Citado también por Luis PUGLIANINI GUERRA en: La relación partes - árbitro. Biblioteca de Arbitraje, Estudio Mario Castillo Freyre, Vol. 19, Palestra Editores, Lima, 2012, pp. 25-26.
6 CAIVANO, Roque J. “Retos del arbitraje frente a la administración de justicia”. En: Ponencias del Congreso Internacional de Arbitraje 2007. Biblioteca de Arbitraje, Vol. 5, Estudio Mario Castillo Freyre, Palestra Editores, Lima, 2007, pp. 33-34.
7 OPPETIT, Bruno. Teoría del arbitraje. Legis Editores, Bogotá, 2006, pp. 57-58.
8 LEDESMA NARVÁEZ, Marianella. Jurisdicción y arbitraje. 2ª edición, Fondo Editorial de la PUCP, Lima, 2010, p. 36.
9 Citado por GARCÍA ASCENCIOS, Frank. Amparo versus arbitraje. Adrus, Lima, 2012, p. 26.
10 LEDESMA NARVÁEZ, Marianella. Ob. cit., p. 36.
11 MATHEUS LÓPEZ, Carlos. Introducción al Derecho de Arbitraje. Semper Vetitas Edic. SAC, Lima, 2006, p. 27.
12 GONZÁLEZ DE COSSÍO, Francisco. “Sobre la naturaleza jurídica del arbitraje”. En: Homenaje a don Raúl Medina Mora. Recuperado de: <http://www.gdca.com.mx/PDF/arbitraje/SOBRE%20LA%20NAT%20JDCA%20ARBITRAJE%20Hom%20%20Raul%20Medina.pdf>.
13 Véase en este sentido a LEDESMA NARVÁEZ, Marianella. En: Ob. cit., p. 32.
14 GARCÍA ASCENCIOS, Frank. Ob. cit., p. 9.
15 MONROY PALACIOS, Juan José. “Arbitraje, jurisdicción y proceso”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal. N° 10 (Director Juan José Monroy Palacios), Comunitas, Lima, 2008, pp. 143-144.
16 Tan cierta es esta afirmación que revisando los Diarios de Debates de la gestación de las Constituciones de 1979 y la de 1993 y particularmente al reconocimiento constitucional del arbitraje y la conveniencia de elevarlo a la categoría de jurisdicción arbitral, se puede advertir que fue por un propósito más que nada práctico y no tanto porque lo exija su naturaleza jurídica. Como bien dijo Aramburú Menchaca replicando a Valle Riestra en el Debate de la Constitución de 1979: “No hay razón para temer decir ‘jurisdicción arbitral’. Precisamente una de las características del arbitraje no solamente en la forma de árbitros arbitradores, sino de árbitro de jure, y dentro de un sistema tan completo como el que tenemos en el Perú cuya ley es considerada la mejor ley del mundo en la materia, es esa implicancia que tienen los tribunales arbitrales con el Poder Judicial (...) Queda muy bien la palabra ‘jurisdicción arbitral’, es algo que robustece el arbitraje. En este momento existe en el mundo un gran auge hacia el arbitraje (…) De manera que invitaría a mi colega el doctor Valle Riestra, a fortalecer la institución del arbitraje que es tan práctica, manteniendo el término ‘jurisdicción arbitral’, que no es exactamente un contrato”.
Del mismo modo, en el Debate de la Constitución de 1993, el congresista FLORES-ARÁOZ reconoció que: “[S]i bien es cierto que la jurisdicción la ejerce el Estado, y si bien es cierto también que ese es un derecho de las personas que tienen diferendos, el de recurrir a esa jurisdicción estatal, que es una garantía de la intervención del Estado para administrar justicia, esas mismas personas podrían voluntariamente acogerse a lo que se llama la jurisdicción voluntaria, que en este caso es la jurisdicción a la que se ha mal llamado ‘jurisdicción arbitral’, porque en el fondo no es jurisdicción, sino el acto voluntario de las partes que pretenden renunciar a la jurisdicción del Estado para someterse a una jurisdicción particular.
Creo que darle mayor seguridad jurídica, con rango constitucional, a esta jurisdicción arbitral es conveniente (...). Si bien es cierto que hay una Ley General de Arbitraje, si bien es cierto que los arbitrajes están reconocidos en tratados internacionales que suscribió el Perú, creemos que darle rango constitucional a esta norma es preferible a no hacerlo. No significa de modo alguno que desaparezca la jurisdicción arbitral al no estar dentro de la Constitución. Pero si quienes utilizan esa jurisdicción desean darle ese rango, no veo por qué tenemos que oponernos a una cosa que es justa y que lógicamente nos haría sintonizar con la voluntad del pueblo peruano”.
17 MONROY PALACIOS, Juan José. Ob. cit., pp. 145-146.
18 ROCA MARTÍNEZ, José María. Ob. cit., pp. 58-60.
19 Ambas son definiciones contenidas en el Diccionario de la lengua española. 23ª edición, Edición del Tricentenario, Espasa Libros, Barcelona, 2014, p. 1524.
20 MONROY PALACIOS, Juan José. Ob. cit., pp. 147-149.
21 Esta posición es sostenida entre los que asumen la teoría jurisdiccionalista del arbitraje. Véase en este sentido a LEDESMA NARVÁEZ, Marianella. Jurisdicción y arbitraje. 2ª edición, Fondo Editorial de la PUCP, Lima, 2010, p. 32; y, a GARCÍA ASCENCIOS, Frank. Amparo versus Arbitraje. Adrus, Lima, 2012, p. 9). Así como CAIVANO, Roque J. Control judicial en el Arbitraje. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2011, p. 13; y en “Retos del arbitraje frente a la administración de justicia”. En: Ponencias del Congreso Internacional de Arbitraje 2007. Biblioteca de Arbitraje, Vol. 5, Estudio Mario Castillo Freyre, Palestra Editores, Lima, 2007, pp. 33-34. También a Bruno OPPETIT en su Teoría del arbitraje. Legis Editores, Bogotá-Colombia, 2006, pp. 57-58.
22 STC Exp. N° 6167-2005-PHC/TC (fundamentos 11 y 12), caso Cantuarias Salaverry. Ver la sentencia en: <http://www.tc.gob.pe/jurisprudencia/2006/06167-2005-HC.html>.
23 OPPETIT, Bruno. Ob. cit., p. 265.
24 Ibídem, pp. 40-41.