La vigencia sistemática del arbitraje y la inapelabilidad del laudo arbitral
En defensa del instituto frente a recientes intentos de desnaturalizarlo
Juan Carlos G. DEL PRADO PONCE*Julia QUISPE GONZÁLEZ ARANZA**
TEMA RELEVANTE
Para los autores los rasgos esenciales que distinguen al arbitraje frente a la justicia estatal son: celeridad, eficiencia, especialidad, confianza y capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto. En tal sentido, afirman que la inapelabilidad del laudo es una manifestación directa de dichas características. Así, sostienen que funcionalmente la apelación es ajena al arbitraje, y más bien la ley prevé la existencia de remedios no impugnativos y el recurso extraordinario de anulación judicial del laudo, por los cuales se puede obtener las únicas salvaguardas posibles de corrección.
MARCO NORMATIVO
Constitución: art. 139 incs. 1 y 2.
Ley de Arbitraje, Decreto Legislativo N° 1071 (28/06/2008): arts. 58, 59, 62 y 63.
Introducción
En los últimos años, se han sucedido diversos proyectos de ley promovidos por congresistas de distinto tinte político, que buscan modificar el marco normativo que rige el arbitraje en el Perú y, consciente o inconscientemente, desnaturalizarlo al punto de reducirlo a la inoperatividad.
Hace 3 años una congresista de la República, con la adhesión de otros legisladores, presentó el Proyecto de Ley N° 2444-2012-CR, con el que se pretendía reformar el artículo 418 del Código Penal, incorporando al árbitro como sujeto activo del delito de prevaricato. Sobre este proyecto nos pronunciamos oportunamente sustentando su carácter asistemático, disfuncional y huérfano de la debida fundamentación jurídica1.
La justificación de dicho proyecto descasaba en prejuicios y en un notorio desconocimiento de la realidad arbitral. Por ejemplo, se asumía implícitamente que el Estado habría estado perdiendo mayoritariamente los procesos arbitrales que se le instauraban en la ejecución de los contratos suscritos con particulares en el marco de la legislación que regula la contratación pública; no obstante, la realidad estadística desvirtuó tales premisas y la inconsistencia jurídica del proyecto fue demostrada en el aludido pronunciamiento crítico.
Recientemente, cuando aquella desafortunada propuesta normativa ya había pasado al olvido, nuevos proyectos de Ley han tenido la curiosa virtud de generar en el medio arbitral aún más preocupación.
Es así que el Congresista Gustavo Rondón ha presentado el Proyecto de Ley Nº 4029/2014-CR, por el que propone modificar el artículo 425 del Código Penal a fin de considerar funcionarios o servidores públicos a los árbitros que conozcan controversias que involucren al Estado. Respecto de este proyecto se debe reiterar las críticas que en su oportunidad se desarrollaron respecto del Proyecto de Ley N° 2444-2012-CR.
Se ha llegado a proponer también la intervención de la Contraloría General de la República durante la tramitación de dichos procesos. Baste decir al respecto que tal intervención sería un ataque grosero contra la independencia de la función jurisdiccional, garantizada en la Constitución Política del Perú.
En estos dos últimos casos se intenta justificar el proyecto a partir de las imputaciones que se formulan a la organización del abogado Rodolfo Orellana, particularmente por el caso Oncoserv / Gobierno Regional de Arequipa, en el que, mediante arbitraje, se obtuvo una decisión manifiestamente lesiva a los intereses del Estado y que habría afectado seriamente el servicio de atención médica en la ciudad blanca.
Por su parte, también con ocasión de las denuncias formuladas contra dicha organización, esta vez en el ámbito del tráfico inmobiliario, el congresista Héctor Becerril Rodríguez ha presentado el Proyecto de Ley N° 4505/2014-CR, que tiene por objeto incorporar el recurso de apelación en el proceso arbitral, exigir que cuando los arbitrajes se refieran a la transmisión de propiedad de bienes inmuebles o muebles registrales sean exclusivamente institucionales, añadir estipulaciones relativas a la tercería excluyente de propiedad en salvaguarda de los derechos de cualquier parte ajena al proceso arbitral frente a quienes dirimen los suyos pero lo comprometen, responsabilizar a las instituciones arbitrales por las actuaciones de sus árbitros y modificar a dichos efectos el Decreto Legislativo Nº 1071, decreto legislativo que regula el arbitraje en el Perú.
La iniciativa pretende introducir una instancia revisora del laudo, que tanto el decreto legislativo que regula el arbitraje en el Perú, cuanto la Ley de Contrataciones del Estado desestimaron, precisamente porque dilata el proceso, desvirtuando los rasgos que distinguen el arbitraje como vía de solución de controversias alternativa a la judicial, caracterizada por su celeridad, eficiencia y el carácter definitivo del laudo. Para ello se faculta a las partes a interponer el recurso de apelación dentro de los siete días de notificado el laudo, previendo que el tribunal de segunda instancia esté conformado por tres miembros elegidos, dentro de los cinco días posteriores a la interposición del recurso, de la misma manera en que lo fueron los de primera instancia o, en su defecto, por la institución arbitral que las partes determinen, salvo que no haya acuerdo entre ellas en cuyo caso la elección la hará la Cámara de Comercio de la respectiva jurisdicción.
Todos los proyectos aludidos tienen como común denominador el desconocimiento de la naturaleza jurídica del arbitraje, como instituto jurídico complejo, negocial en cuanto al acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral por las partes en ejercicio de su autonomía privada y quienes aún decidirán y/o diseñarán las reglas aplicables al procedimiento, jurisdiccional en cuanto a la función que ejerce el privado escogido por las partes para dirimir la controversia y en cuanto a los efectos del laudo. Se soslaya los rasgos que distinguen al arbitraje como vía autónoma alternativa y diferente a la judicial, que justifica su vigencia en sus rasgos de celeridad, eficiencia y el carácter de solución definitiva que tiene el laudo.
Asimismo, dichos proyectos olvidan que el Decreto Legislativo N° 1071 se promulgó en el marco de la homologación de nuestro derecho comercial con el de nuestras contrapartes en numerosos Tratados de Libre Comercio suscritos por el Perú con distintos países, empezando en este caso concreto con el TLC firmado con los Estados Unidos de América y muchos otros, por lo que su modificación puede tener implicancias jurídicas y comerciales a nivel internacional.
Se asume una posición paternalista del Derecho, equivocando el objetivo, toda vez que se pretende culpar de los delitos a los institutos jurídicos que son utilizados fraudulentamente por malos operadores del Derecho, como si todos los días no se dieran transferencias de propiedad simuladas, viciadas, fraudulentas, por ante los notarios de la república, en ocasiones “resucitando muertos”, inscribiéndose en Registros Públicos títulos, evidentemente, falsos a los que la inscripción registral les otorga oponibilidad erga omnes, como si todos los días no se fraguaran prescripciones adquisitivas de dominio por ante los notarios y jueces del Perú, como si las desviaciones de los procesos de contratación pública no se suscitaran por la connivencia de malos funcionarios públicos y malos contratistas o por la simple ineptitud de los primeros y la ineficiencia de las entidades en la estructuración de los procesos, evidenciando incapacidad para prever adecuadas cláusulas o convenios arbitrales en sus contratos. Se desconoce que la apelación es disfuncional en sede arbitral, que existiendo en sede judicial, donde incluso se puede llegar a una verdadera tercera instancia en vía de casación, no otorga mejor calidad a las decisiones judiciales y que quienes revisan un fallo previo están igualmente expuestos al error o a la corrupción que quién o quiénes resolvieron en la instancia previa.
No olvidemos que los hechos imputados a la organización Orellana denotan un accionar transversal en nuestro sistema jurídico, involucrando a jueces, fiscales (se ha sabido que la organización tendría más de 100 denuncias archivadas por el Ministerio Público), registradores, acaso notarios, a entidades de los distintos niveles del Estado, quizá a congresistas y a órganos de prensa; sin embargo, no por ello vamos a desnaturalizar todas las instituciones jurídicas del sistema, pues el delito se combate persiguiendo a los delincuentes, controlando a los verdaderos funcionarios públicos para que no se desvíen del interés general y no refundando el ordenamiento jurídico cada que se hacen públicos casos como este, por graves que sean, o es que ¿se pretende poner cortapisas al articulado referido a la compraventa inmobiliaria?, ¿se pretende refundar la institución milenaria de la prescripción adquisitiva de dominio?, ¿se pretende introducir una tercera y cuarta instancias ordinarias en los procesos judiciales?, ¿se pretende cambiar el nuevo Código Procesal Penal y las normas que regulan la función fiscal por las sospechas que se ciernen sobre algunos fiscales?, o ¿se pretende acaso someter a los notarios a algún nuevo tipo de control funcional?
No vaya a ser que, como los árbitros no hemos estructurado aún un ente gremial debidamente cohesionado que defienda nuestro ejercicio profesional, se pretenda encontrar en el arbitraje la cabeza de turco que purgue las eventuales culpas de tantísimos otros operadores de distintos ámbitos de nuestro sistema, de distintos sectores públicos y privados y aun de los tres poderes del Estado.
Sin duda un loable compromiso con la justicia anima a los congresistas autores de los proyectos mencionados; no obstante, su enfoque jurídico es clamorosamente errado, lo que no se puede atribuir a las personas de tales congresistas, que en el caso de los proyectos recientes, no tienen formación jurídica, siendo destacados profesionales de otras especialidades, como la medicina y la química farmacéutica, respectivamente, sino más bien que sería responsabilidad de sus asesores jurídicos. Dichos asesores quizá sí tengan un aguzado criterio de oportunidad más que rigor jurídico, por lo que, con la misma fe que evidencian en la Ley como varilla mágica que resuelve todos los problemas, bien podría pensarse en la necesidad de proponer una ley del asesor parlamentario que prevea una carrera en la función y “asegure la calidad de su formación profesional” y por tanto la calidad de sus servicios en el despacho congresal.
Mucho se podría decir en el análisis jurídico de los proyectos aludidos; sin embargo, creemos pertinente referirnos en este ensayo solo al aspecto más saltante del Proyecto de Ley N° 4505/2014-CR, propuesto por el congresista Becerril, cual es la apelación del laudo arbitral y para ello identificar los aspectos atinentes a la vigencia sistemática del instituto.
La pertinencia del análisis de este aspecto se justifica en que la apelación del laudo y concretamente lo que podemos llamar su “inapelabilidad”, se refiere a un tópico no desarrollado con precisión en la doctrina local y estrechamente vinculado a la naturaleza jurídica del arbitraje y los rasgos que lo distinguen como forma privada de resolución de conflictos autónoma y alternativa a la vía judicial.
Abordaremos el tema en 2 acápites y 4 numerales, en el punto que sigue desarrollaremos lo que respecta al arbitraje en nuestra tradición jurídica, destacando la presencia de sus rasgos característicos desde su antecedente histórico más pretérito, constatando precisamente la presencia esencial y milenaria de la inapelabilidad del laudo. Seguidamente, nos referiremos a la naturaleza jurídica del instituto arbitral a fin de poder entender cabalmente por qué la inapelabilidad obedece a dicha naturaleza y atiende a los rasgos característicos del arbitraje. En el acápite III) abordamos lo relativo al perfil funcional de la apelación como instituto procesal, con una breve referencia a su evolución histórica, desentrañando las funciones que la caracterizan, para desarrollar en contraste el siguiente numeral que se contrae a la inapelabilidad del laudo arbitral como elemento que asegura la vigencia sistemática y operativa del arbitraje. Finalmente, en el punto IV) enunciamos secuencialmente las conclusiones más saltantes de este ensayo, con las que pretendemos probar cómo la iniciativa del congresista Becerril, en cuanto a la apelación del laudo, carece de sustento jurídico.
I. El arbitraje en nuestra tradición jurídica, naturaleza jurídica del instituto arbitral
1. El arbitraje en nuestra tradición jurídica
Como lo hemos mencionado en ensayos previos sobre la materia, el arbitraje es un instituto jurídico propio de nuestra tradición romano-germánica. En efecto, hay autores que identifican la presencia del arbitraje ya en el Derecho Romano prístino, como probable aporte fenicio2, pudiéndose comprobar directamente su desarrollo coherente en el Derecho justinianeo, en el Corpus Iuris Civiles3, siempre como alternativa privada a la justicia estatal. A lo largo del proceso evolutivo de nuestra familia jurídica el arbitraje no dejará de estar presente, con mayor o menor grado de difusión, lo encontramos en el derecho canónico, en el Ius Proprio hispano, así en las 7 Partidas de Alfonso X El Sabio4 como en la Novísima Recopilación5. Al Perú llegaría con este último y mantendría su presencia en los Códigos Santa Cruz de Procedimientos Judiciales del Estado Sud y Nor Peruano, en el Código de Enjuiciamientos en materia Civil de 1852, en el Código de Procedimientos Civiles de 1912, en el Código Civil Peruano de 19846, en el Decreto Ley Nº 25935 –Ley General de Arbitraje– y en la Ley N° 26572 –Ley General de Arbitraje–, hasta llegar al vigente Decreto Legislativo N° 1071.
Los caracteres esenciales del arbitraje sí se presentan de forma clara y constante desde su más remoto antecedente romano. En todos los hitos de este decurso histórico se presenta el arbitraje como alternativa privada ante cierta falta de especialidad de la autoridad judicial del Estado, la pérdida de confianza en la judicatura y lo moroso del proceso estatal, morosidad que entraña costo material y temporal.
Efectivamente, los antecedentes históricos del arbitraje se remontan a los siglos iniciales de la historia romana, como medio de resolución de controversias a cargo de un tercero imparcial elegido por las partes, por sobre la justicia por mano propia. Luego, se irá evidenciando la importancia de la función jurisdiccional y el Estado tendrá interés en monopolizarla, reforzando el rol del magistrado como conductor del proceso con participación activa, se le atribuye la competencia del proceso, la de dictar sentencia, en tanto profesional del Derecho y funcionario del Estado, pero se reconoce a la justicia arbitral como excepción a ese monopolio, máxime si durante el Imperio el proceso fue fundamentalmente escrito, lento, saturado de garantías formales, de tecnicismos, de resquicios dilatorios, lo que justificaba la pervivencia del arbitraje, como mecanismo privado alternativo de resolución de conflictos, lo que se explica por razones de rapidez, economía, sencillez en la tramitación, especialización en muchos casos del árbitro, no obligatoriedad de la condena pecuniaria, etcétera.
En el Derecho Romano postclásico las características del arbitraje son “sistematizadas” en el Corpus Iuris Civiles. Como lo indica la doctrina7, en el Corpus Iuris Civiles el arbitraje se define fundamentalmente con base en dos elementos: el compromissum8 y la recepta arbitrii9. Por el compromissum dos personas convienen someter su controversia a la solución que decida un tercero privado (arbiter), se trata de un acto jurídico bilateral. Para dotar de vinculatoriedad efectiva al compromissum surgió en el Derecho Clásico Romano una estipulación penal, la estipulatio, en caso de incumplimiento10, era una pena pecuniaria que Justiniano eliminó, garantizándose la eficacia del compromiso con que las partes suscriban el laudo emitido y que no haya sido impugnado en diez días11. El pacto compromisorio no tenía solemnidad alguna ni forma especial para celebrarlo, podía celebrarse en forma oral o escrita12. La voluntad de las partes tenía ciertas limitaciones en cuanto a la materia arbitrable. Las facultades del árbitro eran otorgadas por las partes en el compromissum, las reglas procedimentales no eran fijas, también las establecían las partes en el compromissum, sino las fijaba el árbitro13. El laudo arbitral era inapelable, solo pudiéndose impugnar por nulidad a través de la exceptio doli, por causal de venalidad o no imparcialidad del árbitro, incertidumbre del fallo, la deshonestidad, la ultrapetita, la prescripción del plazo para dictar el laudo arbitral, la disparidad del fallo, el laudo dictado en día fasto o en secreto y la inhabilitación del árbitro por causal14.
En la práctica del Derecho Romano postclásico, dada la importancia sociopolítica de la Iglesia Católica y el prestigio de los obispos, progresivamente se desarrolló la Episcopalis Audientia, jurisdicción arbitral episcopal, que sería muy difundida e importante en la solución de los conflictos particulares entre laicos, en la que los árbitros eran los obispos, cuyas sentencias eran ejecutables ante los tribunales oficiales15. Los laicos se sometían a la competencia arbitral de los obispos a través de solo un acto expreso16. El laudo del tribunal eclesiástico era inapelable, la jurisdicción ordinaria estaba obligada a ejecutarlos en procesos ad-hoc17.
Nutriéndose de la evolución previa, el arbitraje se encuentra presente en el Derecho ibérico, siendo regulado genéricamente en el Fuero Juzgo, en el Fuero de Castilla, el Fuero Real y en los fueros municipales, regulado de manera más exhaustiva en las Siete Partidas de Alfonso X, el Sabio; no obstante, este Derecho, a diferencia del Derecho justinianeo, carece de pretensiones sistemáticas, constituyendo un universo jurídico disperso.
En este Derecho se definirá el compromiso arbitral como “la convención por medio de la cual, los que han de litigar se sujetan al árbitro de determinada persona bajo cierta pena en que incurrirá el que no obedeciese su sentencia”18. Las partes designaban a los árbitros a través de un documento notarial que estipulaba las obligaciones que asumían respecto del acatamiento del laudo19. El arbitraje podía ser arbitraje de derecho (árbitros letrados), modalidad introducida por las partidas, o de amigable composición (árbitros no letrados)20, modalidad conocida desde el Derecho justinianeo. En las partidas se reguló la materia arbitrable21, las funciones de los árbitros22, causales de excusa de las partes frente a la competencia arbitral23, inapelabilidad del laudo24, etc. Por su parte, la novísima recopilación distinguirá a los árbitros juris y árbitros-arbitradores, regulará prohibiciones especiales de ciertos funcionarios para ser árbitros25, lo atienente a la ejecución de los laudos26, etc.
Esta regulación del arbitraje se extenderá a las colonias de la Corona española, rigiendo en los territorios del Virreinato del Perú. El arbitraje en esta época se desarrolló no con poca intensidad, quedando constancia de ello en los protocolos notariales ubicados en el Archivo de la Nación - Sección Notarías27. Sin embrago, con el advenimiento de la República el Derecho Hispano se aplicará intermitentemente.
De 1836 a 1838 los Códigos Santa Cruz de Procedimientos Judiciales del Estado Sud y Nor Peruano, influenciados por el Código francés de Procedimientos Civiles de 180728, definirá el arbitraje (juicio de arbitramento) en torno a la autonomía privada, destacando la participación de las partes en el sometimiento a la decisión del Juez-Árbitro y la intangibilidad del derecho individual de acudir al arbitraje29. Conforme al Derecho hispano esta codificación mantendrá la dicotomía árbitros iuris y árbitros arbitradores (amigables componedores)30, arbitraje de Derecho / Arbitraje de conciencia. Asimismo, se mantuvo la formalidad notarial bajo sanción de nulidad del compromiso arbitral31. Si bien, conforme a la influencia francesa, se privilegió la autonomía privada, esta fue acotada, como en sus antecedentes históricos, por ejemplo, en cuanto a la materia objeto de arbitraje32. El proceso era privado en tanto se evitaba legislativamente toda intervención estatal. Los laudos de los árbitros arbitradores eran absolutamente inapelables, en tanto que los laudos de los árbitros iuris sí eran apelables, pero se permitía a las partes renunciar al recurso en el compromiso33, en cuyo caso también estos laudos eran inimpugnables.
Como en el caso de la codificación penal, estos códigos de Santa Cruz serán derogados por Orbegoso, decretando la restauración del derecho colonial previo34.
El Código de Enjuiciamientos en materia Civil de 1852 es propiamente el más directo antecedente sistemático de la regulación contemporánea en la materia. Este Código y sus reformas, introducen innovadoramente el concepto de jurisdicción arbitral, al reconocer expresamente a los árbitros el ejercicio de función jurisdiccional no judicial35. Esta es una jurisdicción voluntaria, privada, no judicial y autónoma36 cuya definición es manifestación de la influencia de la doctrina constitucional francesa, de la teoría de la separación de poderes y del iusnaturalismo racionalista. Se mantuvo la distinción entre árbitros iuris o de derecho y árbitros arbitradores o amigables componedores37 y otros rasgos normativos de la regulación precedente.
El Código de Procedimientos Civiles de 1912, en sus artículos 548 al 582, regula el arbitraje bajo el rótulo de “juicio arbitral”. Se le considera un juicio excepcional, una jurisdicción de “segundo orden”38, pero la regulación pretende ser sistemática y unitaria. Así, se mantuvo la distinción entre árbitros iuris y árbitros arbitradores, pero se les regula unitariamente como parte de un mismo título, evidenciando que el proceso arbitral es uno para ambos casos, aun cuando las facultades se diferencien entre uno y otro tipo de árbitro. En su artículo 548 establece que toda controversia, materia o no de juicio, puede someterse a la decisión de uno o más árbitros.
Por su parte, el Código Civil peruano de 1984 también reguló originalmente el arbitraje normando por separado la Cláusula Compromisoria Arbitral (arts. 1906 a 1908) y el Compromiso Arbitral (arts. 1909 a 1922). Esta distinción expresa correspondería al propósito de explicitar nociones presentes en la tradición romanista, considerando a ambos manifestaciones de voluntad privada esenciales para llegar al arbitraje.
Entre fines de los años 80 y principios de los años 90 del siglo próximo pasado, surge la necesidad de contar un marco procesal que acoja criterios contemporáneos, máxime dada la desviación operativa que sufrió el viejo Código generándose una percepción general de morosidad e imprevisibilidad en la administración de justicia. Como parte de esa reforma se incluye al arbitraje, en un contexto de reforma económica y modernización del Estado y de los procesos productivos en pro de la promoción de la iniciativa privada. Así, en el texto original del nuevo Código Procesal Civil (Libro Segundo - art. 841 y ss.) se reguló el Arbitraje; pero antes de que el Código entre en vigencia, mediante Decreto Ley N° 25935, Ley General de arbitraje, se derogó el Libro Segundo, derogándose por la norma los artículos del Código Civil que regulaban la cláusula compromisoria y el compromiso arbitral, introduciendo el concepto de Convenio Arbitral, siendo esta la primera norma especial que regula integralmente el instituto arbitral, con independencia de la legislación procesal, sistematizando sus principios y reglas, resaltando la autonomía del fuero arbitral respecto de la jurisdicción judicial, protegiendo su carácter privado por oposición al carácter público de la justicia estatal y cautelando la libertad de las partes para someterse a esta jurisdicción especial y regular el proceso arbitral.
En 1996, la Ley N° 26572 - Ley General de Arbitraje, publicada el 5 de enero de 1996, en su Primera Disposición Final derogó el Decreto Ley N° 25935, constituyéndose en el nuevo marco legal especial que reguló sistemáticamente el instituto. Esta norma pretendió precisar y modernizar el régimen legal, superando los defectos percibidos en la práctica.
En el año 2008, el interés prioritario del Estado de modernizar el Derecho vigente en cuanto a aquellos ámbitos que pudieran incidir en la dinámica económica propicia a la ejecución del Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos de América, llevó a la dación del Decreto Legislativo N° 1071 que norma el arbitraje (en adelante, la ley), derogando expresamente la Ley N° 26572.
Efectivamente, el Preámbulo del TLC, suscrito el 12 de abril de 2006, señala que un Tratado de Libre Comercio debe asegurar un marco jurídico y comercial previsible para los negocios y las inversiones, para ello ha de contarse con mecanismos expeditivos de solución de conflictos que aseguren el cumplimiento de los contratos o la compensación del incumplimiento, en forma lo más célere, confiable y eficiente posible. En tal sentido, dicho instrumento internacional se refiere al arbitraje en el acápite relativo a “Solución de Controversias”. Ello es concordante con instrumentos internaciones vinculantes en materia arbitral, como por ejemplo, la Convención Interamericana sobre Arbitraje Comercial Internacional, de 1975, Convención de Panamá.
Es así que, rescatando los rasgos esenciales que distinguen al arbitraje como mecanismo privado de solución de conflictos alternativo a la justicia estatal, a saber: celeridad, eficiencia, especialidad, confianza, capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto, es que la ley en mucho supera la técnica normativa de la derogada Ley N° 26572, Ley General de Arbitraje, lo que se hace patente en el artículo 59 de la ley, en sus incisos 1 y 2, que señala que el laudo es definitivo, inapelable, de obligatorio cumplimiento desde su notificación a las partes y produce los efectos de cosa juzgada.
El criterio recogido por la ley no es aislado, además de ser coherente con el perfil histórico del arbitraje en nuestra tradición jurídica, coincide con diversos marcos normativos a nivel internacional en materia arbitral. Efectivamente, la inapelabilidad del laudo, como sustento de su carácter definitivo, es la regla a dicho nivel, baste citar el Reglamento de Arbitraje de la ICC y el numeral 34.2 del Reglamento de Arbitraje de la CNUDMI.
2. Naturaleza jurídica del instituto arbitral
De esa forma, como lo hemos sustentado en publicaciones previas, siendo claro e incontrovertible que el arbitraje es una jurisdicción privada precisamente alternativa a la justicia estatal, hoy podemos afirmar que en cuanto a su naturaleza jurídica el arbitraje es un instituto jurídico complejo, toda vez que se define en función de diversos elementos que lo informan, los mismos que obedecen a naturalezas jurídicas distintas, a saber: el acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral, las funciones y atribuciones del árbitro o tribunal arbitral, las reglas del procedimiento arbitral, los efectos del laudo arbitral.
La diversa naturaleza jurídica de ese conjunto de elementos configurantes del arbitraje ha acarreado un largo debate sobre la definición del instituto en función de su naturaleza jurídica. Así, surgieron, en esencia, tres grandes corrientes teóricas que pretenden definir la naturaleza jurídica del instituto en atención a uno de sus elementos o, en su caso, a la combinación de ellos. Efectivamente, podemos hablar de una teoría contractualista, una jurisdiccionalista y otra ecléctica.
La teoría contractualista, en suma, afirma que el origen de la institución es el contrato, el convenio arbitral, como aspecto sustantivo de la institución, contrato en el que concurren las partes, atrayendo al árbitro al conflicto, siendo fuente de la vinculatoriedad del arbitraje39. En esta perspectiva, se confunde el elemento constituido por el acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral y la relación privada de las partes con el árbitro, que versa sobre cuestiones tales como el pago de honorarios. Empero, esta posición supondría soslayar las características de la jurisdicción que ejerce el árbitro.
Por su parte, la teoría jurisdiccionalista sesgadamente resalta que el arbitraje implica una actividad de carácter público, jurisdiccional, según esta teoría la ley otorgaría excepcionalmente la función jurisdiccional a los árbitros para este caso, que se substancia en un proceso que deriva en una decisión, el laudo, que tiene los mismos efectos de una sentencia, aduciéndose que el Convenio Arbitral no sería más que un acto preparatorio de la institución, asumida por las partes la competencia arbitral, el laudo del árbitro no tendrá meros efectos obligacionales, sino los efectos de una sentencia, llámese los efectos de cosa juzgada, los que solo pueden ser otorgados por el Estado, por lo que, según los seguidores de esta teoría, la naturaleza jurídica del arbitraje sería jurisdiccional40. Para esta teoría el elemento volitivo, el aspecto negocial o, si se quiere, contractual, no es definitorio del arbitraje, este sería un instituto jurisdiccional de características excepcionales; sin embargo, esta tesis aun es equívoca cuando subvalúa la intervención de la autonomía privada en la definición del arbitraje, bajo ningún punto de vista atribuye al árbitro la calidad de funcionario público y/o agente estatal.
Aun cuando el árbitro o tribunal arbitral ejercen función jurisdiccional no por ello son funcionarios públicos, no son agentes de la Administración Pública, pues desde siempre el arbitraje se define como un fuero jurisdiccional privado alternativo a la justicia estatal.
En efecto, se ha llegado a afirmar que nuestro sistema ha optado por caracterizar al arbitraje con base en la naturaleza jurisdiccional de la función de los árbitros, a propósito del segundo párrafo del inciso 1 del artículo 139 de la Constitución Política del Perú de 1993, posición, según la cual la facultad de los árbitros de resolver conflictos no se funda en la voluntad de las partes, en su libertad, sino en la previsión constitucional del artículo 139-141. No obstante, consideramos que el segundo párrafo del inciso 1 del artículo 139 de nuestra Carta Magna, define no al arbitraje como instituto jurídico, sino a la función que cumplen los árbitros, recuérdese que, a tenor del propio texto constitucional, el artículo 139 se refiere a los principios y derechos de la función jurisdiccional, por lo que no creemos correcto afirmar que nuestro sistema haya podido asumir la teoría jurisdiccionalista para definir la naturaleza jurídica del arbitraje y con ello a este como instituto jurídico, al pronunciarse solo sobre uno de sus aspectos, la función de los árbitros, que sin duda alguna, efectivamente, es una función jurisdiccional.
La innegable función jurisdiccional que cumplen los árbitros y los principios y garantías que la rigen, sin dejar de ponderar el componente negocial, son debidamente contemplados por la ley, al prever como causales de anulación del laudo arbitral, reguladas en su artículo 63, la vulneración de los principales atributos del derecho al debido proceso y de dichos principios y garantías, en lo que son aplicables al arbitraje.
En este sentido, si bien no podemos soslayar el componente jurisdiccional del arbitraje, tampoco podemos ignorar otro elemento definitorio del instituto, cual es el acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral, que no es una mera conditio iuris, sino una manifestación de autonomía privada, que también caracteriza al instituto, concurrentemente con aquel elemento jurisdiccional, considerando, como lo hacemos, que estamos ante un instituto jurídico complejo, que no debe ser entendido como una mera excepción.
La tercera línea teórica es la llamada Ecléctica, en nuestro medio rebautizada como “Teoría Realista del Arbitraje” por el Dr. Mario Castillo Freire42.
Según la Teoría Ecléctica, el arbitraje sería una institución contractual en su origen y procesal en consideración a sus efectos, pretendiéndose justificar así tanto el elemento negocial, entendido aún en esta teoría como contractual, cuanto el elemento procesal constituido por la función arbitral, que es precisamente jurisdiccional al consistir en decir derecho para resolver la controversia, la substanciación procedimental del arbitraje y los efectos del laudo43. Evidentemente, esta teoría aprehende de manera más completa el instituto arbitral, por lo que Castillo44, resaltando precisamente que la misma explica mejor la realidad del arbitraje llega a rebautizarla como “Realista”. Esta tercera vertiente, es actualmente muy defendida, dada la notoria mejor aproximación que obtiene a una conceptualización del arbitraje, con gran ventaja frente a las otras dos corrientes, parciales y restrictivas; no obstante, requiere ser precisada, por lo que se puede hablar de una cuarta posición, según la cual el arbitraje sería más que el componente negocial y/o el procesal o jurisdiccional, sería una categoría autónoma del derecho, una institución jurídica45. Efectivamente, dada su complejidad, la concurrencia de distintos elementos de diversa naturaleza jurídica que lo definen concurrentemente, estamos ante un instituto jurídico complejo, como lo señaláramos previamente. En esta cuarta posición, a la que nos adscribimos, se precisa que el elemento de origen del arbitraje más que contractual es negocial, pues no solo a través de un contrato se conviene la resolución arbitral de un conflicto presente o futuro, sino que también se puede disponer ello a través de negocios jurídicos unilaterales como el testamento.
En este orden de ideas, si en su origen el arbitraje, como instituto jurídico, presenta un evidente componente negocial, debemos resaltar que tras él se encuentra el principio de autonomía privada que solo puede restringirse en la ponderación con otros valores constitucionalmente relevantes. En esa línea, el acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral tendrá naturaleza negocial, en tanto es un acto de autonomía privada, sea un negocio jurídico bilateral o uno unilateral. A estos efectos entendemos como acto de autonomía privada46, de autonomía de los particulares, al acto que, realizado por un privado, produce reglas en el plano de la Realidad Jurídica47.
Definido el arbitraje como un instituto jurídico complejo, con el acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral, estamos ante un negocio jurídico (bilateral, plurilateral o unilateral), creador de una situación jurídica de carácter procesal, que una vez constituida es independiente a la voluntad de los sujetos, sin que se pueda dar mayor relevancia a uno u otro aspecto, pues ambos se complementan y explican lo que constituye la “institución arbitral”48. Es de reiterar que la jurisdicción arbitral, se define como privada por no ser judicial, de manera que si bien la relación procesal que entraña el arbitraje es independiente de la voluntad de las partes, una vez constituido este, lo es también de la jurisdicción estatal, pues la jurisdicción arbitral es una jurisdicción especial y autónoma frente a la jurisdicción judicial y está excluida del aparato del Estado, cuya independencia es consagrada en el acotado artículo 139 de nuestra norma fundamental.
Siendo este el estado de la cuestión sobre la naturaleza jurídica del arbitraje, nuestro ordenamiento jurídico, con remisión al principio de no intervención o autonomía consagrado en el artículo 139 de la Constitución Política del Estado, a través del Decreto Legislativo N° 1071, perfila al arbitraje como una forma privada de solución heterocompositiva de conflictos, por medio de la cual, en ejercicio de su autonomía privada, las partes someten, ex ante o ex post, un contencioso a la competencia de un tercero, privado, ajeno al Estado49, sea un individuo o tribunal, distinto del Poder Judicial, que lo resolverá, siendo su decisión vinculante a las partes de dicha controversia. El arbitraje puede ser de Derecho (serán abogados con criterio jurídico los que resuelvan) o de Conciencia (el árbitro no necesariamente será abogado y resolverá con criterio de prudencial equidad, antes que con sujeción a la ley o con criterio jurídico).
Asimismo, conviene reiterar que, como correlato de ello, la ley rescata los rasgos esenciales que distinguen al arbitraje frente a la justicia estatal, a saber: celeridad, eficiencia, especialidad, confianza, capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto, lo que se traduce en el artículo 59 de la ley, en sus incisos 1 y 2, que señala que el laudo es definitivo, inapelable, de obligatorio cumplimiento desde su notificación a las partes y produce los efectos de cosa juzgada. Dichos rasgos distintivos expresan cualidades especialmente valiosas en el tráfico jurídico comercial, que justifican la vigencia operativa del instituto arbitral desde su más remoto antecedente y a lo largo del decurso histórico de nuestra tradición jurídica, que son los incentivos por las que las partes recurren a esta vía jurisdiccional en descargo de alternativa judicial.
II. Perfil funcional de la apelación e inapelabilidad del laudo arbitral
1. Perfil funcional de la apelación en nuestra tradición jurídica
Sin perjuicio de sus más remotos antecedentes históricos, el perfil funcional contemporáneo de la apelación encuentra quizá su hito más saltante en la Ilustración y su incorporación en la ulterior codificación, como una reacción frente a la amplia discrecionalidad de la judicatura en el Antiguo Régimen, que era objetivo de los revolucionarios combatir, sirviendo como control del pleno sometimiento del juez a la ley50, de la mano con el deber de motivar las resoluciones judiciales, como acotamiento del ius imperium del Estado.
Entendiendo la función jurisdiccional del Estado como manifestación del principio de reserva de jurisdicción por el que se prohíbe a los particulares la justicia de mano propia, su correlato es el reconocimiento del derecho de acción de los individuos, que supone el deber del órgano estatal de sometimiento al propio derecho y la garantía a los ciudadanos que sus libertades y derechos no serán conculcados discrecionalmente por un funcionario que ejerce esa autoridad monopólica. Por ello, la apelación se presenta como un recurso para que la decisión adversa sea revisada por una instancia superior, que verificará si se encuentra apegada a derecho o no y si se han conculcado los derechos de la parte no amparada por la sentencia, pudiendo, de ser el caso, revocar la decisión impugnada51.
Conforme a esto último, se podría decir que la apelación cumple 2 funciones interrelacionadas, a saber: Velar por la corrección de las resoluciones judiciales (corrigiendo los errores en que pueda incurrir el a quo), combatir la discrecionalidad del funcionario público que es el juez.
Es en atención a ello que, tanto la Constitución Política del Perú de 1979 (art. 233 inc. 18) cuanto la Constitución Política del Perú de 1993 (art. 139 inc. 9), consagran el derecho del justiciable a la instancia plural frente al ejercicio de la función jurisdiccional.
Previamente, en las constituciones peruanas de 1823 y 1826 se prescribía que en los procesos judiciales no podía conocerse más de tres instancias, fórmula negativa que más que una garantía respecto del doble grado de jurisdicción era una limitación al número de instancias que podían conocer un mismo proceso judicial. Por su parte, la constitución de 1828 establece que el proceso solo tendrá dos instancias y, por excepción, tres, sin que sea posible que haya más.
Las constituciones peruanas posteriores no regularán expresamente la materia, hasta la constitución de 1979 y luego la de 1993, que como se ha dicho, consagran la instancia plural como garantía del justiciable.
El derecho a la instancia plural también es acogido en tratados internacionales de los que el Perú es parte, como es el caso del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas (núm. 14.5) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (núm. 8.2), dispositivos redactados en atención a la sentencias penales condenatorias; no obstante, respecto de la Convención Interamericana, la Corte Interamericana de Derechos Humanos se habría encargado, a nivel jurisprudencial, de ampliar el ámbito de aplicación de esta garantía a materias no penales.
Resulta ilustrativo mencionar que, respecto de las sentencias judiciales civiles, existe una corriente doctrinaria52 que ha cuestionado la vigencia del doble grado de jurisdicción o Instancia Plural y aún su carácter de derecho fundamental en materia no penal, pues se considera que constituye una garantía de quien pierde, dado que mientras se revisa el fallo se demora la ejecución de la decisión. En dicha perspectiva, se afirma que ello solo tendría sentido si lo que se puede perder es de un valor tan grande o fundamental para todo el ordenamiento jurídico, que se hace necesario revisar el fallo, siendo esta la razón por la que los tratados y convenios internacionales solo reconocerían como derecho fundamental la doble instancia en el proceso penal, admitiendo esta doctrina la pertinencia de extender la garantía a los procesos constitucionales cuando la sentencia deniegue la tutela solicitada.
La misma doctrina considera que las razones en las que se sustenta la teoría de la doble instancia como garantía fundamental son:
a) Se elimina el riesgo de error judicial.- Esta corriente doctrinaria crítica, responde que tal consideración no se percata que aquel que revisa es también un ser humano.
b) Los jueces revisores están en mejor capacidad y más preparados para resolver.- Se contesta este argumento en la constatación empírica que ello no es necesariamente así, pues se olvidaría que aquel que resuelve en primer grado es el que tuvo inmediación con las partes y las pruebas, fue el que interrogó al testigo, el que estuvo en la inspección judicial, el que apreció la conducta procesal de las partes en las audiencias, el que escuchó el informe de los peritos, en fin, el que tuvo contacto directo con el proceso y el conflicto, a diferencia del revisor.
c) Un proceso más garantista es aquel que comprende como derecho fundamental el doble grado de jurisdicción.- Se contra argumenta señalando que tal afirmación olvida que no solo importa que las resoluciones sean correctas y justas, sino que se requiere también que la tutela jurisdiccional sea oportuna y no tardía, pues una justicia que tarda no es justicia, es sumamente importante que se llegue a una decisión justa lo más rápido posible, pues lo contrario recarga la tarea del juzgador, con lo que no solo el proceso sino todo el sistema procesal se vuelve más lento y, en consecuencia, menos fiable.
2. Inapelabilidad del laudo arbitral
Como lo hemos visto en los acápites previos, la inapelabilidad del laudo arbitral distingue al arbitraje a lo largo del decurso histórico de nuestra tradición jurídica, atendiendo a su naturaleza y a sus rasgos distintivos.
Efectivamente, al analizar la naturaleza jurídica del arbitraje, lo hemos definido como un instituto jurídico complejo, negocial en su origen con el acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral, creador de una situación jurídica de carácter procesal, a propósito de la cual el árbitro o tribunal ejercerá una auténtica función jurisdiccional, privativa y autónoma, pero distinta de la judicial que es ejercida por un funcionario estatal.
Es de reiterar que la jurisdicción arbitral, se define como privada por no ser judicial, de manera que si bien la relación procesal que entraña el arbitraje es independiente de la voluntad de las partes, una vez constituido este, lo es también de la jurisdicción estatal, pues la jurisdicción arbitral es una jurisdicción especial y autónoma frente a la jurisdicción judicial y está excluida del aparato del Estado, cuya independencia es consagrada en el acotado artículo 139 de la Constitución Política del Estado.
Como ya lo hemos apuntado, los rasgos esenciales que distinguen al arbitraje frente a la justicia estatal son: (1) celeridad, (2) eficiencia, (3) especialidad, (4) confianza, (5) capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto, lo que se expresa en el artículo 59 de la Ley, en sus incisos 1 y 2, que señala que el laudo es definitivo, inapelable, de obligatorio cumplimiento desde su notificación a las partes y produce los efectos de cosa juzgada. La cosa juzgada es entendida precisamente como la autoridad o calidad, atributo propio de un fallo jurisdiccional definitivo que se complementa con los elementos de eficacia que son la inimpugnabilidad, inmutabilidad y la coercibilidad53.
El laudo se constituye de esa forma en una solución final y autónoma, inmutable, coercible en su cumplimiento, con mérito de ejecución.
Así, la inapelabilidad del laudo es manifestación directa y consustancial de los rasgos (1), (2) y (5) arriba enunciados, que distinguen al arbitraje como jurisdicción alternativa a la justicia estatal, rasgos distintivos que, según lo hemos visto, expresan cualidades especialmente valiosas en el tráfico jurídico comercial, que justifican la vigencia operativa del instituto arbitral desde su más remoto antecedente histórico y a lo largo de la evolución de nuestra tradición jurídica y es coherente con marcos normativos a nivel internacional en materia arbitral.
Ahora bien, de lo expuesto hasta aquí en el presente acápite, resultaría evidente desde la perspectiva arbitral, porqué el laudo es inapelable; no obstante, conviene recordar lo expuesto en el acápite previo, desde la perspectiva funcional de la apelación como instituto procesal , en cuanto afirmamos que cumple 2 funciones interdependientes, a saber: velar por la corrección de las resoluciones judiciales (corrigiendo los errores en que pueda incurrir el a quo) y combatir la discrecionalidad del funcionario público que es el juez.
Dicho esto, podemos afirmar que la apelación como instituto procesal es sustancialmente disfuncional en sede arbitral, precisamente porque no puede cumplir sus funciones propias en esta sede.
En efecto, la segunda función enunciada no es pertinente en esta sede pues el árbitro no es un funcionario público cuyo ejercicio del Ius Imperium deba ser controlable en pro de las libertades individuales. Así es, el árbitro no es un funcionario público, es un privado elegido por privados en ejercicio de su autonomía privada para resolver un conflicto concreto, que, como lo acota la Ley, debe referirse a materias de libre disposición de acuerdo a derecho, así como aquellas que la ley o los tratados o acuerdos internacionales autoricen54.
En cuanto a la primera función enunciada, podemos afirmar que tampoco podría cumplirse en esta sede, no solo porque estando ambas interrelacionadas, si una es disfuncional en esta sede la otra también lo será, sino también porque la corrección de la solución del conflicto en el arbitraje podrá ser cautelada por las partes al escoger a la persona o tribunal que lo resolverá, atendiendo a la especialidad de los árbitros.
Por lo demás, en el arbitraje, las partes recurren a la vía arbitral como alternativa a la judicial porque valoran especialmente los rasgos que la distinguen, prefieren la (1) celeridad, (2) eficiencia, (3) especialidad, (4) confianza, (5) capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto, frente a las falencias que caracterizan a la justicia estatal en nuestra tradición jurídica desde el imperio romano, a saber: cierta falta de especialidad de la autoridad judicial del Estado, la pérdida de confianza en la judicatura y lo moroso del proceso estatal, morosidad que entraña costo material y temporal y que se debe, principalmente, al abuso de los medios impugnatorios por parte de quien va perdiendo.
En tal sentido, el riesgo de obtener un laudo incorrecto es merituado por las partes al someter a arbitraje su conflicto, ex ante o ex post, asumiendo tal riesgo por su mayor valoración de los rasgos distintivos de este, lo asumen pues, voluntaria y racionalmente como el eventual costo del beneficio que buscan, razón por la cual la necesidad de velar por la corrección del fallo no es la misma que puede invocarse en sede judicial.
Por supuesto que el ideal de justicia no es ajeno al componente jurisdiccional del arbitraje, pero también es cierto que la elección de esta jurisdicción, del árbitro y aún de las normas aplicables al proceso, corresponden al ámbito de la autonomía privada, no se trata solo de un derecho de las partes sino de una responsabilidad de las mismas que han de asumir las consecuencias de sus propias decisiones, por lo que propiciar no compulsivamente la institucionalización del arbitraje, como la adecuada formación y experiencia del árbitro resultan mecanismos más coherentes y efectivos en pro de la calidad de los laudos.
Sin perjuicio de ello, la Ley prevé con rigurosa coherencia sistemática, la existencia de remedios no impugnativos y el recurso extraordinario de anulación judicial del laudo, mecanismos por los cuales se puede obtener las únicas salvaguardas posibles de corrección del laudo, respetando los rasgos distintivos del arbitraje como vía alternativa a la judicial.
De esta forma, el artículo 58 de la Ley prevé que notificado el laudo, cabe que las partes soliciten su rectificación, interpretación, integración y exclusiones, a través de los llamados remedios no impugnativos en supuestos excepcionales y restrictivos, sea que se advierta la existencia en el laudo de un error material, oscuridad, la omisión de pronunciamiento sobre algún aspecto controvertido o el pronunciamiento sobre un extremo no controvertido, ante el mismo árbitro o Tribunal que lo expidió, lo que en ningún caso supondrá un nuevo pronunciamiento sobre el fondo; pero la Ley también prevé una única hipótesis de revisión judicial, la del recurso de nulidad del laudo arbitral en causales taxativas, conforme lo apreciaremos seguidamente.
A través del Recurso de Anulación se substancia el control judicial ex post del laudo. El laudo solo puede ser anulado cuando la parte que solicita la anulación alegue y pruebe la causal. El objeto del recurso es la revisión de la validez del laudo por las causales establecidas en el artículo 63 de la Ley, las que se refieren justamente a aquellos aspectos de la tramitación relativos a las garantías esenciales del debido proceso y del correcto ejercicio de la función jurisdiccional por parte del árbitro, como privado elegido por la partes para resolver su conflicto concreto. En ese sentido el proceder antijurídico del árbitro ya tiene una consecuencia jurídica que cautela los derechos de las partes.
La justificación de esta revisión radicaría en consideraciones de orden público, se busca cautelar la voluntad de las partes contenida en el convenio arbitral, o en el acta de instalación del Tribunal Arbitral y el derecho al debido proceso que les asiste por el elemento jurisdiccional del arbitraje. Por ello es irrenunciable, salvo que ambas partes sean extranjeras o no tengan su domicilio, residencia habitual o lugar de actividades principales en territorio peruano, casos en los que se podrá acordar expresamente la renuncia al recurso de anulación, o la limitación del mismo.
A tenor del inciso 7 del artículo 63 de la Ley, la revisión no procederá, si la causal invocada pudo ser subsanada mediante rectificación, interpretación, integración o exclusión y se haya solicitado ello. Pero en virtud del inciso 2 del artículo 62 de la Ley la judicatura en ningún caso podrá revisar ni pronunciarse sobre el fondo de la controversia, sobre el contenido, criterios o interpretaciones que integran la decisión arbitral, dado que esto garantiza el respeto al contenido esencial de la autonomía privada expresada en el acto de sometimiento a una jurisdicción privada no judicial, la función jurisdiccional arbitral, así como la autonomía e independencia de esta jurisdicción especial privada, cautelada por el ya invocado principio de no interferencia contenido en el artículo 139, inciso 2 de la Constitución.
En buena cuenta, es un recurso excepcional y restringido taxativamente, pero no supone la revisión de la decisión misma, del fondo, pues ello importaría subordinar una jurisdicción autónoma e independiente a la jurisdicción judicial, lo que es proscrito por la Constitución Política del Estado que consagra el principio de no intervención, siendo esta la razón de la prohibición, bajo responsabilidad de los jueces superiores, de pronunciarse sobre el fondo de la controversia o sobre el contenido de la decisión, o calificar los criterios, motivaciones o interpretaciones expuestas por el Tribunal Arbitral o árbitro único.
Por lo expuesto, resulta muy claro que en sede arbitral la apelación no tiene lugar, expresándose nítidamente el carácter inapelable del laudo, dado que las funciones que la justifican sistemáticamente como instituto procesal, en un caso es impertinente y en el otro, además de ello, se constata que con otros medios procesales se atiende cabalmente la forma de corrección que resulta coherentemente útil a las partes en esta vía alternativa de resolución de conflictos, en consonancia con los rasgos esenciales que distinguen a esta y le dan vigencia en el sistema.
Abundando aún más en el análisis de este tópico, podemos preguntarnos, si el doble grado de jurisdicción o instancia plural es un principio o derecho, una garantía consagrada por la constitución e instrumentos supranacionales frente al ejercicio de la función jurisdiccional y el arbitraje tiene un elemento jurisdiccional ¿cómo entender la sustracción del arbitraje de este precepto constitucional?
La respuesta a esta pregunta tiene por presupuestos los conceptos ya expuestos; sin embargo, cabe precisar algunos otros extremos. Como ya se dijo en líneas precedentes, tal precepto jurídico ha sido pensado para dar solución a otras problemáticas, como lo es la defensa de las libertades esenciales en los procesos penales frente a la arbitrariedad del juez de la materia como funcionario estatal y, lo que es aplicable en materia no penal, el ejercicio del ius imperium por parte del mismo tipo de funcionario público o agente estatal, es por ello que el artículo 139 de la Constitución Política del Perú de 1993, se encuentra ubicado dentro del Capítulo VIII relativo al Poder Judicial, siendo de aplicación al arbitraje solo por excepción aquellos extremos de sus incisos que lo mencionan expresamente (segundo párrafo del Inciso 1) o que son compatibles con la naturaleza jurídica del arbitraje como instituto complejo y con sus rasgos esenciales, como pueden ser los incisos 2, 3, 8, 9 (última parte), en tanto dicho artículo contiene extremos de índole exclusivamente penal (incs. 10, 11, 12, 15, 21, 22) que precisamente grafican el carácter absolutamente excepcional de la aplicación de tal artículo al arbitraje.
La apelación del laudo arbitral es sistemáticamente incoherente. No podemos perder de vista que la coherencia interna del ordenamiento legal, no es una cuestión meramente teórica, muy por el contrario es consustancial a nuestro Derecho, dado que pertenecemos a la familia jurídica del Derecho Romano germánico, en la que las ideas de sistema y coherencia interna hacen funcional a la norma jurídica.
Consecuentemente, establecer la apelación contra el laudo no solo es jurídicamente insustentable, no solo es ajeno a la naturaleza jurídica del arbitraje, no solo soslaya los rasgos esenciales del arbitraje que lo distinguen como alternativa privada frente a la vía jurisdiccional estatal, sino que además lo tornaría inoperativo en el tráfico jurídico comercial, tal como se puede constatar de la simple consideración práctica que desde que el Estado Peruano optara por hacer obligatorio que los conflictos suscitados en la ejecución de las contrataciones públicas entre los contratistas y el Estado, sean resueltos por arbitraje, precisamente porque se entendió la valía de sus rasgos distintivos, el arbitraje ha experimentado una significativa expansión, con los caracteres perfilados en la Ley.
Si eliminar la inapelabilidad del laudo afecta directamente los rasgos distintivos del arbitraje como vía alternativa de solución de conflictos privada frente a la vía de la justicia estatal, particularmente la celeridad, eficiencia y capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto, entonces también afecta su vigencia sistemática y se debilitaría el instituto de manera tal que se frenaría su expansión, cerrando la válvula de escape de los privados frente a una realidad judicial desalentadora, en la que la sobrecarga procesal, la morosidad del trámite judicial, la ineficiencia y aun podría incluirse la corrupción, son sufridas por los justiciables y por todo el sistema jurídico, realidad que dramáticamente ha sido reconocida por el propio Estado al someter sus conflictos con los contratistas de los que se sirve a esta jurisdicción privada.
Conclusiones
1. El arbitraje es un instituto jurídico complejo, negocial en su origen con el acto de sometimiento del conflicto a la competencia arbitral, creador de una situación jurídica de carácter procesal, a propósito de la cual el árbitro o tribunal ejercerá una auténtica función jurisdiccional, privativa y autónoma, pero distinta de la judicial que es ejercida por un funcionario estatal.
2. Los rasgos esenciales que distinguen al arbitraje frente a la justicia estatal son: celeridad, eficiencia, especialidad, confianza, capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto, lo que se evidencia en el artículo 59 de la Ley, en sus Incisos 1 y 2, que señala que el laudo es definitivo, inapelable, de obligatorio cumplimiento desde su notificación a las partes y produce los efectos de cosa juzgada. La cosa juzgada es entendida precisamente como la autoridad o calidad, atributo propio de un fallo jurisdiccional definitivo que se complementa con los elementos de eficacia que son la inimpugnabilidad, inmutabilidad y la coercibilidad.
3. Por ello, la inapelabilidad del laudo es manifestación directa y consustancial de la celeridad, eficiencia y capacidad de brindar una solución definitiva al conflicto, rasgos distintivos que expresan cualidades especialmente valiosas en el tráfico jurídico comercial, que justifican la vigencia operativa del instituto arbitral desde su más remoto antecedente romano, a lo largo del decurso histórico de nuestra tradición jurídica y es coherente con marcos normativos a nivel internacional en materia arbitral.
4. La apelación como institución procesal cumple 2 funciones interrelacionadas, a saber: Velar por la corrección de las resoluciones judiciales (corrigiendo los errores en que pueda incurrir el a quo), combatir la discrecionalidad del funcionario público que es el juez.
5. Desde el punto de vista funcional la apelación es ajena al arbitraje.
6. En efecto, la segunda función de la apelación no es pertinente en esta sede arbitral, pues el árbitro no es un funcionario público cuyo ejercicio del Ius Imperium deba ser controlable en pro de las libertades públicas. El árbitro es un privado elegido por privados en ejercicio de su autonomía privada para resolver un conflicto concreto, que, como lo acota la Ley, debe referirse a materias de libre disposición de acuerdo a derecho, así como aquellas que la ley o los tratados o acuerdos internacionales autoricen.
7. La primera función de la apelación tampoco podría cumplirse en sede arbitral, no solo porque estando ambas interrelacionadas, si una es disfuncional en esta sede la otra también lo será, sino también porque la corrección de la solución del conflicto en el arbitraje podrá ser cautelada por las partes al escoger a la persona o tribunal que lo resolverá, atendiendo a la especialidad de los árbitros, sus trayectorias y la confianza que les susciten.
8. Sin perjuicio de ello, la Ley prevé, en sus artículos 58 y 63, con evidente coherencia sistemática, la existencia de remedios no impugnativos y el recurso extraordinario de Anulación judicial del Laudo, mecanismos por los cuales se puede obtener las únicas salvaguardas posibles de corrección del laudo, de forma que el proceder antijurídico del laudo tiene consecuencias jurídicas y la parte afectada tiene los mecanismos adecuados para defender su derecho al debido proceso, respetando los rasgos distintivos del arbitraje como vía alternativa a la judicial, siendo absolutamente innecesaria la apelación en esta sede.
9. Eliminar la inapelabilidad del laudo afecta directamente los rasgos distintivos del arbitraje, con ello también afecta su vigencia sistemática y se debilitaría el instituto de manera tal que se frenaría su expansión, cerrando la válvula de escape de los privados frente a una realidad judicial desalentadora, en la que la sobrecarga procesal, la morosidad del trámite judicial, la ineficiencia y acaso la corrupción son sufridas por los justiciables y por todo el sistema jurídico, por lo que difundir pedagógicamente las características del arbitraje (de cara a los eventuales usuarios del instituto), promover no compulsivamente su institucionalización, como la adecuada formación y experiencia del árbitro resultan mecanismos más coherentes y efectivos en pro de la calidad de los laudos.
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NOTAS:
* Abogado por la Facultad de Derecho y de la Maestría en Derecho Civil de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Diplomado en contrataciones públicas, en Derecho Administrativo y Arbitraje por la PUCP y por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Especialista en medios alternativos de solución de conflictos por la Universidad Castilla-La Mancha, España. Árbitro adscrito al registro de neutrales de OSCE, al Centro de Árbitraje de la Cámara de Comercio e Industria de Arequipa y de otros centros arbitrales del Perú.
** Abogada por la Universidad de San Martín de Porres, egresada de la Maestría en Derecho Civil de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Diplomada en arbitraje por la PUCP, especialista en medios alternativos de solución de conflictos por la Universidad Castilla-La Mancha, España. Funcionaria judicial, coordinadora adscrita a la Presidencia de la Corte Superior de Justicia de Lima. Ex Secretaria General de dicha Corte y ex jefa de Repej.
1 DEL PRADO PONCE, Juan Carlos. “El prevaricato arbitral”. En: Revista Jurídica del Perú. N° 153, Gaceta Jurídica, Lima, noviembre de 2013, pp. 31-49.
2 FERNÁNDEZ DE BUJÁN, Antonio. Jurisdicción y arbitraje en Derecho Romano. Iustel, Madrid, 2006, p. 200.
3 V. gr.:
D.4.8.21.6.
D.4.8.3.1.
C.2.55.1.
C.2.55.2.
4 V. gr.:
Ley 24a., Título IV, Partida 3a.
Ley 26a., Título IV, Partida 3a.
Ley 34a., Título IV, Partida 3a.
Ley 35a., Título IV, Partida 3a.
5 V. gr.:
Leyes 5a., Título XI y 17a., Título 1, Libro V.
Leyes 4a., Título XVII, Libro XI.
6 A través de los hoy derogados artículos 1906 a 1908 y 1909 a 1922.
7 Veáse: FERNÁNDEZ DE BUJÁN, Antonio. Ob. cit. pp. 241; y LIENDO SEMINARIO, Mario. “El arbitraje en el Perú republicano del siglo XIX”. En: Revista del Magíster en Derecho Civil. Volumen 1, PUCP, Lima, 1997, p. 143 y ss.
8 D.4.8.21.6.
9 D.4.8.3.1.
10 C.2.55.1.
C.2.55.2.
11 IGLESIAS, Juan. Instituciones de Derecho Romano. Imprenta Escuela de la Casa Provincial de Caridad, Tomo II, Barcelona, 1950, p. 65.
12 C.2.55. 4.1.
13 LIENDO. Ob. cit., p. 145.
14 Ídem.
15 Ibídem, p. 146.
16 C.1.4.7.
17 C.1.4.8.
18 ROMERO, Julián Guillermo. Estudios de Legislación procesal. Librería Jurídica Francesa y Casa Editorial Rosay, Lima, 1924. Citado por LIENDO. Ob. cit., p. 147.
19 Liendo, Ob. cit. Loc. cit.
20 Leyes 23a. y sgtes. del Título IV de la Partida 3a.
21 Ley 24a., Título IV, Partida 3a.
22 Ley 26a., Título IV, Partida 3a.
23 Ley 34a., Título IV, Partida 3a.
24 Ley 35a., Título IV, Partida 3a.
25 Leyes 5a., Título XI y 17a., Título 1, Libro V.
26 Leyes 4a., Título XVII, Libro XI.
27 Ibídem, pp. 164-169.
28 Ibídem, p. 153.
29 Artículo 28 y artículo 33.
30 Artículo 29 y artículo 30.
31 Artículo 34.
32 Artículo 37.
33 Artículos 31 y 35.
34 DE TRAZEGNIES, Fernando. La idea de Derecho en el Perú republicano del siglo XIX. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1980, p. 160. Citado por LIENDO. Ob. cit., p. 152.
35 Artículo 2.
36 Artículos 6 y 12.
37 Artículo 58.
38 DE TRAZEGNIES GRANDA, Fernando. “Los conceptos y las cosas: vicisitudes peruanas de la cláusula compromisoria y del compromiso arbitral”. En: El arbitraje en el derecho latinoamericano y español. Liber Amicorum, en homenaje a Ludwik Kos Radcewicz Z/ University of Ottawa. Cultural Cuzco, Lima, 1989, p. 548.
39 Véase: GARCÍA PÉREZ, Carmen. El arbitraje testamentario: estudio del artículo 7 de la Ley de Arbitraje de 5 de dic. 1988. Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, pp. 21-22; LEDESMA NARVÁEZ, Marianella. Jurisdicción y arbitraje. Fondo Editorial PUCP, Lima, 2009, pp. 30-32; y, CASTILLO FREYRE, Mario y VÁSQUEZ KUNZE, Ricardo. Arbitraje: el juicio privado: la verdadera reforma de la justicia. Palestra, Estudio Mario Castillo Freyre, Lima, 2007, pp. 39-43.
40 GARCÍA PÉREZ, Carmen. Ob. cit., pp. 22-23.
41 LEDESMA, Marianella. Ob. cit., pp. 37-38.
42 CASTILLO, Mario. Ob. cit., p. 48.
43 GARCÍA PÉREZ, Carmen. Ob. cit., p. 24.
44 CASTILLO, Mario. Loc. cit.
45 GARCÍA PÉREZ, Carmen. Ob. cit., pp. 25-26.
46 NAVARRETA, Emanuela. “Hechos y actos jurídicos”. En: Revista Jurídica del Perú. N° 91, Gaceta Jurídica, Lima, setiembre de 2008, pp. 293- 301 (traducción de Rómulo Morales Hervias).
47 SAAVEDRA VELASCO, Renzo. “El negocio jurídico testamentario. Algunas reflexiones en torno a su esencia y estructura”. En: Ius et veritas. Revista editada por estudiantes de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Año XVI, Nº 33, Lima, 2006, pp. 116-117.
48 GARCÍA PÉREZ, Carmen. Ob. cit., p. 28.
49 El artículo 21 del Decreto Legislativo Nº 1071 establece como causal de incompatibilidad genérica para actuar como árbitro el ser funcionario o servidor público dentro de los márgenes de las normas de incompatibilidad respectivas. En cualquier caso, si una persona que tiene tal calidad ejerciera función arbitral lo hará en el ámbito de su ejercicio privado y al margen del cargo que pueda tener en el aparato estatal.
50 ALISTE SANTOS, Tomás Javier. La motivación de las resoluciones judiciales. Marcial Pons, Madrid, 2011, pp. 405-407.
51 Ibídem, pp. 138-139.
52 PRIORI POSADA, Giovanni. “Reflexiones en torno al doble grado de jurisdicción”. En: Advocatus. Nº 9, Universidad de Lima, 2003, Lima, p. 405 y ss.
53 COUTURE, Eduardo J. Fundamentos del Derecho Procesal Civil. Depalma, Buenos Aires, 1958, pp. 401-402.
54 Artículo 2 de la Ley.