Coleccion: Dialogo con la Jurisprudencia - Tomo 282 - Articulo Numero 13 - Mes-Ano: 3_2022Dialogo con la Jurisprudencia_282_13_3_2022

Algunas reflexiones en torno a la sentencia constitucional del caso “Ana Estrada”

Edison ZAGACETA INGA*

RESUMEN: El autor analiza los aspectos importantes de la sentencia constitucional del caso “Ana Estrada”, desde los hechos expuestos en la misma hasta los aspectos jurídicos y filosóficos que le han servido de fundamento al juez para emitir dicha decisión. Asimismo, resalta que la sentencia es un gran comienzo para perfilar el contenido y alcance del derecho a la muerte digna, considerando la exigua o inexistente regulación en el marco normativo del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

Abstract: The author analyzes the constitutional sentence of the “Ana Estrada” Case’s most important aspects, from the facts exposed in it to the legal and philosophical aspects that have served as the basis for the judge to issue a said decision. Likewise, he highlights that the sentence is a great start to outline the content and scope of the right to a dignified death, considering the meager or non-existent regulation in the normative framework of the Inter-American Human Rights System.

Palabras clave: Caso “Ana Estrada” / Derecho a la muerte digna / Dignidad / Libertad positiva

Keywords:Ana Estrada” Case / Right to a dignified death / Dignity / Positive freedom

Recibido: 05/03/2022 // Aprobado: 07/03/2022

INTRODUCCIÓN

El caso de Ana Estrada, pese a que no ha sido materia de febril controversia ni debates profundos en la academia y la opinión pública, ha significado un hito profundo en la historia de la jurisdicción constitucional peruana. En dicha sentencia, se ha decidido sobre una de las cuestiones más álgidas en el pensamiento filosófico y jurídico: Sobre la posibilidad jurídica de que una persona pueda administrar la forma en que dará por culminada su existencia.

Digo que es uno de los temas más álgidos porque, precisamente, en el campo en donde debieran haberse dilucidado, es decir, en la Filosofía (la Ética), los debates no han acabado y hay posiciones dispares. Esto ha generado que en el Derecho tampoco haya reglas al respecto. Pues, la Ética subyace al Derecho y este manifiesta a aquella, subordinándose (Vasconcelos, citado en García Ramírez, 2002, p. 578). En dicha sentencia, se ha declarado fundada en parte la demanda interpuesta por la Defensoría del Pueblo, en beneficio de doña Ana Estrada Ugarte, contra el Ministerio de Justicia, el Ministerio de Salud y el Seguro Social de Salud del Perú (en adelante, EsSalud), al considerarse afectados los derechos a la dignidad, autonomía, libre desarrollo de su personalidad y de la amenaza de no sufrir tratos crueles e inhumanos.

Concretamente, se ha dispuesto la inaplicación del artículo 112 del Código Penal; en cuanto a las personas que lleven a cabo el procedimiento de eutanasia, se ha ordenado al Ministerio de Salud y EsSalud respetar la decisión de la señora Ana Estrada de poner fin a su vida; además, deberán conformar comisiones médicas interdisciplinarias a efectos de satisfacer sus derechos conculcados. En caso de EsSalud, deberá conformar dos Comisiones (una dedicada a la elaboración de un plan y protocolo, y otra que cumpla con llevar adelante la eutanasia propiamente dicha); en caso del Ministerio de Salud, deberá conformar una Comisión para que apruebe el plan que especifique los aspectos asistenciales y técnicos, elaborados por la Comisión de EsSalud.

En el presente trabajo, el autor, en ejercicio de su derecho a la crítica de las resoluciones judiciales, procederá a analizar los aspectos importantes de la sentencia constitucional. Se analizará tanto los hechos expuestos en la misma, así como los aspectos jurídico y filosófico que le han servido de base para emitir su decisión. Concluyéndose que, al menos en nuestra jurisprudencia constitucional, es una sentencia muy innovativa y es un gran comienzo para empezar a perfilar el contenido y alcance del derecho a la muerte digna, tomando en cuenta la exigua o inexistente regulación en el marco normativo del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

I. FUNDAMENTOS DE HECHO

La demanda no ha sido interpuesta por la propia parte interesada, sino por la Defensoría del Pueblo, conforme a sus atribuciones señaladas en el inciso 2 del artículo 9 de la Ley Orgánica de la Defensoría del Pueblo. El factum puede resumirse de la siguiente manera: indica que Ana Estrada Ugarte padece de poliomiositis, una enfermedad incurable degenerativa y en etapa avanzada, que deteriora progresivamente sus capacidades motoras y ha mantenido en un estado de dependencia alta en los últimos doce meses.

Que la enfermedad empezó cuando tenía doce años y fue hasta los catorce que le diagnosticaron dermatomiositis, obligándola a usar medicación con corticoides que hincharon su cuerpo y deformaron su rostro. En el año 2019, empezó a tener problemas por secreciones respiratorias y se le practicó una traqueotomía y gastrostomía para poder respirar y alimentarse, acto que fue traumatizante.

A partir de ello, se le incluyó en el programa Clínica en Casa, habiendo perdido su intimidad y privacidad, además del libre desarrollo de su personalidad como el ejercicio de su sexualidad. Requiere respirador artificial, es dependiente en su vida diaria para todas sus necesidades y el pronóstico de su enfermedad es negativo. El proceso natural de deterioro de su organismo no será detenido por las medidas de soporte vital que recibe (como respiradores, sondas, etc.) y serán insuficientes para mantenerla con vida. Requerirá de mayor sofisticación (máquinas más complejas), mayor dolor, incomodidad y sufrimiento físico y psicológico, generando complicaciones causadas por la misma terapia.

En razón a tales hechos, solicita que se le reconozca, proteja y garantice sus derechos a la muerte en condiciones dignas, a la dignidad, al libre desarrollo de la personalidad, a la vida digna y a no ser sometido a tratos crueles e inhumanos, los mismos que se están viendo vulnerados debido a la prohibición penal. Precisando que no se está buscando la muerte a como dé lugar, sino la posibilidad de decidir sobre el fin de la vida como resultado de ejercicio de un derecho y de una decisión libre.

II. DE LA MOTIVACIÓN DE LA SENTENCIA Y SU CRÍTICA

En la sentencia, como ratio decidendi, se afirma que:

[E]l suicidio asistido, debe considerarse como una libertad constitucional legislativamente limitable, posición distinta a la posición de la demandante que solicita se considere como un Derecho Fundamental; sobre lo que manifestamos una posición, es decir que como todas las libertades, es un derecho, pero siendo limitable, (contrario a ser promocionable) y derivado, no llega a ser un derecho fundamental. (f. j. 159)

Esta afirmación es trascendental en la medida en que en la parte dispositiva de la sentencia no se menciona que se haya afectado el derecho fundamental a la muerte digna, sino únicamente los derechos a la dignidad, autonomía, libre desarrollo de la personalidad y de la amenaza a no sufrir tratos crueles e inhumanos. Es decir, que no reconociéndose el derecho a la muerte digna, la demanda ha sido declarada fundada, cuando del contenido de la sentencia se aprecia más argumentos dirigidos a desarrollar el contenido de tal derecho.

Es más, los derechos declarados vulnerados, per se, no condicionan el sentido de la decisión si no es tomando como eje o enlace al derecho a una muerte digna en los términos en que han sido planteados por la parte demandante. Esto demuestra cierta incongruencia en la sentencia por cuanto no se puede deducir –lógicamente– el fallo –la norma individual– a partir de los fundamentos de la misma.

Así, en cuanto a la dignidad, ha sido desarrollada, para efectos de justificar la decisión, únicamente desde el plano de buscar que la muerte, como proceso natural e indefectible en el ciclo vital del hombre, sea digna. La autonomía ha sido desarrollada desde aquella libertad de la persona que le posibilita decidir sobre su muerte misma. El libre desarrollo de la personalidad y la amenaza a no sufrir tratos crueles e inhumanos han sido mencionados para efectos de justificar que una vida llena de dolor y sufrimiento e indigna para la persona que lo padece afecta en gran medida el desarrollo mismo de la persona y, atendiendo a los tratamientos médicos o paliativos, en los que muchas veces se puede incurrir en “ensañamiento terapéutico”, puede constituir trato cruel e inhumano.

Pareciera que el juzgador, lejos de reconocer tal derecho, y a fin de no parecer un juez activista, que vulnera el principio de corrección funcional[1], ha querido solidarizarse con el dolor de la beneficiada y ha encubierto su decisión, solapando su verdadero sentido de reconocer el derecho a una muerte digna. En buena cuenta, habiendo justificado circunstanciadamente el contenido de tal derecho y su adscripción a las cláusulas constitucionales (artículos 1 y 3 de la Constitución Política) y siendo el debate constitucional aún muy polarizado (véase ff. jj. 147-155), se ha decidido por entender a la muerte digna (género) y eutanasia (especie) como una libertad delimitable por el legislador y no un derecho fundamental.

En realidad, considero que es tímida la opción elegida por el juzgador, al considerar el suicidio asistido como una libertad constitucional limitable y no, propiamente, un derecho fundamental. Esto quizás puede obedecer al hecho de tener que fundamentar dicho derecho fundamental a la luz de una teoría general de los derechos fundamentales.

Un derecho fundamental, a la luz de una de estas teorías, sería un haz de posiciones y normas vinculadas interpretativamente a una disposición de derecho fundamental. Este parecer ha sido tomado por el Tribunal Constitucional peruano, en el caso del precedente “Anicama Hernández”[2], en donde, precisamente, se considera que todo derecho fundamental se estructura como un haz de posiciones y normas, vinculadas interpretativamente a una disposición de derecho fundamental (véase Bernal Pulido, 2007, p. 82; Alexy, 1997, p. 240). Según esta doctrina, las disposiciones de derecho fundamental son los enunciados de la Constitución que tipifican los derechos fundamentales (por ejemplo, en nuestra Constitución Política estarían los artículos 1, 2 y 3 que funcionan como un canon o catálogo de derechos fundamentales; y, para el caso en específico, el derecho a la dignidad recogido en la disposición del artículo 1 y el derecho a la vida recogido en la disposición del artículo 2.1).

Por otro lado, siguiendo aquella teoría jurídica que diferencia entre disposiciones y normas[3], las normas de derecho fundamental estarían definidas como el conjunto de significados prescriptivos de las disposiciones de derecho fundamental. Son aquellas proposiciones que prescriben el deber ser establecido por disposiciones iusfundamentales de la Constitución. Las posiciones de derecho fundamental son relaciones jurídicas que, en su forma más común, presenta una estructura triádica, compuesta por un sujeto activo, un sujeto pasivo y un objeto. El objeto de toda posición iusfundamental es una conducta o una omisión del destinatario que está ordenada, prohibida o permitida por una norma de derecho fundamental, o una sujeción correlativa a una competencia estatuida por una norma de esta índole (Bernal Pulido, 2007, pp. 86-88).

El problema estaría en cómo adscribir el derecho a la muerte digna, a una disposición de derecho fundamental. Es necesario, pues, una argumentación razonable a partir de los valores que el constituyente ha querido resguardar al momento de expedir la Constitución, sin desvirtuarlos o desnaturalizarlos al punto de querer adscribir cualquier tipo de facultad que el mismo no hubiera querido conceder. Obviamente, este razonamiento escapa de consideraciones estrictamente jurídicas y sobre ella deben realizarse argumentaciones metajurídicas, más o menos éticas y axiológicas.

De forma tradicional, por ejemplo, el suicidio ha sido motivo de repudio por parte de la colectividad. Por ello, mientras no existan razones suficientes para cambiar el sentido de esta apreciación (valoración), pareciera que fuera más prudente aun sujetarnos a la tradición; standum est pro traditioni.

III. PARECER FILOSÓFICO, JURÍDICO Y RELIGIOSO DEL SUICIDIO EN LA CULTURA OCCIDENTAL

El pensamiento filosófico occidental en general ha estado subordinado por la sacralización de la vida como valor máximo, irradiando la teoría axiológica jurídica, partiendo del pensamiento religioso cristiano, que a su vez tiende sus raíces en el propio Corpus iuris civilis romano (“Liber homo suo nomine utilem Aquiliae habet actionem: directam enim non habet, quoniam dominus membrorum suorum nemo videtur”, se decía en el Digesto). Así, en cuanto a los aportes desde el Derecho, se puede ver el pensamiento del jurista Rogel (2007, p. 264), para quien, citando a De Castro, es condenable el suicidio y su tentativa:

[L]a persona –dice– no tiene, en la vida y el cuerpo un auténtico derecho –ius dominativum–, que carece de un poder dispositivo sobre los mismos que están fuera del comercio de los hombres (artículo 1.271 del Código Civil) y que sus facultades sobre aquellos (impropiamente llamadas derechos), las de custos et administrator, se refieren fundamentalmente a la exigencia de protección y, en su caso, de indemnización.

Luego, citando a Puig Brutau y Puig Ferriol, señala que:

En línea con lo anterior también, pero en relación con la integridad física, cabe recordar (…) que ya en el Digesto puede leerse que “nadie es señor de sus miembros”[4], disposición esta que –a decir de los autores citados– priva a la persona de la facultad de disponer libremente de las partes de su cuerpo y, con mayor motivo, de la vida, “por cuanto, con ello –señalan–, se transmuta la esencia misma de la persona, puesto que, de sujeto de derechos, pasa a convertirse en una cosa mueble, cuál es el cadáver”. Siendo ello así, –concluye– el suicidio es condenable, por mucho que no pueda castigarse al culpable, desalmado y devenido cosa mueble especial y cuasisagrada. Condenable es también la tentativa de suicidio, como condenable puede llegar a ser la automutilación.

Para el caso pensamiento cristiano, puede leerse a Balmes (2004, pp. 41-42), para quien:

La razón fundamental de la inmoralidad del suicidio está en que el hombre perturba el orden natural, destruyendo una cosa sobre la cual no tiene dominio. Somos usufructuarios de la vida, no propietarios; se nos ha concedido el comer de los frutos del árbol, y con el suicidio nos tomamos la libertad de cortarle.

Y luego sostiene lo siguiente:

¿En qué puede apoyarse el hombre para llamarse propietario de la vida? ¿Se la ha dado él a sí propio? ¿Se le consultó acaso para traerle a ella? ¿Dónde estaba antes de vivir? No era; y se halló existiendo, no por su voluntad, sino por la del Creador, con arreglo a las leyes de la naturaleza. Si él no se la ha dado, ¿cómo pretenderá ser su dueño exclusivo, de suerte que la pueda destruir cuando bien le parezca? Todo le está indicando que el vivir no depende de su libre albedrío; a más de haber pasado de la nada al ser, experimenta que la mayor parte de las funciones de la vida se hacen independientemente de su voluntad; la respiración, la circulación de la sangre, la digestión, la nutrición, y en general todas las funciones vitales, se ejercen sin que piense en ellas. (p. 42)

Finalmente, para el caso del pensamiento filosófico, al menos desde el enfoque o estilo “filosófico” de la filosofía del Derecho[5], se puede considerar el pensamiento de Hegel (1987, p. 132), quien afirma que:

Solo porque soy viviente como libre en un cuerpo, no se debe abusar de esta existencia viviente hasta hacerla una bestia de carga. Mientras vivo, mi alma (el concepto y, de modo más elevado, la libertad) y mi cuerpo no están separados, este es la existencia de la libertad y yo siento en él. Es, por lo tanto, solo el entendimiento sofístico y carente de idea el que puede hacer la diferenciación de que no se afecta ni ataca la cosa en sí, el alma, cuando se maltrata el cuerpo (…).

IV. PROBLEMAS DE INDEFINICIÓN EN EL RECONOCIMIENTO DEL DERECHO A LA MUERTE DIGNA

Esa es la tradición que ha imperado ab initio en el pensamiento jurídico occidental. No obstante, debemos reconocer que precisamente ahora es un ambiente propicio para replanteamientos en cuanto a la regulación y el establecimiento de tal derecho, atendiendo a las nuevas concepciones que se han desarrollado acerca de la vida y dignidad del hombre, desde los comienzos del florecimiento de la Ilustración. Así, Kant argumentaba (en principio solo como postulado) que “el hombre, y todo ser racional en general (…)” existe “como fin en sí mismo”, que tiene, por tanto, “una dignidad, es decir, un valor incondicionado e incomparable” y puede por ello pretender “respeto” (Gutmann, 2019, p. 236). Las personas tienen el derecho al respeto y, puesto que a todas las personas les corresponde este estatus en igual medida, las personas tienen derecho a igual respeto (Gutmann, 2019, p. 234). En la sentencia C-233/21 de la Corte Constitucional colombiana, se cita la opinión del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la Universidad Externado, quien indicó lo siguiente:

La voluntad del sujeto de acabar con su vida, por discutible que puedan resultar los móviles analizados desde algunas perspectivas religiosas, merece respeto, pues refleja el dominio de sí mismo y la potestad de elegir sobre el destino propio. Bajo esta lógica, la mencionada sentencia C-239 de 1997 reconoció que “la decisión del individuo sobre su propia existencia no merece reproche penal o jurídico alguno”.

Aquí, se parte de la premisa de que la persona ejerce un verdadero dominio sobre su vida; pero esto, como se ha visto, es aún muy debatido en el campo del Derecho Civil y la bioética, puesto que la tradición ha sido un tanto uniforme en considerar que el dominus no se ejerce respecto a la propia vida. No hay potestad de disposición –cual cosa corpórea externa al sujeto– sobre la propia vida en el Derecho; el cual, por el contrario, se considera irrenunciable[6]. Si es un derecho irrenunciable, no se entiende cómo puede considerarse un derecho fundamental el hecho de renunciar al mismo. Parece, pues, que no hay ningún sentido en aceptar, por un lado, la irrenunciabilidad del derecho a la vida –que, a la postre, únicamente puede venir del propio individuo–, y luego aceptar también la existencia de un derecho a la muerte digna; es decir, aceptar la existencia de un derecho fundamental a renunciar a un derecho fundamental. Es una contradicción.

El problema podría resolverse con mayor facilidad, precisado primero la definición de los términos ‘vida’ y ‘dignidad’ que son designados en la carta constitucional. Sobre el primero, ya la doctrina se anima a distinguir distintos matices y contenidos de la vida, en su relación con el principio-derecho de la dignidad y con significancia para las prescripciones jurídicas. De este modo, el abogado constitucionalista Curaca Kong (2019, pp. 34-35) indica que la vida tiene una dimensión formal y una dimensión material. Citando a Sáenz, refiere que la dimensión formal existencial de la vida “(…) se refiere a la presencia tangible e individualizada del ‘ser humano’ y este último, o puede ser la persona o puede ser el concebido”. Es decir, hace alusión a una existencia formal, objetiva o, si se quiere, biológica del ser humano. Mientras que la material es:

(…) una dimensión en la que dándose por aceptado que el ser humano tiene presencia en el mundo, se entiende que su derecho a la vida aparece como una verdadera oportunidad de realizar el proyecto vivencial al que se adscribe, como una indiscutible potencialidad de realización humana.

Esta última dimensión material es la que se relaciona con el “vivir dignamente”, que, desde la visión prescriptiva del concepto de persona, que irradia a la filosofía del Derecho, sirve para adjudicar el derecho de toda persona a que se le respete. El mismo autor (p. 35) menciona que en esto último radica el fundamento de los que defienden el derecho a morir en condiciones dignas, pues alegan que, en muchas ocasiones, no se vive dignamente, sino solo formalmente. La vida biológica u orgánica se contrapone a una vida que se autodetermina, se autovalora, en suma, se autorrealiza (autonomía latu sensu). Es en cuanto a esta última definición que los juristas contemporáneos consideran que debe tener implicancias para el mundo del Derecho.

De esta manera, y tomando en cuenta el parecer señalado, se aprecia que la idea principal que subyace a la sentencia, como lo ha sugerido el amicus curiae de la PUCP, es que la vida desprovista de la autonomía no puede ser objeto de protección del Derecho Penal. Se toma como elemento esencial de la vida no el dato biológico, sino su ser mismo, es decir, su libertad. Sin duda un avance que se condice con las modernas teorías de la persona como la del iusfilósofo Fernández Sessarego (2002, p. 14), para quien el ser mismo del hombre es libertad. Esa libertad que se puede traducir en la autodeterminación del final de nuestras vidas. Pero el debate aún se encuentra abierto en cuanto a concebir si la libertad fenoménica, que a su vez comprende a un sinnúmero de facultades que permiten a un ser humano tomar decisiones y guiar su vida según su propia concepción y sin dañar a otro, puede contener también a aquella decisión de dar fin a su propia vida.

La tendencia de la jurisprudencia internacional parece ya inclinarse en un sentido afirmativo. En Colombia, por ejemplo, ya desde la dación de la famosa sentencia C-239 de 1997, se afirmó que:

El deber del Estado de proteger la vida debe ser entonces compatible con el respeto a la dignidad humana y al libre desarrollo de la personalidad. Por ello la Corte considera que frente a los enfermos terminales que experimentan intensos sufrimientos, este deber estatal cede frente al consentimiento informado del paciente que desea morir en forma digna. En efecto, en este caso, el deber estatal se debilita considerablemente por cuanto, en virtud de los informes médicos, puede sostenerse que, más allá de toda duda razonable, la muerte es inevitable en un tiempo relativamente corto. En cambio, la decisión de cómo enfrentar la muerte adquiere una importancia decisiva para el enfermo terminal, que sabe que no puede ser curado, y que por ende no está optando entre la muerte y muchos años de vida plena, sino entre morir en condiciones que él escoge, o morir poco tiempo después en circunstancias dolorosas y que juzga indignas. El derecho fundamental a vivir en forma digna implica entonces el derecho a morir dignamente, pues condenar a una persona a prolongar por un tiempo escaso su existencia, cuando no lo desea y padece profundas aflicciones, equivale no solo a un trato cruel e inhumano, prohibido por la Carta (CP art. 12), sino a una anulación de su dignidad y de su autonomía como sujeto moral. La persona quedaría reducida a un instrumento para la preservación de la vida como valor abstracto.

En la sentencia C-233/21, la misma Corte Constitucional pone de conocimiento para el mundo hispanohablante un reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional alemán, que en su traducción propia afirma que para este Alto Tribunal:

La decisión de poner fin a la vida propia tiene un significado de lo más vital para la existencia de uno. Refleja la identidad personal de uno y es una expresión central de la persona capaz de autodeterminación y de responsabilidad personal. Para el individuo, el propósito de la vida, y si y por qué razones podría considerar terminar con su propia vida, es una cuestión de creencias y convicciones muy personales.

La decisión en torno a la muerte autodeterminada –se continúa en la sentencia, citando algunas opiniones del Tribunal alemán–, en cuanto manifestación de la personalidad, no puede limitarse al derecho a rechazar por propia voluntad “tratamientos de soporte vital y entonces dejar [así] que una enfermedad terminal siga su curso”. Por el contrario, para el Tribunal alemán, el derecho a una muerte autodeterminada también comprende los casos en los que el individuo decide quitarse la vida, pues aquel “garantiza que el individuo pueda determinar su destino de forma autónoma de acuerdo con sus ideas sobre sí mismo y, por lo tanto, pueda proteger su personalidad. Dado que el derecho a la muerte autodeterminada forma parte del dominio más íntimo del individuo, este “no se limita a enfermedades graves o incurables, ni se aplica solo a ciertas etapas de la vida o enfermedad”. Ello, pues la restricción de su alcance equivaldría “a una valoración de los motivos de la persona que busca poner fin a su propia vida y, por lo tanto, una predeterminación sustantiva, que es ajena a la noción de libertad[7].

Como se ve, en esta sentencia, se llega incluso a afirmar que el poner término a la vida es una cuestión de creencias y convicciones personales que no necesariamente están limitadas a enfermedades graves o incurables. Es una sentencia muy libertaria, pues da más importancia a la libertad del ser humano, por encima del deber del Estado de proteger la vida, aun cuando esta no haya sido “relativizada” por la presencia de una enfermedad grave e incurable. La vida se define más por la propia experiencia individual de cada uno (es una cuestión de creencias y convicciones muy personales) y no por el dato biológico.

No obstante, esta concepción aún no se condice con la legislación interna, puesto que, si de salud se habla en el Derecho peruano, pareciera que al legislador le importa más el dato biológico. Así, la Ley General de Salud, Ley N° 26842, en su artículo 108, menciona que:

La muerte pone fin a la persona. Se considera ausencia de vida al cese definitivo de la actividad cerebral, independientemente de que algunos de sus órganos o tejidos mantengan actividad biológica y puedan ser usados con fines de transplante, injerto o cultivo.

Entonces, para estos casos, la vida se ausenta (y, por tanto, llega la muerte de la persona) cuando existe “cese definitivo de la actividad cerebral”, muy a pesar de que algunos órganos o tejidos mantengan “actividad biológica”. Es decir, para esta regulación en específica, la vida se relaciona de manera directa con su aspecto formal (biológico) y no en su dimensión material.

De esta manera, es un poco complicado que los juristas acepten que el ordenamiento puede haber distintos usos y definiciones de un mismo término ‘vida’. Aunque debemos aceptar también que resulta razonable el uso en ambos sentidos, habida cuenta de que en la citada disposición se trata de establecer el momento mismo de la muerte (o la ausencia de vida), y en la sentencia objeto de comentario se trata de establecer la viabilidad constitucional de la decisión libre y espontánea sobre el término de la vida.

En el primer caso, es útil en la medida en que nos permite saber hasta dónde llega el fin de la vida y dónde comienza la muerte; en el segundo caso, nos permite conocer, a partir de la experiencia propia de la persona, cuando la vida es llevada únicamente atendiendo al dato biológico y no a la dimensión material-proyectiva de la misma. Y es precisamente en el segundo caso que juega un papel importante la dignidad de la persona. Puesto que, como lo afirma la Corte Constitucional de Colombia, el derecho fundamental a vivir en forma digna implica el derecho a morir dignamente, como la cabeza de Jano.

Ahora bien, la vida es digna mientras el ser humano sea libre, mientras pueda tomar sus decisiones espontáneamente y valore su condición según su propio modo. Vemos en este caso que el concepto de dignidad se determina por la propia vivencia del sujeto.

Es natural que una sociedad guíe su valoración en cuanto a la determinada circunstancia, calificándolo como “indigno”, pero al final aquella condición es una experiencia personal. Precisamente, aquí es muy ilustrativo el ejemplo que propone el profesor Curaca Kong, en cuanto al caso del ciudadano francés Manuel Wackenheim, quien, padeciendo de enanismo, afirmaba ser víctima de violaciones de sus derechos humanos porque Francia no le permitía realizar su peculiar trabajo: ser lanzado a corta distancia sobre un colchón neumático por los clientes de algunas discotecas.

Cuando el caso llegó al Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, este, en armonía con lo resuelto por el Consejo de Estado francés, indicó que ello constituye un atentado contra la dignidad de la persona humana. Es razonable en tales casos preguntarse, como lo hace el citado profesor, si está bien que otros decidan por nosotros sobre asuntos privados y personales.

El asunto parece sencillo viéndose de ese modo. Podemos decir que no está bien que estas personas decidan por nosotros, porque nadie más que uno puede decidir sobre el carácter digno o indigno de nuestros actos o de nuestra condición, en armonía con esa libertad propia del ser humano que le permite desenvolverse y valorarse a sí mismo.

Nuevamente, el problema se resolvería si tuviéramos una definición uniforme del concepto ‘dignidad’, pero la propia Real Academia Española presenta definiciones tan laxas y circulares como: “cualidad de digno” o “persona que posee dignidad”; y en caso del vocablo ‘digno’, se plantean definiciones como: “propio de la persona digna”. Esta obscuridad en la definición nos hace también reflexionar en la opinión de aquellas personas que piensan en un sentido contrario a los que propugnan el derecho a la muerte digna, Dostoievski dijo en una ocasión: “Solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos” (Frankl, 1991, p. 72). Es la otra cara de la dignidad: el sufrimiento también puede ser digno de ser vivido.

V. ALGUNAS JURISPRUDENCIAS EN CUANTO A LA IDEA DE LA DIGNIDAD

En la jurisprudencia del Tribunal Constitucional peruano se afirma, en cuanto al principio-valor de la dignidad de la persona humana, que:

La dignidad de la persona humana constituye un valor y un principio constitucional portador de valores constitucionales que prohíbe, consiguientemente, que aquella sea un mero objeto del poder del Estado o se le dé un tratamiento instrumental. Pero la dignidad también es un dínamo de los derechos fundamentales; por ello es parámetro fundamental de la actividad del Estado y de la sociedad, así como la fuente de los derechos fundamentales. De esta forma la dignidad se proyecta no solo defensiva o negativamente ante las autoridades y los particulares, sino también como un principio de actuaciones positivas para el libre desarrollo de la persona y de sus derechos. (STC Exp. Nº 10087-2005-PA/TC, f. j. 5)

La Corte Constitucional colombiana, en la sentencia C-233/21, señaló que el contenido mínimo de la dignidad humana se cifra, en una de sus aristas, en la autonomía, concebida como elemento ético que:

(…) fundamenta el libre arbitrio de los individuos que nos permite buscar aquello que podemos entender como vivir bien; aspirar a una vida buena. La autodeterminación es la pieza fundamental de esta dimensión. Una persona es autónoma cuando puede definir las reglas que han de regir su forma de vivir y obrar conforme a ellas”. Refiere que “la autonomía tiene una triple función en nuestro ordenamiento constitucional y un triple contenido. Es valor, principio y derecho, e incorpora las dimensiones de actuar con base en un plan de vida definido de manera autónoma (vivir como se quiera), acceder a condiciones materiales mínimas de subsistencia (vivir bien) y ser protegido en su integridad física y moral (vivir sin humillaciones) se remontan en principio a la misma fuente.

Entonces, si la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional peruano, siguiendo la tradición kantiana, indica que no se puede instrumentalizar al ser humano, es razonable concluir que no se puede instrumentalizar a nadie, como a Ana Estrada, obligándole a vivir una vida que ella misma juzga indigna e insufrible, en procura de salvar un valor en abstracto, conforme ya lo había dicho la Corte Constitucional colombiana desde el año 1997[8]. Obligar a vivir a una persona que viene padeciendo graves aflicciones y dolores corpóreos es, pues, evidentemente un trato cruel e inhumano.

Es la anulación de la autonomía de la persona y su instrumentalización en procura de la preservación del deber estatal de proteger la vida. En estos casos, es más que necesario recordar que, conforme lo señala la Constitución, “[l]a defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”.

La persona y su dignidad son, pues, la fuente de los derechos fundamentales. Y, si bien el contenido de la libertad puede ser delimitable por el legislador, son siempre reconocidos como derechos fundamentales y, de esta forma, son protegidos y promovidos por el Estado (véase los incisos 3 –libertad de conciencia y de religión–, 4 –libertades de información, opinión, expresión y difusión del pensamiento–, 8 –libertad de creación intelectual, artística, técnica y científica–, 13 –libertad de asociación–, 15 –libertad de trabajo–, entre otros, del artículo 2 de la Constitución).

El profesor Castillo (2005, p. 5) señala que el contenido constitucional de un derecho es aquel contenido que se define en función del texto constitucional, y que es limitado, ilimitable y delimitable.

Que es limitado significa que todo derecho fundamental tiene sus propios límites, límites inmanentes o internos, los cuales definen el contenido esencial del derecho y por lo que ese derecho es identificable como tal derecho.

Que es ilimitable significa que ni el legislador ni nadie puede desconocer esas fronteras inmanentes o internas, esas fronteras vinculan de modo fuerte al poder quien no puede trasgredirlas restringiendo, limitando o sacrificando el contenido constitucional del derecho fundamental que se trate.

Que es delimitable significa que el legislador, el órgano ejecutivo y el órgano judicial van perfilando con sus normas, actos y sentencias el contenido constitucional del derecho fundamental en cada caso concreto; la labor del poder político –en todo caso– es ir perfilando y sacando a la luz esos contornos o fronteras internas e inmanentes del contenido de los derechos fundamentales.

No se trata, pues, de que una determinada libertad, como reconocimiento de un determinado derecho fundamental, sea limitable, ya que nadie puede desconocer sus límites, siendo más bien ilimitable; sino de que sea delimitable a través de las leyes del Legislativo y sentencias del Poder Judicial. Esa condición, como se ve, es propia de todo derecho fundamental y el hecho de que no pueda –o deba– ser promocionable no le puede quitar su carácter de fundamental. La libertad y sus distintas manifestaciones son grosso modo derechos fundamentales, en la medida en que pueden ser opuestas ante los excesos del poder público.

VI. EL DERECHO A LA MUERTE DIGNA COMO LIBERTAD POSITIVA

Es evidente que el derecho a la muerte digna o a la muerte autodeterminada se traduce en una libertad. En cuanto a la persona que decide autodeterminar su muerte por sí misma, es claro que se trata de una libertad negativa. Es negativa en el sentido de que no existe disposición legal que prohíba tal ejercicio de la libertad, más bien, es una conducta no regulada y que en todo caso se incluye dentro del principio general del Derecho, según el cual “todo lo que no está prohibido está permitido”[9].

En cuanto al suicidio asistido (homicidio piadoso en el Código Penal) o eutanasia, que requiere la intervención de tercero, un agente médico por ejemplo, sí existe una regulación y es precisamente la norma acusada de inconstitucionalidad cuya inaplicación se solicita en el caso de análisis. Podríamos decir que no existe la libertad negativa de la persona que, por piedad, quiera matar a un enfermo incurable que le pide de manera consciente poner fin a sus intolerables dolores, ya que tal libertad está prohibida por el artículo 112 del Código Penal; así como tampoco el moribundo tiene aquella libertad negativa de pedir a otro que ponga fin a sus intolerables dolores, ya que la norma que subyace a la disposición que sanciona el homicidio piadoso es una prohibición en doble sentido:

1.- Por un lado, prohíbe al autor ayudar al que le pide de manera consciente poner fin a sus intolerables dolores, matándolo; y, por otro lado,

2.- Prohíbe también a la persona que estando consciente pide ayuda al autor, para poner fin a su dolor, ya que esta conducta está penada. La tesis de la demandante es precisamente que esa proscripción legal le impide desarrollar su libertad.

Una vez declarada la inconstitucionalidad de dicho texto legal, como en el caso colombiano, es evidente que se habilitaría un nuevo ámbito de la libertad (negativa), que a su vez traería consigo el ejercicio de una libertad positiva. Es decir, en una “situación en la que el sujeto tiene la posibilidad de orientar su voluntad hacia un objetivo, de tomar decisiones sin verse determinado por la voluntad de otros” (Bobbio, 1993, p. 100).

Sobre la libertad positiva, el propio Isaiah Berlin [citado en Carbonell (2008, p. 56)], quien acuñó las expresiones “libertad negativa” y “libertad positiva”, refiere muy sustanciosamente en cuanto a esta última que:

El sentido “positivo” de la palabra “libertad” se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio amo. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean estas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mis propios actos voluntarios y no de los de otros hombres. Quiero ser un sujeto y no un objeto; quiero persuadirme por razones, por propósitos conscientes míos y no por causas que me afecten, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser accionado por una naturaleza externa o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de jugar mi papel como humano, esto es, concebir y realizar fines y conductas propias.

Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando afirmo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del mundo. Sobre todo, quiero tener conciencia de mí mismo como un ser activo que piensa y quiere, que es responsable de sus propias elecciones, y es capaz de explicarlas por referencia a sus ideas y propósitos propios.

Es claro que el concepto de libertad positiva que propone el citado autor tiene mucho que ver con la idea que se ha venido desarrollando, ya que se basa en la autonomía del ser humano. Es evidente que la prohibición del homicidio piadoso o el suicidio asistido es una instrumentalización del ser humano, ya que se inutiliza la voluntad “expresa y consciente” de la persona de poner fin a sus intolerables dolores. En este caso, es el Estado quien decide por el sujeto y lo convierte en una cosa.

CONCLUSIONES

Siendo consciente en el cambio de tradición que se viene gestando a nivel de toda la jurisprudencia y legislaciones internacionales[10], me parece que resulta necesario el reconocimiento de un derecho a la muerte digna, pero a la vez también es necesario una regulación que delimite de manera clara dicho derecho. El universo de casos puede ser muy variado, pero es evidente que el temprano reconocimiento de dicho derecho, sin un marco legal medianamente claro[11], puede traer consigo algunas otras consecuencias gravosas que pueden redundar en la afectación de los derechos fundamentales de dichas personas vulnerables que padecen enfermedades graves e incurables.

Por otro lado, debemos ser conscientes de que el asunto metafísico que subyace a dicho debate es de crucial importancia en la preservación del orden natural, además de que se debe ver la libertad de la decisión de poner fin a la vida propia, tomando como referencia principal el sentir médico. Ya en los años 90 un tanatólogo francés opinaba que:

La muerte institucionalizada no facilita la labor de los médicos y enfermeras, colocados en una situación en la que presencian alternadamente el espectáculo de la muerte y su negación; en la que deben cuidar al enfermo y por lo tanto estar en contacto con él y, al mismo tiempo, evitar toda relación con él, puesto que, teniendo la muerte por objeto, esa relación podría ser mortal; en la que, habiendo sido formados técnicamente para curar o al menos para cuidar, deben también ayudar a morir, tarea para la que no han recibido ninguna preparación en ningún nivel. (Louis-Vicent, 1991, p. 93)

“Es un acto importante, difícil, que tiene un gran impacto emocional”, reconoció Yves de Locht, un médico de Bélgica que hasta el 2019 había realizado más de 100 eutanasias, en un reportaje de la BBC. Luego, después de practicar una eutanasia, el reportero escribe lo siguiente: “Fue un momento de recogimiento para el doctor De Locht. ‘Las lágrimas de su esposa y dos hijos son una imagen que perdurará conmigo unos días. Realmente me impacta ahora’” (BBC, 2019). No es, pues, un asunto que atañe únicamente a ejercicio de una libertad; es un asunto que también redunda en la colectividad en general y más específicamente en los profesionales quienes llevan adelante los procedimientos de eutanasia. Debe considerarse también el hecho de que este tipo de decisiones y acciones, a pesar de que son la materialización de la decisión libre de una persona, también genera un impacto en la sociedad, ya que la muerte, a pesar de ser una experiencia personal, es también una experiencia colectiva de los sobrevivientes (Louis-Vincent, 1991, p. 115 y ss.).

Por otro lado, debemos aceptar el hecho de que la indeterminación de los conceptos “vida” y “dignidad” trae consigo el hecho de que no pueda aún haber reglas claras sobre la existencia de un derecho a la muerte digna. Pero es obvio que, al menos en nuestra jurisprudencia constitucional, la sentencia del caso “Ana Estrada” es muy innovativa y un gran comienzo para empezar a perfilar el contenido y alcance del futuro reconocimiento de un derecho a la muerte digna. Sin embargo, debemos también ser conscientes de la exigua o inexistente regulación en el marco normativo del Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos. Esta tarea, como en otras veces[12], debe ser asumida por nuestros jueces, quienes tienen que tomar difíciles decisiones, como las que afrontó el juez constitucional del caso analizado.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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[1] “El principio de corrección funcional supone exigir al juez constitucional que, al realizar su labor de interpretación, no desvirtúe las funciones y competencias que el Constituyente ha asignado a cada uno de los órganos constitucionales, de modo tal que el equilibrio inherente al Estado Constitucional, como presupuesto del respeto de los derechos fundamentales, se encuentre plenamente garantizado” (STC Exp. Nº 05854-2005-PA/TC, f. j. 12.). Es obvio que el derecho a una “muerte digna”, al no tener un reconocimiento expreso ni en la ley ni en la Constitución, tal como sucedió en el caso colombiano a partir de la sentencia de la Corte Constitucional C-239 de 1997, encontraría su reconocimiento en la jurisprudencia constitucional. Esto es anómalo en el Estado constitucional, dado que esta facultad de reconocimiento únicamente está reservada para el Poder Constituyente.

[2] STC Exp. N° 01417-2005-AA/TC, f. j. 23:

23. Tal como expresa Bernal Pulido, siguiendo la doctrina de Alexy (1997), “todo derecho fundamental se estructura como un haz de posiciones y normas, vinculadas interpretativamente a una disposición de derecho fundamental”. (Bernal Pulido, 2007, p. 76)

[3] Doctrina que también ha sido recogida en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional en la STC Exp. Nº 00010-2002-AI/TC, donde se precisó lo siguiente:

34. La existencia de toda esta clase de sentencias [interpretativas] del Tribunal Constitucional es posible solo si se tiene en cuenta que, entre “disposición” y “norma’, existen diferencias (Riccardo Guastini, 1989, p. 3 y ss.). En ese sentido, se debe subrayar que en todo precepto legal se puede distinguir: a) El texto o enunciado, es decir, el conjunto de palabras que integran un determinado precepto legal (disposición); y, b) El contenido normativo, o sea el significado o sentido de ella (norma).

[4] El filósofo del Derecho Manuel Atienza reconoce que el Derecho romano reconocía tres tipos de objetos sobre los que podía tenerse derecho de propiedad: las cosas propiamente dichas, los animales y los esclavos. Y la frase que aparece en el Digesto (“Liber homo suo nomine utilem Aquiliae habet actionem: directam enim non habet, quoniam dominus membrorum suorum nemo videtur”) y que con mucha frecuencia se usó luego para defender la idea de que los romanos negaban el derecho al propio cuerpo, en el sentido de que no podían disponer de sus miembros, parece que hay que entenderla referida al hombre libre: este no tenía el derecho de propiedad sobre su propio cuerpo, pero sí podría tenerlo sobre el cuerpo de sus esclavos (que eran cosas, rei); de manera que la apelación a esa fórmula romana por parte de los teólogos medievales (“homo non est dominus membrorum suorum”) presuponía el haber prescindido de la anterior distinción, entre hombre libre y siervo (Atienza, s.f., p. 3).

[5] Guastini, siguiendo a Bobbio, diferencia entre una filosofía del Derecho de los filósofos y la filosofía del Derecho de los juristas. Así, la filosofía del Derecho de los filósofos es la filosofía del Derecho sin ulteriores especificaciones; mientras que, por su parte, la filosofía del Derecho de los juristas no es más que la teoría del Derecho. Así, intuitivamente, se puede distinguir, dice, Metaphysik der Sitten de Kant, Grundlinien der Philosophie des Rechts de Hegel, Jurisprudence de Jeremy Bentham (Of laws in general, póstumo), The Province of jurisprudence determined de Jhon Austin, o incluso General theory of law and State de Hans Kelsen (Guastini, 2019, p. 24).

[6] Código Civil

Artículo 5.- Irrenunciabilidad de los derechos fundamentales

El derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad, al honor y demás inherentes a la persona humana son irrenunciables y no pueden ser objeto de cesión. Su ejercicio no puede sufrir limitación voluntaria, salvo lo dispuesto en el artículo 6”.

[7] BVerfG, Urteil des Zweiten Senats vom 26. Februar 2020 - 2 BvR 2347/15 -, Rn. 1-343.

[8] “En adición a lo expuesto, la Corte Constitucional, al dictar la sentencia C-239 de 1997, expresó con particular fuerza que no es válido exigir a una persona que resista sufrimientos o dolores insoportables para defender un modelo de vida, como el del mártir que afronta cualquier padecimiento ante su valor sagrado; todo ello, debido a que el ser humano no puede ser un instrumento para la sublimación de ese modelo, pues ello implica someterla a tratos y penas crueles, inhumanos y degradantes” (sentencia C-233/21, f. j. 413).

[9] El artículo 2, inciso 24, literal f), de la Constitución señala que: “Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe”. Es ilustrativa la intervención, para el caso colombiano, del Grupo de Litigio Estratégico Carlos Gaviria Díaz de la Universidad Industrial de Santander, en la sentencia de la Corte Constitucional N° C-233-21, donde se afirma que, “respecto del suicidio o del intento de suicidio[,] el ordenamiento jurídico no contempla ningún castigo, por lo que cualquier persona que no quisiera continuar su existencia podría recurrir a esta opción”.

[10] A la fecha en que se publicó la sentencia C-233/21 de la Corte Constitucional colombiana, esto es, a julio del 2021, doce países permiten el ejercicio del derecho a morir dignamente (Alemania, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, Colombia, España, Luxemburgo, Países Bajos, Nueva Zelanda, Suiza y diversos estados de los Estados Unidos de América). El origen de este derecho se encuentra en leyes o en pronunciamientos judiciales (Alemania, Austria y Colombia). Además, cuatro países tienen proyectos de ley en trámite (Chile, Francia, Irlanda y Portugal), y dos de ellos (Chile y Portugal) han alcanzado un momento cercano al perfeccionamiento y entrada en vigencia (sentencia C-233/21, f. j. 346).

[11] Aunque algunos estudiosos como Louis-Vincent (1991, p. 111) defienden más la idea de que se debe temer una legislación demasiado precisa, ya que el ensañamiento legislativo parece tan peligroso como el ensañamiento terapéutico. Sin embargo, la cuestión vista por un abogado dista mucho de permitir dicha discrecionalidad delegada a las autoridades, debido a los peores peligros que esto podría acarrear. En Colombia, por ejemplo, luego de varias exhortaciones al Congreso de la República, en la sentencia C-239 de 1997, reiterada en las sentencias T-970 de 2014, T-423 de 2017, T-544 de 2017, T-721 de 2017 y T-060 de 2020, se han expedido varios Reglamentos, siendo el último vigente la Resolución N° 971 de 2021 del Ministerio de Salud y Protección Social: “Por medio de la cual se establece el procedimiento de recepción, trámite y reporte de las solicitudes de eutanasia, así como las directrices para la organización y funcionamiento del Comité para hacer Efectivo el Derecho a Morir con Dignidad a través de la Eutanasia”.

[12] No obstante el polarizado debate acerca del papel de la jurisprudencia en la creación del Derecho, es un hecho aceptar la importancia de la jurisprudencia constitucional en el reconocimiento de muchos otros derechos fundamentales a los cuales la Constitución no hace ninguna referencia literal. Es el caso del derecho a la verdad (véase STC Exp. N° 02488-2002-HC/TC, entre otras), el derecho al agua potable (véase STC Exp. N° 06534-2006-PA/TC), derecho a la prueba (véase STC Exp. Nº 01014-2007-PHC/TC) y otros tantos derechos que han venido siendo reconocidos y perfilados por nuestro Tribunal Constitucional.

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* Abogado, con estudios concluidos en Maestría en Derecho Constitucional y Administrativo en la Universidad Nacional Toribio Rodríguez de Mendoza de Amazonas. Secretario judicial del Juzgado Civil Permanente de Chachapoyas de la Corte Superior de Justicia de Amazonas. Docente universitario en la Universidad Nacional Toribio Rodríguez de Mendoza de Amazonas.


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