Principio de proporcionalidad y prisión preventiva. A propósito del caso del policía Miranda Rojas
Elky Alexander VILLEGAS PAIVA*
RESUMEN
Entre los argumentos utilizados para declarar fundada la demanda de hábeas corpus a favor del policía Miranda Rojas, se encuentra la vulneración al principio de proporcionalidad por afectar arbitrariamente la libertad personal. En este artículo el autor desarrolla los principales lineamientos del principio de proporcionalidad y cómo opera en los casos de imponer una medida cautelar, en particular la de prisión preventiva, y que el operador jurídico, tanto el juzgador como quien formula el requerimiento (Ministerio Público) deben fundamentarlo suficientemente.
PALABRAS CLAVE
Principio de proporcionalidad / Prisión preventiva / Juicio de necesidad / Juicio de idoneidad / Juicio de proporcionalidad
Recibido: 12/03/2019
Aprobado: 18/03/2019
INTRODUCCIÓN
La prisión preventiva sigue siendo la medida de coerción procesal personal de prima ratio, en la mayoría de procesos penales se la suele solicitar de manera cuasiautomática, sin siquiera considerar las otras medidas que comparten su misma naturaleza, pero son menos lesivas al derecho a la libertad personal y sin analizar mínimamente si en el caso en concreto estas últimas medidas resultan suficientes para neutralizar el peligro procesal sin necesidad de recurrir a la prisión preventiva.
Se debe reconocer que muchas veces estas acciones son aplaudidas por la ciudadanía, por considerarse que son actos efectivos en la lucha contra la delincuencia y la corrupción de funcionarios, sin embargo, se olvida tales medidas drásticas de afección al derecho a la libertad personal, pueden recaer sobre personas inocentes, y no es sino hasta ese momento en que se repara sobre la gravedad de la imposición de prisiones preventivas arbitrarias.
Esto es precisamente lo que ha ocurrido en el caso de conocimiento público del policía Elvis Joel Miranda Rojas, quien según las investigaciones llevadas hasta el momento, se le viene procesando por los hechos ocurridos el 13 de enero del 2019, en la que el citado policía en el marco de una intervención policial, se vio involucrado en el deceso de Juan Carlos Chocan, al efectuar un disparo con su armamento de reglamento, al hallarse incurso en la presunta comisión de un delito (con el concurso de otras personas que sustrajeron una billetera) quien fugaba del lugar –e hizo un ademán para disparar–; el Ministerio Público requirió prisión preventiva, habiendo otorgado el juez de instancia el 16 de enero de 2019, confirmada por la Sala Superior el 29 de enero del 2019, finalmente logrando su libertad a través de un hábeas corpus interpuesto ante el segundo juzgado de investigación preparatoria de Huancayo.
Entre los argumentos utilizados para declarar fundada la demanda de hábeas corpus, se encuentra la vulneración al principio de proporcionalidad, esto es que las resoluciones que dictaron y confirmaron la imposición de prisión preventiva, afectaron arbitrariamente la libertad personal, al no realizar un correcto análisis del principio de proporcionalidad.
Así, en la mencionada resolución que declara fundada la demanda de hábeas corpus se dice lo siguiente:
“De la verificación –y constatación– de las resoluciones judiciales en cuestión es patente, que los jueces demandados de instancia y segundo grado, no cumplieron acabadamente con el procedimiento preestablecido por el Tribunal Constitucional –tampoco cumplió tal obligación el Ministerio Público, puede verse el requerimiento de prisión preventiva: grave omisión–, la que afecta la debida motivación en el extremo de la proporcionalidad de la prisión preventiva implementada en contra del beneficiario Elvis Joel Miranda Rojas, por lo que resulta inconstitucional, encontrándonos ante un supuesto de motivación insuficiente”.
En razón de ello, lo que sigue de este trabajo abordaremos los principales lineamos del principio de proporcionalidad y cómo opera en los casos de imponer una medida cautelar, en particular la de prisión preventiva, y que el operador jurídico, tanto el juzgador como quien formula el requerimiento (Ministerio Público) deben fundamentarlo suficientemente. Veamos:
I. EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD
En su sentido más amplio, el principio de proporcionalidad se consagra como principio general del ordenamiento jurídico en su conjunto con la finalidad básicamente de limitar, en cualquier ámbito –y especialmente en los que se vinculan con el ejercicio de los derechos fundamentales–, la discrecionalidad en el ejercicio estatal de la actividad de control de toda clase de facultades de actuación (Mata Barranco, 2007, p. 165).
Su radio de acción abarca todas las ramas de derecho, pues –como ha afirmado el Tribunal Constitucional– el principio de proporcionalidad es un principio general del derecho expresamente positivizado, cuya satisfacción ha de analizarse en cualquier ámbito del Derecho. En efecto, en nuestro ordenamiento jurídico, este se halla constitucionalizado en el último párrafo del artículo 200 de la Constitución. En su condición de principio, su ámbito de proyección no se circunscribe solo al análisis del acto restrictivo de un derecho bajo un estado de excepción, pues como lo dispone dicha disposición constitucional, ella sirve para analizar cualquier acto restrictivo de un atributo subjetivo de la persona, independientemente de que aquel se haya declarado o no. Tal proyección del principio de proporcionalidad como “principio general” se fundamenta también en la consideración de que se trata de un principio que “(…) se deriva de la cláusula del Estado de Derecho” que, a decir del Tribunal, exige “concretas exigencias de justicia material” que se proyectan a la actuación no solo del legislador, sino de todos los poderes públicos[1].
Es un principio que especialmente actúa en aquellos ámbitos vinculados al ejercicio de los derechos fundamentales, delimitando la discrecionalidad del ejercicio estatal de cualquier actividad de control, entonces se puede sostener que cobra mayor relevancia en el ámbito penal[2], en cuanto es aquí donde se muestra una mayor injerencia del Estado en el terreno de los derechos fundamentales.
Por ello, el principio de proporcionalidad es hoy en día uno de los pilares básicos sobre los cuales se asienta la legitimidad del ius puniendi estatal.
Su actual importancia ha hecho, en el ordenamiento jurídico nacional, a que esté expresamente regulado en el CPP de 2004. Así, el artículo VI de su Título Preliminar establece que: “(…) la orden judicial debe sustentarse en suficientes elementos de convicción, en atención a la naturaleza y finalidad de la medida y al derecho fundamental objeto de limitación, así como respetar el principio de proporcionalidad”. Por su parte el artículo 203.1 del mismo Código hace referencia que las medidas que disponga la autoridad, en relación con la búsqueda de pruebas y restricción de derechos, deben realizarse con arreglo al principio de proporcionalidad. En el mismo sentido el artículo 253, inciso 2 del citado cuerpo adjetivo penal prescribe que: “La restricción de un derecho fundamental requiere expresa autorización legal, y se impondrá con respeto al principio de proporcionalidad y siempre que, en la medida y exigencia necesaria, existan suficientes elementos de convicción”.
Esta importancia del principio de proporcionalidad en el campo del Derecho Procesal Penal radica en la confrontación individuo-Estado que tiene lugar en el seno del proceso penal y la consiguiente afección de derechos fundamentales, tales como la libertad personal, el secreto de las comunicaciones, el derecho al honor, a la intimidad, inviolabilidad de domicilio, etc. (Aguado Correa, 1999, p. 83).
Y es que resulta imprescindible tomar siempre en consideración que toda intervención, en el ámbito de los derechos, que implique un sacrificio en su ejercicio habrá de estar justificada y ser proporcional a la necesidad de preservar un bien de análoga importancia directa o indirectamente conectado a la propia constelación de valores en que reposan los derechos (Prieto Sanchís, 2009, pp. 53 y 54). Como afirma Haas (2006, p. 207): “[E]l principio de proporcionalidad significa que el sí y el cómo de una persecución penal de parte del Estado debe por principio encontrarse en una relación adecuada con la gravedad y la importancia del delito. La intensidad de la sospecha debe justificar las medidas respectivas, y estas últimas, a su vez, deben ser indispensables y, en general, razonables”.
En ese orden de ideas, en lo referente a la prisión preventiva, el principio de proporcionalidad –sostiene Odone Sanguiné (2004, p. 168)– funciona como el presupuesto clave en la regulación de la prisión provisional en todo Estado de Derecho, y tiene la función de conseguir una solución del conflicto entre el derecho a la libertad personal y el derecho a la seguridad del individuo, garantizada por las necesidades ineludibles de persecución penal eficaz. Así, los legisladores, jueces o aplicadores del Derecho deben respetarlo para equilibrar y delimitar el punto medio entre estos derechos opuestos que entran en conflicto, por cuanto no cabe hablar de aplicación matemática de la normativa referente a este instituto. El principio de proporcionalidad parte de la jerarquía de valores constitucionalmente consagrada, que presupone como principio supremo el del favor libertatis.
En lo concerniente al empleo de la prisión preventiva o de cualquier otra medida coercitiva, solo estará legalmente justificado cuando existan motivos razonables y proporcionales para ello[3]. Se ha considerado generalmente que los motivos para el dictado de la prisión preventiva son el peligro de fuga y el peligro de obstaculización de la verdad, sin embargo, aún puede no hallarse justificada si su utilización es desproporcional por existir otras medidas coercitivas menos aflictivas pero que contrarresten dichos peligros con la misma eficacia. En tal sentido, el Órgano jurisdiccional competente, a la hora de acordar medidas cautelares contra una persona (responsable criminal o tercero civilmente responsable), no solo deberá tener presente la concurrencia de los presupuestos necesarios para ello (“fumus boni iuris” y “periculum in mora”), sino que una vez efectuada dicha constatación deberá; seguidamente, cerciorarse de que la clase de medida que adopte y la intensidad de la misma están justificadas (Arangüena Fanego, 1991, p. 121).
En efecto, puede suceder que la prisión preventiva persiga un fin legítimo, como evitar el peligro de fuga, pero su aplicación resultar desproporcionada porque, en el caso particular, la función que persigue puede lograrse con otra medida menos grave, por ejemplo, con la comparecencia restringida.
Como tiene dicho Del Río Labarthe (2008, p. 104): “Si existe consenso en que la libertad personal puede restringirse con el propósito de asegurar el desarrollo y resultado del proceso penal y que en este caso no afecta la presunción de inocencia, entonces es necesario un segundo nivel de análisis para establecer cuál es la medida necesaria, en el caso concreto, para neutralizar el peligro procesal que se presenta. Aquí opera el principio de proporcionalidad y la necesaria aplicación excepcional y subsidiaria de la privación cautelar de libertad”.
Por el principio de proporcionalidad se busca una equivalencia entre la intensidad de la medida de coerción y la magnitud del peligro procesal, de ello también se deriva que la violencia ejercida con la prisión preventiva nunca puede ser mayor que la violencia que se podrá eventualmente ejercer mediante la aplicación de la pena, en caso de probarse el delito en cuestión[4].
De lo que se trata es de impedir que la situación en la que se halla inmerso el imputado, que aun merece el trato de inocente, sea peor que la de la persona ya condenada, es decir, de prohibir que la coerción meramente procesal resulte más gravosa que la propia pena. En consecuencia, no se autoriza la prisión preventiva cuando se trate de delitos en los que no está prevista una pena de privación de la libertad, o cuando en el caso concreto, no se espera la imposición de una pena privativa de libertad de cumplimiento efectivo, asimismo su duración tampoco puede ser mayor que la sanción penal sustantiva, que eventualmente pueda ser impuesta.
En un caso concreto, el juzgador debe considerar si es probable que se aplique pena privativa de libertad y, en caso afirmativo, si esa pena será de cumplimiento efectivo. Si es así, debe realizar una comparación entre la medida de coerción y la pena eventualmente aplicable al caso, pero la comparación no debe tener en cuenta la pena conminada en abstracto por el tipo penal de que se trate, sino la especie y medida de la pena eventualmente aplicable según las circunstancias particulares del caso.
Por otro lado, el principio de proporcionalidad, en su versión europea, que es la que ha sido acogida por nuestra jurisprudencia[5], ha sido entendido como una herramienta para dilucidar el contenido esencial de los derechos fundamentales frente a una norma que los reglamenta o restrinja, y constituye, a su vez, un criterio para la fundamentación de las decisiones judiciales que versan sobre los mismos. De este modo, opera como un verdadero test mediante el cual se realiza un control sobre los actos normativos a fin de dilucidar si son o no conformes a la Constitución, y como una herramienta para brindar razones de lo decidido (Sapag, 2008, p. 173).
Ahora bien, para que una medida que afecta un derecho fundamental sea proporcional debe superar los tres juicios que componen dicho principio: juicio de idoneidad, juicio de necesidad y juicio de proporcionalidad en sentido estricto[6]; subprincipios que incluso han servido para dar una definición del principio de proporcionalidad en los siguientes términos: “[E]l principio constitucional en virtud del cual la intervención pública ha de ser ‘susceptible’ de alcanzar la finalidad perseguida, ‘necesaria’ o imprescindible al no haber otra medida menos restrictiva de la esfera de libertad de los ciudadanos (es decir, por ser el medio más suave y moderado de entre todos los posibles –ley del mínimo intervencionismo–) y ‘proporcional’ en sentido estricto, es decir, ‘ponderada’ o equilibrada por derivarse de aquella más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes, valores o bienes en conflicto, en particular sobre los derechos y libertades” (Barnes, 1994, p. 500).
Es ese conjunto de criterios o herramientas los que permiten medir y sopesar la licitud de todo género de límites normativos de las libertades, así como la de cualesquiera interpretaciones o aplicaciones de la legalidad que restrinjan su ejercicio, desde un concreto perfil o punto de mira: el de la inutilidad, innecesaridad y desequilibrio del sacrificio; o, en otros términos: si este resulta a priori absolutamente inútil para satisfacer el fin que dice perseguir; innecesario, por existir a todas luces otras alternativas más moderadas, susceptibles de alcanzar ese objetivo con igual grado de eficacia; o desproporcionado en sentido estricto, por generar patentemente más perjuicios que beneficios en el conjunto de bienes, derechos e intereses en juego (Barnes, 1998, p. 16).
Estos subprincipios son considerados como requisitos intrínsecos de toda medida procesal penal restrictiva de derechos fundamentales, exigibles tanto en su previsión por el legislador, como en el de su adopción por el órgano correspondiente y en su ejecución. Veamos a continuación cada uno de ellos con mayor detalle:
1. Juicio de idoneidad
Este juicio de adecuación, o llamado también mandato de idoneidad, implica que toda intervención en los derechos fundamentales debe ser adecuada para contribuir a la obtención de un fin constitucionalmente legítimo[7]. De la definición esbozada se puede inferir que tiene dos exigencias: primera, que toda medida de intervención en los derechos fundamentales debe tener un fin constitucional legítimo[8] (identificación de un fin de relevancia constitucional en la medida legislativa penal que limita un derecho fundamental[9]), de modo que para que una medida penal no sea legítima debe ser claro que no busca proteger ningún derecho fundamental, ni otro bien jurídico relevante[10]; y, segunda, que la medida sea idónea para favorecer la obtención de dicha finalidad (“se trata del análisis de una relación medio-fin”[11], de constatar que la idoneidad de la medida tenga relación con el objetivo, es decir, “que contribuya de algún modo con la protección de otro derecho o de otro bien jurídico relevante”[12]).
Entonces conforme a esto último el principio de proporcionalidad es de carácter relativo, del que no se desprenden prohibiciones abstractas o absolutas, sino solo por referencia al caso, según la relación de medio a fin de que eventualmente, guarde el límite o gravamen de la libertad, con los bienes, valores o derechos que pretenda satisfacer. No proscribe para siempre el empleo de un instrumento cualquiera, como tampoco la persecución de un determinado objetivo aisladamente considerados. Es solo la secuencia en la que uno y otro se insertan, bien sea en la norma, bien en su aplicación al caso concreto, lo que le interesa. Es, por ello, un principio relacional en el sentido de que compara dos magnitudes: los medios a la luz del fin (Barnes, 1998, p. 17)[13].
Ahora bien, en esa medida relacional existente entre la exigencia de idoneidad que debe tener la medida con la finalidad legítima que se busca con su adopción en el caso en concreto, no se exige una eficacia absoluta en el logro de la finalidad perseguida[14], sino que la restricción es idónea si con su empleo la satisfacción de la finalidad buscada se acerca o facilita al menos parcialmente, y no lo es si se aleja o dificulta o, simplemente, en los casos más claros, si la injerencia no despliega absolutamente ninguna eficacia para la consecución del fin previsto por la norma. Como expone Bernal Pulido (2006, p. 234): “[E]n este primer subprincipio se exige un mínimo y no un máximo de idoneidad. La formulación negativa de su concepto implica un mayor respeto del margen de acción del legislador, pues lo que se exige de sus medidas no es un grado óptimo de idoneidad para alcanzar la máxima protección de un bien jurídico imprescindible, sino tan solo que no sea abiertamente inadecuada para contribuir a proteger un bien jurídico legítimo”[15].
Es precisamente por ello que se ha dicho que este subprincipio tiene una relevancia práctica de carácter débil[16], por cuanto no busca el medio mayormente idóneo, sino solo excluir aquellos inidóneos, es decir que no posean ni siquiera un mínimo de idoneidad, por lo que la exclusión de estos rara vez se daría, pues con frecuencia suele ocurrir que el medio adoptado por el legislador buscará por lo menos realizar sus fines en alguna medida.
Por otro lado, “el respeto del principio de idoneidad –en palabras de Aguado Correa– exigiría que las restricciones de los derechos fundamentales previstas por la ley sean adecuados a los fines legítimos a los que se dirijan y que las injerencias faciliten la obtención del éxito perseguido en virtud de su adecuación cualitativa y cuantitativa. Es decir, el examen de la idoneidad no se agota en la comprobación de la aptitud abstracta de una determinada medida para conseguir el fin pretendido, ni en la adecuación objetiva de la misma teniendo en cuenta las circunstancias concretas, sino que también requiere el respeto del principio de idoneidad por parte del órgano que decreta la medida, el cual no podrá perseguir una finalidad distinta de la prevista por la ley” (Aguado Correa, 1999, p. 120)[17].
Ahora bien, entrando a analizar la idoneidad de la prisión preventiva, debemos partir por recordar que esta tiene por finalidad asegurar, en casos extremos, el éxito del proceso, en tal sentido busca evitar que el procesado evada la acción de la justicia e impedir que interfiera u obstaculice la investigación judicial (que puede manifestarse en la remoción de las fuentes de prueba, colusión, presión sobre los testigos, entre otros supuestos).
Teniendo en claro la finalidad de la medida cautelar que tratamos, corresponde formular la siguiente interrogante, ¿tiene la finalidad aludida cobijo constitucional? La respuesta va en sentido afirmativo, es decir, la finalidad cautelar (asegurar el éxito del proceso) de la prisión preventiva es constitucional. Nuestra Carta Magna (artículo 24, letra “b”) admite en casos excepcionales la restricción de la libertad ambulatoria, siempre y cuando estén previstas en la ley (por ejemplo el Código Procesal Penal) en los cuales se pueda restringir la libertad personal. De todo esto aflora el concepto de las medidas coercitivas personales, concretamente la prisión preventiva; es decir, que la constitucionalidad de la prisión preventiva se puede observar o deducir que la norma constitucional citada.
Este mismo razonamiento deductivo –sostiene Reátegui Sánchez (2006, p. 124)– se puede percibir en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 7.2) cuando señala que: “nadie puede ser privado de su libertad física, salvo por las causas y en las condiciones fijadas de antemano por las Constituciones Políticas de los Estados partes o por las leyes dictadas conforme a ellas. Igualmente el Pacto de Derechos Civiles y Políticos (art. 9,1) cuando establece que: Todo individuo tiene derecho a la libertad y a la seguridad personal. Nadie podrá ser sometido a detención o prisión arbitrarias. Nadie podrá ser privado de su libertad, salvo por las causas fijadas por ley y con arreglo al procedimiento establecido en esta”.
Estos mismos instrumentos internacionales reconocen el fin cautelar legítimo de las medidas coercitivas personales, así la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su artículo 7.5 señala: “Su libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio; así como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que en su artículo 9.3 prescribe: ‘(…) su libertad podrá estar subordinada a garantías que aseguren la comparecencia del acusado en el acto del juicio, o en cualquier otro momento de las diligencias procesales y, en su caso, para la ejecución del fallo’”.
Dando por aceptado el fin cautelar constitucional legítimo de las medidas de coerción personal, corresponde verificar si la medida de prisión preventiva es idónea para alcanzar dicho fin.
Al respecto, siguiendo a Castillo Córdova (2005, p. 320), si la medida de prisión preventiva tiene como consecuencia la prisión del procesado, no hay problema en aceptar que con ella se impide totalmente que este pueda evadir la acción de la justicia. Entonces, aunque la realidad nos demuestra que la prisión preventiva no siempre asegurará “la no interferencia u obstaculización” de la justicia, se entiende que sí lo asegura en buena medida, de modo que en uno y otro caso puede considerarse que la medida restrictiva de libertad que es la prisión preventiva, es una medida idónea para la consecución del fin.
2. Juicio de necesidad
Denominado “de subsidiariedad”, “de la alternativa menos gravosa” o “de mínima intervención” o también como mandato de necesidad, importa la obligación de imponer de entre la totalidad de las medidas restrictivas que resulten idóneas la que signifique el menor grado de limitación a los derechos de la persona, se deberá imponer la medida menos lesiva o aflictiva de entre todas las igualmente idóneas.
Se trata, entonces, de una comparación de la medida adoptada con los medios alternativos disponibles, comparación en la cual se analiza: i). La idoneidad equivalente o mayor del medio alternativo, y ii). El menor grado en que este intervenga en el derecho fundamental[18]. Esto no implica que se deba adoptar siempre la medida penal óptima, sino solo la prohibición de restringir vanamente la libertad, es decir, la prohibición de utilizar una medida restrictiva intensa en caso de que exista un medio alternativo, por lo menos, igualmente, idóneo para lograr la finalidad perseguida y que a la vez sea más benigno con el derecho restringido[19].
Como, en su oportunidad, ha dejado dicho el Tribunal Constitucional, con respecto al juicio de necesidad: “impone que la intervención del legislador en los derechos fundamentales, a través de la legislación penal, sea necesaria; esto es, que estén ausentes otros medios alternativos que revistan, cuando menos, la misma idoneidad para lograr el objetivo constitucionalmente legítimo y que sean más benignos con el derecho afectado”[20].
Se trata de un principio comparativo y de naturaleza empírica, en la medida en que se ha de buscar medidas menos gravosas pero igualmente eficaces. De modo que la restricción al derecho afectado es injustificadamente excesiva si pudo haberse evitado a través de un medio alternativo menos lesivo, pero igualmente idóneo. En este sentido, el Tribunal Constitucional español sostiene que el control sobre la existencia o no de medidas alternativas menos gravosas o de la misma eficacia, se centra en constatar si a la “luz del razonamiento lógico, de datos empíricos no controvertidos y del conjunto de sanciones que el mismo legislador ha estimado necesarias para alcanzar fines de protección análogos, resulta evidente la manifiesta insuficiencia de un medio alternativo menos restrictivo de derechos para la consecución igualmente eficaz de las finalidades deseadas por el legislador”[21].
Por este subprincipio, se realiza un análisis de una relación medio-medio, esto es, de una comparación entre medios; el optado por el legislador, y él o los hipotéticos que hubiera podido adoptar para alcanzar el mismo fin. Por esto, el o los medios hipotéticos alternativos han de ser igualmente idóneos[22].
En ese sentido, el artículo 253 numeral 3 del nuevo cuerpo adjetivo penal prescribe que “la restricción de un derecho fundamental solo tendrá lugar cuando fuere indispensable, en la medida y por el tiempo estrictamente necesario (…)”.
Bajo esta consideración la restricción de un derecho fundamental solo puede autorizarse cuando sea imprescindible, y por tanto, no sustituible por ninguna otra medida de similar eficacia pero menos gravosa. El criterio de necesidad influye tanto en la imposición como en el mantenimiento de tales medidas. En cuanto aquella desaparezca, por desvanecimiento de las razones que la determinaron, la medida restrictiva que se haya impuesto debe cesar o ser sustituida por otra medida más leve (Cafferata Nores, 2000, p. 189).
Dicho grado de excepcionalidad debe ser mayor cuando se trate de una medida que restringe en mayor escala un derecho fundamental. Si el principio de proporcionalidad, con base al juicio de necesidad, obliga a utilizar a la prisión preventiva como último recurso, esto implica que dicha figura cautelar sea considerada como una medida excepcional y subsidiaria.
Como tiene dicho la Corte Suprema de nuestro país:
“Si bien el juez está facultado para imponer al procesado ciertas medidas restrictivas, su decisión no puede ser arbitraria, sino que debe responder fundamentalmente al principio de necesidad, esto es, cuando resulte necesariamente indispensable para asegurar que no exista peligro procesal” [23].
Bajo tales consideraciones la prisión preventiva debe ser doblemente excepcional o, como ha dicho Del Río Labarthe (2007, p. 120), tener una “excepcionalidad reforzada”, en tanto es esta medida la que restringe en mayor magnitud el derecho fundamental a la libertad personal de un procesado, lo que implica que la prisión preventiva sea impuesta de forma mucho más restringida (Binder, 1999, p. 199) que cualquier otra medida coercitiva, es decir debe ser la última ratio de las medidas coercitivas establecidas en la ley que se pretendan imponer.
Ello implica tener en cuenta que la prisión preventiva es un instrumento que “coexiste” con otras medidas cautelares[24] destinadas, también, a proteger el desarrollo y resultado del proceso penal (comparecencia simple y restringida, detención domiciliaria, impedimento de salida, suspensión preventiva de derechos), por lo que solo se podrá recurrir a la prisión preventiva en forma subsidiaria a estas; es decir, cuando las otras medidas coercitivas no resulten idóneas, en un caso concreto, para neutralizar el peligro procesal existente, recién se deberá emplear a la prisión preventiva.
Como sostiene el Tribunal Constitucional:
“El carácter de medida subsidiaria impone que, antes de que se dicte, el juez deba considerar si idéntico propósito al que se persigue con el dictado de la detención judicial preventiva (prisión preventiva), se puede conseguir aplicando otras medidas cautelares no tan restrictivas de la libertad locomotora del procesado”[25].
Si se logra el mismo propósito con otra medida menos gravosa, el juez está obligado a hacer uso de ella, en otras palabras el juez debe optar por aquella medida que siendo idónea para enfrentar el peligro procesal, sea la que menos restrinja la libertad del procesado, pues la existencia e idoneidad de otras medidas cautelares para conseguir un fin constitucionalmente valioso, deslegitima e invalida que se dicte o se mantenga la medida cautelar de la tención judicial preventiva (prisión preventiva)”. En conclusión “para que una injerencia en los derechos fundamentales sea necesaria, no debe existir ningún otro medio alternativo que revista, por lo menos, la misma idoneidad para alcanzar el objetivo propuesto y que sea más benigno con el derecho afectado”[26].
Por otro lado, es menester recodar que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, también ha subrayado el carácter excepcional de la prisión preventiva, afirmando además que debe aplicarse solamente en los casos en que haya una sospecha razonable de que el acusado podrá evadir la justicia, obstaculizar la investigación preliminar intimidando a los testigos, o destruir evidencia. Se trata de una medida necesariamente excepcional en vista del derecho preeminente a la libertad personal y el riesgo que presenta la detención preventiva en lo que se refiere al derecho a la presunción de inocencia y las garantías del debido proceso legal, incluido el derecho a la defensa[27].
El Tribunal Constitucional peruano también ha tomado partida por el carácter excepcional de la prisión preventiva, en tal sentido sostiene que:
“(…) por el hecho de tratarse de una medida que restringe la libertad locomotora, dictada pese a que, mientras no exista sentencia condenatoria firme, al procesado le asiste el derecho a que se presuma su inocencia; cualquier restricción de ella siempre debe considerarse la última ratio a la que el juzgador debe apelar, esto es, susceptible de dictarse solo en circunstancias verdaderamente excepcionales y no como regla general”[28],
Agregando más adelante que:
“Ello significa que su aplicación no debe ser la medida normal u ordinaria, sino que solo puede dictarse en casos particularmente graves y siempre que sea estrictamente necesaria para los fines que se persigue con el proceso penal. En ese sentido, la regla general debe ser que los procesados, de quienes se presume su inocencia, deben disfrutar del ejercicio de la libertad física, mientras que su privación solo debe decretarse en aquellos casos en los que se ponga en riesgo el éxito del proceso penal, ya sea porque se pretende obstaculizar la actividad probatoria, ya porque se pretende evadir la aplicación de la pena”[29].
Ahora bien, bajo las premisas expuestas, no resulta de recibo aquel criterio que sostiene que el solo propósito de obstaculizar y ocultar evidencias probatorias, exceptúa la necesidad de que el juzgador busque una alternativa menos gravosa, como lamentablemente en algún momento lo ha señalado el propio Tribunal Constitucional peruano, cuando sostuvo que:
“El solo propósito de obstaculizar y ocultar evidencias probatorias que ayuden a culminar con éxito la investigación judicial que se sigue contra el actor, exceptúa la necesidad de que el juzgador busque una alternativa menos gravosa sobre el derecho a la libertad física del recurrente. En ese sentido, el Tribunal Constitucional declara que la exigencia de que el juez buque una alternativa distinta a la restricción de la libertad física (…) solo es lícita cuando no se ha pretendido perturbar la actividad probatoria del proceso, eludir la acción de justicia o evadirse del cumplimiento de una posible sentencia condenatoria (…)”[30].
No es de recibo este criterio, por cuanto vulnera el principio de proporcionalidad, en su manifestación de estricta necesidad, que como hemos visto busca la imposición de la medida idónea menos gravosa para el derecho fundamental que se pretenda restringir, en este caso la libertad personal. Por lo que no se puede señalar simplemente que ante la perturbación de la actividad probatoria debe de forma –podríamos decir– casi automática proceder a la imposición de la prisión preventiva, como si la sola presencia de este elemento del peligro procesal anulara de por si la idoneidad de cualquier otra medida cautelar, que hagan indispensable o necesaria la figura de la prisión preventiva.
Además, parece que se olvida que el comportamiento del agente que pretenda perturbar la actividad probatoria del proceso, eludir la acción de justicia o evadirse del cumplimiento de una posible sentencia condenatoria, solo acreditan la existencia del peligro procesal, esto es el riesgo de frustración procesal. Este peligro, es un presupuesto material, el más importante como veremos luego, para legitimar la imposición de una medida cautelar, cualquier de ellas y no solamente la de la prisión preventiva. Si no existen aquellos, o no existe prueba suficiente sobre los mismos, no se puede sostener que exista peligro procesal, y si este último no existe entonces no puede imponerse ninguna medida cautelar, por ausencia de dicho presupuesto. Es solo cuando se demuestra el peligro procesal, que recién se puede pasar a debatir cuál de entre todas las medidas cautelares, es la idónea y necesaria para neutralizar aquel peligro.
Siendo así se vuelve a equivocar el Tribunal Constitucional cuando declara que la exigencia de que el juez busque una alternativa distinta a la restricción de la libertad física del procesado, solo es lícita cuando no se ha pretendido perturbar la actividad probatoria del proceso, eludir la acción de la justicia o evadirse del cumplimiento de una posible sentencia condenatoria. Se equivoca, porque si no se presenta alguno de esos comportamientos por parte del imputado, entonces no existe peligro procesal, y si no existe peligro procesal, el juez no debe buscar la aplicación de alguna medida cautelar menos gravosa que la prisión preventiva, sino que simplemente no debe imponer ninguna, salvo de comparecencia simple.
3. Juicio de proporcionalidad en sentido estricto
De acuerdo con este juicio, para que una injerencia en los derechos fundamentales sea legítima, el valor del objetivo pretendido debe ser, por lo menos, equivalente o proporcional al grado de afectación del derecho fundamental, comparándose dos intensidades o grados: el de la realización del fin de la medida examinada y el de la afectación del derecho fundamental[31], al representar una valoración ponderativa de intereses contrapuestos, permitiendo la observación de todas las circunstancias relevantes para el caso[32].
En tal sentido, “un medio idóneo y necesario para el fomento de un fin no debe ser implementado, sin embargo, si los perjuicios para los derechos fundamentales de los afectados que se derivan del medio son mayores que la importancia del fomento del fin, en modo tal que el medio escogido aparece como desproporcionado” (Clérico, 2008, p. 143)[33].
En el examen de proporcionalidad en sentido estricto de la respectiva medida habrá que ponderar los intereses en conflicto, que no son otros que los intereses del individuo frente a los intereses del Estado[34]. En el ámbito del proceso penal, lo que se tiene que ponderar es el interés de la persona en que se respeten sus derechos fundamentales que habrán de ser objeto de restricción, y el interés estatal en el éxito de la persecución penal, ambos de sustento constitucional.
En la ponderación de la proporcionalidad en su sentido estricto debe incluirse no solo la restricción del derecho sobre el que, por definición, la medida debe incidir, sino la totalidad de las consecuencias nocivas que habrá de sufrir el ciudadano, incluso las que no hayan sido previstas normativamente o no hayan sido queridas por el órgano que decide la restricción. Dichas afecciones deberán tomarse en cuenta siempre que el juzgador pueda sostener un pronóstico bastante seguro sobre los efectos colaterales de las injerencias.
Pero no solo eso, sino que el juicio de proporcionalidad en sentido estricto también exige reparar en el caudal probatorio que pueda existir sobre un determinado grado de riesgo para la investigación del supuesto hecho delictivo, de tal manera que no se puede recurrir a medidas que importen graves restricciones de los derechos del investigado, cuando no existan medios probatorios que permitan afirmar en un grado, por lo menos, medio de probabilidad respecto de su concurrencia de la afectación de los actos de investigación.
Finalmente –siguiendo a Nogueira Alcalá (2011, pp. 123 y 124)– debemos tener presente que el principio de proporcionalidad opera con la técnica de la aplicación escalonada. Ello implica que, en primer lugar, debe examinarse si una medida persigue un fin constitucionalmente legítimo, solo cuando ello ocurre se analizará si dicha medida constituye un medio adecuado para obtener el fin perseguido.
Si la medida no persigue un fin constitucionalmente legítimo no es necesario seguir el análisis, ya que la medida por ese solo hecho es inconstitucional. En el caso de que el fin sea legítimo, se analiza si la medida adoptada es adecuada y necesaria para lograr el fin constitucionalmente legítimo, solo si se considera que dicha medida lo es, se pasará al tercer escalón de análisis, si la medida no es adecuada al fin constitucional se concluye el análisis y se determina la inconstitucionalidad de ella.
Solo si la medida es considerada adecuada a la obtención del fin constitucionalmente legítimo se pasa al tercer escalón de análisis, evaluando si dicha medida es la que menos daña el ejercicio de los derechos en vista del objetivo perseguido, estableciendo una adecuada proporcionalidad entre beneficio y daño. Si existen otras medidas alternativas que permitan alcanzar el mismo objetivo con menor intensidad de restricción de derechos, en tal caso la medida será inconstitucional.
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* Presidente de la Academia Peruana de Ciencias Penales. Socio y director del área penal del Estudio Villegas Paiva-Abogados consultores.
[1] Véase la STC Exp. Nº 0010-2002-AI/TC, ff. jj. 195, 197-199.
[2] Sobre el papel del principio de proporcionalidad en el campo específico del Derecho Penal, véase entre otros: MATA BARRANCO, 2007; LOPERA MESA, 2006; AGUADO CORREA, 1999; JAÉN VALLEJO, 1986, pp. 4923-4936; CUERDA ARNAU, 1997, pp. 447-491; LASCURAÍN SÁNCHEZ, 1998, pp. 159-189; GUÉREZ TRICARICO, 2004, pp. 53-108; BERNAL PULIDO, 2007; BERNAL PULIDO, 2005; MIR PUIG, 2002; MIR PUIG, 2009; FERNÁNDEZ CRUZ, 2010; CLÉRICO, 2009.
[3] En este sentido, la STC Exp. Nº 01356-2010-PHC/TC, f. j. 4: “Este Tribunal en reiterada jurisprudencia ha señalado que la detención preventiva es una medida provisional que limita la libertad física, pero no por ello es, per se, inconstitucional, en tanto no comporta una medida punitiva ni afecta la presunción de inocencia que asiste a todo procesado y, legalmente, se justifica siempre y cuando existan motivos razonables y proporcionales para su dictado”.
[4] Cfr. BINDER, 1999, p. 201. Similar BOVINO, Alberto. 1998, pp. 152 y 156: “las exigencias derivadas del principio de proporcionalidad pretenden, de modo manifiesto, impedir o restringir el uso del encarcelamiento preventivo con el objeto de evitar que el imputado que goza del estado jurídico de inocencia sufra un mal mayor que el que representa la propia sanción penal sustantiva”.
[5] Como explica AGUADO CORREA, 2010, p. 271, el Tribunal Constitucional peruano ha utilizado, como en su día hicieran otros, el conocido como test de proporcionalidad alemán, es decir, la distinción y el análisis sucesivo de los requisitos de idoneidad, necesidad y proporcionalidad. En el ámbito del Derecho Penal, esta forma de proceder ha quedado plasmada en las Sentencias del 9 y 15 de diciembre de 2006 y del 19 de enero de 2007, recaídas en los Expedientes Nºs 003-2005-PI/TC (ff. jj. 69 y ss.), 0012-2006-PI/TC (ff. jj. 32 y ss.) y 0014-2006-PI/TC (ff. jj. 42 y ss.), respectivamente. De estas resoluciones, se puede deducir que el principio de proporcionalidad en sentido amplio, en su variante de prohibición o interdicción de exceso, está integrado por tres subprincipios: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto.
[6] El Tribunal Constitucional español, en el mismo sentido ha expresado que: “(...) para comprobar si una medida restrictiva de un derecho fundamental supera el juicio de proporcionalidad, es necesario constatar si cumple los tres siguientes requisitos o condiciones: si tal medida es susceptible de conseguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); si, además, es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de tal propósito con igual eficacia (juicio de necesidad); y, finalmente, si la misma es ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto (juicio de proporcionalidad en sentido estricto”. (STC Nº 169/2001, f. j. 9).
[7] “Toda injerencia estatal en el ámbito de los derechos fundamentales, para ser constitucionalmente admisible, tiene que responder a una finalidad legítima. Su fin ha de ser el de tutelar bienes constitucionalmente protegibles y socialmente relevantes”. Véase, GONZÁLEZ-CUÉLLAR SERRANO, 1998, p. 195.
[8] El campo propio de aplicación del principio de proporcionalidad es el del enjuiciamiento de la constitucionalidad de los medios, pero previamente es preciso determinar cuál es el fin perseguido por la injerencia, pues si dicho fin es ilegítimo o irrelevante la medida habrá de reputarse de antemano inadmisible por ser absolutamente arbitraria. Y ello sin necesidad de examinar la idoneidad de los medios, sus posibles alternativas, ni efectuar ponderación alguna de intereses. GONZÁLEZ-CUÉLLAR SERRANO, 1998, p. 196.
[9] AGUADO CORREA, 2010, p. 272.
[10] BENAL PULIDO, 2005, p. 135. Este mismo autor ha señalado que el primer aspecto del análisis de idoneidad de las intervenciones legislativas en los derechos fundamentales consiste en verificar si el fin que el Congreso, o el ejecutivo en caso de delegación de facultades, pretende favorecer, puede ser considerado legítimo desde el punto de vista constitucional. Este primer elemento, no se puede notar, es un presupuesto del segundo, por cuanto únicamente si se ha establecido de antemano qué finalidad persigue la intervención legislativa, y si se ha constatado que esta finalidad no resulta ilegítima desde la perspectiva de la Constitución, podrá enjuiciarse si la medida adoptada por el legislador resulta idónea para contribuir a su realización. Dicho en otras palabras, la aplicación del subprincipio de idoneidad consiste en un análisis acerca de la capacidad que tiene el medio escogido por el Congreso para fomentar su finalidad; es un análisis de la relación entre el medio legislativo y su fin, en la cual, el medio legislativo persigue facilitar la obtención del fin y el fin, por su parte, ofrece una fundamentación al medio. Para emprender este análisis de idoneidad, resulta indispensable establecer de antemano cuál es el fin que la ley pretende favorecer y corroborar que se trata de un fin constitucionalmente legítimo. Véase: BENAL PULIDO, 2007, pp. 694-695.
[11] STC Exp. Nº 0012-2006-PI/TC, f. j. 32: “La idoneidad consiste en la relación de causalidad, de medio a fin, entre el medio adoptado, a través de la previsión legislativa, y el fin propuesto por el legislador. Se trata de una relación medio-fin”.
[12] SSTC Exp. Nº 0003-2005-PI/TC, f. j. 69; Exp. Nº 0014-2006- PI/TC, f. j. 42.
[13] BARNES, Javier. “El principio de proporcionalidad. Estudio preliminar”. En: Cuadernos de Derecho Público. N° 5, Instituto Nacional de Administración Pública, Madrid, setiembre-diciembre de 1998, p. 17.
[14] Cfr. GONZÁLEZ-CUÉLLAR SERRANO, 1998, p. 200; CIANCIARDDO, 2004, p. 119 y ss. FUENTES CUBILLOS, 2008, p. 26. ÁVALOS RODRÍGUEZ, 2003, pp. 9-25.
[15] Cfr. BERNAL PULIDO, 2006, p. 234.
[16] Cfr. ALEXY, 2011, p. 14.
[17] Cfr. AGUADO CORREA, 1999, p. 120.
[18] Cfr. BERNAL PULIDO, 2006, p. 234.
[19] Este requisito de protección mínima obedece también a la lógica utilitarista que informa el principio de proporcionalidad. Si la protección que dispensa la norma puede obtenerse de una manera menos gravosa que la que supone la misma, no habrá razón para renunciar a la alternativa más ventajosa y para perseverar con una medida que, aunque útil y eficaz, genera costes innecesarios. Se trata de evitar lo que el Tribunal Constitucional español denomina “derroche de coacción”. No se trata sólo de que el Derecho Penal sea el último recurso y en tal sentido un recurso necesario en cuanto subsidiario de otros, sino de que tal juicio se realice respecto de cada pena para elegir la consecuencia jurídica útil menos incisiva en la autonomía del penado. Por ello su formulación clásica, relativa a que no deberá imponerse una concreta pena –significativamente una pena privativa de libertad– si la misma puede ser eficazmente sustituida por una pena menor –significativamente una pena no privativa de libertad–, que antes de acudir al Derecho Penal para solucionar un conflicto penal debe intentarse el recurso a sanciones no penales, y que ni siquiera es legítimo el recurso a las sanciones no penales si el problema puede solventarse con medidas no sancionadoras, solo resulta admisible como directriz. (LASCURAÍN SÁNCHEZ, 2015, p. 148).
[20] SSTC Exp. Nº 003-2005-PI/TC, f. j. 71; Exp. Nº 0014-2006, f. j. 45.
[21] STC español 55/1996, del 28 de marzo, f. j. 8; STC español 161/1997, del 2 de octubre, f. j. 11; STC español 136/1999, del 20 de julio, f. j. 28.
[22] STC Exp. Nº 045-2004-AI/TC, f. j. 8.
[23] Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema. R.N. Nº 863-2005.
[24] Como señala, acertadamente, Alberto Bovino: “La principal exigencia que deriva del principio de excepcionalidad consiste en la necesidad de agotar toda posibilidad de asegurar los fines del proceso a través de medidas de coerción distintas a la privación de libertad, que resulten menos lesivas de los derechos del imputado. En conciencia, el encarcelamiento preventivo solo se justifica cuando resulta imposible neutralizar el peligro procesal con medidas de coerción alternativas al encarcelamiento preventivo. En realidad, el principio obliga a aplicar siempre la medida menos gravosa, incluso en aquellos casos en los cuales se debe elegir entre distintas medidas no privativas de la libertad –v. gr., entre caución juratoria y caución real–”. (BOVINO, 1998, p. 151).
[25] STC Exp. Nº 1091-2002-HC/TC, f. j. 15.
[26] STC Exp. Nº 0050-2004-AI/TC, f. j. 109.
[27] Comisión IDH Informe Nº 12/96, párr. 84.
[28] STC Exp. Nº 1091-2002-HC/TC, f. j. 7.
[29] Ibídem, f. j. 11. También en la STC Exp. Nº 1567-2002-HC/TC, f. j. 4 cuando afirma que: “No obstante, la prisión provisional constituye también una seria restricción del derecho humano a la libertad personal, el mismo que constituye un valor fundamental del Estado Constitucional de Derecho, pues, en la defensa de su pleno ejercicio, subyace la vigencia de otros derechos fundamentales, y donde se justifica, en buena medida, la propia organización constitucional. Por ello, la detención provisional no puede constituir la regla general a la cual recurra la judicatura, sino, por el contrario, una medida excepcional de carácter subsidiario, razonable y proporcional”.
[30] STC Exp. N° 1091-2002-HC/TC, f. j. 12. En la doctrina nacional parece seguir este criterio: REYNA ALFARO, 2015, p. 447, cuando sostiene que: “Los actos de perturbación de la actividad probatoria son elementos que, cuando concurren con los de suficiencia probatoria y prognosis de pena privativa de la libertad superior a los cuatro años, exceptúan la necesidad de buscar una alternativa cautelar menor gravosa que la detención, conforme ha determinado en sendas resoluciones el Tribunal Constitucional”.
[31] Cfr. BERNAL PULIDO, 2006, p. 235.
[32] STC Exp. Nº 0030-2004-AI/TC, f. j. 3.
[33] CLÉRICO, 2008, p. 143.
[34] Debemos afirmar –como enseña Aguado Correa– que el proceso penal se considera generalmente un instrumento necesario para la protección de los valores del Derecho Penal, cuya función principal consistiría en dotar al Estado de un cauce preestablecido para el ejercicio del ius puniendi. Es decir, la finalidad de estas medidas restrictivas de derechos se orientaría a permitir a los órganos del Estado, la satisfacción de los fines propios del derecho material, dando respuesta al interés de persecución penal que existe en este ámbito y que se contrapone al ius libertatis de todo individuo. Por lo tanto, el interés de persecución penal forma parte de los intereses del Estado, pero junto con él, que es el que mayor importancia adquiere, a través del proceso penal se satisfacen otros intereses: interés en la protección de los derechos fundamentales del individuo, interés en la tutela de otros bienes constitucionalmente protegibles, interés en el correcto desarrollo del proceso y en el adecuado funcionamiento de las instituciones procesales. Si bien la determinación del contenido de estos intereses que acabamos de numerar no plantea demasiados problemas, no ocurre lo mismo con el interés de persecución penal, por lo que nos tendremos que preguntar qué criterios son los que han de tenerse en cuenta para la medición de dicho interés, los que son: consecuencia jurídica, importancia de la causa, grado de imputación y éxito previsible de la medida. Véase: AGUADO CORREA, 2009, p. 123.