Coleccion: Dialogo con la Jurisprudencia - Tomo 236 - Articulo Numero 3 - Mes-Ano: 5_2018Dialogo con la Jurisprudencia_236_3_5_2018

PROHIBICIÓN DE INGRESAR ALIMENTOS A SALAS CINEMATOGRÁFICAS

¿Tensión entre la libertad empresarial y los derechos del consumidor?

César Carranza Álvarez*

TEMA RELEVANTE

El autor sostiene que la práctica comercial implementada por las empresas sancionadas no solo coarta el derecho de libre elección de los consumidores, impidiéndoles elegir entre diversos productos alimenticios, sino que además profundiza la posición de vulnerabilidad estructural que ostentan en toda relación de consumo. Por ello considera que lo resuelto por la autoridad administrativa no violenta la libre iniciativa de tales empresas; por el contrario, incentiva a estos profesionales del mercado a adecuar sus particulares intereses a aquellos que corresponden a los consumidores. Así, concluye que la libertad de empresa debe ir de la mano con el respeto de los derechos de los consumidores en aras de un mercado más justo para todos.

PALABRAS CLAVE

Régimen de economía social de mercado / Libre iniciativa privada / Libertad de empresa / Derechos del consumidor / Principio de soberanía del consumidor

Recibido : 08/05/2018

Aprobado : 11/05/2018

INTRODUCCIÓN

No es extraño en el país que cada vez que la autoridad administrativa de protección del consumidor emite una resolución contraria a los intereses de los grandes grupos económicos, inmediatamente se la acuse de violar la libertad de empresa que la Constitución les reconoce, de desincentivar el correcto funcionamiento del mercado, de introducir veladamente una regulación de precios, o promover su aumento en perjuicio de las grandes mayorías a quienes, precisamente, se intenta proteger con sus decisiones.

La pugna entre la libertad empresarial y los derechos reconocidos en favor de los consumidores ha sido puesta otra vez sobre el tapete, a propósito de las Resoluciones N°s 0219-2018/SPC–INDECOPI y 0243-2018/SPC–INDECOPI[1], expedidas en los casos Asociación Peruana de Consumidores y Usuarios c. Cineplex S.A. y Asociación Peruana de Consumidores y Usuarios c. Cinemark del Perú S.R.L., respectivamente; en las cuales se declara como una cláusula abusiva de ineficacia absoluta la práctica consistente en prohibir a los consumidores el ingreso a las salas cinematográficas de las empresas denunciadas con productos alimenticios comprados fuera de ellas; ordenándose, como medida correctiva, que dentro de un plazo perentorio se retire cualquier aviso que incluya tal medida en contra de los consumidores. Se añade que para evitar que estos ingresen a las salas con alimentos que puedan afectar la higiene, salud o seguridad, o causen daño a la infraestructura del local o a otros consumidores, tales solo podrán consistir en “productos iguales y/o de similares características” a los que las empresas expenden.

Inmediatamente después de su difusión, y desde diversos ámbitos, las reacciones no se hicieron esperar. En unos casos, saludando la decisión de la Sala Especializada en Protección al Consumidor por privilegiar los derechos de los consumidores frente a prácticas empresariales inaceptables; y en otros cuestionándola, por las razones anotadas en el párrafo inicial de este apartado.

En ese contexto, cabe reflexionar sobre la coexistencia de ambos derechos –por el lado de la empresa, de gestionar su giro de negocio como mejor le parezca; y por el de los consumidores, de salvaguardar su soberanía en el mercado, alentando sus decisiones libres de consumo, no sometiéndolos a prácticas comerciales que solo explotan su condición de sujetos vulnerables– en un régimen económico que se define como de economía social de mercado, en el cual pareciera ser que todo queda librado a la libre iniciativa de los privados, y en el que cualquier mínima injerencia estatal se asume como franca amenaza a su supervivencia.

I. LA ECONOMÍA SOCIAL DE MERCADO Y LA LIBERTAD DE EMPRESA

Los artículos 58 y 59 del texto constitucional contienen algunos de los principios generales del régimen económico patrio. Así, en el primero de ellos se declara que la iniciativa privada es libre y que se ejerce dentro de una economía social de mercado, correspondiéndole al Estado orientar el desarrollo del país, de manera particular en las áreas de promoción del empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura. A su vez, el numeral siguiente impone al Estado ciertos deberes que tienen el carácter de irrenunciables: estimular la creación de riqueza, así como garantizar la libertad de trabajo y la libertad de empresa, comercio e industria; libertades que no pueden lesionar la moral, la salud, ni la seguridad públicas.

En reiterada jurisprudencia, el Tribunal Constitucional ha señalado que el modelo económico acogido por la Constitución constituye un tertium genus entre aquel que propugna la supremacía del mercado y el que promueve el direccionismo estatal, alentando así las capacidades individuales para la generación de riqueza, que a su vez promueva el bienestar general y el desarrollo del país, articulando un diversificado sistema de protección de los sectores económicamente más vulnerables (STC Exp. N° 0011-2013-PI-TC). En otra oportunidad, ha enfatizado que:

(…), dado el carácter “social” del modelo económico establecido en la Constitución vigente, el Estado no puede permanecer indiferente a las actividades económicas, lo que en modo alguno supone la posibilidad de interferir arbitraria e injustificadamente en el ámbito de libertad reservado a los agentes económicos (STC Exp. N° 008-2003-AI/TC).

De este modo, el vigente régimen de economía social de mercado constituye un vehículo para el desarrollo de las competencias personales dirigidas al emprendimiento de actividades económicas de diversa índole que, realizadas en el mercado, coadyuvarán al desarrollo nacional y, de manera particular, al beneficio de quienes en él habitan. Para permitir la concreción de estos propósitos, la iniciativa privada queda garantizada, debiendo encauzarse dentro de los parámetros establecidos por el propio Estado que la asegura, de modo que no se vulneren los intereses generales.

Sin duda, uno de los componentes basilares de dicho sistema es la libertad de empresa. El Tribunal Constitucional ha señalado que esta constituye “un derecho fundamental mediante el cual se garantiza la facultad de toda persona a elegir y crear libremente una institución u organización con el objeto de dedicarla a la realización de actividades que tengan fines económicos, ya sea de producción de bienes o prestación de servicios, orientados a satisfacer necesidades” (STC Exp. N° 0003-2006-PI-TC). Ella involucra a su vez un haz de libertades como la posibilidad de constituir todo tipo de unidades económicas apelando a los diversos moldes existentes en el ordenamiento jurídico (el formato societario, por ejemplo); asegurar su organización y funcionamiento de acuerdo a los intereses perseguidos por quienes las fundan, como decidir también el momento oportuno para el cese de sus operaciones.

Frente a dicha libertad, corresponde al Estado garantizar su ejercicio –y el de otras libertades económicas– de modo que se promueva una mayor y variada oferta de productos y servicios en beneficio de las mayorías.

Pero esa garantía apareja también la obligación de imponer limitaciones y/o sanciones cuando el desenvolvimiento de las actividades económicas que ella permite, produzca la afectación de los derechos reconocidos por la ley en favor de quienes constituyen, precisamente, sus destinatarios últimos: los consumidores. Si, como afirman García Belaúnde y Eto, “el excesivo poder político del Estado ha sido siempre un riesgo para la libertad humana”, y si de igual forma “el poder privado propiciado por una sociedad corporativa constituye una grave y peligrosa amenaza para la regencia del principio de justicia” (2016, p. 181), no puede renegarse entonces del rol contralor que le corresponde al Estado, por medio de la instancia administrativa, para controlar los excesos que pueden cometer quienes en el mercado ostentan mayor poder frente a otros que simplemente actúan como meros dependientes. En este contexto, el máximo contralor de la Constitución ha expresado que:

La libertad de empresa tiene como marco una actuación económica autodeterminativa, lo cual implica que el modelo económico social de mercado será el fundamento de su actuación, y simultáneamente le impondrá límites a su accionar.

(…)

Consecuentemente, dicha libertad debe ser ejercida con sujeción a la ley –siendo sus limitaciones básicas aquellas que derivan de la seguridad, la higiene, la moralidad o la preservación del medio ambiente–, y su ejercicio deberá respetar los diversos derechos de carácter socio-económico que la Constitución reconoce (STC Exp. N° 0008-2003-AI/TC).

Por tanto, así como se procura la garantía y tutela de quienes están del lado de la “oferta”, corresponde también la defensa de los derechos de todos aquellos que se ubican en el extremo de la “demanda”, que por su especial condición de sujetos dependientes del mercado requieren una protección particular. Como expresa calificada doctrina colombiana, ello evidencia que “las empresas tienen un gran poder sobre el consumidor” y que “[a]l ser este último la parte débil del mercado, merece protección especial por parte del Estado, y la obligación de brindarle nuevas acciones” (Velandia, 2013, p. 505). En el caso de nuestro país, ella viene dada por la declaración del artículo 65 de la Constitución y las normas que lo desarrollan, contenidas en el Código de Protección y Defensa del Consumidor (CPDC).

II. LOS DERECHOS DEL CONSUMIDOR COMO SUJETO VULNERABLE DEL COMERCADO

Conjuntamente con el resguardo de la libre iniciativa privada y la libertad empresarial, la Carta Política introduce –dentro de los principios generales del régimen económico– una disposición de enorme trascendencia: el artículo 65, que establece la defensa del interés de los consumidores y usuarios, garantizando su derecho a la información, la salud y su seguridad.

La norma impone un mandato al Estado: cuidar del consumidor en un espacio tan complejo y cambiante como es el mercado, asegurándole un plexo de derechos y sendos mecanismos de defensa para cuando sean violados por parte de los agentes que le proveen aquellos recursos que necesita para subsistir; en atención al estado de vulnerabilidad estructural que padece y que, en muchos casos, se profundiza por razón de la edad, la capacidad económica, la condición social, el desconocimiento de las tecnologías de la información, su orientación sexual, estado de salud, etc.[2]. En ese sentido, la protección de los consumidores constituye el faro que ilumina y guía su actuación respecto de cualquier actividad económica realizada en el territorio. Como señalé en otra sede,

La tutela del consumidor se convierte, así, en piedra angular del régimen de economía social de mercado asumido por el país (art. 58, Constitución); en el objetivo que colorea la actuación del Estado en todos sus niveles, sea a través de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, administración pública y organismos reguladores; en imperativo que se irradia a los distintos ámbitos donde el consumidor suele interactuar con el proveedor de bienes y servicios; e incluso como pauta de interpretación de la legislación que le atañe, orientándola a todo cuanto le favorezca; todo ello en el marco de la defensa de la persona humana y el respecto de su dignidad, que constituyen el fin supremo de la sociedad y el Estado, como declara el artículo 1 de la Constitución (Carranza, 2017, p. 179).

Dicha norma encuentra su pleno desarrollo en las contenidas en el Código de Protección y Defensa del Consumidor, de 2010, que instituye como principio rector de la política social y económica del Estado la protección de los derechos de los consumidores, en el marco de la regla constitucional indicada y el régimen de economía social de mercado (art. I, Título Preliminar, CPDC). Tal normativa aspira a compensar el estado de desventaja que padecen los consumidores frente a los proveedores; a asegurarles el acceso a información relevante para que puedan decidir correctamente, como a productos y servicios idóneos que respondan a sus particulares expectativas; a cuidarlos de prácticas comerciales agresivas o engañosas orientadas a torcer su voluntad en el consumo; a protegerlos de tratos inadecuados y discriminatorios fundados en su procedencia, orientación sexual, situación social o económica, etc.; y de manera particular, a evitar su sometimiento a cláusulas contractuales vejatorias que ahondan aún más su flaqueza en el contrato de consumo, sometiéndolo a condiciones que se dirigen directamente a cercenar los derechos que por ley se le reconocen; y resguardar su soberanía en el mercado, de modo que pueda elegir libremente entre un sinnúmero de productos y servicios puestos a su alcance, tal como aspira el artículo V.1 del Título Preliminar del CPDC que contempla el principio de soberanía del consumidor, a la sazón, uno de los principios fundamentales sobre los cuales se asienta dicha norma tuitiva.

En este orden de ideas, las disposiciones del CPDC –que provienen de fuente constitucional– constituyen el contrapeso necesario a la libre iniciativa privada y libertad empresarial, que de forma conjunta traducen normativamente el propósito del sistema económico patrio: el auspicio de las competencias privadas generadoras de riqueza con el cuidado del ser humano en el mercado, repetimos, destinatario último de todas ellas. Como acertadamente recuerda el profesor Capobianco, de la Universidad de Salento (Italia), con palabras que hago mías sin reservas:

Aunque el mercado es considerado comúnmente como un lugar de intercambio, de producción de bienes y servicios, en el que se produce riqueza, esta visión es reductiva; este no está compuesto solo de economicidad, ya que se ubica en un contexto social y normativo en el que cobran relevancia principios, reglas y valores de la persona, que deben considerarse prevalentes en relación a la mera actividad de creación de riqueza (2017, p. 29).

III. PROHIBICIÓN DE INGRESAR A SALAS CINEMATOGRÁFICAS CON PRODUCTOS ADQUIRIDOS EXTERNAMENTE: ¿PRÁCTICA VIOLATORIA DE LOS DERECHOS DEL CONSUMIDOR O SIMPLE EJERCICIO DE LA LIBERTAD EMPRESARIAL?

Desde la década de los 90, con la aparición de grandes grupos empresariales dedicados a la proyección de películas, el cine en el Perú sufrió cambios importantes. En primer lugar, ocasionó la desaparición de los cines de barrio, que se vieron superados por la maquinaria empresarial y las estrategias de marketing de los nuevos competidores. En segundo orden, la propia visualización de un filme pasó a convertirse en toda una “experiencia de diversión” para el espectador: proyección de estrenos a medianoche y con un show previo para amenizar la espera, posibilidad de observarlos en tercera dimensión, funciones especiales para niños y/o adolescentes, y un amplio despliegue publicitario ante cada nueva película. Sin embargo, esa experiencia aún estaba incompleta. Era necesario hacer sentir al consumidor como en casa y qué mejor que permitirle el consumo de alimentos y bebidas durante la proyección, como si prácticamente estuviera en su habitación o en su sala de estar, solo que mejor.

Esa práctica no es nueva, por cierto. Hay que remontarse hasta los años 20, en la época de la gran crisis económica que afectó a los Estados Unidos, para encontrar ahí esta práctica comercial que permite ingerir alimentos al interior de las salas de cine. Según las noticias que aparecen en internet[3], en 1929, la crisis por la que atravesaba el país del norte afectó severamente el sector industrial, con el consecuente despido de millones de trabajadores y obreros, y el empobrecimiento de sus propias familias al perder el sustento diario. Por entonces, los cines estaban reservados para la élite y las salas eran espacios fastuosos. La llegada del sonido permitió el acceso de un número mucho mayor de personas, pues ya no se requería saber leer para ver una película. En ese contexto de depresión económica, las personas encontraron en el cine el medio para olvidar el infortunio y la carestía, y en el consumo de palomitas de maíz (uno de los productos más baratos que podía encontrarse) el alimento que les alegraba la vida. Inicialmente este era expendido por terceros, pero al percatarse del éxito de su venta, los empresarios decidieron monopolizarla con el consecuente incremento de sus ganancias.

De ahí en adelante, la historia ya es conocida: a las palomitas de maíz se le han agregado bebidas gaseosas, snacks de todo tipo, chocolates, hot dogs, y hasta comida para salas prime, de modo que el consumidor que asiste hoy en día a estas no solo va en búsqueda de la película de su preferencia; sino concretamente de un universo de diversión, de una experiencia inigualable como extrema, de grandes emociones. En fin, estamos frente a un espacio en el que el binomio “ver y comer” es imprescindible si se quiere acceder a ese mundo de irrealidad y placer. La incesante publicidad comercial de los negocios cinematográficos así lo ha decretado.

Unido a ese binomio se encuentra el monopolio de la venta de alimentos y bebidas, que se realiza al interior de las salas de proyección. Esta práctica comercial nos enfrenta, sin duda, al dilema siguiente: ¿estamos frente a una estrategia empresarial violatoria de los derechos del consumidor o ante el simple ejercicio de la libertad de empresa?

Como indiqué en la parte introductoria de estas líneas, la cuestión ha sido resuelta por la Sala Especializada en Protección al Consumidor del Indecopi, declarando a dicha práctica como una cláusula abusiva de ineficacia absoluta, prohibida por tanto, y que permite ahora a los consumidores peruanos ingresar a las salas de cine con productos y bebidas adquiridos fuera de dichos locales, siempre y cuando sean similares o iguales a los vendidos por las empresas sancionadas. La decisión ha generado no poca polémica en predios académicos y en el sector empresarial cuestionado, pues se ve en las decisiones de la autoridad administrativa una injerencia en su libre actuar.

A menudo, se olvida que no hay mercado sin consumidores. Que la parte activa, o más importante de aquel espacio económico, lo constituyen aquellas personas a quienes se dirige toda la actividad empresarial. Se olvida también que situado frente al empresario proveedor, el consumidor se encuentra en una posición de desventaja, de flaqueza negocial, de vulnerabilidad; pues se enfrenta a un profesional dotado de mayor información, de mayor poder económico, organizador de estrategias de marketing tan poderosas que incluso pueden orientar el consumo de las personas hacia un determinado producto o servicio, al punto de hacerlo sentir como un marginado si no obedece sus mandamientos. El consumidor, así, es arrastrado por una vorágine comercial que procura mantener y alentar el deseo consumista a partir de la no satisfacción plena de las necesidades, y la generación de otras nuevas, al extremo de haber convertido al acto de consumir, usar y desechar para volver a consumir, en el nuevo evangelio de nuestro tiempo[4]. Y ese olvido va de la mano con la creencia que la libertad de empresa está por encima de cualquier consideración, garantizando prácticamente un derecho a hacer “lo que a uno le dé la gana”.

El legislador patrio, consciente de esa realidad, ha previsto en beneficio del consumidor ciertos derechos que se orientan a prevenir algunas de las situaciones anotadas precedentemente. Así, para resguardarlo frente a la aplastante maquinaria comercial que busca orientar su consumo, le ha reconocido el derecho a la libre elección entre productos y servicios idóneos y de calidad (art. 1, 1.1, f, CPDC), fomentando sus decisiones libres y bien informadas, de modo que orienten el mercado en la mejora de las condiciones de los productos o servicios ofrecidos, como reza el principio de soberanía del consumidor (art. V.1, TP, CPDC); para evitar que sea presa de condiciones onerosas o perjudiciales, dada su posición desventajosa en el mercado, ha sancionado toda práctica abusiva ejercida en su perjuicio (art. 57, CPDC); y para contrarrestar el efecto nocivo que toda atribución desigual de derechos y obligaciones genera en el consumidor, debido a su sometimiento a estipulaciones contractuales de cuya formulación no participó, la ley acude a blindarlo contra las denominadas cláusulas abusivas que pudieran incorporarse en los contratos que celebra (arts. 49, 50 y 51, CPDC), declarándolas por tanto inexigibles (art. 49.1, CPDC).

En este orden de ideas, impedir a los consumidores el ingreso a las salas de cine con productos provenientes de otros proveedores, de modo que puedan únicamente obtenerlos dentro del local cinematográfico, constituye una práctica comercial que no debe ampararse.

Las empresas denunciadas –Cinemark y Cineplex– han esgrimido en su favor todo tipo de justificaciones: que dicha práctica es ejercida en el marco de su particular giro de negocio, al amparo de su libertad empresarial; que no obligan a los consumidores a consumir lo que expenden en sus salas, pues aquellos siempre son libres de comprar o no; tampoco impiden que puedan adquirir productos de otros proveedores, pues pueden hacerlo antes de ingresar al cine o una vez fuera de él; que la prohibición se justificaba porque la proyección de películas se complementa con actividades económicas conexas, como la venta de alimentos; y que no se ha considerado en las denuncias de Aspec el impacto negativo que ellas podrían generar precisamente en los consumidores que intentan defender (léase, aumento de precios en las entradas).

Tales alegaciones resultan indefendibles. La práctica comercial implementada por las empresas sancionadas no solo coarta el derecho de libre elección de los consumidores, impidiéndoles elegir entre diversos productos alimenticios, sino que ella profundiza además la posición de vulnerabilidad estructural que ostentan en toda relación de consumo. Tampoco es cierto que no se los obligue a consumir: ya he referido que la “experiencia del cine” o el “acceso a sensaciones extremas” que la publicidad ofrece no se reduce a la simple proyección de una película sino que abarca la adquisición de productos complementarios ofrecidos con exclusividad por ellas. ¿Un padre de familia podría negarle a su menor hijo la compra de esos productos, cuando este observa a otros padres y niños con los mismos, ingresando a las salas? Así pues, es el propio formato de negocio el que empuja a los consumidores a su compra, para hacerlos partícipes de ese entorno de fantasía y diversión. Debe rechazarse, de igual forma, el argumento según el cual los consumidores siempre son libres de consumir lo que prefieran antes o después de la función cinematográfica, por el mismo fundamento señalado precedentemente: la experiencia del cine consiste en “ver y comer” y no solo “ver”. Por último, sugerir que una decisión contraria a sus intereses podría ocasionar la afectación de los consumidores, en cuanto al incremento de los precios, no tiene asidero. Ello solo acarrearía el alejamiento de los consumidores de sus propios locales, y su salida del mercado.

Por tanto, debe saludarse la decisión de la Sala de considerar a dicha práctica comercial como una cláusula abusiva de ineficacia absoluta, incluida en el contrato de consumo celebrado con los consumidores peruanos, que no otra cosa logra sino cercenar su derecho a la libre elección que la norma tuitiva les garantiza; posición sustentada en los artículos 49 y 50 e) del CDPC, en este último caso por excluir o limitar los derechos legales reconocidos a los consumidores. Un fallo como este –que se coloca a la par de otros emitidos por autoridades judiciales y administrativas de otros países– hace realidad el principio de soberanía del consumidor sobre el cual se asienta el Código, como poner en práctica las políticas públicas que el mismo señala en los artículos VI.8 (promoción de una cultura de protección al consumidor y el comportamiento de buena fe de los proveedores) y VI.9 (promoción del consumo libre y sostenible de productos y servicios, mediante el incentivo de la utilización de las mejores prácticas de comercialización…), de su Título Preliminar. Estamos, en fin, ante una resolución que ha empoderado a los consumidores del Perú, como bien señala el profesor Durand Carrión (2018).

De otro lado, considero que lo resuelto no violenta –como se arguye– la libre iniciativa de las empresas sancionadas. Por el contrario, incentiva a estos profesionales del mercado a adecuar sus particulares intereses a aquellos que corresponden a los consumidores nacionales. Su expertise será, a no dudar, la brújula que orientará el replanteamiento de sus actuales estrategias comerciales en pro del objetivo mencionado.

No obstante, para concluir ya estas brevísimas líneas, considero que la Sala perdió la gran oportunidad de sentar un valioso precedente en el tratamiento de esta problemática, y esto a propósito de la sanción impuesta a las empresas en cuestión.

Tanto en la Resolución N° 0219-2018/SPC–INDECOPI como en la N° 0243-2018/SPC–INDECOPI, se determina que la práctica comercial prohibitiva constituye una cláusula abusiva de ineficacia absoluta, es decir, que es tal per se. Luego se señala que la infracción detectada es grave, porque “va en contra de las exigencias de la buena fe, restringiendo el derecho de los consumidores de poder adquirir los productos que mejor le parezcan en el lugar que determine libremente”, colocándolos en una posición de desventaja. Entonces, cuando todo hacía suponer –dados estos argumentos– que la sanción a imponerse era ejemplar, dada la gravedad de la conducta empresarial denunciada, ocurrió lo impensado: tal se redujo a una simple amonestación que se hacía reposar en los criterios siguientes:

- Que las empresas eran sancionadas por primera vez por dicha infracción; y que,

- A nivel internacional, no existía una posición homogénea sobre el tratamiento de esa restricción.

Realmente, este giro en la decisión de la autoridad no se entiende. El colegiado se enfrentaba a una práctica de años, tiempo en el cual los consumidores peruanos estuvieron sometidos a una condición contractual vejatoria de sus derechos que, hasta la decidida intervención de Aspec, nadie osó cuestionar. Si luego de un análisis ponderado se concluye que el formato de negocio implementado supone una afectación a la libertad de elección de los consumidores, considerándola “grave”, no es posible entonces la imposición de una amonestación cuando por una infracción de esa naturaleza el artículo 110 del Código prevé una sanción pecuniaria.

De igual forma, inclinarse por una simple amonestación por el hecho de no existir –en el ámbito internacional– una posición unánime en el abordaje de esa restricción, no tiene ningún sentido. Precisamente, esa carencia exigía de la autoridad una postura pro consumidor y firme en orden a no tolerar comportamientos empresariales que, escudados en la libertad de empresa, cercenan o impiden el libre ejercicio de los derechos que se reconocen en favor de los vulnerables del mercado. Era el momento para dejar en claro que cualquier ofensa a la persona en el ámbito económico debía merecer una respuesta ejemplar para desincentivar conductas semejantes en el futuro. Era la oportunidad de seguir echando bases para la construcción de una auténtica cultura de consumo en el país, en aras de lograr la armonía entre la actividad empresarial y el respeto de los derechos de quienes son la razón de su propia existencia. Lamentablemente, con su decisión, la Sala borró con el codo lo que correctamente elaboró con las manos.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Escribe el profesor Miragem que los países más avanzados del mundo –en términos económicos, culturales y sociales– son también los que presentan un mayor grado de efectividad de los derechos del consumidor; resultado no de algo cultural o espontáneo, sino de la construcción de una “conciencia común” basada en la legislación, que durante su vigencia “definió y sedimentó derechos que deben ser respetados por los proveedores” (2018).

Quiero creer que en el Perú realmente estamos convencidos de seguir ese sendero, en el cual la libertad empresarial vaya de la mano con el respeto de los derechos de los consumidores, en aras de un mercado más justo para todos. Ahora que la cuestión en debate queda en manos del Poder Judicial, que resolverá las demandas contencioso–administrativas que se han formulado contra las decisiones de la Sala de Protección al Consumidor, solo queda esperar que se mantenga el criterio sentado por esta. Espero que así sea.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

  • Capobianco, E. (2017). Lecciones sobre el Contrato (Trad. de César E. Moreno More), Puno: Zela Grupo Editorial.
  • Carranza Álvarez, C. (2017). “De la tutela constitucional del consumidor al reconocimiento de su vulnerabilidad, por el CPDC peruano: primera exploración jurisprudencial”. En: Revista Actualidad Jurídica. N° 287, Lima: Gaceta Jurídica, pp. 175-194.
  • Catalán, M. y Uequed Pitol, Y. (2017). “El acoso de consumo en el Derecho brasileño”. En: Carranza Álvarez, C. (Coord.). Temas actuales de Derecho del Consumidor, Lima: Normas Jurídicas Ediciones, pp. 23-40.
  • Durand Carrión, J. (2018). “La resolución que empoderó a los consumidores y les devolvió su dimensión real de libertad de elección sobre lo que compra y consume en el mercado. Análisis coherente, sistémico y principista”. En: http://blog.pucp.edu.pe/blog/competenciayconsumidor/2018/02/, consultada el 15 de abril de 2018.
  • García Belaúnde, D. y Eto Cruz, G. (2016). Constitución peruana: Historia y dogmática (2da. ed.), Lima: Adrus Editores.
  • Lima Marques, C. (2014). “III. Campo de Aplicação do CDC”. En: Benjamin, A.H., Lima Marques, C. y Roscoe Bessa, L. Manual de Direito do Consumidor (6ta. ed. revista, atualizada e ampliada), São Paulo: Thomson Reuters – RT, pp. 95-128.
  • Miragem, B. (2018). “Garantias do consumo: como o Direito do Consumidor contribui para o aperfeiçoamento do mercado”. En: Consultor Jurídico (ConJur), 28.2.2018. En: https://www.conjur.com.br/2018-fev-28/garantias-consumo-direito-consumidor-ajudou-aperfeicoar-mercado?imprimir=1.
  • Velandia Castro, M. (2013). “Acciones derivadas de las fallas en los productos (garantía legal, comercial y producto defectuoso). En: Valderrama Rojas, C.L. (Dir.). Perspectivas del Derecho del Consumo, Bogotá: Universidad Externado de Colombia, pp. 501-519.

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* Abogado y profesor universitario. Magíster en Derecho de la Empresa por la Pontificia Universidad Católica del Perú, y candidato a Doctor en Derecho por la Universidad Nacional de Trujillo. Ha realizado estancia docente y de investigación en la Universidad de Medellín (Colombia). Director de SABA - Centro de Arbitraje (Lima). Miembro del Fondo Editorial y Director de la Revista Jurídica del Colegio de Abogados de La Libertad.


[1] Estas resoluciones merecieron sendas aclaraciones, las cuales se hicieron efectivas mediante las Resoluciones N°s 0467-2018/SPC-INDECOPI (Cineplex) y 0466-2018/SPC-INDECOPI (Cinemark), ambas del 5 de marzo de 2018.

[2] Enseña Lima Marques que la “[v]ulnerabilidad es una situación permanente o provisoria, individual o colectiva, que fragiliza, enflaquece al sujeto de derechos, desequilibrando la relación de consumo”, en suma la “[v]ulnerabilidad es una característica, un estado del sujeto más débil, una señal de la necesidad de su protección”. Lima Marques, C. (2014). “III. Campo de Aplicação do CDC”. En: Benjamin, A.H., Lima Marques, C. y Roscoe Bessa, L. Manual de Direito do Consumidor (6ta. ed. revista, atualizada e ampliada), São Paulo: Thomson Reuters - RT, p. 104. (Traducción libre).

[3] El autor se sirve de diversas páginas de internet para sintetizar el antecedente, por lo que el lector puede corroborar la historia a partir de su propia búsqueda.

[4] Bien se ha dicho que “[a] cada necesidad aparentemente saciada (…) otra surge de los vientres del mercado –la velocidad de las mutaciones, próxima a la de los movimientos de Mercurio– estimulando un ciclo que impide que el apetito de consumo cese”. Catalan, M. y Uequed Pitol, Y. (2017). “El acoso de consumo en el Derecho brasileño”. En: Carranza Álvarez, C. (Coord.). Temas actuales de Derecho del Consumidor, Lima: Normas Jurídicas Ediciones, p. 28.


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