Coleccion: Dialogo con la Jurisprudencia - Tomo 214 - Articulo Numero 18 - Mes-Ano: 7_2016Dialogo con la Jurisprudencia_214_18_7_2016

LA PRUEBA DEL DAÑO VS. LA PRUEBA DE LA CUANTÍA DEL DAÑO

Reynaldo Mario TANTALEÁN ODAR (*)

RESUMEN

El autor realiza un análisis sobre la prueba de la cuantía del daño patrimonial y extrapatrimonial. En ese sentido, explica claramente cómo es que el perjudicado deberá acreditar el daño sufrido y, sobre todo, el quantum al que asciende este. Así, plantea casos prácticos en los diferentes daños que se puedan presentar: daño emergente, lucro cesante, daño físico, daño psicológico, daño al proyecto de vida y daño moral.

PALABRAS CLAVE

Prueba / Daño emergente / Lucro cesante / Daño físico / Daño psicológico / Daño al proyecto de vida / Daño moral

Recibido: 30/06/2016

Aprobado: 10/07/2016

I. NOTA INTRODUCTORIA

Clásicamente, en materia de responsabilidad civil se divide al daño en patrimonial y extrapatrimonial, atendiendo a si el menoscabo afecta o no, respectivamente, la esfera patrimonial del damnificado.

Sin embargo, para ingresar al presente estudio es necesario asumir que el daño objetivo y el daño subjetivo equivalen, respectivamente al daño patrimonial y al extrapatrimonial tal y como están regulados en nuestro Código Civil, entendiendo, además, que dentro del daño subjetivo se ubica el daño moral, aunque nuestro código lo trabaja como un supuesto de daño distinto al daño a la persona1 (vid. Espinoza Espinoza 2011, 248-249; Fernández Sessarego 2005, 124).

Simplificando, el daño patrimonial u objetivo contendría al daño emergente y al lucro cesante, mientras que el daño extrapatrimonial o subjetivo contendría al daño moral y al daño a la persona, siendo que este último incluiría, a su vez, a los daños físico, psicológico y al proyecto de vida.

Por último, asumimos que el daño a la persona es aplicable también en el ámbito contractual, aunque nuestra legislación no lo contemple expresamente2, pues es totalmente viable su materialización en dicho espacio (vid. Taboada Córdova 2005, 68).

II. LA NECESIDAD Y UTILIDAD DE LA PRUEBA EN EL PROCESO JUDICIAL

Como se sabe, uno de los modos de explicar el desarrollo del proceso civil alude a tres filtros (cf. Ticona Postigo, 1998), uno de admisibilidad, otro de procedibilidad y el último de fundabilidad. En el primero, o sea en el de admisibilidad, se evalúan los aspectos mínimos y preliminares de los actos procesales susceptibles de subsanación, de modo que permitan ingresar a su estudio o evaluación. En el segundo filtro, el de procedencia o procedibilidad, se examina todo lo concerniente a la correcta conformación de la relación jurídico-procesal, de modo que se facilite con ello un pronunciamiento final sobre el fondo. Por último, en el juicio de fundabilidad, propiamente el juzgador emite su decisión final dando la razón o no al justiciable.

En este último filtro, con la exigencia de probar se le brinda al magistrado la solución para que dicte sentencia de fondo y no se vea obligado a pronunciar un non liquet que representa el fracaso del proceso, ocasionado por la insuficiencia de la prueba (Devis Echandía 1966, 13).

Al respecto, hay que resaltar que si bien estos filtros actúan de modo consecutivo, como fases interrelacionadas, ello es así en un plano ideal. O sea, el modelo que trae consigo el Código Procesal Civil aspira a ello, a que solamente se llegue a la sentencia cuando el juzgador ya ha revisado correctamente los dos anteriores filtros y se dedique de lleno exclusivamente a sentenciar sobre el fondo de la controversia. En efecto, en el artículo 322 inciso 1 del código adjetivo se prescribe que concluye el proceso con declaración sobre el fondo cuando el juez declara, en definitiva, fundada o infundada la demanda. Sin embargo, en la realidad no siempre es así, pues es totalmente factible que habiendo superado (aparentemente) el filtro de procedibilidad, estando en la fase decisoria, el juez tenga que declarar improcedente el pedido de un litigante o emitir un fallo inhibitorio.

Ahora bien, por mandato del artículo 200 del Código Procesal Civil tenemos que si la parte no acredita con medios probatorios los hechos que ha afirmado en su demanda o reconvención, estos no se tendrán por verdaderos y su demanda será declarada infundada.

Este artículo refiere a lo que se conoce en doctrina procesal como la carga de la prueba, e indirectamente al objeto de prueba, sin perjuicio de lo prescrito en el artículo 196 del mismo código instrumental. Así, la carga de la prueba responde a la pregunta quién debe probar, mientras que el objeto de prueba responde a la interrogante qué se debe probar.

Sobre la carga de la prueba se ha dicho que expresa o implícitamente en todo proceso existe el problema de determinar a quién corresponde soportar las consecuencias de la falta de prueba de la existencia o inexistencia de los hechos investigados o discutidos (Devis Echandía 1966, 13). Esta carga de probar se entiende como un deber jurídico por el cual no basta con informar adecuadamente al juzgador de lo acontecido sino de facilitarle también los medios de prueba que acrediten lo comunicado (Carnelutti 1950, 344), y su regulación persigue repartir entre las partes la carga probatoria según el principio de normalidad y mayor facilidad de la prueba (Chiovenda 1922, 147). En el caso de la responsabilidad civil, es evidente que tal carga le corresponde primordialmente al damnificado.

En lo referente al objeto de prueba, tenemos que, partiendo de que el magistrado conoce el derecho bajo el principio de Iura Novit Curia3, corresponde a los justiciables probar los hechos, pues es sobre ellos que el juzgador no tiene conocimiento. En suma, los medios probatorios deben referirse a los hechos, tal y como se consagra al inicio del artículo 190 del Código Procesal Civil.

En ese derrotero, el derecho no tiene que ser probado –salvo cuando se trata de derecho extranjero (art. 190 inc. 4 del código adjetivo)– lo cual se sustenta en que el derecho se presume iuris et de iure conocido por todos desde su publicación, por lo que pensar de modo distinto no sería razonable (Couture 1958, 220). Por ello es que se explica que en el caso de tratarse de una controversia de puro derecho, es decir, donde no se discute ni tiene que probarse hecho alguno, nuestra codificación procesal, en su artículo 473 inciso 1, ha previsto la figura del juzgamiento anticipado4.

En cuanto a la presunción relativa de verdad que genera la rebeldía, tenemos que ella exige que el actor involucrado acredite mínimamente los hechos alegados, pues en caso contrario corre alto riesgo de que su pedido sea desestimado; y justamente eso es lo que se infiere de la redacción original del artículo 200 del Código Procesal Civil.

Lo dicho es ratificado por nuestro Código Procesal cuando en su artículo 279 dispone:

“Cuando la ley presume una conclusión con carácter relativo, la carga de la prueba se invierte en favor del beneficiario de tal presunción. Empero, este ha de acreditar la realidad del hecho que a ella le sirve de presupuesto, de ser el caso” (el resaltado es nuestro).

III. ¿POR QUÉ LA EXIGENCIA DE PROBAR LOS HECHOS?

Dice Reale (1984, 107) que el progreso de la cultura humana obedece al paso gradual del plano de la fuerza bruta al plano de la fuerza jurídica en la solución de los conflictos. En el Derecho todo obedece al principio de sanción organizada de forma predeterminada, y la existencia del Poder Judicial se justifica claramente en razón de la predeterminación de la sanción jurídica (Reale 1984, 107). Los jueces están para hacer que la ley se aplique.

Pero un juez no puede ser un ente mecánico de aplicación de la ley, y por ello se le exige interpretarla a fin de facilitar su aplicación. O sea, dada la ley es necesario confrontarla con la realidad al momento de su aplicación. Pero tal confrontación, si bien la puede realizar cualquier sujeto, la única que interesa, al fin y al cabo, es la que haga el juzgador del caso. Y esto es así debido a que el magistrado es el supremo intérprete y aplicador de las normas jurídicas, y el único que podrá vincularnos, por imperio estatal, a que cumplamos sus mandatos.

Ahora bien, sabemos que la mejor forma de aproximarse a los razonamientos expresados es recurriendo al sistema de creencias del emisor (vid. García Manrique 2004, 159). Y como no podemos ir donde los legisladores, es necesario recurrir al juez para que resuelva la controversia a través de una sentencia. Consecuentemente, se le exige al juzgador verter sus razonamientos en cada fallo para, precisamente, intentar comprender la parte resolutiva, y entender cada uno de los postulados que soportan su decisión.

Como el juzgador verterá sus raciocinios en la sentencia, será factible aproximarnos a su sistema de creencias como emisor del juicio valorativo. Y en caso de no estar conformes con ello, se podrá impugnar tal decisión atacando las motivaciones del magistrado, que son la base de su juicio de valor.

Nuestro Tribunal Constitucional, a través de la STC Exp. Nº 03891-2011-PA/TC, ha afirmado que la motivación supone la exteriorización obligatoria de las razones que sirven de sustento a una resolución, siendo un mecanismo que permite apreciar su grado de legitimidad y limitar la arbitrariedad de su actuación.

Por ello, a decir de Jesús González Pérez (2001, 270), la finalidad de la exigencia de motivación es doble, pues por un lado se persigue garantizar su eventual control jurisdiccional a través del sistema de medios impugnatorios y, por otro, permitir al ciudadano conocer las razones de la resolución. En definitiva, la causa por la que se exige la motivación de los fallos es porque se hace necesario conocer la representación mental que el juzgador tiene del caso real, así como su modus operandi al aplicar las normas jurídicas correspondientes.

Por consiguiente, tenemos que el juzgador puede errar al comprender la realidad o –comprendiéndola correctamente– al utilizar el Derecho aplicado para solucionarla. En el primer caso, es gran responsabilidad de las partes el aporte de los medios de prueba para que el juzgador se forme en su mente la realidad correcta, que muestre lo realmente ocurrido. No se olvide que el juez no conoce más verdad que la que las partes le han comunicado, y, salvo excepciones muy puntuales, lo que no está en el expediente no existe en el mundo (Couture 1958, 283). He allí el sustento de por qué se les exige a las partes aportar los medios de prueba que acrediten los hechos que se alegan.

Pero además, como bien se ha dicho, la prueba civil no consiste propiamente en una averiguación, pues ello daría la sensación de que el juez civil es un investigador de la verdad. Propiamente, el juez civil no conoce –por regla general– otra prueba que la que le suministran los litigantes, ergo, antes que un investigador el juez actúa como un historiador, reconstruyendo los hechos pasados que han convocado el proceso (Couture 1958, 217 y 282).

Recuérdese que el juzgador conoce el Derecho, pero lo que no conoce son los hechos acontecidos realmente, por tanto, los medios de prueba deben dirigirse a ello, a mostrar al magistrado que los eventos reales acontecieron tal y como se han narrado en la demanda o en el pedido correspondiente.

IV. EL MANDATO LEGAL DE PROBAR EL DAÑO Y SU CUANTÍA

En materia procesal es menester que todo aquel que recurre al Poder Judicial pueda acreditar que sus afirmaciones son ciertas.

Además de lo ya anotado, en el rubro de la responsabilidad civil, en materia de inejecución de obligaciones, tenemos al artículo 1331, que nos pueden ayudar en este tema, y que reza:

“La prueba de los daños y perjuicios y de su cuantía también corresponde al perjudicado por la inejecución de la obligación, o por su cumplimiento parcial, tardío o defectuoso” (el resaltado es nuestro).

Con lo dicho tenemos que, aunque suene trivial decirlo, es menester que el demandante agraviado pruebe por un lado que los daños se han materializado efectivamente y, por otro, que esos daños pueden o cuantificarse o estimarse dinerariamente (cf. Taboada Córdova 2005, 76-77); a fin de cuentas, de lo que se trata es de ponerle precio a ese daño a base de pruebas.

En nuestra constante revisión de casos reales nos hemos chocado varias veces con la confusión que existe al respecto, pues más de un letrado confunde gruesamente la prueba del daño con la prueba de su cuantía, siendo ambas cosas distintas.

Vamos a trabajar, sobre la base de ejemplos, cómo sería meridianamente la prueba de los daños, por un lado, y la prueba de la cuantía, por el otro, empezando por un caso extracontractual y terminando con uno contractual para cada ítem, según el tipo de daño del que se trate.

1. La prueba en el daño emergente

Por ejemplo, si alguien extracontractualmente choca mi auto rompiendo el parabrisas y dañando los faros, no será prueba del daño una proforma del costo de la reparación de tales perjuicios. Como queda en claro la prueba del daño se hará a través de fotografías o filmaciones, declaraciones de testigos que precisen el daño visible en el auto, un atestado policial donde se señalen los menoscabos del automóvil, etc. En cambio, la proforma será medio de prueba de cuánto cuesta reparar esos daños. Así, si voy donde un mecánico y le pido una proforma de cuánto costará reparar el parabrisas y los faros, eso será prueba de cuánto cuesta resarcir el daño, pero jamás de que hubo daño.

Por tanto, si en un proceso judicial se anexa una proforma, no se está acreditando el daño, por lo que la demanda debiera ser infundada en esta parte. Por el contrario, si se anexan fotos o videos o se solicita una inspección, ello corroboraría el daño, pero no ayuda mucho en lo referente al quantum indemnizatorio.

Dicho de otro modo, si en un proceso judicial yo solo presento la proforma corro el alto riesgo de que se me declare infundada la demanda pues no está acreditado el daño al vehículo. Por el contrario, si solo muestro las fotografías o el atestado policial donde se muestra el daño, corro el riesgo de que el juzgador coloque una suma según su –peligrosa– discrecionalidad.

Desde una perspectiva contractual, tenemos que si una mujer compra sus entradas para asistir a una obra de teatro que no se llega a presentar, se le podría generar como daño emergente, verbigracia, el costo de la entrada, más el traslado al local, y eventualmente el alquiler de un traje o de un peinado especial para la ocasión, siempre que se pruebe que se destinaban para tal momento.

Aquí los medios de prueba del daño podrían ser la entrada y la propaganda de la función, conectada a noticias o testigos que muestren que la función no se llegó a dar. El traslado lo podría probar mostrando su dirección domiciliaria o la del lugar de donde salió (que podría ser el salón de belleza) y la distancia al local, y mejor si tuviese algún comprobante del servicio prestado por el taxi, como sería una boleta de venta o un registro de llamada a la empresa prestadora del servicio; incluso el taxista podría ser testigo. El alquiler y el peinado para la obra se tendrían que probar con el documento contractual respectivo más algunos indicios que conecten las horas de estas prestaciones con la hora de la función teatral. Y si mencionó algo de ello en el salón de belleza o en la tienda de alquiler, los respectivos sujetos podrían actuar también como testigos.

Pero con esos medios de prueba no se está acreditando la cuantía, pues el monto se prueba de otro modo: el costo de la entrada, a través del valor obrante en el mismo ticket o en la propaganda respectiva; el costo del servicio de taxi, con el comprobante del servicio o la testimonial del taxista o del dueño de la empresa; y los costos del alquiler del vestido y del peinado, con los respectivos documentos contractuales o los comprobantes de pago.

Como se puede entender, es totalmente viable que un abogado presente numerosos medios de prueba pero que no acreditan o el daño o su cuantía. Por ejemplo, si en este último caso no se acredita fehacientemente que los boletos se adquirieron y quedaron inútiles porque la función no se llevó a cabo, en vano se corroborarán todos los demás aspectos.

2. La prueba en el lucro cesante

Siguiendo una similar línea a lo ya dicho, en sede extracontractual, vamos a suponer que un sujeto que maneja una maquinaria pesada al lado de una casa, genera como daño que los cimientos de esta se perjudiquen, dejándola en estado de peligro para ser habitada en tanto no se corrijan esos defectos, siendo que dicho inmueble iba a ser arrendado a una entidad. Evidentemente, aquí el lucro cesante es la ganancia dejada de percibir por el contrato de arrendamiento incumplido, puesto que la merced conductiva ya no ingresará al patrimonio del dueño de la casa, toda vez que no será posible el arriendo.

En este caso, la prueba del lucro cesante se dará a través del documento contractual de arrendamiento firmado con la otra parte, pero, además hay que probar que dicho contrato se ha resuelto por el daño a los cimientos de la casa, a través de cualquier medio probatorio, como podrían ser todas las comunicaciones con la entidad contratante, la participación como testigo de algún representante de ella misma, algún recibo que acredite la devolución dineraria de un pago dado en adelanto, etc.

Entre tanto, para la prueba del quantum del lucro cesante será necesario probar el tiempo del contrato multiplicado por el monto a pagarse en todo ese tiempo o cuando menos hasta que dure la refacción de los cimientos. En este último aspecto. es habilidad del abogado evaluar la situación puntual; pues, un modo sería demandar por lucro cesante el total de lo dejado de percibir por el contrato, por ejemplo, si duraba un año, pese a que la refacción de los cimientos se haría en menos tiempo y el bien podría arrendarse a un tercero. O también se podría esperar a la refacción total de los cimientos –que bien podría sobrepasar de un año– y recién demandar el lucro cesante incluyendo el tiempo hasta la final refacción; teniendo en cuenta que el demandante costearía la refacción y que la demanda tendría que hacerse necesariamente dentro del plazo prescriptorio, que en este caso es de dos años.

No está de más mencionar que es posible recurrir a una pericia, pero en tal caso será menester reservar los montos al resultado de aquella (Ramírez 1981, 232).

Para un caso contractual, pensemos, por ejemplo, en el supuesto en que una modelo se somete a una operación esperando salir en óptimas condiciones para cumplir con presentaciones que ya tiene pactadas a lo largo de tres meses. Sin embargo, la operación se complica por un descuido médico, ocasionándole una demora, de tal modo que se le imposibilita cumplir con las presentaciones. Aquí como es evidente existe un daño en el rubro del lucro cesante.

Como es plausible, la prueba del lucro cesante se hará a través de los documentos contractuales que acrediten la presentación de la modelo a lo largo de estos tres meses en que se verá imposibilitada de hacerlo. Obviamente, ello debe ir de la mano con el documento médico que corrobore el descanso o la imposibilidad de cumplir con tales presentaciones por temas de salud.

Y para probar la cuantía del lucro cesante será menester presentar la documental donde figuren los honorarios pactados por los tres meses de presentaciones que se dejarán de percibir.

3. La prueba en el daño físico

En la esfera extracontractual tenemos el caso de un accidente automovilístico, en el cual la víctima, por ejemplo, es lesionada gravemente en un brazo, fracturándolo y dejándolo inutilizado por unos cuantos meses.

En este caso, la prueba del daño físico se hará a través de los certificados médicos, las fotografías, la historia clínica, etc., donde no quede duda alguna de que dicho daño subjetivo se ha materializado.

Y en lo referente al quantum del daño, entendemos que todo lo utilizado para reparar este daño subjetivo ingresará en el rubro de la cuantía del daño físico. Así por ejemplo, el costo de las medicinas, las atenciones médicas, la rehabilitación, etc., serán parte de la cuantía del daño físico.

En este punto es necesario dejar sentada nuestra discrepancia con los autores que entienden que estos desembolsos son parte del daño emergente porque son un desprendimiento dinerario.

No creemos que sea así, puesto que el desembolso dinerario obedece a un daño generado al sujeto y no a un aspecto patrimonial del sujeto, como sus bienes o cosas materiales. La compra de la medicina y las atenciones médicas son resultado de un menoscabo a la parte física del sujeto, a la esfera no patrimonial. Por tanto, debe quedar en claro que el desembolso dinerario es justamente para resarcir ese daño físico de la víctima. Y propiamente no es una “pérdida” patrimonial efectivamente sufrida (Taboada Córdova 2005, 62), que es como se suele definir al daño emergente.

O como acertadamente se ha dicho: el daño será personal si transgrede los derechos fundamentales del ser humano, con repercusión económica o no, mientras que el daño no personal será el que incida fundamentalmente en los bienes materiales del hombre (Morales Godo 2006, 187).

Si pensamos de modo contrario, es decir, que los desembolsos dinerarios hechos incluso para reparar los daños físicos, forman parte del daño emergente porque son un desprendimiento patrimonial de la víctima, entonces, estamos vaciando de contenido al daño subjetivo, porque jamás podría hablarse de una cuantía por ese daño. Y decimos ello porque todo daño subjetivo (físico), derivará necesariamente en un desembolso dinerario. Y si este razonar es correcto, entonces el daño subjetivo ha dejado de existir, pues toda reparación siempre se hará a base de la esfera patrimonial, porque nuestro sistema resarcitorio es indudablemente dinerario (cf. Morales Godo 2006, 198 y ss.).

En una palabra, según este modo de pensar, solamente será pasible acreditar el daño físico, pero nunca su cuantía porque ello derivará siempre a un daño emergente.

Claro está que el único supuesto atendible sería cuando la víctima esperase a que el agente dañoso le costee los gastos del daño físico directamente, como resultado del proceso, pero ello implicaría que el fracturado tuviese que esperar a que el proceso judicial terminase con calidad de cosa juzgada para recién atenderse médicamente la lesión, cosa que en la realidad no suele suceder.

Entrando a la esfera contractual, podríamos pensar en el caso de un comensal a quien se le sirve una comida preparada a base de un ingrediente nocivo para la salud, como sería, verbigracia, un condimento vencido, un aditivo prohibido, etc. En este caso, la prueba del daño justamente recaerá en acreditar el malestar físico provocado por el ingrediente que malogró la salud física del comensal, a través de la documental médica respectiva.

Entre tanto, la cuantía de ese daño –al igual que lo narrado líneas arriba– se hará con todos los comprobantes de la atención médica, del costo de las medicinas, etc.

Como se puede ver, el documento idóneo para probar el daño físico en sede extracontractual y en sede contractual refiere un certificado médico que confirme el daño al soma.

4. La prueba en el daño psicológico

El daño psicológico se explica porque el ser humano no solo está compuesto de la parte física sino también de la psique (vid. Taboada Córdova 2005, 69).

Así, la prueba del daño psicológico, sea en un evento extracontractual como contractual, se probará principalmente a través del certificado psicológico que corrobore el daño al sujeto en ese aspecto.

Es evidente, entonces, que el daño a la mente solo puede ser probado fehacientemente por un certificado médico del especialista del ramo. Sin embargo, existen medios de prueba que podrían coadyuvar. Así, por ejemplo, en el caso de un estudiante dañado psicológicamente se podrían agregar los reportes de los calificativos, de modo que se pruebe que tuvo un desnivel justo en la época del evento dañoso. Igualmente podrían ayudar testigos que den fe del cambio de estado de ánimo en la víctima, entre otros. Pero insistimos, el medio más adecuado es el certificado psicológico que muestre con claridad el menoscabo a la mente.

Y en cuanto a la cuantía, al igual que lo indicado para el daño físico, se probará con los medicamentos y el tratamiento completo que ayuden a superar el trauma o la enfermedad mental, así como el costo de las atenciones médicas por parte del psicólogo o psiquiatra.

Finalizamos mostrando que es posible el daño psicológico en sede extracontractual como contractual. Por ejemplo, para el primero, luego de un asalto, la víctima puede generar una fobia a ciertos lugares, que será menester superar con ayuda psicológica. Y para el caso contractual tenemos el supuesto del daño a la mente generado por una negligencia médica grave respecto de una parturienta que se atendió regularmente y que repentinamente pierde a su bebé como producto del actuar culposo del equipo médico. Este suceso puede desencadenar en la mujer un miedo a embarazarse nuevamente, situación que hay que superar también con la ayuda de un psicólogo.

Dentro de este rubro también podemos ubicar al daño psicológico resultado de una ruptura de esponsales, por ejemplo. Y aunque se diga que los esponsales no son un contrato, los colocamos en este espacio porque se sabe que los esponsales implican un pacto o convenio previo que, roto, genera el deber de indemnizar5.

5. La prueba en el daño al proyecto de vida

Anteriormente, al comentar el Tercer Pleno Casatorio, hemos dado nuestra opinión sobre el proyecto de vida y su posible daño. En dicho fallo se discute la noción del proyecto de vida, toda vez que se trataría de un tema poco desarrollado6.

El cuestionamiento a la noción del proyecto de vida, según nuestros magistrados supremos, se ha materializado también en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, donde se ha polemizado acerca de la imprecisión de su contenido y de sus alcances. Pero, además, se ha puesto en duda su existencia porque en muchos de sus aspectos y hechos la relación de causalidad entre el hecho y el daño sería sumamente controversial. A lo dicho se ha añadido que no habría una base objetiva para su cuantificación, ni tampoco indicadores mensurables, puesto que el proyecto de vida se sustenta, en gran parte, en probabilidades, es decir, en probables realizaciones de la personalidad que tienen un fuerte grado de subjetividad y largo alcance en el tiempo7. Lo dicho es reafirmado cuando se recalca que el concepto de proyecto de vida es un concepto discutible y que cuenta con un fuerte ingrediente de subjetividad8.

En este punto nos parece que los magistrados yerran por apresuramiento al decir que se trata de un concepto poco claro, y en donde la relación de causalidad entre el hecho y el daño sería sumamente controversial, además de que no habría una base objetiva para su cuantificación, puesto que el proyecto de vida se sustenta en probabilidades.

Aristóteles tenía varias formas de dividir al ser. Una de ellas refiere el acto y la potencia. El filósofo enseñaba que un ente puede ser real o solo una posibilidad. Así, por ejemplo, un árbol puede ser un árbol actualmente o un árbol en potencia. Será un árbol como acto cuando existe realmente la planta, y será un árbol en potencia cuando sea una semilla (Marías 2007, 66). Así, la semilla es un árbol en potencia, del mismo modo que un niño es un hombre en potencia. Entonces, una semilla es semilla como acto y árbol en potencia; un árbol es planta como acto y leña o madera en potencia.

En términos puramente filosóficos el acto como ser implica el acto sin más, sin determinación ni restricción alguna, o sea, es un acto no determinante sino puramente actualizante (García López 1995, 209).

Y en cuanto a la potencia, el profesor García López (1995, 226-227) dice que en contraste con la potencia real se da otro sentido que se denomina potencia lógica, y que no es más que la misma potencia esencial en estado de “idealidad”. En eso consiste lo posible, en una esencia que no existe, ni ha existido, ni existirá, pero que podría existir, justamente porque no es contradictoria.

Como se podrá ir vislumbrando, el proyecto de vida no viene sino a asemejarse a la potencia de la vida actual. Dicho de mejor modo, la vida actual, el estado vigente de algún sujeto sería acto, porque existe como ente en la actualidad, y su proyecto de vida sería su misma vida actual pero en potencia.

Y si Aristóteles hablaba del acto y de la potencia como modos o divisiones del ser, no es tan cierto que lo futuro (la potencia) se base en una mera posibilidad subjetiva. En el peor de los casos se trataría más bien de una suerte de “posibilidad intrínseca” (García López 1995, 227).

Julián Marías (2007, 66) nos ilustra diciendo que para concebir a la potencia y al acto debemos tener presente dos aspectos.

- El primero de ellos refiere que no existe potencia en abstracto. Una potencia es siempre potencia para un acto. Llevado a nuestro terreno sería que no existe proyecto de vida en abstracto sino que depende directamente de un acto (o sea de la vida actual de algún sujeto).

Lo dicho quiere expresar, según Marías (2007, 66) que, por ejemplo, la semilla de palta tiene potencia para ser un árbol de palto pero no para ser caballo, y ni siquiera para ser un árbol de pino.

Desde la evaluación naturalística (u ontológica) del acto como ente, es factible vislumbrar su potencia, o sea en lo que se convertirá, y, por contraste, en aquello que no se convertirá.

Por ello, si se siembra un llavero no es posible obtener un árbol de llaveros. Y si se siembra un durazno, no es posible obtener un manzano.

Dicho en términos filosóficos, y repitiendo como lo dice Aristóteles: el acto es anterior ontológicamente a la potencia; así como la potencia es potencia de un acto determinado, el acto está ya presente en la misma potencialidad (Marías 2007, 66). Por ello se dice que la gallina está presente en el huevo, pues no se habla de huevo a secas, sino que se alude a un huevo de gallina, con lo cual la gallina ya está implicada en el huevo y es quien le confiere su potencia.

- El segundo aspecto nos refiere que el ser en potencia, para existir, necesita tener cierta actualidad, si bien no como potencia. Verbi gracia, la semilla que es encina en potencia es bellota en acto, así como el huevo que es gallina en potencia es un realísimo y actual huevo, con lo que el mismo ente tiene un ser actual y el ser potencia de otro ente (Marías 2007, 66).

Con todo lo dicho tenemos luces para reentender al proyecto de vida a efectos de hablar de un posible daño en esta esfera personal.

El daño al proyecto de vida suele ubicarse dentro del daño a la persona (cf. Espinoza Espinoza 2011, 248), lo cual nos parece acertado, pues la relación entre la vida actual de la persona y su proyecto de vida es patente.

La vida actual de la persona sería –según las nociones dadas– acto. Mientras tanto el proyecto de vida sería la potencia. Por tanto, el proyecto de vida es potencia de un acto vigente, que rige en la actualidad, como es la propia vida del agente que cuenta con tal proyecto. En una palabra: la vida actual es en potencia un proyecto de vida. Pero debe quedar en claro que la vida actual es ontológicamente distinta (aunque conectada estrechamente) del proyecto de vida que se tiene. La vida actual (como acto) es distinta del proyecto de vida (que es potencia), pero no hay duda de que entre las dos existe una implicancia notoria.

Esta estrecha relación entre el acto (la vida actual) y la potencia (proyecto de vida) es la que nos da luces para aproximarnos a los criterios que se deben tener en cuenta al momento de sentenciar un daño al proyecto de vida.

Como ejemplo tenemos que si una niña hubiese sido dañada de modo tal que perdiera casi por completo la voz, es evidente que existe un daño actual y vigente que es la pérdida de la voz, lo cual hay que indemnizar. Y si se demandase por ella un daño al proyecto de vida en el sentido en que “iba a ser” una gran cantante, es indudable que, como potencia (futura gran cantante) deben existir elementos razonables actuales que nos conlleven a decir que dicha niña se perfilaba, efectivamente, como una gran cantante (acto). Por ejemplo, se tendría que probar que la niña tenía algunas grabaciones ya hechas, era relativamente conocida en su medio como cantante, ha había ganado algunos concursos de canto, etc.

Sin probar elementos de esta naturaleza, no podríamos decir que la niña se perfilaba como gran cantante. Es decir, como acto era una simple niña pero no era una cantante en potencia.

Por ello acertadamente se ha afirmado que no se trata de la frustración de cualquier posibilidad respecto de la cual no exista evidencia alguna, o de las simples motivaciones particulares (Taboada Córdova 2005, 69).

De aquí, entonces podemos extraer los criterios objetivos para estimar (no “cuantificar” como se dice en el pleno) el daño al proyecto de vida.

Un ejemplo a la inversa. Si un adolescente fue atropellado y se le cercenó una pierna, indiscutiblemente existe un daño a su salud (daño al acto por decirlo de algún modo). Y si se probase que el citado adolescente era un futbolista destacado desde muy niño, que participó en algunos clubes, y que había ganado algunos campeonatos, etc., sería viable hablar de un daño a su proyecto de vida, pues como acto es adolescente, pero en potencia era un gran futbolista.

Un último ejemplo cercano a nuestro medio nos aclarará un poco más el panorama y las ideas que intentamos dar a conocer.

Un alumno afirmaba que las constantes huelgas dañaban a su persona y –dentro de dicho daño– a su proyecto de vida. Al estudiante se le preguntó cuál era el proyecto de vida dañado, y afirmaba que aquel consistía en llegar a ser presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ante ello hay que evaluar si es que el estudiante (como acto) era (en potencia) el presidente de tan alta entidad. El alumno apenas había aprobado los cursos de Derecho Constitucional y las materias de Derechos Humanos. Jamás participó de algún evento conectado a dichas áreas. Nunca escribió algo relacionado con tales temas. Y estaba a punto de acabar la carrera.

La pregunta salta a la vista: ¿Es posible que un alumno de esa naturaleza arguya ser (hoy) el futuro presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos? Ese alumno, como acto, ¿tiene (hoy) la potencia para ser dicho magistrado internacional? Este caso se asemeja al de una semilla de manzano que aspira a ser un caballo.

Entonces, ¿quiere acaso ello decir que este alumno no cuenta con un proyecto de vida? Es obvio que sí podría contar con un proyecto de vida, pero según lo narrado, apenas su proyecto culmina en titularse de abogado.

Así las cosas, puede ser cierto que el proyecto de vida tenga una buena dosis de subjetividad. Pero esa subjetividad alude a las aspiraciones que cada individuo en particular se plantea alcanzar. Ad empero, esto no es óbice para la existencia de factores objetivos que nos ayuden a medir si, efectivamente, el sujeto estaba caminando en dirección a alcanzar su proyecto de vida.

Cómo puedo decir que han dañado mi proyecto de vida de ser un gran basquetbolista si ni siquiera he jugado un torneo interescolar de básquet. O cómo dañarían mi proyecto de vida de ser un gran escritor si apenas he leído algunos libros y jamás he escrito siquiera un cuento. Cómo dañar el proyecto de vida de alguien que afirma que será un gran chef, si apenas sabe elaborar unos cuantos platos de comida.

Con todo lo mostrado, entonces en un caso puntual como alguno de los narrados será menester probar con todos los indicios previos que el sujeto dañado se perfilaba hacia un proyecto de vida meridianamente claro, el cual se ha visto truncado por el evento dañoso. Así se probaría el daño al proyecto de vida.

Pero en cuanto a la cuantía el asunto se torna algo más complejo, pero se puede hacer un intento a través de medios que acrediten lo que gana un sujeto en similares condiciones que no ha visto truncado su proyecto de vida. Así, por ejemplo, en el caso del adolescente futbolista, se podría hacer un parangón con un jugador actual que haya estado en la adolescencia en similares características que el actual dañado, y mostrar cuánto ha ganado desde entonces, y así hacer un intento de estimación del daño al proyecto de vida.

Y si bien es cierto que ese monto sería revisable y evaluable por el juzgador (como todos los demás daños), no es menos cierto que pueden existir evidencias suficientes como para mostrar que el daño se presentó realmente y de que es menester resarcirlo.

En fin, el daño al proyecto de vida se presenta también en la esfera extracontractual como contractual. En la primera, ya pusimos el ejemplo del adolescente futbolista que fue atropellado, cercenándole la pierna. Y en el caso contractual tenemos el supuesto de la niña que pierde la voz pero al someterse a una operación de amígdalas, en donde el médico imprudentemente la lesiona en las cuerdas vocales.

6. La prueba en el daño moral

El daño moral es quizás el subtipo dañoso más controversial. Asumiendo su distinción con el daño psicológico (vid. Taboada Córdova 2005, 64), y entendiéndolo como la aflicción sentimental o emocional que se sufre por un evento determinado, es posible, probar su presencia, aunque con suma dificultad (cf. Taboada Córdova 2005, 66).

Por ejemplo, el dolor sufrido por la muerte de un padre se podrá acreditar primero con el entroncamiento familiar, y segundo con fotografías, vídeos, documentos, testigos, etc. que prueben una buena relación paterno-filial (vid. Jiménez Vargas-Machuca 2006, 221; cf. Taboada Córdova 2005, 75). Y como el daño moral implica un dolor emocional y es posible que repercuta psicológicamente, también será de utilidad una pericia psicológica que pruebe el cambio de estado emocional desde la aparición del evento dañoso.

En este estado es necesario comentar un caso. Trata de un hijo que demandó daño moral por la muerte de su padre resultado de un accidente de tránsito. El abogado de la contraparte logró probar que en vida el hijo había desatendido al padre a tal punto que este tuvo que demandarle alimentos para poder subsistir. El hijo finalmente intentó enviar al padre a un asilo desatendiéndolo definitivamente. Con ello se pudo probar que la muerte del padre no le causaba perjuicio alguno, pues si en vida nunca le interesó la vida de su padre, era imposible que su muerte le generase sufrimiento alguno (cf. Jiménez Vargas-Machuca 2006, 221-222). Y ello es entendible porque el daño moral implica una lesión a un sentimiento que debe ser socialmente digno y legítimo, es decir, aprobado por la conciencia social (Taboada Córdova 2005, 64)9.

Por otro lado, se sabe que el daño moral también opera respecto de bienes de valor sentimental para un sujeto. Si, por ejemplo, alguien prestase una espada de su linaje familiar para una exposición, la cual tiene un gran valor sentimental para el sujeto, y ella fuera robada, podemos hablar de un daño moral, producto de la sustracción del bien. En este caso, el sujeto podría probar el valor sentimental del bien, por ejemplo, a través de fotografías donde se corrobore que el bien efectivamente proviene de sus ancestros. Ayudaría también el informe de algún historiador al respecto, además de testigos y otros documentos que prueben que no se trata de un bien cualquiera.

Como vemos, podemos probar el daño moral no siempre de modo tan directo, pero siempre es posible ubicar algunos elementos o indicios que ayuden a comprender que la injusta turbación del estado de ánimo o menoscabo sentimental realmente se ha producido (vid. Espinoza Espinoza 2011, 302-303). En una palabra, el damnificado debe colaborar con el juzgador aportando los medios de prueba o cuando menos indiciarios para acreditar el daño moral (vid. Espinoza Espinoza 2011, 304; Jiménez Vargas-Machuca 2006, 220).

Pero la gran dificultad está en probar el quantum del daño moral. En efecto, como el daño moral también se tiene que estimar, es materialmente imposible ubicar un elemento probatorio que acredite la cuantía del daño moral, pues de por sí ya es dificultoso colocar un monto por él. Por ello, en este espacio el perjudicado debe proponer un monto y defenderlo a través de diversos argumentos, como, por ejemplo, comparándolos con otros casos similares donde se haya colocado una indemnización más o menos aceptable.

En ese sentido, verbigracia, en un caso en donde se había atropellado a un menor, el padre demandaba por el daño moral generado. El caso iba a ser resuelto por un juez que años atrás había sufrido también la pérdida de su hijo por un accidente similar. En esta causa, el abogado es hábil en sacar a la luz el evento del juez como símil al de su patrocinado al momento de defender el monto solicitado como daño moral, pues solamente el juez podría entender meridianamente por lo que estaba pasando el justiciable.

Solamente queda mostrar que es viable el daño moral tanto en un aspecto extracontractual como contractual. El último caso narrado de la muerte del menor recae bajo un supuesto extracontractual. Y para el ámbito contractual pensemos, por ejemplo, en el caso en que una mujer se manda hacer un vestido de novia, pero el día de la boda el vestido no está terminado, obligándola a alquilar un vestido de emergencia con el cual asiste a las nupcias. En este caso es posible que tal inejecución le genere sufrimiento a la prometida al no poder asistir a un evento tan importante con el atuendo que ella esperaba.

7. Cómo facilitar el resultado en el proceso

Hace algún tiempo asistimos a un evento sobre responsabilidad civil, en donde los expositores eran magistrados. El evento, “dolosamente” estuvo dirigido para hacerles notar a los jueces sus incoherentes y desajustadas resoluciones, de tal modo que luego de cada exposición se mostraban casos reales resueltos por estos magistrados y luego se los “atacaba” pidiéndoles que explicasen por qué habían resuelto de tal o cual manera.

Lo curioso del caso es que uno de los magistrados pidió junto a las resoluciones que le alcanzasen las demandas. Y con ellas mostró que gran parte de las deficiencias en las resoluciones no eran tanto culpa del juez, sino de los abogados patrocinantes que no sabían acreditar adecuadamente sus pretensiones.

En efecto, en las demandas se podía ver justamente el defecto que venimos comentando. En muchos casos, solamente, se ponían montos y no existía atisbo alguno de prueba para ello. En otros solamente se probaba o el daño o el quantum pero no ambos, incurriendo en una insuficiencia probatoria que obligaba al juzgador a conceder un monto hasta “arbitrario” (léase “equitativo”) basado en lo poco que había obrante en el expediente; situación a la que se llegaba porque los justiciables creían que el juzgador iba a asumir como ciertas sus afirmaciones con solo probar uno de los rubros.

A raíz de todo lo dicho, es que desde hace algún tiempo venimos proponiendo facilitar las cosas al interior de proceso judicial a través de un cuadro, en donde se coloquen claramente cada rubro a indemnizar con los montos definidos y los medios de prueba que respalden tales acápites (vid. Espinoza Espinoza 2011, 334).

Así, a modo de ejemplo tendríamos el siguiente cuadro, el cual, obviamente puede ser perfeccionado, ya que solo es un modelo a seguir:

DAÑO

PRUEBA

CUANTÍA

PRUEBA

Daño emergente

Anexos 1-C, 1-D, 1-E

S/. 25 000

Anexos 1-E

Lucro cesante

Anexos 1-F

S/. 9 000

Anexos 1-F

Daño físico

Anexos 1-G, 1-H, 1-I, 1-J

S/. 125 000

Anexos 1-H, 1-J

Daño psicológico

Anexos 1-H, 1-K

S/. 30 000

Anexos 1-O

Daño al proyecto de vida

Anexos 1-G, 1-L

S/. 90 000

Anexos 1-P

Daño moral

Anexos 1-H, 1-M, 1-N

S/. 85 000

Anexos 1-Q

Con este simple cuadro se le facilita al juzgador el modo de sentenciar, de tal manera que bastará con revisar si los medios de prueba se corresponden con los rubros peticionados para conceder el monto resarcitorio.

Con este cuadro también se colocan barreras serias al magistrado para evitar que disponga montos distintos a los peticionados, ya que se cuenta con medios de prueba idóneos que corroboran lo solicitado, de manera tal que el juzgador no podrá recurrir tan abiertamente a su “sana crítica” o al tan manoseado “criterio equitativo”.

Igualmente, con este modo de proceder la parte que se oponga a lo peticionado tendrá que acreditar con otro medio de prueba que lo peticionado no es lo correcto. Así, por ejemplo, si alguien dijese que el arreglo de un vehículo no cuesta S/. 10 000, sino que en realidad cuesta S/. 8000 tendrá que presentar una proforma de otro taller que cobre menos. Y en este punto es indispensable resaltar que el perjudicado podría ir con esa proforma donde tal taller y exigir el cobro que allí figura por el refaccionamiento del carro, pues en caso contrario se habría cometido un supuesto fraude contra la administración de justicia al presentar una prueba irreal que solamente ha buscado confundir al magistrado10.

ReferenciaS bibliográficaS

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NOTAS:

(*) Doctor en Derecho. Docente de las Universidades Nacional de Cajamarca, Privada del Norte y Privada Antonio Guillermo Urrelo.

1 Ver artículo 1985 del Código Civil.

2 Ver artículo 1332 del Código Civil.

3 Ver artículo VII del Código Procesal Civil.

4 Punto muy aparte merece el gran problema que genera la derogación tácita en donde se puede alegar que la supuesta norma derogada sigue vigente. Y lo mismo se predicaría de la costumbre como fuente de derecho (cf. Couture 1958, 221).

5 Ver artículo 240 del Código Civil.

6 Fundamento Jurídico 70.

7 Ídem.

8 Fundamento Jurídico 97-B.

9 Ver artículo 1984 del Código Civil.

10 Ver artículos 409, 409-A, 412 y 416 del Código Penal.


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